Por Miguel Ruiz Muñoz

Introducción: personas físicas, personas jurídicas y finalidad no profesional o empresarial

El Derecho europeo parte de una idea de consumidor delimitada por dos elementos, su carácter de persona física, con alguna excepción que veremos en el apartado último de este texto, y por otro, su actuación con fines ajenos a su actividad profesional o empresarial. Esta definición no ha estado exenta de polémica, tanto por lo que se refiere a la exclusión de las personas jurídicas, como en cuanto a la finalidad no profesional.

En cuanto a la exclusión de las personas jurídicas hay que decir que no es el caso del Derecho español, nuestro derecho presenta como particularidad frente al Derecho europeo su extensión a las personas jurídicas, ya desde el texto original de la LGDCU de 1984, que ahora podemos ver en el art. 3 del Texto Refundido de esta misma disposición de 2007; que posteriormente fue reformado por la Ley 3/2014, y se extendió su ámbito subjetivo incluso a las entidades sin personalidad jurídica que actúen sin ánimo de lucro en un ámbito ajeno a una actividad comercial o empresarial. En este último caso parece que se está pensando fundamentalmente en las comunidades de propietarios, sin perjuicio de dar entrada a algún otro tipo de agrupación de personas físicas que cumplan los dos requisitos establecidos.

Aunque se han planteado algunas dudas sobre la extensión de la condición de consumidor a las personas jurídicas, a nuestro juicio, lo que hay que plantearse respecto a éstas es si realmente pueden tener o no un consumo privado. O lo que es lo mismo, qué tipo de personas jurídicas se puede entender que adquieren o utilizan bienes para su propia subsistencia, sin que trasciendan de una u otra manera en sus relaciones económicas con terceros, esto es, al mercado. Es lo que de otro modo se venía a decir bajo la norma originaria de 1984 cuando se aludía de manera positiva a los consumidores como destinatarios finales, que ahora se corresponde con la exigencia negativa de que el consumidor actúe con fines que no entren en el marco de una actividad profesional o empresarial. No vemos diferencia alguna trascendente entre ambas formulaciones jurídicas. Enseguida volveremos sobre esta cuestión.

Pues bien, en puridad no parece muy correcto hablar de la persona jurídica como consumidor, en tanto en cuanto constituye una imposibilidad jurídica que se le pueda calificar de destinataria final de los bienes o servicios que adquiere. Como se suele sostener, la exigencia legal debe ser entendida como satisfacción de necesidades particulares (personales o familiares), y las mismas sólo se puede predicar en principio de las personas físicas.

No obstante, lo anterior no debe impedir que bajo determinadas circunstancias la cualidad de consumidor del miembro, socio o asociado persona física se extienda a la persona jurídica a la que pertenece. Téngase en cuenta que lo normal será que el Derecho especial «transforme» el Derecho común, de tal manera que en la generalidad de los casos poco o nada tendrán que ver los derechos o bienes adquiridos por la persona jurídica con los que luego correspondan a los miembros o socios del ente. En el caso de las sociedades de capital la transformación los convierte en los típicos derechos políticos y económicos. Sin embargo, en otros casos, esto no tiene que ocurrir así, porque cabe la posibilidad de que la persona jurídica cumpla una mera función representativa o de intermediación y por tanto el tránsito de bienes o servicios se produzca sin ningún tipo de alteraciones, y justamente esto es lo que pensamos que puede suceder en determinados casos en los que se suele admitir que la persona jurídica pueda ser calificada de consumidor. Esto es, siempre que se satisfagan dos premisas, una, que se trate de personas jurídicas en situación equiparable a la de los consumidores personas físicas, que son las que adquieren bienes o servicios no con la finalidad de integrarlos como un inputs –directo o indirecto- de la empresa, sino para transmitirlos o cederlos sin transformación o con una transformación mínima, gratuitamente, o a un precio de coste, y mediante una relación ajena al mercado, a personas vinculadas de algún modo con ella, y con la finalidad de dar satisfacción a las necesidades particulares de estas últimas. Así se puede entender en ciertos casos respecto a las asociaciones y las fundaciones. En el caso de los entes sin personalidad jurídica se puede observar con mayor nitidez, pensamos en particular en las comunidades de propietarios. Y la segunda premisa, que se ha de respetar el catálogo tasado de personas jurídicas del Derecho privado, si bien esto último resulta hoy relativo al darse entrada a los entes sin personalidad jurídica. En definitiva, lo que se hace es delimitar positiva y negativamente los casos concretos de <personas jurídicas consumidores>, si es que esta expresión resulta admisible, lo que no deja de plantear alguna duda.

Recapitulando, cabe la posibilidad de que las personas jurídicas, excepcionalmente, puedan ser consideradas como consumidores. Pero bien entendido que para ello será necesario como requisito fundamental que los integrantes de la persona jurídica se constituyan en verdaderos destinatarios finales de los bienes y servicios, de manera que aquélla no cumpla una función transformadora sino de mera mediación.

Sobre la profesionalidad y el ánimo de lucro de las personas jurídicas

Llegados a este punto el principal problema que permanece todavía es el relativo a la profesionalidad de la actuación de la persona jurídica. A primera vista puede dar la impresión de que el concepto de persona jurídica está asociado necesariamente a la idea de profesionalidad, o que resulta incompatible con la no profesionalidad. O dicho de otro modo, que en las personas jurídicas parece que la profesionalidad se presume, por lo que no es concebible una persona jurídica que actúe en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional. Como es natural estamos pensando fundamentalmente en las sociedades de capital, aunque no tiene que ser así. La cuestión es que en este punto las regulaciones española y comunitaria se distancian, al incluir y excluir respectivamente la mención expresa a la persona jurídica. A nuestro juicio hablar de destinatarios finales o de actuaciones en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional, debe ser interpretado en un mismo sentido, básicamente como actuaciones fuera de mercado, puede haber algún matiz diferenciador pero de escaso relieve.

Y esto nos parece que debe ser así por varias razones. Primero, porque efectivamente hay personas jurídicas que no intervienen en el mercado, esto es, con terceros, sino de manera exclusiva o casi exclusiva con sus propios miembros, como sucede con las entidades mutualistas. Y segundo, porque de lo contrario, estaríamos admitiendo la posible doble condición de profesional y de consumidor en las personas físicas y no en las personas jurídicas, y no parece en principio razonable que el expediente de la persona jurídica deba impedir, en todo caso, que las personas físicas que están detrás de una persona jurídica, queden privadas de la protección propia de los consumidores, cuando precisamente en ciertos casos las personas jurídicas se constituyen con la evidente finalidad de mejorar la posición de aquéllas en el mercado. Sería enormemente paradójico que se le negasen los derechos propios de los consumidores a un grupo de personas físicas por el sólo hecho de estar agrupadas bajo una personalidad jurídica diferente (ejs: asociación de consumidores o cooperativa de consumo), cuando desde la propia Constitución (art. 51) y del Derecho de protección de consumidores se promueve y fomenta el asociacionismo como la mejor forma de desarrollar los sistemas de autoprotección. De ahí que, a nuestro juicio, el dato clave a tomar en cuenta no deba ser tanto la profesionalidad entendida simplemente como el ejercicio de una actividad laboral más o menos cualificada, sino la profesionalidad o habitualidad en el sentido de nuestro Código de Comercio de 1829 (la dedicación habitual y ordinaria al tráfico mercantil), que pervive en el vigente de 1885, esto es, como actuaciones para el mercado, que lleva implícito la actuación en nombre propio o de manera independiente. De esta manera, además, se alcanza un mejor acoplamiento sistemático entre el Derecho mercantil de contratos (arts. 325 y 326 del C. de C.) y las normas de protección de los consumidores, que son normas civiles, sin perjuicio de sus particularidades regulatorias.

Otra cosa es lo relativo al ánimo de lucro. La profesionalidad tal y como la vemos suele llevar aparejada el ánimo de lucro, pero no tiene que ser así necesariamente. Se pueden desarrollar actividades para el mercado sin que conlleven un ánimo de lucro. Entendido éste en sentido subjetivo como el ánimo de obtener para sí o de repartir las ganancias entre los partícipes en el negocio. O dicho de otro modo, se puede ser empresario sin necesidad de que se persiga una finalidad lucrativa. Pero de lo que no se puede prescindir es de la profesionalidad y de la actuación independiente. Así lo vemos hoy en un texto moderno y relevante como es el Marco Común de Referencia (MCR/DCFR), donde se define al <empresario> del siguiente modo:

como una persona natural o jurídica, de naturaleza pública o privada, que actúa con objetivos relacionados con su propio comercio, trabajo o profesión independiente, incluso si no tiene ánimo de lucro en el desarrollo de su actividad (art. I.-1:105, párrafo segundo).

En conclusión se puede decir que no porque se actúe sin ánimo de lucro estamos ante un consumidor, ya sea éste una persona física o una persona jurídica, porque lo verdaderamente relevante es que se trate de actos fuera de mercado.

Destinatarios finales o actuaciones fuera del ámbito profesional: actos fuera de mercado

Respecto a la finalidad no profesional hay que decir en primer lugar que, a nuestro juicio, no existe diferencia relevante entre el texto de 1984 y el de 2007, si bien no hay una coincidencia en su literalidad. En ambos casos se alude al consumidor como persona física o jurídica, con la diferencia de que en el texto más antiguo se hablaba de destinatarios finales, y en el más moderno y vigente, en lugar de destinatarios finales se habla de sujetos que actúan en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional. Esta nueva expresión coincide ahora al pie de la letra con los textos europeos, pero sustancialmente como decimos no difiere de la anterior. Así lo deja hoy día muy claro la Exposición de Motivos del TRLCU de 2007 cuando aclara el sentido del concepto de consumidor:

Esto es, que interviene en las relaciones de consumo con fines privados, contratando bienes y servicios como destinatario final, sin incorporarlos, ni directa, ni indirectamente, en procesos de producción, comercialización o prestación a terceros” (apartado III, párrafo tercero).

Así pueden verse SSTS de 15.12.2005, 18.6.2012 y de 28.3.2014; y SSTJUE de 11.7.2002 y 20.1.2005.

No obstante resulta conveniente insistir algo más. Por un lado, en la coincidencia entre las ideas de destinatarios finales y actuaciones fuera del ámbito profesional. Y por otro, sobre las dudas que puede suscitar las operaciones con una finalidad de ahorro o de inversión. Veamos a continuación lo primero y en el apartado siguiente lo segundo.

Hablar de destinatarios finales o de actuaciones en un ámbito ajeno a una actividad empresarial o profesional debe ser interpretado en un mismo sentido, básicamente como actuaciones fuera de mercado. Lo que decimos lo vemos reflejado en las últimas reformas del BGB (Código Civil alemán), concretamente cuando se define en sus nuevos parágrafos 13 y 14, respectivamente, a las figuras del consumidor y el empresario o profesional, porque en ambos casos, ya sea negativa o positivamente, se delimitan ambas figuras por relación a una actividad profesional empresarial o autónoma, lo que deja fuera los actos <supuestamente profesionales> realizados en nombre y por cuenta propia por trabajadores que desarrollan su actividad profesional por cuenta ajena. Esto es, más concretamente, los actos realizados en nombre y por cuenta propia por los trabajadores o profesionales que desarrollan su profesión por cuenta ajena, a pesar de que puedan aparentar cierta profesionalidad, deben ser calificados en principio como actos de consumo. Y ello debe ser así porque las adquisiciones o contratos celebrados en nombre propio por dichos sujetos no pueden pasar a integrarse en su actividad profesional, dado que dicha actividad, al no tratarse de un profesional autónomo, queda circunscrita a su relación con el empresario por cuenta del cual trabaja. Y así lo vemos de manera muy parecida en la definición de <empresario> antes mencionada del Marco Común de Referencia (MCR/DCFR), que habla de que este sujeto actúe con objetivos relacionados con su propio comercio, trabajo o profesión independiente (art. I.-1:105, párrafo segundo).

La única salvedad respecto a lo anterior podría venir dada porque nos podamos encontrar con una relación de mandato tácito, en cuyo caso, el trabajador por cuenta ajena ya no estaría actuando para sí, sino por cuenta y riesgo de la empresa para la que trabaja, de manera que el verdadero titular de la relación no sería sino el titular de la empresa y en consecuencia la relación no deberá ser calificada de consumo.

Es cierto que estos supuestos plantean problemas probatorios y de reparto de la carga de la prueba, que en todo caso deberán ser resueltos aplicando las reglas generales, por lo general imponiendo dicha carga a quien pretenda la aplicación de las normas de Derecho común, normalmente el vendedor, dado que son normas de carácter dispositivo, frente a la en principio más evidente aplicación de las normas de consumo dado su carácter imperativo, que será probablemente la pretensión del comprador. Pero también esto último, la presunta evidencia de la relación de consumo, plantea problemas, porque habrá que tomar en consideración no sólo los aspectos vinculados a la persona del comprador antes mencionados (actuación por cuenta de una empresa, remisión a una dirección profesional, reuniones en dependencias empresariales, etc.), sino también otros aspectos relativos a la naturaleza del bien (bienes de uso típicamente personal o profesional, etc.).

En todo caso, en aquellas situaciones más dudosas, como son en las que el presunto  consumidor, sin actuar dolosamente, no pone claramente de manifiesto al empresario que actúa con fines privados o particulares, no por eso el empresario o profesional podrá ampararse en su percepción subjetiva respecto a la naturaleza de la contraparte para eludir la aplicación de las normas de consumo. Y ello porque se trata de normas imperativas de tutela del sujeto tipificado como parte estructuralmente débil, cuya aplicación no parece que pueda quedar en manos de la percepción que tenga su contraparte. De no ser así, se tendría que llegar a la conclusión de que sobre el consumidor recae un deber o carga de informar a su contraparte de la condición con la que interviene en cada caso, lo que no se corresponde con la posición propia de un consumidor. En este tipo de relaciones, lo suyo es que los deberes de información corran a cargo de los empresarios o profesionales y no de los consumidores, porque son los primeros los que disfrutan de una posición privilegiada en una estructura contractual de información asimétrica.

No obstante, como es natural, sin perjuicio de que el consumidor deba colaborar en la facilitación de ciertos datos que sólo a él le resultan próximos. Buena prueba de lo que se dice, a nuestro juicio, la tenemos en la regulación del contrato de seguro, donde como es sabido, la información vital que el tomador del seguro debe facilitar al asegurador para la valoración del riesgo, se configura más como un deber de respuesta al cuestionario que le presente la compañía aseguradora y no directamente como un deber de información (art. 10 LCS). Quizá se podría hablar en estos casos de un deber de información indirecto o a instancia de la contraparte. En todo caso queda patente que se parte por lo general en este tipo de relaciones de situaciones de información asimétrica, donde no cabe duda que para el empresario resulta importante, tanto para configurar el contrato, como para valorar sus costes y fijar los precios, conocer si se ha de someter a las normas generales de Derecho común o a las especiales de consumo, pero esto es algo que por las razones antedichas debe quedar fundamentalmente al cuidado del propio empresario. Es cierto que el ordenamiento presenta en este punto ciertas incertidumbres y que el legislador debe reducirlas al mínimo para cumplir con el mandato constitucional de la seguridad jurídica, pero en nuestro caso, como en otros, las dudas se pueden desvanecer con cierta facilidad por parte del empresario mediante el planteamiento de una simple pregunta a su contraparte. Y es de este modo, además, como se soluciona el riesgo de posibles comportamientos oportunistas por parte del supuesto o pretendido empresario o profesional.

La conclusión es que sólo en los casos de comportamientos dolosos del consumidor, como puede ser la presentación maliciosa ante el empresario como si fuera un profesional (probablemente con la finalidad de obtener mejores condiciones de compra), es cuando el empresario podrá alegar la aplicación del Derecho común (o bien del Derecho mercantil) en detrimento de las normas especiales de consumo.

Operaciones con una finalidad de ahorro o de inversión

En cuanto a lo segundo, la objeción se suele plantear respecto a las operaciones con una finalidad de ahorro o de inversión por parte de particulares, en el sentido de que no entrarían en la idea de destinatario final, sino en el concepto negativo de consumidor que alude a la intención de integrarlo en un proceso empresarial.

Lo primero que hay que decir es que, probablemente, no se cae en la cuenta de que hablar de parte débil y consumidor es hablar de una misma cosa, con la particularidad de que en el segundo caso se hace de manera típica. Lo segundo, que el concepto negativo es coincidente con el concepto europeo de consumidor de actuación con un propósito ajeno a su actividad empresarial o profesional, que ya figuraba en nuestro Derecho positivo antes del TRLCU de 2007 en la Ley de crédito al consumo (LCC) de 1995. Y lo tercero, a nuestro juicio enormemente clarificador, que no se debe negar -por principio- a los consumidores como tales la realización de actos de ahorro, de ahorro/inversión, o más sencillamente de la venta de un bien mueble usado a un comerciante dedicado a la venta de bienes de segunda mano,  porque este tipo de actos vienen formando parte de la vida doméstica o familiar desde siempre.

Es cierto que en estos casos los bienes pueden revertir al mercado, aunque no de manera inmediata y no siempre, piénsese en las adquisiciones de inmuebles sin una finalidad de uso, sino como la mejor colocación de los ahorros de toda una vida; o en la constitución de un fondo de pensiones, etc.  Pensar que en estos casos no se pude estar ante un consumidor porque dichos actos no suponen la satisfacción de necesidades personales inmediatas, sería lo mismo que rechazar la cualificación mutualista de las entidades de este tipo por el hecho de que se repartan los denominados retornos o excedentes; y ello porque en último caso o bien estamos ante actos de carácter secundario o bien ante actos necesarios o muy convenientes para la buena gestión y administración del patrimonio familiar, que como es natural está destinado en su conjunto a la satisfacción de las necesidades domésticas. Recuérdese sin más la posible calificación como consumidores de las sociedades cooperativas.

Pero además, nos confirma lo que decimos tanto disposiciones clásicas como otras mucho más modernas. Entre las primeras está el artículo 326.4º del Código de Comercio de 1885, que establece que

no se reputará mercantil la reventa que haga cualquier persona no comerciante del resto de los acopios que hizo para el consumo.

Dicho precepto nos revela que el <consumidor> puede revertir al mercado parte de los bienes adquiridos para su subsistencia (ámbito doméstico o personal) sin que por eso se pase del tráfico civil al tráfico mercantil. Y no se debe pensar que se trata de una norma errónea porque cambie el criterio marcado por el artículo precedente, donde se define la mercantilidad bajo el criterio del comprador, para pasar al punto de vista del vendedor, de manera que si el comprador lo hace con los fines previstos en el art. 325 (reventa con ánimo de lucro) la reventa del <consumidor> debería ser calificada de mercantil; no obstante puede entenderse que el legislador ha excluido la mercantilidad en estos casos para evitar la aplicación de las normas mercantiles a quienes no son comerciantes. La norma que comentamos tiene una mejor inteligencia si tenemos a la vista el precepto equivalente del Código de Comercio de 1829 (art. 360.V), donde el texto se completaba con una presunción a modo de cláusula de salvaguardia que, a nuestro juicio, ponía (y pone) de manifiesto el sentido y la justificación de la misma, como es que debían tratarse de actos de carácter secundario; básicamente se establecía una excepción a la no mercantilidad de la reventa del residuo de los acopios para el propio consumo sobre la base de un criterio cuantitativo: más venta que consumo.

Y entre las normas más modernas, hoy día hay un buen ramillete, así sucede con la Ley de contrato de seguro de 1980, y con otras mucho más modernas, como son la Ley 42/1998, sobre los derechos de aprovechamiento por turno de bienes inmuebles de uso turístico, o también la Ley 22/2007, sobre comercialización a distancia de servicios financieros destinados a los consumidores. Y muy especialmente la Ley 43/2007, de protección de los consumidores en la contratación de bienes con oferta de restitución del precio, que como es sabido está referida a los denominados <bienes tangibles>, que debe su promulgación a la reacción político legislativa producida ante los escándalos financieros provocados por el <cierre> de las entidades Afinsa y Forum Filatélico. En esta última disposición resulta esclarecedor el párrafo primero del preámbulo: “[E]n ocasiones el consumidor emplea o gasta un caudal monetario no sólo con la idea de satisfacer sus necesidades o deseos más inmediatos, sino también con el objeto de adquirir bienes cuya utilidad radica en su mera posesión y colección. En este sentido, la realidad demuestra que determinados bienes, unitariamente o formando parte de una colección o conjunto, resultan particularmente atractivos para dicho fin y que, además, manifiestan una aptitud directa o indirecta para la denominada generación de valor o mero depósito de valor frente al carácter naturalmente perecedero de otro bienes consumibles.” Esta declaración de política jurídica se ve confirmada en el artículo primero de la ley últimamente mencionada.

Con todo es cierto que buena parte de estas dudas desaparecen cuando se habla del consumidor como alguien que actúa al margen de una actividad comercial o empresarial, porque el vendedor del bien usado, el ahorrador o el ahorrador-inversor, como estamos viendo no cumplirían el requisito de la profesionalidad, esto es, la actuación de manera habitual y organizada. Pero resulta interesante comprobar que nuestro legislador decimonónico tenía ya una acertada visión de los sujetos a los que no había que aplicar las normas mercantiles, a pesar de tratarse de actos de mercado.

Del concepto de consumidor al contrato de consumo: el desdoblamiento de las personas físicas

Pues bien, sobre lo que ahora nos interesa llamar la atención es que la condición de consumidor según las premisas mencionadas no constituye un status jurídico especial, sino más bien una función económica ejercitable por cualquier sujeto persona física, con total independencia de que sea o no un empresario o profesional de cualquier especie, en sus relaciones jurídicas con los empresarios o profesionales, porque el dato clave lo constituye no tanto el concepto de consumidor como el de contrato de consumo, un contrato entre un consumidor y un empresario, que es lo que evidencia prima facie que se está ante una situación desequilibrada (vid. art. 3.1 Directiva 2011/83/UE). A estos efectos es interesante resaltar que el desdoblamiento posible del profesional en consumidor y en no consumidor (esto es, profesional o empresario), es lo que da lugar en muchos casos a que el sistema tipológico desarrollado resulte excesivo, porque da cobijo a sujetos que no lo necesitan y por tanto no lo merecen. A pesar de todo, a nuestro juicio, el enfoque tipológico centrado en la figura del consumidor resulta no sólo plausible, sino además practicable, porque es realista pensar que, por definición, alguien puede estar más alerta, más inclinado a velar por sus propios intereses, y más informado, en su esfera profesional que en la privada. Pero además, no se debe olvidar que la aplicación de las normas especiales de protección no se derivan de manera automática de la condición de consumidor, sino que es necesario estar ante un contrato de consumo, lo que exige mantener una relación frente a un empresario o profesional y verificar si efectivamente el supuesto de hecho en cuestión entra dentro del ámbito objetivo de aplicación en cada caso (vid. art. 3.3 Directiva 2011/83/UE). Esto es, las relaciones de consumo no se delimitan exclusivamente por la intervención de un consumidor y un empresario o profesional, sino que además es necesario verificar en cada contrato los tipos o modalidades de relaciones excluidas, como sucede en la gran mayoría de los contratos de consumo tipificados (vid. art. 16 Directiva 2011/83/UE).

La cuestión más dificultosa a que da lugar este posible desdoblamiento de las personas físicas en profesionales o empresarios y consumidores, no es cuando lo hacen de una manera desvinculada una de otra, sino cuando contratan o actúan con un propósito que se puede calificar de mixto. Esto es, cuando, por ejemplo, compran un determinado bien con la intención de una doble utilidad o destino, tanto para el ámbito doméstico, como para el profesional o empresarial. En estos casos el criterio al que se acude con más facilidad es el del destino predominante del bien. Pero es un criterio que presenta cierta inseguridad jurídica por diversas razones. Por un lado, porque rompe con la idea legitimadora de la protección especial del consumidor como la supuesta parte débil de la relación jurídica y, por otra, relacionado con lo anterior, porque el destino predominante constituye un criterio difícil de concretar. De ahí, que el TJCE, cuando se ha tenido que enfrentar a la cuestión de los actos con una finalidad mixta a propósito de la aplicación del artículo 13 del Convenio de Bruselas, se haya inclinado por una solución decididamente restrictiva, en el sentido de que efectivamente es el destino predominante el criterio a tener en cuenta, pero bien entendido que sólo será calificado el sujeto como consumidor cuando el uso profesional se revele como marginal o insignificante. Como el propio Tribunal declara en su sentencia de 20 de enero de 2005 (asunto C-464/2001, Gruber vs. Bay Wa AG):

A este respecto se desprende ya claramente que la finalidad de los artículos 13 a 15 del Convenio de Bruselas, que consiste en proteger debidamente a la persona que se supone que se encuentra en una posición más débil respecto a su cocontratante, que una persona que celebra un contrato para un uso que está relacionado parcialmente con su actividad profesional y que, por tanto, tan sólo es parcialmente ajeno a ésta, no puede, en principio, ampararse en dichas disposiciones. El resultado únicamente sería distinto en el supuesto de que el vínculo de dicho contrato con la actividad profesional del interesado fuera tan tenue que pudiera considerarse marginal y, por tanto, sólo tuviera un papel insignificante en el contexto de la operación, considerada globalmente, respecto de la cual se hubiera celebrado el contrato.

Se trata de una línea de doctrina jurisprudencial que se ha desarrollado desde hace algún tiempo claramente en sentido restrictivo y en consonancia con el sistema tipológico. A la sentencia citada, entre otras cuestiones, se le achaca su excesiva generalización, porque parte de la presunción de que un profesional, por el mero hecho de serlo, actúa en el tráfico desde una posición que en ningún caso le hace acreedor de un régimen privilegiado de protección, como es el de los consumidores. Cuando lo verdaderamente relevante no es esta supuesta igualdad, que sin duda en muchos casos no existe por muy profesional que se sea, sino que de lo que se trata con la doctrina jurisprudencial que desarrolla es aportar al sistema de mercado intracomunitario la mayor seguridad jurídica posible. En la base de esta doctrina jurisprudencial restrictiva del TJCE ha debido pesar muy probablemente la figura del consumidor medio, desarrollada inicialmente en la sentencia de 16 de julio de 1998 sobre el caso GutSpringheide, donde se califica como tal a una persona normalmente informada y razonablemente atenta y perspicaz. Se trata de una resolución importante relativa al Derecho de la publicidad, que posteriormente se ha visto confirmada en el Derecho de la competencia desleal y también en otros ámbitos jurídicos como el Derecho de marcas (STJCE, de 22 de junio de 1999, asunto Lloyd) para resolver el problema del riesgo de confusión y de asociación.

Por otro lado, recuérdese el aspecto antes mencionado respecto a cómo se presente el posible cliente frente al empresario proveedor del bien o del servicio, ya sea como un consumidor o bien como un empresario o profesional, porque si lo hace de esta última forma, aunque la prestación tuviese un destino mixto, no parece que luego pudiera reivindicar su doble condición de profesional y de consumidor y la aplicación de los privilegios propios de esta última. No hay que olvidar que la contratación con consumidores impone por lo general un mayor nivel de riesgo empresarial, de ahí que el principio de protección de la apariencia pueda jugar en estos casos a favor del empresario proveedor del bien o servicio, siempre que le haya impedido calcular los riesgos (costes) más elevados propios de las relaciones de consumo. También puede ser traída a colación en el mismo sentido, la doctrina de los actos propios, porque no parece aceptable presentarse como profesional o empresario para luego más tarde renegar siquiera sea parcialmente de tal condición.

Tiene especial interés la sentencia del denominado caso Benincasa, del TJUE de 3 de julio de 1997 (A. C-269/95), relativa a un contrato de franquicia, y donde se plantea si en el momento de la conclusión del contrato, el franquiciatario, que en ese momento no desarrollaba aún ningún tipo de actividad comercial o empresarial, podía ser calificado como un consumidor. El Tribunal resuelve negativamente la cuestión al entender que la equiparación con el consumidor no procede porque los franquiciatarios son comerciantes independientes. Y si bien se trata de una actividad futura, el análisis se debe realizar no respecto a la situación concreta de la persona en cuestión, sino respecto a su relación con la naturaleza y la finalidad del contrato. En consecuencia, se sostiene que no procede aplicar las normas de protección de los consumidores en un ámbito contractual que tiene por objeto una actividad profesional, aunque dicha actividad esté prevista para un momento posterior a la celebración del contrato.

En definitiva, la cuestión sigue siendo problemática y de ahí que la Comisión europea, en el Libro verde sobre la revisión del acervo en materia de consumo de 15 de marzo de 2007, haya desarrollado diferentes opciones sobre la noción de consumidor, una en la línea tradicional de personas físicas que actúan con fines ajenos a su negocio, empresa o profesión, y otra algo más amplia referida a las personas físicas que actúan con fines básicamente ajenos a su actividad empresarial o profesional. Como se puede comprobar con esta segunda noción se estaría pensando en las relaciones de carácter mixto. Esta noción algo más amplia es la que se ha recogido en los denominados Principios del Derecho contractual comunitario (Acquis Principles o ACQP), concretamente en su art. 1:201:

Es consumidor cualquier persona física que principalmente actúe con un propósito ajeno a su actividad negocial”.

Y de manera prácticamente idéntica en el artículo I.-1:105, apartado primero, del Marco Común de Referencia (MCR/DCFR):

Un consumidor es una persona natural que actúa principalmente por motivos que no están relacionados con su oficio, empresa o profesión”.

En este mismo precepto, a continuación de la definición de empresario en su apartado segundo, se prevé expresamente la posible doble condición de las personas naturales de consumidores y empresarios, y se establece la aplicación de las normas de protección de consumidores en tanto en cuanto el sujeto pueda ser calificado como tal.

Si del Soft Law pasamos al Derecho positivo europeo vemos que estas propuestas normativas o recomendaciones han tenido cierta acogida en la Directiva 2011/83/UE, sobre los derechos de los consumidores, aunque no se aclara del todo la cuestión. Así en el Considerando diecisiete de la Directiva se dice que,

en el caso de los contratos con doble finalidad, si el objeto comercial es tan limitado que no predomina en el contexto general del contrato, dicha persona deberá ser considerada como consumidor.

No obstante, aunque pueda parecer una tanto contradictorio, la Directiva mantiene en su art. 2.1 la definición tradicional de consumidor, sin ninguna referencia a los actos de doble finalidad ni al criterio cuantitativo:

toda persona física que, en contratos regulados por la presente directiva, actúe con un propósito ajeno a su actividad comercial, empresa, oficio o profesión.

Nuestra conclusión, a la vista del considerando mencionado, es que deberá ser tratado el sujeto como consumidor cuando la finalidad comercial no predomine en el contexto general del contrato. La cuestión estriba ahora en determinar qué se debe entender por: <que no predomine en el contexto general del contrato>. Estamos ante el mismo criterio establecido por el TJCE en la mencionada sentencia del caso Gruber (papel marginal o insignificante), o por el contrario estamos ante un nuevo criterio de corte cuantitativo más ecuánime que permite resolver la cuestión de manera porcentual. Esto último es lo que parece que se podría deducir de la expresión <principalmente> utilizada por los textos de Soft Law. No obstante, nos preguntamos si las razones de seguridad jurídica deben ceder en beneficio de las pretensiones de justicia porcentual. Y nuestra respuesta por el momento sigue siendo negativa. El principio de seguridad jurídica exige reducir al mínimo posible las incertidumbres en la legislación, ya sea por poco accesible, confusa o mal redactada o por el carácter imprevisible del comportamiento de los demás; y un criterio legal que apela a la justicia porcentual (más dedicación del bien a uno u otro ámbito) produce en las relaciones que comentamos una enorme incertidumbre, porque, además de la problemática probatoria, en último caso deja la determinación del derecho aplicable en manos de una de las partes y para un momento posterior a la celebración del contrato. Algo que en definitiva puede afectar al principio de seguridad jurídica.

Los microempresarios como consumidores

El parentesco, generalmente reconocido, entre el consumidor y el pequeño empresario se confirma si nos aproximamos a la moderna figura empresarial de las denominadas <microempresas>, aunque lo correcto es hablar de microempresarios. En la clasificación empresarial según el tamaño de las empresas se viene hablando en los últimos años de las empresas de muy reducida dimensión. En el ámbito internacional las mismas aparecen conectadas directa o indirectamente al desarrollo de los denominados microcréditos. En el Derecho europeo la definición de la microempresa la encontramos en la Recomendación 2003/361/CE de la Comisión, de 6 de mayo de 2003, sobre la definición de microempresas, pequeñas y medianas empresas. En el art. 2 del Anexo de la citada Recomendación se define a la microempresa como

una empresa que ocupa a menos de 10 personas y cuyo volumen de negocio anual o cuyo balance general anual no supera los dos millones de euros.

Existen diferentes directivas donde el legislador europeo da la opción a los derechos nacionales de equiparar esta figura del microempresario con los consumidores, con la finalidad de que le sean aplicables las normas destinadas a estos últimos. En principio la iniciativa europea parece buena, aunque lo cierto es que el legislador español no parece muy por la labor. Así lo vemos con la transposición a nuestro Derecho interno de la Directiva 2007/64/CE, sobre servicios de pago en el mercado interior, mediante la Ley 16/2009, de servicios de pago, donde no se hace eco de dicha facultad y omite toda referencia a la equiparación.

Probablemente lo que sucede es que la cuestión plantea algunas dudas importantes y su traslado a los Derechos nacionales no es fácil. Por un lado, nos encontramos que con la norma europea parece que se da entrada a las personas jurídicas, esto es, se extiende a las mismas la cualidad de consumidores porque se parte de un concepto general de empresa (en puridad se debería hablar de empresario) que abarca tanto a las personas físicas como a las personas jurídicas:

“Se considerará empresa toda entidad, independientemente de su forma jurídica, que ejerza una actividad económica. En particular, se considerarán empresas las entidades que ejerzan una actividad artesanal u otras actividades a título individual o familiar, las sociedades de personas y las asociaciones que ejerzan una actividad económica de forma regular” (art. 1 Anexo de la Recomendación antes citada).

Pero además, por otro lado, hay que decir que, aunque en principio no supone ninguna sorpresa para un Derecho nacional como el español donde se admite el consumidor persona jurídica, no obstante el Derecho europeo admite la equiparación en el caso de las microempresas sólo para las personas jurídicas que ejerzan una actividad económica, estos es, actos para el mercado, que es justo el supuesto excluido en el Derecho español.


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