Por Gabriel Doménech Pascual

La interdisciplinariedad está de moda en el mundillo científico español, al que no son completamente ajenos los juristas. La moda ha llegado incluso a las secciones más nobles de los boletines oficiales, en las que podemos encontrar diversas medidas dirigidas a fomentarla. La Ley 14/2011, de 1 de junio, de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación, (LCTI) por ejemplo, consagra el derecho de los investigadores que prestan sus servicios en centros públicos (v. gr. universitarios) “a la movilidad geográfica, intersectorial e interdisciplinaria… en los términos previstos en esta ley y en el resto de normativa aplicable” [art. 14.1.l)] y, correlativamente, establece que tales centros “promoverán” la referida movilidad y

“reconocerán su valor como un medio para reforzar los conocimientos científicos y el desarrollo profesional del personal investigador. Este reconocimiento se llevará a cabo mediante la valoración de la movilidad en los procesos de selección y evaluación profesional en que participe dicho personal” [art. 17.1].

Nótese igualmente que en incontables documentos oficiales se deja claro que la interdisciplinariedad de las actividades de investigación es uno de los factores que deben tenerse muy en cuenta a la hora de financiarlas o no con fondos públicos. El  Plan Estatal de Investigación Científica, Técnica y de Innovación 2013-2016, por ejemplo, contempla como uno de sus objetivos fundamentales el de “fomentar el número de proyectos de I+D de carácter interdisciplinar” (p. 8).

La interdisciplinariedad merece, en principio, una valoración positiva por una sencilla razón. A fin de resolver muchos problemas científicos es necesario aplicar conocimientos y técnicas provenientes de diferentes parcelas del saber, tradicionalmente cultivadas en especial por distintos grupos de personas. La división del trabajo y la especialización pueden resultar enormemente beneficiosas también en el campo de la ciencia, pero a menudo implican que, para analizar y tratar de solucionar dichos problemas, se requiera la colaboración de varios expertos formados en diferentes áreas de conocimiento, máxime cuando éstas suelen haber sido definidas en atención a criterios convencionales de índole burocrática, cuando no por intereses o motivos de carácter espurio.

Las aspiraciones de interdisciplinariedad manifestadas –supongamos que sinceramente­– por quienes regulan nuestro sistema científico chocan, sin embargo, contra considerables obstáculos.

La división gremial del sistema universitario español

El sistema científico español ha sido dividido mediante el Real Decreto 415/2015 en ciento noventa y una (sí, 191) áreas de conocimiento a los efectos de lo establecido en el artículo 71 de la Ley Orgánica de Universidades, donde se dice que “las denominaciones de las plazas de la relación de puestos de trabajo de profesores funcionarios de cuerpos docentes universitarios corresponderán a las de las áreas de conocimiento existentes”, debiendo entenderse por tales “aquellos campos del saber caracterizados por la homogeneidad de su objeto de conocimiento, una común tradición histórica y la existencia de comunidades de profesores e investigadores, nacionales o internacionales”.

Esa catalogación gubernamental ha tenido y sigue teniendo una enorme relevancia práctica, al menos por el hecho de que los miembros más prominentes de cada una de las respectivas comunidades han venido controlando de facto el acceso a las plazas del profesorado universitario correspondientes a su área de conocimiento, lo que les ha otorgado un considerable poder de influencia. Todavía hoy, para evaluar la actividad de los miembros de cada comunidad se tienen especialmente en cuenta las opiniones de reputados profesores pertenecientes a la misma.

Cabe razonablemente pensar que esta división burocrática constituye un relevante obstáculo para la interdisciplinariedad de la actividad científica, tanto más difícil de salvar cuanto mayor es la fragmentación del correspondiente campo del saber. Por de pronto, dificulta el diálogo y la colaboración entre miembros de diversas áreas de conocimiento. No es difícil comprender el porqué. Los profesores universitarios españoles son plenamente conscientes de que les conviene caer particularmente bien a sus compañeros de área de conocimiento –sobre todo a los más poderosos e influyentes– pues de las evaluaciones positivas de éstos depende la posibilidad de avanzar en la carrera universitaria y obtener otros beneficios de diversa índole. Ignorar a los miembros de otros gremios o no tratarlos como ellos creen se merecen conlleva un riesgo mucho menor a estos efectos.

Las manifestaciones de esta falta de diálogo y colaboración son muy variadas: a los congresos científicos organizados por los profesores de un área suelan asistir casi exclusivamente compañeros de área, aunque las cuestiones allí tratadas puedan tener gran interés para otros, como de hecho sucede a menudo; los organizadores de reuniones científicas tienden a invitar como ponentes únicamente a los colegas del gremio; para desarrollar muchas investigaciones suele leerse, tenerse en cuenta y citarse casi exclusivamente o al menos preferentemente la bibliografía procedente de tales colegas, por más que con frecuencia se traten temas transversales sobre los que otros muchos autores han escrito obras capitales, etc.

La referida estructura gremial, en combinación con la proverbial endogamia de la Universidad española, determina que la “movilidad interdisciplinaria” de su profesorado sea prácticamente nula. El acceso a las plazas de una determinada área en un determinado centro universitario está férreamente controlado, de hecho, por los profesores que en ese centro ocupan plazas de la misma área y que casi siempre oponen una resistencia feroz a que éstas vayan a parar a candidatos foráneos, procedentes de áreas o centros distintos. Las Universidades públicas, lejos de fomentar, facilitar, promover, propiciar, premiar, incentivar o alentar tal movilidad en cumplimiento del deber que les imponen los artículos 14 y 17 LCTI, antes bien tratan descaradamente de dificultarla, penalizarla e impedirla. Así, en los baremos utilizados para contratar profesores, es frecuente que se disponga que la valoración de los méritos docentes e investigadores de los candidatos habrá de ser minorada cuando tales méritos no guarden una correspondencia perfecta con el área de conocimiento de la plaza en cuestión. La minoración es de ordinario muy sustancial. Fijémonos, a modo de ejemplo, en los “criterios de pertinencia” fijados por la Universidad de Málaga (aquí), muy parecidos a los de otros centros universitarios. Los méritos hechos en “áreas afines” a la de la plaza en juego valen la mitad que los hechos en ésta; los de áreas “poco afines”, la cuarta parte; y los de las “no afines”, la décima.

Sucede muchas veces, además, que los órganos universitarios competentes interpretan y aplican los conceptos jurídicos indeterminados de pertinencia o afinidad en un sentido sumamente restrictivo y, por lo tanto, contrario a la movilidad entre áreas. Uno ha visto con sus propios ojos, por ejemplo, cómo la comisión de selección de una plaza de profesor de arqueología dividía por la mitad la puntuación otorgada a varios artículos publicados en una de las más prestigiosas revistas internacionales de arqueología, no por casualidad denominada Journal of Archaeologigal Science, por el motivo de que su autor procedía del área de prehistoria, con la que la arqueología guarda algo más que una estrecha afinidad, hasta el punto de que la distinción entre la una y la otra es muy complicada y ha sido objeto de innumerables controversias.

Resulta significativo que, en alguna de las rarísimas ocasiones en las que se han dado casos de “movilidad interdisciplinaria” en la Universidad española, los insiders directa o indirectamente perjudicados por la llegada de un extraño hayan reaccionado de manera airada denunciando abiertamente el “milagroso” suceso en los medios de información general.

Consecuencias del aislamiento entre las áreas oficiales de conocimiento

La falta de comunicación y movilidad entre los miembros de las distintas áreas de conocimiento produce efectos deletéreos. Dificulta la visión de lo que se está haciendo en otras comunidades científicas afines. Minora la diversidad existente en cada una de ellas y, en consecuencia, la probabilidad de que sus miembros entablen un diálogo crítico y produzcan ideas heterodoxas, nuevas, originales, que supongan una ampliación real del saber. Reduce el intercambio cruzado de conocimientos entre individuos situados en grupos diferentes pero que están analizando problemas similares. Entorpece que cualquier investigador pueda aprovechar lo que debería ser un acervo común para hacer progresar la ciencia. Obstaculiza que los avances producidos en unas áreas puedan permear también otras donde resultan igualmente válidos, pues las cuestiones suscitadas en ambas son sustancialmente idénticas. Y, como bien han señalado Salvador Coderch y Ruiz García (p. 126), “dificulta en gran medida la formación de equipos interdisciplinares que puedan analizar conjuntamente todas las facetas” de los problemas considerados.

En el caso de la ciencia jurídica, el problema y las referidas consecuencias negativas se agravan de resultas de varios factores.

La excesiva fragmentación de las áreas de conocimiento jurídico

El Real Decreto 415/2015 incluye en su catálogo las áreas de: Derecho Administrativo, Derecho Civil, Derecho Constitucional, Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, Derecho Eclesiástico del Estado, Derecho Financiero y Tributario, Derecho Internacional Privado, Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales, Derecho Mercantil, Derecho Penal, Derecho Procesal, Derecho Romano, Filosofía del Derecho e Historia del Derecho y de las Instituciones.

Catorce áreas de conocimiento jurídico son probablemente demasiadas, sobre todo si las comparamos con las existentes en otros países de nuestro entorno (en Alemania, por ejemplo, hay básicamente tres: Derecho Privado, Derecho Público y Derecho Penal) o en otras disciplinas científicas que tienen un peso equiparable a las jurídicas en el sistema universitario español (como las económicas y empresariales, donde sólo hay ocho). Nótese que cuanto más dividido burocráticamente se halla un campo del saber, menor es la masa crítica de profesores que desempeñan sus funciones en él y, por lo tanto, menores serán las posibilidades de intercambio de ideas entre todos ellos.

Una ciencia provinciana

La ciencia jurídica ha sido dominada desde hace siglos por una suerte de aldeanismo, por una concepción del Derecho y de la ciencia que se ocupa de estudiarlo como productos de naturaleza fundamentalmente estatal, que difieren esencialmente por razón de la historia, la lengua y la cultura propias de la comunidad política a que se refieren . A diferencia de otras ramas del saber que no se consideran distintas en función del país, cultura o idioma en el que son cultivadas, hay prácticamente tantas ciencias jurídicas como ordenamientos jurídicos. Se perciben como diferentes no sólo las realidades que tratan de analizar, sino también: las estructuras lingüísticas, conceptuales y teóricas utilizadas a estos efectos; las perspectivas desde las que se abordan muchos problemas; la metodología empleada; el público al que los investigadores tratan de dar a conocer los resultados de su trabajo; los medios empleados para ello, etc.

Está concepción propicia que las diferentes comunidades nacionales tiendan a ignorarse mutuamente. El desconocimiento no es absoluto, pues hay algunos intercambios de información, préstamos, influencias, etc. Pero se trata casi siempre de fenómenos puntuales y de modesto alcance, que no permiten cuestionar la esencial distinción. El resultado es que los gremios de profesores de Derecho –tanto los españoles como los de otros muchos países– se encuentran notablemente más aislados que sus colegas de otras ciencias, que por lo general están integrados, en mayor o menor medida, en comunidades mucho más amplias de ámbito supraestatal.

Una ciencia jurídica “pura”

La ciencia jurídica que se ha venido cultivando desde hace más de un siglo en la Europa continental y, por lo tanto, en España es en buena parte una ciencia ensimismada, autorreferencial, que en aras de una pretendida pureza metodológica trata de despojarse de todos los aspectos e ingredientes, como los empíricos y los axiológicos, que no se consideran estrictamente jurídicos. Hans Kelsen es seguramente el máximo exponente de esta posición metodológica. El jurista austríaco postula una ciencia jurídica “pura”, liberada de “todos los elementos [éticos, psicológicos, sociológicos y políticos] que le son extraños”, que “no pertenecen al objeto precisamente determinado como jurídico”. La interdisciplinariedad –más o menos lograda– que en siglos anteriores caracterizaba a los estudios de Derecho pasa a verse negativamente, a ser considerada como una impureza científica que hay que eliminar. Este aislamiento del conocimiento jurídico respecto de otros saberes –y muy especialmente respecto de las ciencias sociales y del comportamiento– ha estrechado notablemente las miras de nuestros juristas y les ha impedido aprovechar los espectaculares avances metodológicos y sustantivos habidos en otras disciplinas durante las últimas décadas.

De ahí que muchos juristas patrios suelan tener una visión de la interdisciplinariedad en el Derecho no ya hostil o escéptica, sino estrecha, de alcance sumamente corto y limitado. Las investigaciones jurídicas interdisciplinares son, para un considerable número de autores, aquellas en las que colaboran profesores procedentes de diferentes áreas de conocimiento jurídico (civilistas y mercantilistas; administrativistas y constitucionalistas; penalistas y procesalistas, etc.), a pesar de que la formación y las herramientas metodológicas empleadas por todos los implicados no difieran entre sí prácticamente en nada. Muchos no llegan a concebir seria y realmente la posibilidad de que los conocimientos y métodos decantados por la economía, la psicología, la estadística y otras disciplinas científicas tradicionalmente muy alejadas del mundo del Derecho sean aplicados con provecho para analizar y resolver los problemas de los que se ha venido ocupando la ciencia jurídica, a pesar de que esta aplicación es precisamente una de las más relevantes innovaciones habidas en esta rama del saber en el último siglo.

Los factores expuestos explicarían igualmente por qué los juristas españoles –y sospechamos que también los de muchos otros países– siguen viendo con tanto recelo prácticas, como la coautoría, que son el resultado natural de las investigaciones científicas genuinamente interdisciplinares y que, por ello, son muy comunes en otros ámbitos y, cada vez más, en determinadas comunidades jurídicas. Puede observarse, en este sentido, cómo la presencia de artículos interdisciplinares firmados por dos o más autores y que incorporan análisis económicos, psicológicos, modelos matemáticos, estudios empíricos cuantitativos, etc. se ha incrementado muy considerablemente durante las últimas décadas en las revistas jurídicas de mayor impacto mundial.

Corre el rumor de que el Comité asesor de “Derecho y Jurisprudencia” de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora (CNEAI) viene dividiendo por el número de coautores la puntuación asignada a las publicaciones escritas en coautoría, lo que hace prácticamente imposible que éstas reciban una valoración positiva y, por lo tanto, tengan alguna utilidad a los efectos de lograr los correspondientes complementos retributivos por méritos investigadores –los famosos “sexenios”–, lo que evidentemente desincentiva la elaboración de este tipo de trabajos y, a la postre, la cooperación entre expertos provenientes de diferentes áreas de conocimiento. Nos consta, desde luego, que en una ocasión no lejana la CNEAI aplicó automáticamente semejante reducción sólo porque una parte del trabajo de investigación evaluado, cuya calidad había sido apreciada positivamente por la propia Comisión (los lectores podrán juzgar por sí mismos), había sido preparada y redactada por la solicitante, profesora de Derecho penal, en estrecha colaboración con un catedrático de estadística, lo cual se hacía constar en nota al pie. Todo ello a pesar de que en los criterios de evaluación aprobados por la CNEAI no se contempla en modo alguno tal reducción, sino que tan sólo se dice que “el número de autores de una aportación debe estar justificado por el tema, su complejidad y su extensión”, justificación que en el caso considerado era incuestionable y, de hecho, no se había puesto en duda. ¡Menuda manera de fomentar la interdisciplinariedad! La CNEAI terminó rectificando esta evaluación en vía de recurso, afortunadamente. Pero no está claro que en un futuro próximo este tipo de publicaciones vayan a recibir la misma valoración positiva que con toda naturalidad y merecimiento obtienen trabajos análogos en otros campos científicos, lo cual desalienta su elaboración, como fácilmente se comprende.

Y estos son sólo algunos ejemplos –queridos lectores– de lo mucho y bien que en nuestro país se promueve efectivamente la interdisciplinariedad de la investigación y la enseñanza del Derecho.


 

Foto: J3SSL33 Jessleecuisson. tribu iliganon