Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

En la tradición cultural del derecho privado, las obligaciones naturales se contraponen a las civiles porque aquellas, a diferencia de estas, no son accionables, no generan una pretensión justiciable, sino solo una excepción: si se pagan deudas prescritas, es decir, ya no exigibles, no se puede repetir lo pagado; si se remuneran servicios no exigibles por ley o por contrato, tampoco; más discutiblemente, no se puede pedir la restitución de aquello que se ha pagado por una deuda de juego no exigible por azarosa. Son así obligaciones imperfectas, debilitadas, una categoría que casi fue expulsada de los grandes códigos civiles, pero que sigue estando ahí

Pablo Salvador

 

Pablo Salvador Coderch ha dedicado su discurso de entrada en la Academia Catalana de Jurisprudencia a la delimitación de las relaciones de favor o de complacencia y las relaciones jurídicas en el entorno digital. Como su planteamiento nos parece acertado y digno de compartir, lo resumimos a continuación.

Como es sabido, es fácil distinguir, por sus efectos, una relación de complacencia o favor y una relación jurídica. En los términos de Ihering, lo que separamos son la esfera regida por el Derecho y la esfera regida por las normas sociales (por la “amistad mercantil”, en el Antiguo Régimen, por los lazos de afectividad en el seno de las familias y las relaciones de amistad y vecindad, por las reglas morales no incorporadas al Derecho o por reglas religiosas y otras reglas sociales que se aplican en el seno de los grupos que libremente se forman en una Sociedad).

Distinguir desde el punto de vista de los efectos (carácter vinculante jurídicamente de las relaciones jurídicas vs. carácter no vinculante de las relaciones de favor), no ayuda mucho al juez que tiene que decidir, en un caso concreto, si debe aplicar las normas jurídicas a ese “supuesto de hecho”, es decir, si debe obligar al demandado a cumplir el acuerdo pagando al vecino médico por la consulta en la que examinó a la hija del demandado o si debe indemnizar el amigo “manitas” al que causó daños en su casa tratando de repararle el desagüe del lavabo. O, como en el caso del que nos hicimos eco en una entrada, si responde el cura que se negó a celebrar un funeral que ya había sido anunciado en los periódicos a un coste no insignificante para el hijo del fallecido.

Salvador nos resume la doctrina alemana. La mayoritaria – Larenz – afirma que el intérprete ha de examinar si las partes de la relación tenían o no “voluntad de los efectos”, es decir, voluntad de celebrar un negocio jurídico tutelado por el Derecho o tenían voluntad de excluir los efectos jurídicos. La doctrina minoritaria (pero de la que forman parte dos pesos pesados como Flume y Medicus) dice que eso es una ficción. Que cuando alguien habla con el cura para encargarle un funeral y cuando el cura le dice que sí, que lo celebrará, las partes no tienen ninguna conciencia concreta de estar celebrando un negocio jurídico o de estar entablando, simplemente, una relación basada en la pertenencia del fallecido y de su hijo a la confesión religiosa.

Cuando el contexto es suficientemente expresivo, determinar si la relación es de favor o es jurídica no presenta dificultades insalvables. Piénsese en las comfort letters, o cartas de patrocinio. En un contexto como aquél en el que se emiten estas cartas, habría que partir de la consideración de que las partes han querido establecer una relación jurídica vinculante. Uno no hace negocios de envergadura al margen del sistema jurídico y con partes que se dedican profesionalmente a realizar ese tipo de negocios. La cuestión más difícil es, pues, interpretar las declaraciones de las partes en esas cartas para determinar qué efectos jurídicos quisieron darles. Frecuentemente, las partes excluyen expresamente determinados efectos jurídicos (como cuando dicen, “esto no es una fianza”) o el negocio no reúne los requisitos legales para ser válida (el carácter expreso de la fianza, por ejemplo). Pero, frecuentemente también, las partes asumen compromisos que, en sus propios términos, son vinculantes. En otra ocasión nos ocuparemos de las cartas de patrocinio. Ahora baste señalar que Canaris decía, con gran sagacidad, que si no tenemos razones para pensar que las partes no podían vincularse jurídicamente (no estaban en una situación en la que pudieran ejercer su libertad de contratar o no contratar), hay que estar a lo que las partes dijeron. Y si excluyeron el carácter vinculante de su promesa, la promesa no será vinculante. Formalismo de la mejor especie.

Por tanto, la doctrina mayoritaria no resuelve el problema de calificación cuando las partes no se han pronunciado sobre el carácter vinculante o no del acuerdo y, a menudo, el contexto – relaciones familiares, de amistad, de buena vecindad – no es suficientemente expresivo para decidir el carácter no jurídico de la relación porque también entre vecinos, amigos y familiares se celebran contratos.  De manera que referirse a ese “observador imparcial” para decidir si la relación es jurídica o de favor no ayuda demasiado. Medicus y Flume denuncian precisamente este problema. Siempre que estemos fuera del contexto claramente comercial, imputar a las partes cualquier “voluntad” en relación con los efectos jurídicos (y, en caso afirmativo, cuáles) que quieren dar a su relación es una pura ficción. El problema solo se plantea porque la relación se torna conflictiva cuando se “ejecuta”.

Como afirma Salvador, la cuestión es “divisible” y no debe resolverse siempre decidiendo que estamos o ante una relación jurídica o ante una relación de favor. Cuenta el clásico caso alemán de la peña de lotería en la que el encargado de comprar el décimo olvida hacerlo y – jugaban siempre el mismo número – esa semana les toca un premio de 10 mil marcos. El tribunal desestima la demanda con un buen argumento: “el carácter vinculante de una relación que puede afectar gravemente la existencia social del deudor (imagínese que el premio hubiera sido de 1 millón) tiene que resultar claramente del propio acuerdo”. Salvador sugiere un análisis interpretativo diferenciado:

“El objetivo es determinar si las partes habían acordado – razonablemente – excluir cualquier pretensión derivada de la relación particular; si habían excluido la onerosidad (que el que recibe la cosa o el servicio haya de abonar algo como contraprestación); si, además, habían excluido la aplicación de la responsabilidad extracontractual (algo que, en principio, no debería presumirse fácilmente) o incluso si querían excluir cualquier pretensión derivada de una reclamación del enriquecimiento injusto (que también debería ser mucho más difícil de excluir que una reclamación basada en un contrato).

Efectivamente, y como decíamos – mal, esto es, de forma incompleta – en la entrada sobre el cura y el funeral, es preferible negar el carácter contractual de la relación entre el feligrés y el cura pero no descartar que esa relación carezca de cualquier efecto jurídico. En la línea de lo que allí decíamos, si el feligrés ha hecho una inversión no insignificante en la confianza de que se celebraría el funeral, no debería descartarse una indemnización de daños en aplicación de las reglas sobre la responsabilidad extracontractual. En sentido contrario, la existencia de un contrato vinculante jurídicamente no debería presumirse fácilmente – dice el profesor de la Pompeu Fabra – . Nos ofrece, a continuación, los indicios más poderosos para determinar el carácter jurídico o extrajurídico de una relación: su naturaleza (carácter gratuito/oneroso); base de la relación (vecinos, miembros de una organización, amigos, familiares); trascendencia económica de la transacción para las partes; expectativas razonables; riesgos asumidos por el que realiza el comportamiento que constituiría el “objeto” de la obligación; intereses dignos de protección de la contraparte que “se ponen en manos” del que realiza el favor; carácter usualmente jurídico (o no) de ese tipo de transacciones (no puedo evitar acordarme del chiste del perro: Uno se acerca a otro que tiene a su lado un perro y le pregunta: ¿quiere que lave el perro? El otro contesta ¡Bueno!; ¿lo peino? ¡Bueno! Cuando termina le dice: son 20 € y el otro contesta: ¡y a mí qué me cuenta! El perro no es mío); costes y grado de organización de cada parte; profesionalidad (si la prestación se realiza, usualmente, a cambio de un precio o constituye el medio de vida del que presta); cuán gravosa y qué medios materiales requiere la prestación y, por supuesto, la comunicación entre las partes.

En algunos casos, el Derecho excluye expresamente el carácter jurídico de la relación o promesa. Salvador Coderch se refiere, por ejemplo, a la promesa de matrimonio y, en general, al valor vinculante de las promesas unilaterales y narra el caso de la pareja en la que ambos acordaron que la mujer tomaría anticonceptivos. No los tomó – adrede – y se quedó embarazada. El varón rechazó reconocer al hijo y, naturalmente ¿por qué?, perdió el pleito. Como explicamos en nuestro trabajo sobre Autonomía Privada y Derechos Fundamentales, de nuevo, las consecuencias jurídicas de una relación, en principio, puramente privada son variables. Así, si el marido promete a la mujer irse a vivir a otra ciudad en el marco del divorcio acordado, es probable que no se pueda exigir el cumplimiento en especie de tal promesa, pero también que la mujer tiene derecho a una indemnización si el marido no se muda voluntariamente.

Una conclusión más general del Profesor Salvador Coderch es que hay límites inmanentes al Derecho: hay relaciones que son “tan particulares” que el Derecho no puede entrometerse sin destrozarlas. Y “particulares” significa que no están pensadas para que su cumplimiento lo garanticen los jueces y el Derecho; que las sanciones por su incumplimiento tienen naturaleza extrajurídica (terminación de la relación).

Salvador acaba sugiriendo que la regla de cierre del sistema de Derecho Privado debería ser in dubio pro libertate, es decir, no presumir la voluntad de las partes de vincularse jurídicamente.


Cuzco, foto de Francisco Aranguren