Por Jesús Alfaro Águila-Real

Life does not optimize, it’s just good enough

Suzana Herculano-Houzel

Introducción: producción, intercambio y especialización

La gente utiliza los mercados, sobre todo, para cooperar, no para competir. La gente maximiza su utilidad, normalmente, intercambiando. Los intercambios son explícitos cuando se realizan a través de contratos que, en los modelos de competencia perfecta no son explícitos porque se contrata “con el mercado”. Es el subastador de Walras que casa oferta y demanda. El «mercado» nos dice cuál es el precio de mercado y los que ofrecen el producto y los que lo desean calculan si ese precio de mercado les conviene. Si les conviene, se intercambian el producto y el dinero.

En la realidad, sin embargo, esos precios de mercado no están disponibles en un «click» de manera que abundan los contratos explícitos, cara a cara, y, según los casos, precedidos de negociación entre las partes. Y cuando el intercambio no es simultáneo (cada parte no entrega a la otra su prestación de forma simultánea), son necesarios contratos obligatorios que son los que estudiamos los juristas (los contratos de celebración y ejecución simultáneas, como la compra de un periódico en un quiosco, son auténticos contratos jurídicamente hablando pero, como no surgen obligaciones para las partes porque el contrato se termina con el intercambio material de las prestaciones, no tienen tanto interés para los juristas).

Es esencial para que existan intercambios que distintas personas valoren una misma mercancía (derecho, bien o servicio) de forma diferente. La diferente valoración se debe, normalmente (puede deberse, también, a la distinta actitud frente al riesgo de una y otra parte), a que una de las partes del intercambio se ha especializado en producir un producto o servicio y, por lo tanto, puede producirlo a menor coste que la parte que lo adquiere o en diferencias en cuanto a los gustos y preferencias de los individuos o en otro tipo de ventajas comparativas (riqueza del suelo, p. ej.). El que se ha especializado en producir un bien o servicio adquiere en el mercado – mediante el intercambio – todos los demás productos y servicios que necesita. Puede recogerse ya una importante conclusión: la especialización permite reducir los costes de producción y constituye, con seguridad, la principal fuente de desarrollo económico de una sociedad. La razón es que la especialización aumenta la productividad del individuo especializado (es una economía derivada de saber hacerlo “mejor”).

Pero no lo hace gratuitamente. Si la especialización genera enormes beneficios para la sociedad, provoca igualmente el nacimiento de un nuevo tipo de costes: los que se originan como consecuencia de la necesidad de llevar a cabo los intercambios. Intercambio y especialización están, así, recíprocamente determinados: la especialización sólo tiene sentido si el que se especializa puede intercambiar aquello que produce como especialista con los otros bienes que necesita y que otros se han especializado en producir y, viceversa, la necesidad de intercambiar no existiría si los individuos no se hubieran especializado en producir determinados bienes. Una sociedad en la que no exista especialización sería una sociedad en la que cada individuo (o cada familia, la unidad productiva y jurídica ha sido históricamente la familia y prehistóricamente la banda o la tribu, no el individuo) sería autosuficiente. Las Economías de subsistencia, como lo eran todas las economías primitivas, son así y el desarrollo económico puede verse como una expansión de los intercambios, expansión posible por la pacificación de las relaciones entre grupos humanos, los avances tecnológicos y el aumento de la especialización.

En definitiva, la especialización promueve el desarrollo económico de una sociedad asignando los recursos productivos donde tienen más valor pero sólo el intercambio permite realizar las ganancias derivadas de la especialización y la división del trabajo. Los intercambios pueden ser muy simples – como en el caso de la compra del periódico – o muy complejos, como el contrato de construcción “llave en mano” de una refinería. La realización de las ganancias de la especialización y la división del trabajo requieren enormes niveles de cooperación entre los individuos para hacer posibles los intercambios a costes reducidos (costes de transacción). Cuanto más costoso sea intercambiar, menor será el volumen de intercambios y menor la especialización y la división del trabajo.

El problema de la cooperación a través del intercambio es que, aunque hay una ganancia derivada del intercambio que se puede repartir entre los que participan en él, la distribución de esa ganancia genera un conflicto (cada participante en el intercambio querrá retener para sí toda esa ganancia) lo que constituye el principal coste de intercambiar. Muchos intercambios que generan ganancia no se realizan porque no se llega a un acuerdo sobre el reparto de la ganancia o las partes no están seguras de que la distribución de la ganancia se realizará efectivamente tal como se ha acordado.

La cooperación entre individuos a través de los intercambios es muy “exigente” ya que implica asumir la existencia de mercados donde esos intercambios puedan tener lugar y la formación de mercados extensos (que alcancen a grupos muy grandes de individuos y a territorios muy amplios) y profundos (que articulen muchos intercambios de mercancías variadas y suficientemente homogéneas entre sí). Y la Humanidad solo ha “disfrutado” de ese tipo de mercados y de los precios que se forman en ellos desde una época reciente (muy reciente en términos históricos si se tiene en cuenta que los humanos empezaron a intercambiar hace decenas de miles de años). De manera que los intercambios en los mercados no son la forma originaria de implementar la cooperación entre los miembros de un grupo.

Los mercados han proporcionado a la Humanidad el desarrollo económico y el aumento del nivel de riqueza de sus miembros exponencialmente, esto es, salir de las economías de subsistencia. Pero los seres humanos no maximizan su utilidad, sino que han evolucionado para garantizar su supervivencia. Y lo que garantiza la supervivencia – pero sólo la supervivencia – de los humanos es la pertenencia a un grupo. Y en el seno de los grupos no hay intercambios en el sentido de los mercados modernos, sino que hay autoproducción individual y producción en común de los bienes que el grupo – y, por ende, cada uno de los miembros del grupo – necesita para su supervivencia.  En la evolución, los grupos de humanos cuyos miembros cooperan mejor entre sí florecen y eclipsan a otros grupos cuando unos grupos están en competencia con otros y las relaciones entre los distintos grupos son relaciones bélicas, de conquista y aniquilamiento o absorción de los grupos rivales.

De modo que los intercambios en el sentido moderno aparecen, en primer lugar, entre grupos, esto es, “con extranjeros”, lo que requiere de relaciones pacíficas. Una vez que los intercambios se generalizan, las ganancias derivadas de la especialización y la división del trabajo (y, sobre todo, las derivadas de que unos lugares se producen unos bienes que escasean en otros lugares) pueden obtenerse y las Economías salir de la subsistencia.

 

La cooperación en el seno de un grupo

permite a los miembros obtener las ventajas de las economías de escala, sobre todo. Pero, además, al menos, tres beneficios.

El primero es el de la cobertura colectiva de riesgos. Si los riesgos a los que se ve sometido un grupo son estadísticamente independientes entre sí (el riesgo de que yo no encuentre nada que comer no indica nada acerca de la probabilidad de que tú tampoco lo encuentres o el riesgo de que nuestra partida no cace es independiente del riesgo de que la tuya no lo haga), la colectivización del riesgo es eficiente, es decir, es eficiente mutualizarlo (en el caso, repartiendo contigo lo que yo he cazado cuando tú no has cazado y viceversa). No en vano, históricamente, el seguro se organiza en forma de mutua y no a través de contratos de intercambio – contratos de seguro – bilaterales entre el individuo y una compañía de seguros. La mutua es la forma más natural de proporcionar cobertura frente a un riesgo a un colectivo y, para que funcione, exige imponer a todos los miembros del grupo la pertenencia a la “mutua”. De ahí que se expulse del grupo al que no coopera en esa sociedad de socorros mutuos que es cualquier sociedad humana de pequeño tamaño.

El préstamo tiene también una función de seguro si se produce de acuerdo con las pautas siguientes: se pide prestado cuando se necesita y se presta cuando se dispone de excedentes, es decir, no consideramos el préstamo como una obligación jurídica de devolver el tantumdem de lo recibido en una fecha determinada e independiente de la necesidad y de las existencias de las partes. Este préstamo no es una relación obligatoria, sino – diríamos – de favor o, si se quiere, una forma cualificada de donaciones recíprocas entre los miembros del grupo.

En un entorno peligroso (como el que enfrentaban las poblaciones humanas primitivas), la función de cobertura de riesgos es, probablemente, central en la justificación de la existencia de cooperación dentro de un grupo y explicativo de la forma en que se articula tal cooperación (constitución de “mutuas” de seguros). No se trataba de maximizar la producción, sino de sobrevivir. Porque maximizar la producción no garantizaba un aumento del bienestar, solo un aumento del número de miembros del grupo (Malthus). Y, en tiempos más recientes, esta forma de analizar las cosas permite concebir al Estado Social, no como un mecanismo de redistribución, sino como un mecanismo para favorecer el florecimiento del grupo. Esto es explicar su éxito en razones de eficiencia, no de redistribución. La función del Estado en el sostenimiento de la cooperación y la cobertura colectiva de los riesgos a los que están sometidos los miembros del grupo es central y de la mayor importancia.

Sin embargo, esta función de cobertura de riesgos no es, analíticamente, algo distinto de las economías de escala. Lo que sucede es que éstas se refieren, normalmente, a la producción de bienes mientras que la cobertura colectiva de riesgos se refiere a la reducción del coste de los “accidentes” o daños que sufren los miembros de un grupo en un entorno peligroso. De acuerdo con la teoría de las probabilidades y la técnica del seguro, cuanto mayor y más diverso sea el grupo, mayores las posibilidades de cobertura colectiva porque mayor será el volumen de riesgos estadísticamente independientes entre sí. Piénsese en los agricultores de una zona y el riesgo de granizo. Si el granizo no cae al mismo tiempo en una superficie mayor de 100 kilómetros cuadrados, los agricultores de una zona de 1000 kilómetros cuadrados pueden asegurarse formando una mutua. Los agricultores de una zona inferior a los 100 kilómetros cuadrados no pueden hacerlo porque cuando se produzca el “siniestro”, todos se verán afectados (para resolver el problema los humanos hemos inventado el reaseguro). A diferencia de la especialización, dice Heath, la cobertura colectiva de riesgos no exige que los miembros del grupo tengan diversos gustos o habilidades.

El mecanismo que articula la cobertura es, primariamente, el contrato de sociedad (entre los sometidos al riesgo) porque los asegurados no intercambian riesgos unos con otros, sino que los transfieren al común. Cuando el seguro se articula a través de un contrato de intercambio – el contrato de seguro – es porque hemos personificado al grupo – la compañía aseguradora – y hemos hecho fungibles a los miembros de la persona jurídica y, por tanto, los asegurados pueden celebrar un contrato bilateral con la persona jurídica que es la que “coordina” a todos los asegurados.

En otras palabras, los riesgos son “males” – como las deudas- y lo que el grupo hace es traspasar la propiedad de esos “males” del individuo al grupo, a la comunidad. De manera que el “mal” es ahora “propiedad colectiva”. Cuando se crea una compañía de seguros, lo que se hace es inventar un individuo – la compañía de seguros – a la que se asigna el “mal” que, hasta ese momento, soportaba el grupo. De manera que bien puede decirse que hemos convertido una “propiedad colectiva” en una propiedad “individual”.

Otro beneficio de la cooperación es la autovinculación (recuérdese la historia de Ulises y las sirenas) Este beneficio de la cooperación es más sutil y menos conocido y explicado. Dice Heath que si los seres humanos no hacemos “bien” las comparaciones intertemporales y, por tanto, nuestras preferencias no son estables en el tiempo (recuérdese el descuento hiperbólico y el riesgo de que otros nos desplumen aprovechando que nuestras preferencias no son estables), cooperar con otros puede servirnos para reducir el problema en cuanto, al igual que Ulises, podemos pedir a otros que nos aten al mástil. Si Ulises hubiera viajado solo, hubiera tenido que encerrarse en la bodega para no oír las llamadas de las sirenas a pesar de su intenso deseo por oírlas. Es decir, la cooperación nos permite controlar nuestras pasiones.

Si metemos el lenguaje en la escena, se comprende que la cooperación con los demás nos beneficia, sobre todo, al incrementar mucho nuestras posibilidades de aprendizaje no solo a través de la imitación sino a través de la enseñanza/aprendizaje explícitos.

 

El reparto de los beneficios de la cooperación en el seno del grupo

Además, ha de tenerse en cuenta que si la cooperación, esto es, la acción colectiva de los miembros de un grupo, aumenta la producción de bienes y servicios, el éxito de la cooperación requiere no sólo que se superen los obstáculos a la acción colectiva – el dilema del prisionero, la tragedia de los comunes… – sino que se repartan equitativamente los beneficios de la cooperación entre los miembros del grupo. Recuérdese, no cooperaremos si, aunque preveamos las ventajas de cooperar (construir la casa, no sobreexplotar el acuífero o el lago), resulta que no podremos apropiarnos de una parte de esos beneficios. Los contratos leoninos no se celebran libremente. O uno va engañado o uno está en situación de necesidad y, por tanto, examinar cómo se reparten las ganancias de la cooperación simplemente examinando las posibilidades que tiene cada una de las partes para castigar al que se comporta inmoralmente no es suficiente para explicar los enormes niveles de cooperación que se han observado entre los humanos.

Junto a la posibilidad de reaccionar al comportamiento inmoral castigando (incluso colectivamente) a quien así se comporta, es fundamental incluir la posibilidad de terminar la relación y cooperar con terceros distintos, es decir, tener opciones externas a continuar la relación con la contraparte inmoral. En los contratos de intercambio, podemos presumir que, siendo voluntarios, distribuyen equitativamente las ganancias de la cooperación porque siempre podemos renunciar a contratar con X y hacerlo con Y. Pero en los contratos de organización, los miembros del grupo han de invertir más en asegurarse dicho reparto equitativo, porque hay más “partes”; porque la relación es duradera y porque “salirse” del grupo no es una opción gratuita (se pierden las inversiones realizadas en la esperanza de mantener la relación). De ahí que el reparto igualitario de las ganancias de la producción en grupo esté muy extendido en cualquier clase de grupo humano.

 

Supervivencia y maximización de la utilidad

Obsérvese que estos beneficios son esenciales no para maximizar la utilidad de cada uno de los miembros del grupo sino para mejorar las probabilidades de supervivencia del grupo y, por tanto, indirectamente, la reproducción individual de cada miembro.

En efecto, si unos grupos no están en competencia por otros por recursos escasos, los grupos pueden florecer sin ser maximizadores de la utilidad. Y, en la mayor parte de las asociaciones humanas, los grupos que producen en común no están en competencia con otros grupos. Piénsese, por ejemplo, en una asociación de cazadores de una localidad. No compiten por los recursos cinegéticos con los cazadores de otras localidades que ni siquiera se acercan por la zona.

De forma que, en lo que afecta a los juristas y los economistas, no se entiende que estos últimos hayan puesto el foco en el análisis de las interacciones entre los humanos desde la perspectiva del análisis de los intercambios (donde la figura del homo oeconomicus) es una herramienta analítica útil porque el entorno de mercado – la competencia –  “selecciona” a los que maximizan su utilidad. La mayor parte de las interacciones humanas a lo largo de la Historia de la Humanidad y aún en la actualidad no tienen lugar en un entorno de mercado competitivo (donde los oferentes de bienes y servicios destinados al intercambio compiten entre sí por atraer a los adquirentes o usuarios de tales bienes), sino en un entorno de cooperación en grupos. Y la herramienta analítica útil es la del homo sapiens, que piensa heurísticamente con la razón puesta en maximizar las posibilidades de supervivencia.

A los juristas, esta perspectiva de análisis debe llevarnos a estudiar las organizaciones sociales como los vehículos que articulan la cooperación entre los individuos desde las familias – y el Derecho de Familia – hasta las relaciones internacionales – el Derecho Internacional público – sin perjuicio de que, obviamente, cuando se estudia el Derecho de Contratos o los derechos reales o la responsabilidad extracontractual, la ficción del homo oeconomicus sea de gran utilidad, precisamente porque esas normas tratan de facilitar los intercambios en un entorno de mercado competitivo.

El panorama de la cooperación económica entre los humanos se completa con la aparición de la

 

producción empresarial,

esto es, la producción en equipo de bienes para intercambiarlos en los mercados. El intercambio requiere de la previa producción por parte del individuo de aquello en lo que se ha especializado y que será objeto de intercambio. Y la producción es, normalmente, más eficiente cuando se hace en equipo, es decir, por un grupo de individuos que se reparten las tareas necesarias para producir.

Si el mayor coste de intercambiar (una vez garantizadas las relaciones pacíficas entre los que intercambian) es el de ponerse de acuerdo acerca de cómo repartir las ganancias del intercambio, el mayor coste específico de producir en equipo es el de evitar el gorroneo, es decir, evitar que los miembros del equipo racaneen y no realicen su aportación a la producción en común. Además, la producción en común tiene el mismo problema que los intercambios: cómo distribuir lo producido entre los miembros del equipo que lo produjo. A diferencia de los intercambios, sin embargo, la distribución igualitaria proporciona una “regla supletoria” para resolver el problema que no está disponible en el caso de los intercambios.

A la organización de un grupo de personas para producir la denominamos empresa. Una empresa consiste en la combinación de los factores de producción (capital, materias primas y trabajo) con el objetivo de producir bienes o servicios para el mercado (es lo que distingue a la familia, como unidad productiva, de la empresa). De la importancia de producir para terceros, para el mercado, no nos ocupamos ahora pero es una cuestión central ya que el hecho de producir para terceros obliga al grupo a producir eficientemente y lo enfrenta a la difícil tarea de distribuir lo obtenido en el mercado entre los miembros del grupo y tal distribución no puede hacerse igualitariamente.

Producir empresarialmente implica, pues, producir en equipo. Producir en equipo, en lugar de hacerlo individualmente, es eficiente porque pueden aprovecharse las ventajas derivadas de las economías de escala en la utilización de todos los factores de la producción, – producir más cantidad y reducir el coste medio de cada unidad de producto – y las ventajas derivadas de la división del trabajo y la especialización – producir más rápidamente, con más facilidad o con mayor pericia –. Como hemos dicho, la división del trabajo genera la necesidad de intercambiar lo producido especializadamente con otros. Pero cuando la producción se hace en equipo, no hay necesidad de intercambiar entre los miembros del equipo, sino necesidad de coordinar el trabajo especializado, aspecto que conduce a ver a las empresas como organizaciones. La coordinación del trabajo especializado se realiza, a su vez, a través de contratos entre los miembros de la organización. Los miembros del equipo tienen que celebrar contratos entre sí que no son contratos de intercambio, sino que regulan los términos en los que cada uno realizará su aportación al equipo y qué parte del resultado de la producción en común recibirá.

Obsérvese, pues, que las ventajas de la especialización y la división del trabajo se realizan en el intercambio – a través de contratos – y en la producción – a través de las organizaciones que producen para el mercado–. El Derecho de los Contratos se ocupa de los primeros y el Derecho de Sociedades, de las segundas. En una economía de subsistencia, el problema es el de la producción de los bienes necesarios para la supervivencia de los miembros del grupo. En una economía en la que los grupos producen excedentes, el problema es el del intercambio de esos bienes de manera que se maximice la utilidad de los que intercambian y, por tanto, directamente de los grupos que producen empresarialmente e indirectamente de los miembros del grupo, esto es, los titulares de los factores de la producción que se integran en una empresa.

Tradicionalmente, se decía que la división del trabajo encontraba su límite en el tamaño del mercado, o sea, que un mercado pequeño permite una especialización y división del trabajo menor que un mercado de gran tamaño. Desde Becker, sin embargo, se ha reconocido que la división del trabajo viene limitada igualmente por los costes de coordinación que se generan para dividir y coordinar a todos los que trabajan, es decir, los costes de diseñar y gestionar organizaciones que están formadas por muchos individuos cada uno de los cuales desarrolla una tarea diferente cuando trabajan en equipo. Si no se hubieran producido avances en el manejo de los costes de organizar el trabajo en equipo, no se podrían haber obtenido las ventajas de la división del trabajo a las que estamos acostumbrados en las economías desarrolladas. Estos costes incluyen el de la reducción de la productividad de los miembros del equipo, porque el contrato de la organización con cada uno de ellos no puede ser completo y hay que vigilar su conducta para asegurar que no racanea ni se apodera de lo que no le corresponde.

En primer lugar, como se habrá comprobado, parte del modelo de competencia perfecta y explica la existencia de las empresas a partir de la idea de que, en la realidad, los mercados son incompletos y lo son especialmente, en lo que a los factores de la producción se refiere, de manera que el trabajo en equipo – la producción empresarial – no puede realizarse a través de intercambios de mercado. Pero si la producción en común precedió a los intercambios, parece más prometedor estudiar la empresa desde

 

el análisis de los costes de cooperar que hacerlo en términos de costes de transacción

que, analíticamente, se adapta mejor a los contratos de intercambio y peor a la producción en grupo, es decir, a la contribución de varios individuos a la consecución de un resultado. En efecto, los costes de la producción en común no son los costes de intercambiar entre los miembros de la organización. Son costes de cooperar, de asegurar la contribución de todos al objetivo de producción de la organización. Los contratos entre los que participan en la producción son tan incompletos que estudiarlos como si fueran completos es menos iluminador que examinar las relaciones entre los participantes como un intento de cooperar, esto es, de sacrificar los intereses individuales inmediatos para obtener “más” de forma mediata, es decir, una vez que lo producido en común se reparte entre todos los que han participado en la producción.

En segundo lugar, lo que las empresas tienen de especial, en comparación con otras organizaciones de individuos es que – como definía la Economía neoclásica – las empresas son unidades de producción para el mercado. Es decir, en la definición de la Economía neoclásica, la idea de producción en equipo no formaba parte del concepto de empresa. Un individuo puede ser analizado, desde esta perspectiva, como una empresa si destina lo que produce a intercambiarlo en un mercado. Pero, es obvio, las empresas tal como las conocemos son equipos de producción.

La concepción neoclásica de la empresa – como unidad de producción para intercambiar lo producido en el mercado – es muy relevante también para distinguir las empresas de otras organizaciones humanas. Lo que distingue una empresa de un club de billar o de una secta es que, en el caso de la empresa, el ámbito de la producción interna a través de la cooperación entre los miembros de la empresa y el ámbito del intercambio mediante la venta de lo producido en el mercardo no pueden separarse porque los precios de mercado de los productos donde la empresa vende su producción influyen sobre la producción en común en el seno de ésta. Es decir, las empresas – los grupos – que “peor” cooperen entre sí producirán a mayor coste y no podrán vender sus productos en un mercado competitivo. De manera que las empresas son organizaciones especiales porque a diferencia de otros grupos de individuos, su supervivencia depende de que minimicen los costes de producción y, simétricamente, optimicen la cooperación entre todos los que participan en la producción. Eso no ocurre cuando los humanos se agrupan para cualquier otro fin que no sea producir para el mercado. Cualquier organización en la que los miembros contribuyen al fin común puede sobrevivir en la medida en que proporcione a sus miembros cualquier beneficio que éstos no puedan lograr o logren peor en solitario, incluso aunque esos grupos no estén en competencia con otros grupos. Obviamente, si los grupos humanos están en competencia entre sí, los grupos que mejor cooperen internamente acabarán conquistando y terminarán con los grupos que peor cooperen. Pero, en una Sociedad pacífica, los grupos se multiplicarán y los individuos formarán parte de unos u otros en función de que, de esta forma, obtengan el “bien” colectivamente producido por el grupo.

Existe la tendencia, a veces, de analizar a las organizaciones históricas (como los monasterios o los gremios de artesanos medievales o los de comerciantes – consulados – o los Montes de Piedad)  desde una perspectiva eficientista, es decir, valorar si contribuían a mejorar el funcionamiento de los mercados o, por el contrario, servían básicamente, para restringir la competencia. Planteamientos más modernos los examinan en su contexto histórico que no es el de la economía de mercado, sino el de una Sociedad en la que el individuo como sujeto económico y social todavía no ha hecho su aparición y en el que la vida social viene determinada por las interacciones entre coaliciones o grupos organizados. Las relaciones en el seno de tales grupos y las relaciones entre unos grupos y otros son de competencia y de cooperación. Y las relaciones de cooperación –intragrupo y entre grupos – son, a veces, de intercambio y, a menudo, de producción conjunta, para mejor servir a los intereses comunes de los miembros de la corporación que, obviamente, no tienen por qué coincidir con los intereses de la Sociedad en general. En Sociedades de mercado donde se generalizan los mercados competitivos y donde los individuos, aisladamente, pueden intercambiar pacíficamente y sin engaño, los grupos que no sirven al interés general desaparecen presionados por la competencia en los mercados de productos donde esos grupos intercambien su producción. Pero las sociedades históricas no eran Sociedades de mercado y la cooperación entre los individuos tenía lugar en el seno de grupos y no en mercados de escasa extensión.


Foto: JJBOSE