Por Pablo Salvador Coderch

En casa. Veo en mi teléfono inteligente la fotografía del automóvil que aparece sobre este artículo y la noticia relacionada con ella, publicada hace unas semanas: vecina de Petrer, Alicante, toma la fotografía de un vehículo de la policía municipal aparcado en un aparcamiento reservado para inválidos, la cuelga en Facebook, añade una protesta formulada en registro bajo del lenguaje (“Aparcas donde te sale de los c***nes…”) y es multada con 800 euros por infracción de la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana.

Cada cambio tecnológico permite aplicar fuerza sobre uno u otro margen de la sociedad. En física elemental se enseña, desde Isaac Newton, que a toda fuerza le sigue una reacción de la misma magnitud y sentido opuesto. Pero, más allá de la física, en los fenómenos sociales, la reacción puede ser más o menos intensa que la acción. De ahí que el derecho trate de que la reacción sea proporcionada a la disrupción inducida por el cambio tecnológico. No siempre lo consigue y casi nunca lo hace al primer intento.

Mi teléfono móvil tiene una capacidad de computación y almacenaje de datos muy superior a la del primer ordenador personal que finalmente conseguí que comprara el departamento de derecho de la UAB, todavía no mediada la década de los años ochenta del siglo pasado, cuando yo empezaba a gestionar grupos de investigación jurídica que escribían sobre derecho de la información (el IBM personal computer de 1981 tenía una memoria ram de entre 16 y 640 kilobytes; mi i-Phone 6 de 2015 tiene 1 gigabyte, es decir, entre 65.000 y 1.500 veces más. Y esta es solo una de las docenas de dimensiones del cambio acaecido en poco más de treinta años. Otra más obvia es que ahora estamos conectados en red con miles de millones de personas y organizaciones).

En la calle. Salgo de casa, camino por la vía pública, con mi Smartphone por toda compañía. Veo un coche de la policía municipal aparcado en un paso de peatones. Me pregunto si puedo tomar una fotografía y enviarla, siempre gracias a mi teléfono, al diario de mi ciudad, sección “Cartas al director”. Informado sobre las leyes de este país desisto en el acto y dudo por un instante entre llamar a una asociación de activistas contra posibles excesos policiales o escribir este artículo.

Hago esto último. Según el número 23 del art. 36 de la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana, constituye una infracción grave

“el uso no autorizado de imágenes o datos personales o profesionales de autoridades o miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad que pueda poner en peligro la seguridad personal o familiar de los agentes, de las instalaciones protegidas o en riesgo el éxito de una operación, con respeto al derecho fundamental a la información”.

Usar significa hacer servir una cosa para hacer algo. Si yo hubiera tomado una fotografía, habría hecho la cosa, pero todavía no la habría usado. Su uso habría de estar autorizado. Por hipótesis, carecería de autorización. El objeto del uso habría de ser una imagen de miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad. No sería el caso. Habría de poder poner en peligro su seguridad familiar o personal. Tampoco. O el de las instalaciones protegidas. Dudoso: un automóvil aparcado incorrectamente no es, literalmente, ninguna instalación. O habría de poner en riesgo el éxito de una operación. Improbable en un automóvil que anuncia hasta en sus colores la condición policial. La prohibición habría de respetar el derecho fundamental a la información. Respetar: tener respeto, veneración, acatamiento, deferir.  Respeto: veneración, acatamiento, miramiento, consideración, deferencia. La disposición número 23 del artículo 36 no hace absolutamente nada de lo anterior.

Salvo que se entienda al revés, como es (jurídicamente) más lógico:

“[En ejercicio del derecho fundamental a la información,] todos pueden captar y reproducir imágenes de autoridades o miembros de las fuerzas o cuerpos de seguridad en el ejercicio de sus funciones, salvo que ello pueda poner en peligro la seguridad personal o familiar de los agentes, de las instalaciones protegidas o en riesgo el éxito de una operación”.

Pero tal y como el precepto ha sido premeditado y redactado, es inconstitucional. Aunque le auguro un mal porvenir, su presente es espléndido: de aquí a que el Tribunal Constitucional pueda llegar a pronunciarse sobre la cuestión, habrá transcurrido el mandato de uno o dos ministros del interior. Por lo menos.

Luego el texto literal del artículo puede sobrevivir gracias a la doctrina de la interpretación conforme a la Constitución, un sortilegio de la ciencia jurídica constitucional que hace decir a los preceptos aquello que no dicen, salvando su redacción a costa de que nadie sin pericia en la rama del derecho de que se trate pueda desentrañar su recto entendimiento.

La redacción actual del art. 36.23 de la Ley Orgánica 4/2015 parte del principio contrario a la libertad de información, establece un sistema de autorización previa –de censura-, refuerza el poder de los servidores públicos al tiempo que desapodera a los ciudadanos, les intimida y les deja indefensos en derecho, ya que les impide preconstituir la prueba de eventuales desafueros policiales en un sistema en el cual las declaraciones de los agentes se presumen verdaderas (art. 52).

Así seguirá ocurriendo mientras el artículo no sea derogado o el Tribunal Constitucional no le dé la vuelta, como se hace con un calcetín usado antes de lavarlo.