Por Miguel Ruiz Muñoz

 

Introducción: Ética empresarial, RSC, Tercera vía y comunitarismo

La ética empresarial, y en cierto modo las políticas empresariales de Responsabilidad Social Corporativa (RSC/RSE), tienen sin duda su lado positivo, tienen el enorme mérito de llamar la atención del mundo económico sobre algunos valores esenciales, especialmente sobre la dignidad del hombre. Así se hace especialmente desde la denominada Tercera Vía y del comunitarismo, y su búsqueda de la buena sociedad, cuando se habla de que las personas deben ser tratadas como fines en sí mismas y no como meros instrumentos. Se intenta compatibilizar el Estado, el mercado y la comunidad, especialmente dar mayor relevancia a esta última en las sociedades modernas. Y se caracteriza porque no se está ante el socialismo estatista, ni ante el neoliberalismo del libre mercado; de modo que no se inclina ni a la derecha ni a la izquierda, sino que se sitúa entre las concepciones del New Deal norteamericano, del gran Estado que administra programas sociales a gran escala e interviene ampliamente en la economía, y el laissez-faire de un mercado sin restricciones (Etzioni). Ni un control exagerado y puntilloso de la economía y de la sociedad por el Estado, ni un mercado sin frenos.

De este modo parece que el Estado debe ser aligerado de peso, pero también existen muchas tareas que debe mantener, como la seguridad pública, la seguridad jurídica, la salud pública, la regulación del mercado, tanto para favorecerlo, como para garantizar un sentimiento básico de seguridad económica. Debe también expandir el trabajo disponible, incluso, si es necesario, mediante el reparto del trabajo; debe compartir las cargas medioambientales con las empresas. Y como norma general el Estado no debe ser la primera fuente de servicios sociales (pequeños créditos, cuidado de niños o enfermos, etc), porque el Estado que se convierte en la fuente principal o única de estos servicios, minusvalora, desmoraliza y burocratiza relaciones que están en el núcleo de la vida de la comunidad.

Pero bien entendido que desde el comunitarismo no se duda en ningún momento de que el mercado es el mejor motor para la producción de bienes y servicios, para el trabajo, y para el empleo y el progreso económico. Y esto a pesar de los problemas sociales generados por el propio mercado, porque tales problemas no desmerecen a los méritos de un fuerte crecimiento económico (Etzioni). En definitiva, no se quiere vincular a ningún país ni cultura y sus raíces se dicen que son diversas y pluriculturales: Antiguo y Nuevo Testamento, las enseñanzas de los clásicos griegos, los planteamientos asiáticos, musulmanes y judíos sobre la armonía y la responsabilidad para con los demás; el socialismo no doctrinario, llamado utópico; la doctrina de la iglesia; y muchos planteamientos más. Y todo esto se pretende alcanzar por medio del diálogo moral, una discusión en torno a valores, no entre expertos, sino entre ciudadanos, con la pretensión de que la gente modifique su conducta, sus sentimientos y sus creencias.

Comunitarismo y Renacimiento: Pico de la Mirandola y su <Oratio de hominis dignitate>

Estos planteamientos comunitaristas nos retrotraen en el tiempo hasta el Renacimiento italiano y hacia uno de sus pensadores más excelsos, como lo fue Giovanni Pico della Mirandola, considerado por Tomás Moro, como el representante y paradigma del hombre moderno, y autor de uno de los más nobles legados de la cultura renacentista (J. Burckhardt), la Oración o Discurso sobre la dignidad del hombre [1486], también conocida como <manifiesto del Renacimiento italiano> o <manifiesto del hombre moderno>. Nuestro recuerdo del personaje y de su obra se debe a que los postulados de la Tercera vía y el comunitarismo evocan los pensamientos renacentistas. Por un lado, porque hace hincapié en el hombre y su dignidad, algo propio de los studia humanitatis del humanismo renacentistas, pero lo hace colocándolo en el frontispicio de su Discurso, y pone el acento no tanto en la universalidad del hombre como en su libertad:

“Constreñido por ningunos límites, de acuerdo con tu propio libre albedrío, en cuyas manos te hemos puesto, ordenarás por ti mismo los límites de tu naturaleza. Tendrás el poder de degenerar en las formas más bajas de la vida, que son bestiales. Tendrás el poder, que surge del juicio de tu alma, de volver a nacer en las formas más altas, que son divinas.”

Como se ha dicho, estas palabras tienen un timbre moderno, y se cuentan entre los pocos pasajes de la literatura filosófica del Renacimiento que han complacido, casi sin reserva, a oídos modernos y aun existencialistas. El canto de Pico sobre la dignidad del hombre ha sido escuchado a través de los siglos hasta nuestro tiempo, aun por aquellos que han sido sordos al resto del concierto de pensamiento renacentista, aun por los que se autonombran humanistas modernos, que han olvidado que la humanitas incluye, además de sentimientos amistosos, una educación liberal y alguna instrucción (P.O. Kristeller).

Y por otro lado, su obra se caracteriza por un sincretismo muy acusado sin que consiga llegar a una síntesis profunda: en la obra aparecen elementos muy diversos tomados del platonismo y del aristotelismo, de la cábala y de la magia, de la escolástica medieval, árabe, judaica y cristiana. Con la utilización de todas estas fuentes, no pretende Pico tanto mostrar su saber, como subrayar su convicción básica de que todos y cada uno de estos pensadores tenían una genuina participación en la verdad filosófica. La verdad consiste para Pico en un gran número de afirmaciones verdaderas, y los diferentes filósofos participan de la verdad en tanto que sus escritos contienen, al lado de numerosos errores, afirmaciones específicas reconocidas como verdaderas y que, por tanto, han de ser aceptada. El sincretismo de los platónicos florentinos ha sido alabado con razón por varios historiadores como una pasarela hacía teorías posteriores de tolerancia religiosa y filosófica; Pico, al ensanchar el alcance y el contenido de ese sincretismo (incluye explícitamente a Aristóteles y sus seguidores griegos, árabes y latinos; y a los cabalistas judíos), puso las bases para una tolerancia más amplia (P.O. Kristeller; E. Garín; F. Rico).

Y algo de todo esto nos parece que hoy reverdece con el denominado comunitarismo.

El mayor deber social de las empresas es obedecer las leyes y pagar los impuestos que el gobierno impone

En realidad, a nuestro juicio, con el nuevo paradigma socio-político de la tercera vía, en buena medida no se hace otra cosa que recordar la tercera fórmula del imperativo categórico kantiano, la denominada fórmula del fin en sí mismo: <Obra de tal modo que uses la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio>. Y puede ser que a fuerza de insistir, estas verdades universales traspasen todos los estratos sociales y nos acaben insuflando a todos los grandes principios morales, de modo que la <voluntad buena> kantiana (aquella voluntad situada en un mundo inteligible en donde sólo se puede querer lo que concuerda con el deber moral) nos sitúe en el camino de la buena sociedad.

Y quizá también de esta manera, parafraseando a Pico della Mirandola, los saludables fármacos de la moral y de la dialéctica, traídos por el médico celestial Rafael, nos puedan curar. A lo que añade:

Nosotros –los que anhelamos en la tierra la vida de los Querubines- debemos purificar nuestra alma de los impulsos de nuestras pasiones por medio de la ciencia moral. Debemos disipar la tiniebla de la razón con la dialéctica y expulsar las inmundicias de la ignorancia y de los vicios. De este modo, nuestros afectos no se desbocarán indómitos, ni nuestra razón insensata delirará insensatamente…En efecto, si la moral dirige la fuerza de los apetitos por sus cauces naturales según sus funciones; y si la dialéctica mueve la razón haciéndola avanzar hacia su propio nivel y medida, entonces, tocados por el arrebato de las Musas, regalaremos nuestros oídos con la música celeste.”

Efectivamente las cosas no son sencillas, la vida es compleja. Con el modelo comunitarista, también denominado del <accionista estable> (A. Turner), se pretende humanizar el capitalismo pidiendo a los individuos y a las empresas (y en general a todo tipo de organismos) que asuman una mayor cantidad de responsabilidades, en el sentido de obligaciones o deberes morales (A. Etzioni). Se trata de un nuevo frente contra el modelo liberal, propiciado más desde la <izquierda> ante su incómoda aceptación de la idea del <interés propio>:

“se pretende alcanzar una sociedad perfecta más allá de las leyes (impuestos, servicios colectivos, etc), recurriendo al convencimiento moral de los individuos (empresarios, directivos e inversores) de que gestionen sus empresas sobre una base más amplia de objetivos que los de máximos beneficios y el propio interés: se debe animar a las empresas a arriesgarse más en sus comunidades” (A. Turner).

Pero la buena voluntad, a veces, como sucede en este caso, está cargada de inconvenientes. Por un lado, resulta prácticamente imposible que las empresas puedan tomar en consideración en sus balances ese tipo de aspectos sociales. En estos casos existe un grave problema de información, porque las partes implicadas necesitarían contar con una gran cantidad de datos para estar informadas de los comportamientos reales de la empresa, y a pesar de que en la última década se han creado agencias de calificación social o extrafinanciera que ofrecen cierto tipo de mediciones, lo cierto es que la tarea de estas agencias se hace muy difícil porque se basan en datos escasos y no armonizados (J. Tirol). Ya resulta bastante difícil para la gran mayoría de las empresas solventar los problemas del día a día, cumplimiento de la ley, supervivencia y maximización de beneficios incluidos, como para tener que enfrentarse a otro tipo de cuestiones para las que no cuentan por lo general ni con los medios idóneos, ni estarán legitimadas en muchos casos para afrontar las necesarias negociaciones.

La enorme complejidad de las diferentes interacciones económicas y sociales hace inviable el modelo que se pretende, como sería en definitiva convertir a los individuos y sus empresas en los agentes efectivos de amplios objetivos sociales; además de que acabarían en meros voluntarismos generadores de confusión (A. Turner). Hay por tanto que preservar el reparto de papeles entre el Estado y el mercado, entre el gobierno y los negocios, de modo que el primero con sus instituciones tiene la tarea de gobernar y el segundo de producir y distribuir. No hace falta insistir en la legitimidad del Estado para intervenir en la esfera económica y por tanto imponer límites al segundo, ya sea en un sentido o en otro, por razones de interés general. Estamos ante un orden social dividido y unido al mismo tiempo, la <insociable sociabilidad> de Kant, donde cada una de sus esferas responde a deberes o imperativos distintos, el interés individual frente al interés general.  Y como recuerda Robert Heilbroner, Adam Smith comprendió con exactitud la cuestión al hablar de la Sociedad de la Libertad Perfecta y resaltar la independencia recién conquistada por su <mitad> económica:

Todo hombre, con tal que no viole las leyes de la justicia, debe quedar en perfecta libertad para perseguir su propio interés como le plazca, dirigiendo su actividad e invirtiendo sus capitales en concurrencia con cualquier otro individuo o categoría de personas. El Soberano[<el Estado>] se verá liberado completamente de un deber, cuya prosecución forzosamente habrá de acarrearle numerosas desilusiones, y cuyo cumplimiento acertado no puede garantizar la sabiduría humana ni asegurar ningún orden de conocimiento, y es, a saber, la obligación de supervisar la actividad privada, dirigiéndola hacia las ocupaciones más ventajosas a la sociedad. 

Sigue hablando A. Smith de los tres deberes de gran importancia que el Estado debe seguir cumpliendo: proteger a la sociedad de la violencia y la invasión, proteger a cualquier miembro de la sociedad de la injusticia y la opresión de otro miembro, y de erigir y mantener ciertas obras e instituciones públicas que la iniciativa privada no llevará a cabo, pero que son necesarias y compensa su gasto para una gran sociedad. No se trata del Estado del bienestar, pero refleja muy bien la división de planos o de órdenes a los que nos referimos (R. Heilbroner).

En definitiva es de esta manera, con este juego permanente, y a veces arriesgado, entre lo general y lo particular, como se preserva la libertad. De ahí que la vía tradicional del cumplimiento del contrato y de la ley, siga siendo la más adecuada.

Por otro lado, como hemos anticipado, la buena voluntad del comunitarismo empresarial comporta el grave peligro de que al final no se haga nada. Que no se desarrollen las necesarias políticas jurídicas para solventar los problemas sociales mediante el medio más eficaz, como es la regulación legal. En este sentido se ha dicho con toda claridad por A. Turner:

“[C]uanto más esperamos civilizar al capitalismo con vagas admoniciones a la responsabilidad empresarial y la ética comunitaria, más nos apartamos de la identificación y la puesta en marcha de esas intervenciones específicas -redistribución, oferta de bienes colectivos o regulación- que harían más humano el capitalismo. Y cuanto más empujen los gobiernos a las empresas a un esfuerzo conjunto para perseguir nobles propósitos de modo voluntario, menos dispuestos estarán a mantener su papel como defensores de los límites dentro de los cuales tienen que funcionar las empresas. La sociedad correcta aparecerá tras una fuerte tensión entre los límites políticamente definidos y el interés propio y el vigor de empresas y empresarios, y no siempre es prudente enturbiar esa división de papeles. El mayor deber social de las empresas es obedecer las leyes y pagar los impuestos que el gobierno impone.”

Pero de todo esto lo que más llama la atención es lo que se denomina la extraña paradoja de la tercera vía, y en cierto modo del socialismo, que parece preferir la confusa retórica del comunitarismo frente a la opción tradicional del liberalismo económico de faz humana o del Estado de bienestar. Y esto se viene a explicar por algunos, por lo difícil que resulta armonizar la apuesta por la empresa y el mercado, incluso a costa de ciertas políticas redistributivas, y paralelamente, apelar a un cierto sentimentalismo moral, moralizante en sentido estricto, que haga a la gente más cuidadosa y más humana individualmente. Lo que puede resultar bastante confuso. De ahí la paradoja y de ahí que se hable con cierto sarcasmo de la búsqueda del Santo Grial de la tercera vía, porque en realidad lo que se hace desde estas políticas (liberal o social-liberal), al menos en Europa, es continuar con mayor o menor intensidad, según los Gobiernos de turno, con la línea marcada desde hace algún tiempo de desarrollo de un capitalismo de rostro humano (A. Turner). En términos muy parecidos y con un fondo sustantivo análogo se ha planteado igualmente la denominada <paradoja de la stakeholder theory> (K.E. Goodpaster), por lo contradictorio que resulta para los gestores empresariales respetar una lealtad multifiduciaria, que acaba poniendo en cuestión sin justificación fundada el derecho de propiedad de los accionistas. Estamos ante otro de los problemas de la RSC/RSE, que Jean Tirole denomina filantropía delegada, el problema de la ponderación de los objetivos, porque la multiplicidad de objetivos crea un conflicto entre esos objetivos:

“[C]uando se da un objetivo a una organización, este es fácilmente controlable, cuando se le dan varios, que eventualmente compiten entre sí, se confiere de hecho un poder discrecional a la gestión, que va a poder elegir el peso que da a cada uno de los objetivos” (J. Tirole).

La ley (Lex Mercatoria) es el puente entre la actividad mercantil y la salvación del alma: la dialéctica escolástica en acción.

Hay que recordar aquí a los defensores de los planteamientos comunitaristas, que ya en la Baja Edad Media se planteó un problema muy similar ante el conflicto entre la actividad mercantil precapitalista de los mercaderes y la moral cristiana de la época. Se trata de una cuestión enormemente interesante que viene a plantear la paradójica conexión entre la religión y el surgimiento del capitalismo. La pregunta que la gran mayoría de los medievalistas se han formulado es la siguiente: ¿Cómo es posible que el comercio floreciese (spiritus capitalisticus) en un momento histórico en el que el sistema de creencias ponía el mayor énfasis en los aspectos místico y ascético de la vida y en las recompensas y castigos en el más allá? (H.J. Berman). Sistema, además, apoyado por toda la autoridad moral y legal de una jerarquía eclesiástica omnipotente. Se han dado muchas explicaciones a este paradójico fenómeno social, pero lo cierto es que, como se nos dice de manera autorizada, la Iglesia Occidental de finales del XI y del XII, no sólo no denunció el dinero o las riquezas como tales, sino que en realidad alentó la búsqueda de dinero y riquezas, siempre que esa búsqueda se hiciera para ciertos fines y de acuerdo con ciertos principios. Así sucede con los Gremios que asumen ciertas funciones religiosas y trasladan algunas normas morales a las transacciones comerciales:

“El comercio legítimo basado en la buena fe debía distinguirse del comercio ilegítimo basado en la avaricia, y el comercio basado en la satisfacción de las necesidades legítimas debía distinguirse del comercio basado en el interés egoísta o en el dolo; los legítimos cargos por interés debían distinguirse de la usura; el precio justo debía distinguirse del precio injusto” (H.J. Berman).

De esta manera se consigue que las actividades económicas de los mercaderes, como otras actividades de la época -caso de la actividad agrícola-, ya no sean vistas como un <peligro para la salvación>, sino como un camino hacia la misma si se efectúan de acuerdo con los principios de la Iglesia desarrollados por el derecho canónico. Y así sucede con la lex mercatoria (H.J. Berman; C. Petit), que lo reflejaba y no lo contradecía.

El conflicto entre comerciantes y clérigos por la aplicabilidad del derecho canónico a los contratos comerciales no reflejo ninguna considerable diferencia de opinión con respecto a la subordinación del contrato a consideraciones morales. Los comerciantes no creían en el derecho del individuo a enriquecerse a su capricho. Aunque no opinaban que la actividad comercial debiese estar limitada por las normas morales de la vida monástica, tampoco negaban que debía estar sujeta al principio del precio justo, a la ley de la usura y a otras protecciones similares que había en contra de acuerdos opresivos o inmorales. Tampoco negaban la supremacía de la Iglesia en cuestiones de moral. Pero insistían en su propia autonomía (relativa) que la Iglesia no le negaba al menos en teoría. Esta es la dialéctica escolástica en acción. Los comerciantes eran miembros de la Iglesia y por tanto sometidos al ius canonicum, pero también eran miembros de la comunidad mercantil por lo que también se hallaban sometidos a la lex mercatoria. Cuando entraban en conflicto los dos cuerpos de derecho, podía no ser claro cuál de los dos debía prevalecer. Ambos podían tener razón. Sólo el tiempo podía mediar en el conflicto (H.J. Berman). Así el mercader desarrolla el tráfico de mercancías como un negocio sospechoso, pero legítimo, porque precisa de un saber hacer especializado que merecía justa retribución: lucrum expedit non quasi finem, sed quasi stipendium laboris (C. Petit).

En definitiva, y es sobre lo que especialmente queremos llamar la atención en esta etapa inicial tanto del Derecho comercial como del sistema económico capitalista (precapitalismo), lo verdaderamente relevante es que la cuestión termina por solventarse con la encarnación en la ley de la moral social y económica que facilita la salvación de las almas de los comerciantes, de modo que la ley se constituye en un puente entre la actividad mercantil y la salvación del alma (H.J. Berman). Y no se piense que es algo excepcional o privilegiado en favor de los sujetos de los comerciantes, porque la Iglesia, mediante la teología penitencial (el purgatorio, la confesión, las indulgencias y los jubileos) frente a la dinámica milenarista del pensamiento apocalíptico, investigó e inventó fórmulas destinadas a facilitar el acceso de todos los hombres a la salvación (Cl. Carozzi).

Por tanto, resulta hoy día muy sorprendente, y hasta cierto punto un tanto sospechoso, pretender imponer a los empresarios determinado tipo de exigencias morales más allá de la ley, cuando la experiencia y la historia nos enseña desde hace bastante tiempo que no es ese el camino, sino que es por medio de la ley como se deben articular y trasladar al mercado los postulados éticos o morales que se consideren más necesarios. Porque es de esta manera como se debe dar satisfacción al principio de seguridad jurídica. Pero bien entendido que esto no significa que todo deba estar regulado, ni que no se pueda exigir más que aquello que está expresa y concretamente mencionado en la ley o en el contrato. Lo primero, porque como ya nos dijera J.E.M. Portalis en su Discurso preliminar al Código Civil francés [1801]:

“Si se parte de la idea de que es preciso prevenir todo mal y todos los abusos de los que algunas personas son capaces, todo está perdido. Se multiplicaran las formalidades al infinito, no se dispensará más que una protección ruinosa a los ciudadanos; y el remedio llegará a ser peor que la enfermedad. …Sin duda, no es que haga falta que los hombres puedan engañarse mutuamente cuando tratan entre sí; pero es preciso dejar alguna libertad a la confianza y a la buena fe. Las formalidades molestas e indiscretas desaniman el crédito, sin eliminar los fraudes; agobian sin proteger.”

Y respecto a lo segundo, complementario de lo anterior, porque el Derecho privado cuenta desde bien antiguo con una serie de deberes generales y normas supletorias que lo dotan de flexibilidad y de una importante dosis de moralización de las obligaciones, como son los casos del principio general de buena fe, del deber de cooperación y, especialmente, de los usos de comercio, en el sentido de <buenas costumbres> (boni mores) o ética social (profesional) vigente en el tráfico mercantil, que muy probablemente como hemos visto evoca la influencia de la moral cristiana en lo jurídico-mercantil. Es más, al decir de algunos, el Derecho privado, que es por el que se rige fundamentalmente las relaciones entre particulares, constituye en sí mismo un sistema moral autónomo (E. J. Weinrib).

Ahora bien, lo anterior no impide reconocer la diferente situación que se presenta en los denominados países emergentes, o con Estado fallido, donde no existen instituciones públicas con capacidad suficiente para limitar y ordenar el mercado. En estos casos la utilidad de los códigos y reglas de gobernabilidad de las empresas pueden darse en principio por bienvenidas y hasta por necesarias. Pero conviene no olvidar que los códigos de conducta y los sistemas de autorregulación producen un efecto paralizante perverso en la iniciativa pública de limitación e intervención. Y esto es particularmente preocupante por lo que se refiere a la protección de las personas, tanto de sus vidas como de sus patrimonios, y del medio ambiente. Aunque no se debe olvidar la funcionalidad que en estos casos brinda el Derecho internacional privado, que permite demandar en sus países de origen a las empresas que provocan estos daños.  En todo caso, existe la necesidad urgente de que se coordinen los acuerdos internacionales sobre el comercio y sobre el medio ambiente.


[Una versión debidamente documentada de esta entrada puede verse en AAVV, Empresa y Derechos Humanos, Coords. C. Fernández Liesa/E. López-Jacoiste Díaz, Thomson Reuters/Aranzadi, Navarra, 2018]