Por Julia Ortega

¿Puede infringir la actividad profesional desarrollada por profesores universitarios las normas de defensa de la competencia?

La realización de una actividad profesional remunerada de carácter científico, técnico o cultural por parte de los profesores de universidad encuentra cobertura para su desarrollo conforme a la legalidad en el vigente art. 83 de la Ley 6/2001, de 21 de diciembre, orgánica de Universidades (LOU) y en las disposiciones que lo desarrollan. Sin embargo no es descartable que tal actividad produzca restricciones a la libre competencia. Por dos razones: (i) por la situación de ventaja económica que resulta de que podamos ofrecer determinados servicios valiéndonos de los valores universitarios y (ii) porque en bastantes casos se realiza desde una posición exenta de riesgo económico, al desarrollarse con los medios y recursos de una estructura organizativa financiada con fondos públicos. Por ello, no está demás preguntarse si es suficiente el amparo legal que proporciona la LOU para garantizar el respeto al Derecho de la Competencia.

Hay que comenzar recordando que la actividad económica desarrollada por las Administraciones públicas y por sus empleados y funcionarios está sometida, en principio, a las normas de la competencia. La iniciativa económica pública puede equipararse a una actividad empresarial, pues, como es sabido, el Derecho de la competencia se aplica a las empresas cualquiera que sea su estatus. (Sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 23 de abril de 1991, Höfner y Elser, C-41/90, apartado 21, y de 11 de diciembre de 2007, ETI y otros, C-280/06).

Los problemas en relación con el sometimiento a este Derecho de la actividad administrativa empresarial surgen señaladamente

  • cuando se trata de aplicar los parámetros que proporciona el Derecho de la competencia, pues en ellos se emplean conceptos que remiten a intenciones subjetivas y presunciones que no cabe literalmente predicar de las “empresas” controladas por sujetos jurídico-públicos o sus empleados, que invocarán en sus prácticas, en primer lugar, el interés general.
  • Asimismo, habría, en principio, que distinguir  si la actividad administrativa es jurídico-formal o simplemente material. En relación a la actividad administrativa jurídico-formal en sentido estricto, en la que hay ejercicio de poder público, la tesis tradicional sostenía que las normas de la competencia no se aplicaban, pues el sometimiento de la Administración al Derecho de la competencia procedía exclusivamente cuando ésta actuaba como operador económico y no como poder regulador. El fundamento de esta tesis se halla en la idea de que los actos y disposiciones dictados por las Administraciones públicas se presumen válidos y eficaces, también frente a otros órganos u organizaciones jurídico-públicos, que no pueden, en principio, inaplicarlos. Pero ¿qué ocurre si el acto o la norma infralegal resultan contrarios a las normas de defensa de la competencia? La respuesta desde esta perspectiva sería que quien es competente para declarar su invalidez e inaplicación son los tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa.  Así las cosas, el problema de la no aplicación el Derecho de la competencia a la actividad jurídico-administrativa de naturaleza formal carecería hoy de la relevancia que tenía hace años, en la medida que el ordenamiento jurídico, desde la Ley 15/2007, de 3 de julio, (LDC) reconoce a los órganos u organizaciones administrativas de defensa de la competencia la posibilidad de impugnar ante el orden contencioso-administrativo los actos y disposiciones administrativas contrarios a la legislación de defensa de la competencia. En la praxis administrativa, sin embargo, se observa que las autoridades administrativas de defensa de la competencia ordenan la revocación, modificación o derogación, (lo que corresponda), de actos y disposiciones administrativas, cuando en aplicación del Derecho de la competencia sancionan a órganos u organizaciones jurídico-públicas y les solicitan la cesación de los efectos de las conductas restrictivas de la libre concurrencia empresarial. La propia jurisprudencia del TS, en fechas recientes, la STS de 14 de junio de 2013, ha venido expresamente a corroborar esta práctica cuando ha declarado que “el ejercicio de funciones públicas no exime a la Administración pública de su sometimiento a la legislación de la competencia”.

Que intervengan empleados o funcionarios de una Administración pública no cambia el resultado. Aún más, cuando se trata de actividades económicas realizadas al margen de su empleo público, la aplicabilidad del Derecho de la Competencia parece obvia, al margen de la del régimen de incompatibilidades.

Pues bien, si toda la actividad de las Administraciones públicas que tiene incidencia económica queda sometida al Derecho de la Competencia, la cuestión es determinar si existen excepciones a tal conclusión.

La respuesta se encuentra, como es sabido, en el art. 4 LDC que requiere el amparo de una ley. Es decir, exige reserva de ley en sentido formal. La ratio del art. 4 LDC se encuentra en la necesidad de cohonestar el principio de libre concurrencia con otras políticas, normas e intervenciones públicas que en su ejecución práctica causan o provocan prácticas anticompetitivas en la conducta de los operadores económicos.  Hay que tener en cuenta que la garantía de la libre concurrencia por medio del Derecho de la competencia es el resultado del cumplimiento del mandato de protección que pesa sobre los poderes públicos como expresión de la vertiente jurídico-objetiva de la libertad de empresa, esto es, de la necesidad de proteger con mecanismos de Derecho público al empresario frente a las prácticas anticompetitivas de terceros. Pero este principio de libre competencia puede ceder cuando colisiona con otros bienes jurídico-constitucionales que a los poderes públicos también les incumbe garantizar, como puede ser la protección del medio ambiente (art. 45 CE) o el fomento de la investigación y la cultura o la difusión del progreso científico y técnico (art. 44 CE).

El requisito jurídico-material exigible para que una excepción a la legislación de la competencia resulte fundamentada es, por tanto, que las restricciones a la competencia que resultan de la ley, sean adecuados e indispensables para la consecución de estos otros fines generales, de rango jurídico-constitucional. El legislador no es libre para elegir si restringe la libre competencia en atención a otros bienes de interés general. Las restricciones están sometidas a un test de adecuación, e incluso de proporcionalidad, por exigencias del Derecho europeo, tal y como la jurisprudencia viene interpretando, desde hace ya décadas, el art. 106.2 TFUE (Sentencias del TJCE de 19 de mayo de 1993, asunto C-320/91,  Corbeau y de 21 de septiembre de 1999 asunto C-67/96, Albany). El control de las excepciones a las normas antitrust está vinculado a las restricciones a las libertades económicas. A ello se refiere (así puede interpretarse desde luego) el art. 4. LDC, cuando prevé junto a la necesidad de la autorización legal, el respeto de las disposiciones comunitarias en esta materia.

¿Cumple estos requisitos formales y materiales la actividad profesional que los profesores de Universidades públicas podemos llevar a cabo respondiendo a las ofertas del mercado?

La realización de estas actividades cumple con el requisito de la reserva de ley jurídico-formal como se deduce obviamente de su regulación en el art. 83 LOU. Podría afirmarse, empero, que la autorización que la ley regula para realizar este tipo de actividades, sólo sirve de cobertura a otros efectos, para fundamentar la legalidad sin más de las mismas. Pero es cierto que la finalidad que se persigue con esta autorización legal, es la de trasladar a la sociedad el resultado de la investigación científica y técnica que se produce en la Universidad. Este fin, perseguido por todos los países de nuestro entorno, de integrar la Universidad en el tejido económico y social, no es otro que el que se reconoce en el art. 44 CE, de promover la ciencia y la investigación científica en beneficio del interés general. Con ello tendríamos entonces cumplidos también en parte los requisitos jurídico-materiales que se requieren para la validez jurídica de la excepción, pues en este caso es obvio que los fines que entran en colisión con el principio de libre competencia son también de naturaleza jurídico-constitucional.

La Sentencia de la Audiencia Nacional de 23 de noviembre de 2002 se ocupó de un caso en el que se denunció a la Universidad Politécnica de Valencia porque sus profesores de una rama de ingeniería desplazaban del mercado a los profesionales técnicos que concurrían con ellos para lograr los mismos contratos. Por su parte el TS, en STS de 27 de octubre de 2005, aunque consideró que esta actividad económica es uno de los aspectos comprendidos dentro de las funciones que el ordenamiento jurídico atribuye a la Universidad, sostuvo que los contratos o acuerdos celebrados por aquellos profesores valencianos con los agentes del mercado no quedarían, en todo caso, completamente exentos del Derecho de la competencia.  A juicio del Tribunal Supremo era clave comprobar que sus concretas cláusulas no resultaban contrarias al Derecho de defensa de la competencia, teniendo en cuenta sus características dentro del mercado en el que se realizan y su relevancia en el mismo. A nuestro modo de ver el supuesto que comentamos fue una ocasión pérdida para que en la fiscalización judicial de las excepciones al Derecho de la competencia quedaran perfilados los criterios fundamentales que sirvieran de eje a dicho control.

Aplicado al caso lo que se ha expuesto más arriba, habría que comprobar que la celebración de esos contratos servían a la efectiva garantía de otra finalidad jurídico-constitucional distinta a la libre concurrencia empresarial. Y, en el caso concreto, realizar un control material que permitiera averiguar si en esas circunstancias concretas, la actividad resultaba adecuada para alcanzar la finalidad de interés general prevista en el art. 44 CE. En definitiva, resultaría especialmente relevante constatar que la actividad económica desarrollada por los profesores de Universidad en ese caso resultaba un medio adecuado para lograr la transferencia de resultados de la investigación universitaria a la sociedad o excedía en su concreta manifestación de esa finalidad.

Para determinar si la actividad de estos profesores causaba algún daño a la competencia, sería necesario indagar los efectos de la misma sobre el mercado de referencia para saber si el perjuicio efectivo a la competencia se produce. Aunque sea necesario emplear criterios jurídico-mercantiles (v. gr. existencia o no de precios predatorios u otro tipo de competencia desleal) para dar luz sobre la afectación y el perjuicio real a la libre competencia, resulta claro que la admisibilidad de la concreta actividad profesional universitaria y de la modalidad de su prestación tiene que enjuiciarse asimismo y principalmente desde los parámetros de control que se derivan de su adecuación a la finalidad de la regulación pública que fundamenta su excepción de las reglas de la competencia. Es decir, si resultaría justificada esa práctica anticompetitiva desde la perspectiva del interés general concernido.

No parece que, en este ámbito de cuestiones puedan proyectarse los parámetros de fiscalización que se emplean en el Derecho en materia de ayudas públicas, como parece sugerir en última instancia la mencionada sentencia del Tribunal Supremo. Nos referimos a aquellos que se han delimitado en el Derecho europeo  y que permiten dejar de considerar como ayudas públicas las compensaciones financieras a los servicios de interés económico general o las aportaciones públicas directas o indirectas que se realizan a una organización para que ésta pueda cumplir con la misión específica que el ordenamiento jurídico le hubiera encomendado, esto es, con las obligaciones de servicio público impuestas jurídicamente. En otras palabras, no cabe aplicar los criterios que se incorporaron en la ratio decidendi de la STJUE Altmark Trans GmBH  de 24 de julio de 2003, asunto C-280/00, aunque los mismos presenten una clara intersección con los requisitos relativos a las excepciones a las normas de la competencia – a nivel europeo y nacional interno  – como puso de manifiesto la Sentencia del Tribunal de Primera Instancia de 12 de febrero de 2008, asunto T-289/03, caso BUPA Insurance Ltd. y otros c. Comisión.  Y estos criterios no pueden emplearse porque aquí no sirve lo de muerto el perro se acabó la rabia. Pues aunque las partidas económicas y patrimoniales que recibe la Universidad de los presupuestos públicos pudieran conceptuarse como ayudas públicas, no pueden suprimirse o devolverse  (lo que ocurre finalmente cuando se verifica un control con resultado positivo desde esta perspectiva del Derecho de ayudas públicas), y ello a pesar de que la actividad profesional que los profesores universitarios desarrollen falsee la competencia.

En todo caso, el necesario análisis acerca de si la actividad de los profesores constituye una conducta criticable desde los parámetros del Derecho de la Competencia no debería hacernos olvidar que más relevante si cabe es plantearse es que el desarrollo de esta actividad profesional resulte un medio idóneo para que la Universidad cumpla sus fines, a pesar de que pudiera implicar ciertas restricciones a la competencia, y exigir que éstas resultaran justificadas por la finalidad perseguida. Se podría aducir que un control de este tipo además de servir para verificar el cumplimiento de las normas europeas de la competencia, podría ayudar a recordar (si acaso fuera necesario) que el medio (que los profesores sean contratados por el mercado en sus actividades científicas, técnicas o artísticas) no puede prevalecer sobre el fin jurídico-constitucional (art. 44.2 CE) de promover la ciencia y la investigación científica y técnica en beneficio del interés general. No es raro y pasa en no pocas ocasiones en el ámbito de cualquier actividad humana (podría ocurrir también en la de creación y producción científica, cultural, técnica o artística que se realiza en la Universidad), que los medios hipertrofian los fines hasta subordinarlos o incluso suplantarlos. 

Obviamente, nada más lejos de nuestra intención cuestionar que  la actividad profesional de los profesores universitarios pueda no ser un medio idóneo para cumplir los fines universitarios. La actividad profesional bien planteada puede ser una riqueza para la sociedad y a la inversa también para la propia Universidad que se ve inmersa en el tejido social.