Por Pablo Salvador Coderch

Los jueces siempre se enfrentan con los casos concretos a cuya resolución les instan  los abogados de las partes. Y los resuelven, pues no pueden dejar de hacerlo. Además, pero solo algunas veces, los mejores jueces dicen el derecho. Excepcionalmente, lo cambian. Mas incluso cuando hacen esto último, en el principio siempre fue el caso.

En 1992, James, “Jim”,  Obergefell conoció a John Arthur. Pronto ambos intimaron e iniciaron una vida en común.  Cuando en 2011 a John se le diagnosticó esclerosis lateral amiotrófica, una dolencia degenerativa incurable, Jim siguió con él en la enfermedad como lo había hecho en salud. Conscientes de lo poco que les quedaba y  de lo mucho que les unía, resolvieron casarse antes de que Arthur muriera. Como Ohio, el estado de  su residencia, no reconocía el matrimonio homosexual, viajaron a Maryland, que sí lo hacía, para contraer matrimonio. Poco después, Arthur falleció. Entonces Jim Obergefell exigió de su estado la constancia oficial de su condición de viudo. Ohio se lo denegó y el abogado de Jim reclamó ante el tribunal federal de distrito de su estado el reconocimiento de la libertad para contraer matrimonio que, alegaba, la Enmienda XIV de la Constitución de los Estados Unidos de América les garantizaba: “[No State shall] deprive any person of life, liberty, or property, without due process of law”.

En otro caso, una pareja de enfermeras que había acogido a un bebé prematuro abandonado por su madre y que requería asistencia las veinticuatro horas del día, reclamaban lo mismo a Michigan, su estado, el cual no reconocía el matrimonio entre personas del mismo sexo.

En un tercero, un veterano de la Guerra de Afganistán, pretendía del estado de Tennessee el reconocimiento de su matrimonio con otro hombre: la Constitución que había protegido con riesgo de su vida, alegaba, amparaba su libertad.

Y así hasta catorce casos parecidos a los que acabo de contarles, casos que abogados como Dios manda canalizaron ante los tribunales federales en reclamación del reconocimiento constitucional de la libertad matrimonial de cada cual, cuando ello no daña a nadie.

Los tribunales federales de distrito fallaron a favor de los demandantes en todos los casos, pero, en apelación, el Tribunal de Apelaciones del Sexto Circuito federal revocó las sentencias de primera instancia: los estados que no reconocen el matrimonio entre personas del mismo sexo, resolvió, no tienen ninguna obligación de reconocer los celebrados en otro estado que sí lo haga. Los demandantes recurrieron al Tribunal Supremo federal y este accedió a conocer del recurso y les dio la razón.

Aquí me detengo yo: Obergefell v. Hodges, decidido el pasado 26 de junio, está ya reseñado en Wikipedia y en mil sitios distintos, algunos muy buenos. Pero si usted está interesado en la materia y en la buena prosa legal, hará bien en acudir a la fuente original y leer la decisión de la mayoría, escrita por Anthony Kennedy (1936), un magistrado nombrado por Ronald Reagan, así como la del voto particular de John Roberts (1955), presidente del Tribunal Supremo, nombrado por George Bush, Jr. Yo no me veo capaz de mejorar la redacción de Kennedy y Roberts,  mucho menos de parafrasearla, que me parece estéril.

Si después de haber leído Obergefell, sigue usted interesado en la materia, el texto sugerido es la Sentencia 198/2012, de 6 de noviembre de 2012, de nuestro Tribunal Constitucional y sus votos particulares. Su lectura es más trabajosa y árida que la de la sentencia americana: en España, los jueces escriben para los abogados de las partes, para otros jueces, para los funcionarios, pero no para la gente  –ni siquiera para la clase política-. En particular, las sentencias del Tribunal Constitucional español son redactadas mayormente por los cincuenta letrados del Tribunal, no por sus magistrados, quienes intervienen, por supuesto, en su confección, pero no suelen escribirlas. Una lástima.

Los cinco de los nueve jueces americanos del Supremo que formaron la mayoría en Obergefell cambiaron el derecho matrimonial de su país, adelantando probablemente algo que iba a ocurrir de todos modos en diez o veinte años y que los cuatro jueces en minoría creyeron que era decisión que debería haber correspondido a cada estado, ninguna tontería, por supuesto. En cambio, los jueces españoles que confirmaron la constitucionalidad de una ley civil del parlamento español, aprobada en 2005, lo tuvieron más fácil, pues el legislador ya se había pronunciado sobre la materia.

En estas cosas y en este país, yo, como viejo pero muy modesto civilista, suelo insistir en que aquí los más de mis colegas y, por extensión, de los privatistas, arrastramos una concepción autoritaria, jerárquica, administrativa de la libertad de los particulares, también de la matrimonial: la doctrina española dominante parece siempre partir de la idea de que para hacer algo, se requiere un papel, una autorización, un permiso gubernativo, un registro, un cajetín al menos y, desde siempre y para siempre, nuestros funcionarios y jueces exigen una explicación, una causa legítima, que pueda ser juzgada como merecedora de la tutela jurídica del Estado. Este es un país de libertades selladas, acaso porque nunca ha tenido demasiadas.

Aquí, a casi nadie se le ocurre que, en el principio, está la libertad de hacer y deshacer, de vivir la vida sin tener que dar explicaciones de por qué lo hacemos como lo hacemos, eso sí, sin hacer daño a nadie y pagando los impuestos correspondientes.

Pero la libertad –también la libertad de vivir con otra persona a nuestro aire- es originaria, prejurídica y no regimentada por el derecho: el gobierno y sus agentes, la clase política y sus diputados pueden pedir explicaciones y algo más a quien se quiera casar con su hija(stra), a quien pretenda ser bígamo o polígamo, a quien esté haciendo o vaya a hacer daño, pero poco más.

Lo sé: siempre se me objeta que el gobierno puede exigir una explicación cumplida a quien le pide prestaciones, beneficios, subsidios,  o, simplemente, el reconocimiento legal de su situación, y que, por lo tanto, puede ignorar a los que no se la dan. No debería ser así: el matrimonio es un asunto civil y si acaso es más, si es un sacramento, ello es algo que compete a la religión, no al gobierno. El problema de España y de algunos países del Sur europeo es que sus gobiernos no se han separado de las doctrinas religiosas, sino que simplemente las han nacionalizado. Antonio Cicu (1879-1962), un civilista italiano muy influyente en la civilística española del siglo pasado llegó a sostener que el derecho de familia es derecho público. Todavía hoy, los jueces del Constitucional español que salvaron el matrimonio homosexual hablaban de que el matrimonio es una institución prejurídica que viene dada al Estado y que este ha de reconocer y garantizar (garantía institucional), una construcción de Carl Schmitt (1888-1985), el jurista alemán más inteligente y perverso de la primera mitad del siglo XX. Pero resulta mucho más sencillo escribir que las personas son fundamentalmente libres de vivir su vida como deseen, que el gobierno está a su servicio, no al revés. Lean a Kennedy y a Roberts.