Por Gabriel Doménech

La discutible extensión del principio de presunción de inocencia (in dubio pro reo) a los procesos civiles conexos con un proceso penal

¿Recuerdan ustedes el “caso del siglo”? Tras ser arrestado después de una legendaria persecución policial que más de noventa y cinco millones de espectadores contemplaron en directo a través de la televisión, el famoso actor y ex jugador de fútbol americano O. J. Simpson fue detenido y encarcelado preventivamente como sospechoso del asesinato de su mujer y el amante de ésta. El jurado consideró posteriormente que las pruebas aportadas no habían acreditado más allá de toda duda razonable que fuese el autor del crimen. No exageramos cuando afirmamos que algo de suerte tuvo al quedar absuelto.

J. Simpson se libró (en este primer contacto con la justicia) de la cárcel, pero no se fue de rositas. Tras el juicio penal, los herederos de su ex cónyuge y de su amante iniciaron un proceso civil en el que le exigieron el resarcimiento de los daños y perjuicios ocasionados por haber dado muerte a ambos. El Tribunal de Jurado que conoció de este pleito consideró suficientemente probados los hechos y le condenó a pagar cantidades multimillonarias en concepto no sólo de compensación por los perjuicios causados (compensatory damages) sino también de punición (punitive damages).

Nuestra intuición nos dice que ésta es una solución plausible. Ocurre a veces que unos mismos hechos han de ser apreciados y evaluados en dos (o incluso más) procesos distintos, donde normalmente se utilizan diferentes estándares de prueba. Es posible que en un pleito se discuta si el hecho controvertido de que una persona causara de manera dolosa daño a la otra engendra la responsabilidad civil de la primera; y en otro, si ese mismo hecho es constitutivo de infracción penal.

En el proceso penal se suele utilizar un estándar de prueba mucho más estricto que en el ámbito civil. Allí, para condenar al acusado hay que probar su culpabilidad “más allá de toda duda razonable”. Vamos a suponer, a efectos argumentativos, que ello significa que, para obtener una sentencia condenatoria, la acusación debe aportar pruebas que evidencien que la probabilidad de que los hechos constitutivos de infracción penal realmente ocurrieran es al menos del 90%. En materia civil, en cambio, rige por lo común el criterio de la “probabilidad preponderante”: un hecho se tiene por probado si la probabilidad de que sea cierto es mayor que la probabilidad de que no lo sea; para condenar al demandado como responsable civil, en consecuencia, habrá que aportar pruebas que evidencien que la probabilidad de que cometiera culposamente el daño es superior al 50%. Como nuestros Tribunales Constitucional y Supremo han dejado sentado en varias ocasiones, aquí no rige el principio de presunción de inocencia.

Ello implica, obviamente, que un mismo hecho puede tenerse por acreditado en un proceso civil y por no demostrado en uno penal, aun cuando en ambos casos se haya considerado idéntico material probatorio. Tal debería ser el caso si las pruebas practicadas indican que la probabilidad de que el hecho ocurriera es “preponderante” (superior al 50%) pero no llega al umbral en el que ya no existe “duda razonable” alguna (90%). Esto es justamente lo que ocurrió en el caso O. J. Simpson.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), sin embargo, ha mostrado enormes reticencias a admitir que en un pleito civil se pueda condenar al demandado por la autoría de ciertos hechos, apreciados de acuerdo con el estándar de prueba normal en materia civil, si esa persona fue absuelta en un procedimiento penal seguido por los mismos hechos, aunque lo fuera simplemente por la existencia de una duda razonable sobre su culpabilidad. El TEDH ha venido a extender así el principio de presunción de inocencia –in dubio pro reo– consagrado en el artículo 6.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos a los procesos civiles “estrechamente relacionados” con un juicio penal anterior. En esta categoría de procedimientos civiles “conexos” entrarían, por poner algunos ejemplos: aquellos en los que se juzga sobre la responsabilidad del Estado por los daños ocasionados por la prisión provisional; aquellos en los que discute si hay que pagar al acusado las costas y otros gastos derivados del proceso penal; o si los hechos por los que un individuo fue absuelto en la esfera penal constituyen causa de despido laboral o disciplinario, o de revocación del otorgamiento de una prestación social; o son generadores de responsabilidad civil o de restitución del enriquecimiento injusto, etc. El TEDH no ha ofrecido razón alguna que justifique convincentemente esa extensión.

El Reino de España ha recibido un par de sentencias condenatorias en virtud de esta jurisprudencia. El artículo 294.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) establece que “tendrán derecho a indemnización quienes, después de haber sufrido prisión preventiva, sean absueltos por inexistencia del hecho imputado o por esta misma causa haya sido dictado auto de sobreseimiento libre, siempre que se le hayan irrogado perjuicios”. El Tribunal Supremo interpretó inicialmente este artículo en el sentido de que también debían ser resarcidos quienes hubiesen probado su no participación en los hechos [de esta manera se extendía la responsabilidad del Estado a los casos de “inexistencia subjetiva” de los mismos], pero no quienes hubiesen quedado absueltos en virtud del principio in dubio pro reo, sin haber acreditado suficientemente su inocencia [evaluada de acuerdo con un estándar distinto al utilizado en la esfera penal]

En sus Sentencias Puig Panella y Tendam, el TEDH estimó que esta interpretación vulneraba el artículo 6.2 CEDH, porque la denegación de la indemnización se basaba en un juicio que “reflejaba el sentimiento” de que era culpable, cuando había quedado previamente absuelto. El TEDH venía a declarar que había que dar el mismo trato, a efectos resarcitorios, a quienes probaron positivamente su inocencia y a quienes fueron absueltos por la existencia de una duda razonable acerca de su culpabilidad.

Así las cosas, el Tribunal Supremo se vio obligado a modificar su doctrina. Ahora no distingue entre diferentes tipos de absoluciones o sobreseimientos, pero interpreta literalmente el artículo 294.1 LOPJ, en el sentido de que sólo procede la indemnización en los casos en los que los hechos imputados no existieron objetivamente, lo cual reduce drásticamente el alcance de este precepto, porque es ciertamente raro que un acusado quede absuelto o se sobresea el procedimiento penal como consecuencia de la inexistencia objetiva de tales hechos. Lo normal es que el acusado se libre de la condena porque no quedó probada su participación en ellos.

En aplicación de esta nueva jurisprudencia se ha denegado la indemnización a gente como Dolores Vázquez Mosquera. Acaso no haga falta recordar que esta mujer pasó 517 días en prisión preventiva como sospechosa de haber asesinado a Rocío Wanninkhof. Por este crimen fue declarada culpable y condenada a quince años por un Tribunal del Jurado, si bien luego el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía anuló tanto el veredicto como la sentencia condenatoria por su defectuosa motivación y ordenó repetir el juicio, decisión que fue confirmada por el Tribunal Supremo. Afortunadamente, antes de que se abriera la segunda vista, un ciudadano británico confesó ser el único autor del asesinato, lo que junto con otras pruebas concluyentes condujo al sobreseimiento del procedimiento dirigido contra Dolores y su puesta en libertad.

No nos parece que O. J. Simpson y Dolores Vázquez merezcan a efectos indemnizatorios el mismo trato. No creemos que resulte razonable extender a los procesos civiles el estándar de prueba utilizado normalmente en los penales, ni siquiera cuando en ambos se evalúan los mismos hechos.

La justificación de la regla según la cual para condenar penalmente al acusado su culpabilidad ha de quedar demostrada “más allá de toda duda razonable” es sencilla: las condenas erróneas son peores –para la sociedad– que las absoluciones erróneas, por lo que aquí ha de utilizarse un estándar de prueba asimétrico, diseñado para evitar sobre todo aquéllas, antes que éstas. En palabras de Blackstone, “es preferible que diez personas culpables escapen a que una inocente sufra”.

Se ha escrito mucho acerca de las razones que explican por qué los errores del primer tipo son peores que los del segundo. Nótese que ambos minan la eficacia disuasoria del Derecho penal. Las condenas erróneas reducen los beneficios que los individuos pueden esperar de respetar la ley, mientras que las absoluciones erróneas minoran los costes derivados de infringirla. La diferencia fundamental obedece, seguramente, a los costes que implica el cumplimiento de las penas. Cuando alguien es condenado, tanto él como el resto de la sociedad deberán soportar los considerables costes asociados a ese cumplimiento. Las estancias en la cárcel resultan enormemente caras. Los condenados perderán temporalmente su libertad; correrán el riesgo de ser agredidos por otros reos, sus relaciones personales, reputación, autoestima e ingresos se verán seriamente afectados, etc. La prisión tendrá probablemente efectos negativos para sus familiares más cercanos y, desde luego, para los contribuyentes, que son los que han de sufragar el sistema penitenciario. Pues bien, es obvio que todos estos costes surgen también cuando se condena erróneamente a un inocente, pero no cuando se absuelve equivocadamente a un culpable.

Esta asimetría no suele darse en los procesos civiles, ni siquiera en los conexos con un juicio penal anterior. Podemos razonablemente suponer que aquí los falsos positivos cuestan por lo general igual que los falsos negativos. Tan pernicioso es dar en un pleito civil la razón a Cayo cuando en verdad la tenía Ticio que hacer lo opuesto en el caso contrario. De ahí que en el ámbito civil deba utilizarse en principio el estándar de la “probabilidad preponderante”. Desestimar erróneamente diez demandas de responsabilidad patrimonial no es mejor que estimar equivocadamente una de ellas. ¿Conseguiremos que el TEDH lo comprenda?