Por Jesús Alfaro Águila-Real

“¡Qué pena llegar a viejo! Sí, pero más pena es no llegar”

La historia

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Si varias personas acuerdan que un patrimonio común sea entregado a aquél entre los titulares que sobreviva a los demás, estamos en presencia de una tontina. No porque sea de tontos organizar tan macabra mutualidad, sino porque la idea se atribuye a un napolitano llamado de Tonti. La tontina más grande de la historia la organizaron los reyes de Inglaterra para hacer más atractiva una emisión de deuda pública destinada a financiar una guerra contra Francia. Milevsky y Salisbury lo cuentan aquí.  Simplificadamente, – la cosa era bastante más complicada – el Rey de Inglaterra, en lugar de ofrecer simplemente intereses, añadió un premio gordo al último superviviente de los suscriptores, equivalente a la totalidad del capital. La posibilidad de ganar el “gordo” (100.000 libras de 1700) inducía a los suscriptores a designar como beneficiario a alguien muy joven lo que convenía extraordinariamente a los reyes de Inglaterra porque el capital no se devolvía hasta que había fallecido el último de los designados, de manera que, a cambio de ese billete de lotería, los suscriptores aceptaban prestar a los reyes a un larguísimo plazo (el último participante murió a los 100 años de edad, esto es en 1783, 90 después de la emisión) añadiendo otro incentivo y era éste que los intereses que pagaba la emisión eran decrecientes (10 % durante 7 años y 7 % en adelante cuyo pago se cubría con un nuevo impuesto a la cerveza). Lo más curioso es que, como la oferta no se cubrió completamente, los reyes ofrecieron a los suscriptores pasar a recibir un interés fijo del 14 % durante toda la vida del suscriptor pero solo 2/3 de los suscriptores se pasaron mientras que 1/3 siguió con la tontina (Sunstein habría propuesto a Guillermo y Ana que hubieran establecido por defecto el cambio al interés fijo anual, de manera que se requiriera una voluntad expresa de permanecer en la tontina). Parece que los Estados que utilizaron este sistema fueron víctimas del fenómeno de selección adversa: sólo suscribían las tontinas las familias ricas que tenían hijas jóvenes como una forma de asegurarles unos ingresos en su vejez – si se quedaban solteras ya que las mujeres eran ya más longevas que los hombres en el siglo XIX – y la posibilidad de un premio gordo que dejar a sus herederos. O sea que los Estados perdían dinero con el sistema y dejaron de utilizarlo.

Las tontinas se utilizan, básicamente, en dos entornos: sociedades-asociaciones constituidas para disfrutar de un patrimonio (recuérdese, en las asociaciones, los socios tienen sólo limitadamente derechos sobre el patrimonio social. No tienen derecho a un dividendo ni a una cuota de liquidación) y como un tipo de mutua de seguros. Se constituye el fondo mutual que servirá para pagar las indemnizaciones y éstas se determinan por la supervivencia de los beneficiarios.

En fin, si el patrimonio común a los que participan en la tontina no es fructífero, la tontina se parece mucho a una lotería ya que el único beneficio que reciben los partícipes es el derecho a convertirse en dueños de ese patrimonio si tienen la suerte de ser el más longevo de todos ellos. Es, pues, una apuesta a ver quién vive más. En un entorno en el que el asesinato no es infrecuente, la tontina como juego de azar, pues, induce al asesinato de los demás participantes.

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La cláusula tontina en el Derecho de sociedades

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Cuando se emplea en sociedades de personas (con personalidad jurídica o en sociedades de personas cuya estructura patrimonial es la de la comunidad de bienes, es decir, en sociedades internas), la cláusula tontina establece que la parte del socio/comunero que fallece no pasa a sus herederos sino que acrece a los demás socios/comuneros. Incluidas en estatutos de asociaciones o clubes plantean el problema de la aplicación de las reglas sobre la disolución en los casos en los que, o bien se ha previsto una duración determinada (hasta la muerte del penúltimo de los socios) o bien han de considerarse de duración indefinida y, por tanto, la disolución de la sociedad es, en principio, posible por denuncia unilateral de cualquiera de los socios (art. 1705 CC).

Un entretenido artículo sobre la tontina recoge los dos siguientes casos norteamericanos.

En el primero se trataba de una asociación irregular que se inscribe en el registro de asociaciones bajo el mismo nombre. La asociación irregular tenía un patrimonio – formado por las aportaciones de los asociados – de 1.400 dólares que se transfirió a la asociación inscrita. Con ese dinero, la asociación compró un terreno en la ribera del Lago Conesus. Se construyó un club social. En el momento de la inscripción, la asociación tenía 45 socios que quedaron en 15 por separación, muerte o expulsión de asociados. Se somete a votación la disolución de la asociación y 9 de los asociados votan a favor y 6 se oponen. Los que votan a favor lo hacen porque no estaban, en algunos casos, en situación de disfrutar de las instalaciones de la asociación. En los estatutos de la asociación se incluía una cláusula tontina, de modo que los que abandonaban la asociación por cualquier causa perdían cualquier derecho sobre el patrimonio de la asociación que quedaba para los que continuaban perteneciendo a ésta, de modo que el más longevo, en último extremo, se convertiría en el propietario único del patrimonio social. Lo que se planteó en el caso era si, al incluir la cláusula tontina, los socios estaban excluyendo la posibilidad de disolución por acuerdo mayoritario, lo que el tribunal afirmó: no se podía disolver la asociación anticipadamente contra la voluntad de cualquiera de los socios porque – diríamos – se estaría infringiendo un derecho individual de cada socio, el derecho derivado de la cláusula tontina consistente en una suerte de “privilegio” en la cuota de liquidación a favor del socio más longevo.

En otro caso de 1981 (Quinn v. Stuart Lakes), el conflicto se planteó entre los herederos del penúltimo socio en morir y el sobreviviente. El juez, nos dice McKeever, declaró nula la tontina diciendo que era una suerte de “juego de la muerte”, esto es, de una apuesta según la cual, el que muera más tarde se queda con todo el patrimonio de la asociación. Y, si bien, la tontina es aceptable – no es contraria al orden público expresado en el art. 1798 CC – en el marco de un contrato de seguro (donde cumple una función social valiosa de cobertura de riesgos), sí que lo es cuando se trata de un mero juego o apuesta.

En general, en el Derecho de Sociedades, la cláusula tontina tiene perfecto sentido. Cumple dos funciones. La más obvia es que se trata de “preferir” a los socios respecto de los herederos de los socios como destinatarios del patrimonio social. Y la menos obvia pero probablemente más relevante en el ámbito del Derecho de Sociedades y que se deriva igualmente del caso de la emisión de deuda pública inglesa que hemos narrado es que constituye un poderoso incentivo para mantener a los socios fieles al fin común durante períodos largos de tiempo. De forma semejante a los salarios de eficiencia, la inclusión de una cláusula tontina eleva el coste de los socios para abandonar el proyecto común antes de tiempo. Si el valor de la empresa común depende de que los partícipes no abandonen rápidamente ésta, atrasar en el tiempo la recompensa y aumentar el tamaño de ésta progresivamente es una forma eficiente de reforzar el fin común.

Su legalidad debiera ser indiscutida. Aunque hay quien ha sostenido que el derecho a la cuota de liquidación es un derecho irrenunciable, no hay argumentos para sostener tal cosa. Si caben privilegios – ¡en sociedades anónimas y limitadas! – en relación con la cuota de liquidación, no se ve por qué no puede concebirse la cláusula tontina como un privilegio condicionado de cada uno de los socios en relación con la cuota de liquidación. Sólo estaríamos en el ámbito de los pactos leoninos si la cuota de liquidación fuera el único beneficio de la participación en la sociedad y, aún así, el hecho de que el beneficiario sea determinado por un hecho aleatorio (la supervivencia) impide calificar la cláusula como leonina. Es más, en las formulaciones “razonables” de la cláusula leonina (cuando a la cláusula tontina se le añade una duración determinada para el contrato de sociedad), ninguna de estas objeciones está presente como veremos inmediatamente.

En realidad, incluir una cláusula tontina puede verse como un “compromiso creíble” adoptado por los socios de permanecer en sociedad y desarrollar el fin común durante toda su vida, que logra, a la vez, que los terceros no puedan interferir en la consecución del fin común porque ningún tercero tiene ningún derecho sobre el patrimonio social, ni siquiera mortis causa. Que el último sobreviviente se quede con el patrimonio social o común tiene un valor presente muy pequeño aunque, como en los ejemplos norteamericanos, tenga un importante valor en el momento en el que sólo quedan dos socios vivos.

Su bondad es indudable si se regula específicamente qué sucede con el patrimonio social en caso de disolución anticipada respecto a la muerte de todos los socios menos uno o – lo que es equivalente – si se fija una duración determinada para la sociedad. Así, puede establecerse que la sociedad durará 20 o 30 años y que, llegado el término y disuelta la sociedad, se liquide el patrimonio social repartiéndolo entre los que sean socios en ese momento, esto es, entre los supervivientes. Si todos los socios tienen una edad semejante al constituir la sociedad, el contrato es justo ex ante y no excesivamente aleatorio ex post. Es más, como hemos dicho, las leyes de asociaciones no permiten, normalmente, repartir dividendos pero no hay inconveniente en que los activos cuyo disfrute por los asociados constituye el objeto de la asociación (clubes deportivos o de recreo, asociaciones de cazadores) se repartan entre los asociados en su condición de copropietarios o de accionistas de la sociedad anónima o limitada titular de esos activos.

Los límites a su validez deben de ser los de la prohibición de las vinculaciones perpetuas. Obsérvese que una cláusula tontina no es opresiva, normalmente, aunque vincule a los socios incluso para toda su vida. Ni afecta a todo su patrimonio, ni sufren pérdidas colosales por abandonar la sociedad y, en todo caso, no están obligados a «seguir prestando». De manera que no son aplicables, en general, a la cláusula tontina ninguno de los dos límites genéricos a la autonomía privada en el ámbito del Derecho de Sociedades: la prohibición de pactos leoninos y la prohibición de las vinculaciones perpetuas.

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Sobre su validez e interpretación,

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dice Paz-Ares (Comentario art. 1704 CC, Ministerio de Justicia, vol II, p 1502-1503):

Las objeciones de que ha sido objeto – es un pacto sucesorio prohibido por el art. 1271 o, en el mejor de los casos, una donación mortis causa sometida al art. 620 CC… pueden soslayarse sin dificultad, puesto que (la cláusula tontina)… expresa con claridad la voluntad actual de los socios de vincularse. Se trata de una disposición anticipada, aunque diferida al caso de muerte, sobre el valor de la parte de socio.

En el caso de que la exclusión de la cuota de liquidación valga solo para algunos de los socios, es claro que se trata de una donación inter vivos y, como tal, susceptible de ser reducida (arts .654 y 655) y probablemente también sujeta a requisitos de forma (art. 632 y 633). La atribución se realiza por parte  del socio que renuncia a su cuota de liquidación en favor de los demás (o de algunos de los demás). El carácter mortis causa de la donación (que la haría impracticable al exigirse su constancia en testamento y ser revocable) queda excluido por tratarse – como decíamos – de disposiciones actuales (hay sacrificio patrimonial actual – hay alteración del valor de la cuota-) dotadas de un alto grado de irreversibilidad (puesto que se insertan en el entramado societario, que no puede ser modificado unilateralmente). 

En el caso de que la exclusión de la cuota de liquidación rija para todos los socios, la naturaleza de la operación es más discutible. Podría calificarse de negocio aleatorio gratuito, en cuyo caso, al ser inter vivos, sería de aplicación lo anteriormente dicho o, como parece preferible, de negocio aleatorio oneroso, en cuyo caso no serían de aplicación las normas sobre forma y sobre reducción.

Las cláusulas tontinas no son muy frecuentes. No obstante… su discusión encierra gran interés para el tratamiento de los casos en que hay exclusión o renuncia parcial a la cuota de liquidación. Estos supuestos se hayan muy difundidos en el tráfico a través de cláusulas que preven criterios de valoración de las partes de socio y modalidades de pago muy rigurosas. De su legitimidad no puede dudarse.

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La tontina en los seguros

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En el ámbito de los seguros de supervivencia, la tontina parece haber revivido gracias a que las nuevas tecnologías facilitan – reducen los costes – la organización mutualista de los sometidos al riesgo de supervivencia y la tontina parece adaptarse a la psicología humana de forma particularmente ajustada como criterio para determinar la cuantía que, con cargo al patrimonio de la mutualidad, recibirá cada socio.

Si se observa bien, al ser preferidos los otros miembros de la mutua respecto de los herederos de cada uno de ellos, la tontina puede ser útil para reducir los costes de pagar pensiones en comparación con un seguro de pensiones que cubriera tanto el riesgo de supervivencia como el de muerte. La cuantía de la indemnización prevista para el caso de muerte (que va a los herederos) se destina al pago de la indemnización prevista para el caso de supervivencia (en forma de la mensualidad pactada que se entrega a los asegurados que sobreviven).

En realidad, tal es lo que hacen los aseguradores privados – sociedades anónimas – cuando ofrecen seguros de vida para el caso de supervivencia. Calculan la longevidad esperada del grupo de asegurados y prometen que, a cambio de las primas correspondientes durante la vida activa del asegurado, pagarán una cantidad mensual mientras el asegurado viva a partir de cierta edad (70 años por ejemplo). Como algunos asegurados mueren antes de dicha edad, el asegurador puede garantizar – gracias a los cálculos actuariales – a los que sobrevivan que les pagará las cantidades prometidas (v., art. 83 LCS).

 

El seguro de vida para el caso de muerte y el derecho del asegurado a la reserva

 

En el ámbito del seguro de vida para el caso de muerte, un papel distinto pero relacionado lo juega el derecho a la reserva matemática regulado en los artículos 93 y siguientes de la LCS). Este apartado puede saltarse por los que sólo estén interesados en la tontina.

El seguro de vida para el caso de muerte es, sobre todo, una forma de proteger a los herederos del asegurado frente al riesgo de la muerte del asegurado. Para una niña, que muera su padre no es sólo una desgracia personal sino también un siniestro patrimonial si, como es normal, es el padre el que cubría las necesidades de la niña. El seguro de vida para el caso de muerte, pues, permite proteger a la niña frente al riesgo de una pérdida de ingresos derivada de un siniestro: la muerte del padre. Pero el seguro de vida para el caso de muerte tiene un componente de ahorro, es decir, el asegurado no sólo protege a su hija de las consecuencias negativas para ella del siniestro sino que ahorra hoy y puede disponer de lo ahorrado en aquellas situaciones futuras en las que pueda necesitar esos ahorros.

Por qué el seguro de vida para el caso de ahorro tiene un componente de ahorro se explica porque la prima que paga el asegurado es constante a lo largo de toda su vigencia. Sin embargo, el riesgo -de muerte- aumenta, lógicamente, a medida que transcurre el tiempo. Es decir, el valor de la prima anual no se corresponde, en el seguro de vida, con el riesgo de un año. El valor de la prima anual describe una curva respecto del riesgo a lo largo de toda su duración. En los primeros años del seguro la prima es superior al riesgo realmente soportado por el asegurador (porque el riesgo de morir joven es menor que el riesgo de morir viejo) mientras que en los últimos años, al aumentar la edad del asegurado, el riesgo es superior al importe anual de la prima. Esto significa que en el seguro de vida, el principio de equivalencia entre prima y riesgo no se produce en cada una de las concretas unidades de tiempo (años) en las que aparece dividida la duración del seguro, sino que esa equivalencia se calcula tomando en bloque la duración del seguro, salvo, en los seguros para el caso de muerte de carácter anual donde la prima se calcula cada año.

Consecuentemente, los diversos pagos que realiza el asegurado tienen un carácter doble: por un lado constituyen aportación a un seguro pero por otro suponen colocación de ahorro, de manera que la prima puede descomponerse en prima de reserva y prima de riesgo. La prima de reserva será igual al exceso cobrado en las primas en las primeras anualidades. Esta parte de exceso pasa a integrar un fondo que ha de ser invertido segura y productivamente por el asegurador. Los rendimientos de estas inversiones corresponderán, también, al asegurado si, como es habitual, se pacta en la póliza la participación en beneficios del asegurado de forma que, por ejemplo, el 90 % de los ingresos obtenidos por la compañía de seguros mediante la inversión del exceso de las primas pagadas durante los primeros años, revierte al beneficiario en forma de aumento de la cantidad a la que tiene derecho en caso de fallecimiento o de supervivencia de una determinada edad. Al exceso cobrado se le denomina reserva matemática porque su importe se calcula matemáticamente en función de cálculo de probabilidades sobre estadísticas de mortalidad.

La reserva es propiedad del asegurador, pero en caso de resolución del contrato, el asegurador debe restituirla al asegurado, porque en otro caso, el asegurador se enriquecería en cuanto que esta cantidad no constituía contraprestación por un riesgo asumido por la compañía aseguradora. De ahí que la reserva deba figurar en el pasivo del balance del asegurador como reserva indisponible.

Pues bien, cuando al tomador no le interesa seguir manteniendo el contrato de seguro, puede apartarse de él libremente, dejar de pagar las primas y exigir del asegurador el rescate de su póliza lo que le dará derecho a recibir la parte de la reserva matemática que le corresponda. Presupuesto de tal acción es que haya transcurrido un período mínimo de dos años desde la celebración del contrato. La cuantía del rescate está determinada a priori mediante las correspondientes tablas de rescate que se acompañan a la documentación del contrato y cuya cuantía se corresponde con la reserva matemática previa deducción de los gastos y lucro cesante del asegurador. El derecho al rescate no decae por impago de la prima.

Además del rescate, el tomador del seguro tiene derecho a la denominada reducción de la póliza, es decir, a dejar de pagar las primas y configurar las cantidades pagadas hasta ese momento -y que le corresponden por formar parte de la reserva matemática- como un capital en manos del asegurador para que sirvan como prima (reducida) del contrato de seguro de vida. Supone una novación del contrato en la que a cambio de no abonar más primas, se reduce la suma asegurada

El problema se puede plantear si el asegurador promete un plazo determinado para alcanzar una reserva tal que permita al beneficiario obtener como indemnización una cantidad determinada de dinero sin necesidad de realizar nuevas aportaciones en forma de primas a partir de una fecha determinada. El problema se planteó en los Estados Unidos cuando muchas compañías que habían prometido que la inversión de las primas de reserva garantizaría que, transcurridos cinco o diez años, los asegurados no tendrían que pagar prima alguna para mantener el seguro, se encontraron que la reducción de los tipos de interés les impidió obtener los rendimientos necesarios para que el seguro continuara en vigor sin que el asegurado tuviera que pagar prima alguna. Las demandas millonarias contra las compañías de seguro norteamericanas se sucedieron. Jurídicamente, el problema es si las compañías cometieron dolo con los asegurados al hacerles creer que la reserva sería suficiente y si el hecho de que se afirmara la verdad en una condición general contenida en las pólizas era suficiente para eliminar la responsabilidad de las compañías aseguradoras lo que, con arreglo a la legislación europea, debe responderse negativamente (prevalencia de los acuerdos individuales sobre las condiciones generales).

Por último, el asegurado tiene un derecho al anticipo. (art. 97 LCS) que no es sino otra forma de hacer efectivos sus derechos sobre la reserva matemática. A diferencia del rescate, el contrato sigue en vigor y el asegurado sigue pagando la prima. A diferencia de la reducción, la suma asegurada se mantiene intacta y el asegurado sigue pagando la prima. A través del anticipo, el asegurador adelanta el dinero que se comprometió a entregar en el día de la producción del evento. Lógicamente la cuantía del anticipo viene limitada por el importe de la reserva y no se trata de una entrega definitiva ya que llegado el momento pactado para su devolución, el asegurado deberá proceder a ésta, cobrándose en otro caso el asegurador del valor de rescate de la póliza. Si se produce con anterioridad el siniestro, el asegurador deducirá la cuantía del anticipo de su indemnización.

 

¿De qué forma pueden ser útiles las tontinas para mejorar la eficiencia del seguro de vida para el caso de supervivencia?

 

El seguro de vida puede serlo no solo para el caso de muerte sino también para el caso de supervivencia. Las compañías norteamericanas de seguro introdujeron esta combinación de seguro de vida para el caso de muerte y seguro para el caso de supervivencia utilizando la tontina para articular este segundo:

“Una porción de la prima pagada por el asegurado se destinaba a la cobertura del riesgo de muerte y, el resto, se depositaba en un fondo de inversión gestionado por la compañía de seguros. Este fondo se enriquecía con las aportaciones sucesivas de los asegurados y con los rendimientos obtenidos de su inversión. Transcurrido el plazo de tiempo estipulado – normalmente veinte años – todo el fondo acumulado en tontina se dividía entre los asegurados que estuvieran vivos en aquel momento. Los beneficiarios de los asegurados que habían fallecido con anterioridad recibían el capital prometido en el seguro de vida para el caso de muerte pero no participaban de la distribución del fondo articulado como tontina”.

Hacerlo tiene todo el sentido

“Como innovación financiera, tuvo mucho éxito. Como seguro, es ajustado, actuarialmente hablando. Como apuesta, es equitativa porque todo lo recaudado se reparte entre los participantes con una parte muy pequeña para el gestor de la lotería y como forma de inversión de los activos de uno a lo largo de toda su vida y es una excelente inversión cuyo rendimiento supera el de inversiones alternativas”.

En tal caso, y a cambio de una prima, el asegurador promete al asegurado que, si éste supera una edad (pongamos, 70 años), recibirá una cantidad mensual hasta que se muera. Las pensiones privadas adoptan así, la forma de un seguro aunque pueden ser objeto, igualmente, de un contrato de cambio con una entidad financiera (un fondo de pensiones). Dice la LCS en su art. 98 que

“En los seguros de supervivencia y en los seguros temporales para caso de muerte no será de aplicación lo dispuesto en los artículos noventa y cuatro, noventa y cinco, noventa y seis y noventa y siete. Los aseguradores podrán, no obstante, conceder al tomador los derechos de rescate, reducción y anticipos en los términos que se determinen en el contrato”

lo que es lógico porque no puede hablarse de prima de reserva y prima de cobertura del riesgo en el caso de los seguros de supervivencia. Las compañías de seguro pueden ofrecer estos seguros de supervivencia porque, gracias a cálculos actuariales y la ley de los grandes números, saben que un porcentaje determinado de los asegurados no llegará a los 70 años o sólo superará los 70 años en pocos años, de manera que las primas pagadas por éstos – más los rendimientos de todas las primas pagadas por todos – pueden destinarse a pagar las cantidades prometidas a los demás. Un seguro de supervivencia es, económicamente, lo mismo que una tontina sólo que son “ganadores” todos aquellos que sobreviven a una cierta edad y el “premio” que reciben es proporcional a su longevidad. Esta organización elimina los incentivos para matar a nadie ya que ser el último superviviente no es condición de obtención del beneficio y permite un cálculo técnico de las cantidades a las que tendrá que hacer frente la compañía de seguros. Además, y como en cualquier seguro, se obtienen las economías de escala en la inversión de las primas y en la diversificación del riesgo – de longevidad – al incluir aleatoriamente a individuos que reproducen, en principio, el nivel de riesgo de toda la población.

Obsérvese la diferencia entre la indemnización en el seguro de vida para el caso de muerte y el seguro de vida para el caso de supervivencia: los herederos – en principio – son los beneficiarios de la indemnización en el primer caso y el asegurado lo es en el segundo. Si se combinan ambos, se podría utilizar la parte de la prima destinada a los herederos en el seguro de vida para el caso de muerte para aumentar la pensión que recibirán los supervivientes. Resucitar la tontina sería pues, descubrir el Mediterráneo tras haber realizado los viajes trasatlánticos y la vuelta al mundo.

Pero si la compañía de seguro puede reproducir las ventajas de la tontina y de hecho así lo hizo la industria norteamericana del seguro hasta que los escándalos financieros llevaron a su prohibición (costes de agencia, en realidad) ¿por qué habría que recuperarla? En efecto, nada impide a cualquiera contratar un seguro de vida para el caso de supervivencia.

Para entender las diferencias entre un seguro de supervivencia y una tontina -veremos que no hay diferencias – vamos a seguir la exposición de Milevsky y Salisbury. Estos autores ponen el siguiente ejemplo.

Supongamos que un grupo de 1000 personas que están cerca de la edad de jubilación aportan 1000 € cada uno que destinan a comprar deuda pública europea que paga un 3 % de interés – o sea, el fondo se incrementa en 30.000 € anualmente –. Los intereses se reparten anualmente entre los 1000 partícipes, de manera que cada uno recibe 30 €. Pero, además, se pacta que si y cuando cualquiera de los 1000 muera, los 30 € que le hubieran correspondido se reparten entre los restantes – los supervivientes –.

“Si, una década después, quedan vivos 800 de los inversores originales, el cupón de 30.000 se divide entre 800, a 37,5 por cabeza…; si, dos décadas después, quedan 100 personas vivas, tocan a 300 € por cabeza y año, 30 correspondientes al interés que paga la deuda pública adquirida y 270 € correspondientes al cupón que no reciben los fallecidos. Cuando sólo uno queden 30 vivos, cada uno recibirá 1000 € anualmente”

porque seguirán percibiendo los 30 € de cupón y 970 correspondientes a los cupones de los fallecidos. Sin tocar el capital que se entregará al último partícipe que quede vivo.

Así pues, las ventajas de la tontina sobre un seguro de supervivencia son obvias pero no pueden consistir en su mayor eficiencia porque la compañía de seguros puede reproducir la corriente de pagos a través de un seguro de supervivencia como el ejemplo de la tontina de los Reyes de Inglaterra ejemplifica. Dicen Milevsky y Salisbury que

“aunque los intereses fijos pagaderos anualmente durante toda la vida del suscriptor dominan claramente a la tontina en términos de utilidad esperada, la estructura de pagos decrecientes de la tontina es, de hecho, óptima. Es más, es posible que un inversor que crea que su designado vivirá más que los demás, preferirá la tontina a los intereses perpetuos”.

lo que el análisis financiero comparado de ambas demuestra es que

“la tontina proporciona relativamente más utilidad si el participante cree que la tasa objetiva de supervivencia de la población es mucho más baja que su propia tasa individual de supervivencia”,

es decir, la tontina es una buena apuesta para los beneficiarios que sean muy optimistas respecto de su longevidad en relación con la del resto de los participantes. Y es este optimismo, en el que se basó Adam Smith – citado por estos autores –, para declarar preferible la tontina a un seguro de supervivencia: la gente se apuntará preferiblemente a la primera debido a la “confianza que cada hombre tiene, por naturaleza, en su buena suerte, principio éste en el que está basado el éxito de toda clase de loterías”. Si queremos inducir a la gente a que ahorre para su vejez, deberíamos aprovechar este sesgo optimista si, como sabemos, la tontina es «ajustada» y «equitativa». Veamos más detalladamente

 

las potenciales ventajas de la tontina

 

Por un lado, el mecanismo de la tontina es más simple y más transparente y exige menos esfuerzo del regulador y de los beneficiarios en vigilancia de lo que hace la compañía de seguros. Es decir, tiene unos costes de transacción (no de constitución de la mutualidad) inferiores al seguro de supervivencia: no hay que preocuparse por hacer predicciones acerca de los rendimientos que habrán de obtenerse del capital ni por la longevidad de la población. El fondo del que se paga está completamente capitalizado. Los autores citados indican que “la rentabilidad de la tontina es superior a la generada por un seguro de supervivencia cuando los costes de administración superan el 10 %”, lo que es plausible si tenemos en cuenta las crecientes exigencias de capitalización que soportan las compañías que aseguran riesgo de muy largo plazo. Además, como hemos explicado en otro lugar, los “smart contracts” pueden ayudar a garantizar el cumplimiento de lo pactado en este tipo de organización del seguro al hacer automática la comprobación de quién está vivo y quién no y realizar los pagos correspondientes, también automáticamente con lo que los costes de administración del sistema se reducen. No puede haber ventajas en términos financieros si las compañías de seguro están en competencia.

 

La tontina y los incentivos para ahorrar

 

La pretendida ventaja de la tontina respecto del seguro de supervivencia estaría, más bien, aliunde, en su mejor adaptación a la psicología humana. Parece que, como los humanos descontamos fuertemente el futuro, la gente contrata seguros de supervivencia en menor medida de la que sería óptima desde el punto de vista social porque compara los pagos que está haciendo a lo largo de su vida, que son pagos reales, con la simple probabilidad de cobrar la pensión (¿y si no llego a los 80 años y no recibo nada?).

Como explica esta autora, los individuos afrontamos dos escenarios indeseables relacionados con la vejez: que hayamos gastado los ahorros y vivamos sin medios para sostenernos o, en sentido contrario, que no tengamos tiempo de gastar los ahorros porque nos muramos dejándolos sin usar. Parece evidente que el primero es el siniestro más grave ya que el segundo queda aminorado por nuestro derecho a dejarlos en herencia a quien nos plazca (excepto en los ordenamientos que conservan la legítima) y en la utilidad que extraemos del hecho de que los beneficiarios compartan nuestros genes. Además, parece que tendemos a infraestimar nuestra longevidad (creemos que viviremos menos de lo que realmente vivimos) lo que vendría probado por el hecho de que la gente, en general, no ahorra suficiente para la vejez. Añádase el encarecimiento del cuidado de los “superancianos” (gente de mucha edad con una enfermedad física o mental que requiere cuidados intensivos en mano de obra) y quedará demostrado que el riesgo de que andemos cortos de dinero en la etapa final de nuestras vidas es más serio que la decepción que supone ser el “más rico del cementerio”.

Y – continúa la autora – nuestro cerebro no sólo no piensa en términos probabilísticos sino que – coherentemente con nuestra aversión al cero y su formación en un entorno peligroso – “preferimos invertir en activos que cubran los riesgos más extremos”, esto es, que nos protejan del “peor de los mundos posibles”.

La tontina podría utilizarse para corregir estos sesgos del ser humano aprovechando otros sesgos: los que nos llevan a jugar a la lotería que intuía Adam Smith (y que se han revelado correctos según estudios experimentales).

Los humanos somos optimistas “relativos”, es decir, creemos que nuestra suerte será mejor que la de los que nos rodean, de forma que sobrevaloraremos la posibilidad de recibir el premio gordo de la tontina o, siendo más realistas, que estaremos vivos cuando se reparta el capital entre los que hayan sobrevivido. La razón de nuestro optimismo quizá esté en que, como sostienen algunos psicólogos y antropólogos, “los costes futuros – especialmente el esfuerzo y el tiempo – se descuentan fuertemente pero los beneficios futuros – especialmente los de carácter no monetario – conservan prácticamente todo su valor”. Tampoco es seguro que descontemos igual un pago futuro de una sola vez que una corriente de pagos futuros periódicos y es posible que concibamos esa corriente de pagos periódicos como si fueran solo uno que trajéramos al momento en el que comenzamos a percibirlos, es decir, como una cantidad única resultado de la suma de todos ellos.

Además, como no entendemos de probabilidades, descontaremos fuertemente el hecho de que, en un seguro de supervivencia, habremos estado pagando dinero real contra una probabilidad de que nos lo devuelvan (a nosotros o a nuestros herederos porque se los queda la compañía de seguros, aunque en realidad no sea así) en comparación con la posibilidad de ganar la lotería. La gente tiene dificultades para comprender que estos seguros son financieramente “justos” ex ante (en el sentido de que las primas pagadas se corresponden con la indemnización que se recibirá) aunque sean aleatorios ex post (como lo son todos los contratos de seguro) porque el asegurado no llegue a cumplir la edad en la que tendrá derecho a recibir la pensión o porque muera poco después de alcanzarla. De manera que única solución disponible es imponer el ahorro por parte del Estado.

Por otro lado, si el riesgo de supervivencia se organiza mutualistamente (como ocurre en la tontina) la “autoorganización” hace que el sistema parezca más equitativo que el correspondiente contrato bilateral con una compañía de seguros con forma de sociedad anónima porque, al menos, si no te lo llevas tú, se lo lleva otro como tú (dependiendo de quiénes formen parte de la mutualidad, pueden ser conocidos, amigos, paisanos o compañeros de trabajo) y no se lo queda la compañía de seguros (que, como hemos dicho, no es el caso si el mercado es competitivo).

En fin,  es probable que ese sesgo optimista – respecto a la duración de nuestra vida – y pesimista – respecto lo que recibiremos cuando seamos muy mayores – tenga cierta lógica. El valor del dinero para alguien muy anciano es menor que para alguien más joven.

 

Los riesgos de las innovaciones financieras, incluso las que resucitan viejas instituciones

 

La conclusión es que la organización del seguro de supervivencia en forma de tontina podría contribuir a incrementar la cantidad que ahorramos para la vejez y mejorar así el bienestar social. Las nuevas tecnologías pueden ayudar a reducir los costes de organizar y gestionar estas mutuas y, en fin, no parece que haya riesgos graves de desprotección de los consumidores.

Pero de esto no se sigue que debamos apresurarnos a permitir a la industria financiera la comercialización de productos financieros basados en la tontina. Como hemos explicado en otro lugar, todo el negocio de los derivados fue posible porque la industria financiera consiguió que no fueran clasificados ni como seguros (habrían estado sometidos a las normas de supervisión de seguros, incluyendo la obligación de acumular reservas) ni como meras apuestas (lo que habría hecho que los contratos de derivados fueran inexigibles jurídicamente). La debilidad de la prohibición de las apuestas o juegos de azar hizo posible la “legalización” de los derivados. El sobreendeudamiento y la falta de transparencia hicieron el resto “necesario” para que se produjera la crisis financiera, que se agravó cuando se crearon productos financieros derivados y se distribuyeron entre inversores minoristas.

Recuérdese que el art. 83 LCS, con buen criterio, prohíbe los seguros de vida para el caso de la muerte de un tercero por una buena razón y que contratar un seguro para el caso de muerte, por ejemplo, del Papa, no es un seguro sino una apuesta porque no hay interés asegurable, de manera que no deberíamos incurrir, con la tontina, en el mismo error en el que incurrimos con los derivados. La tontina es un seguro y toda la regulación de los contratos y de las empresas aseguradoras debe aplicarse a los que ofrezcan seguros basados en la tontina lo que significa, simplemente, que las entidades financieras no pueden ofrecer productos basados en la tontina sin someterse a esa regulación. No repitamos errores.


Foto: Incendio del edificio de la Equitable Life Assurance Company