Por Pablo Salvador Coderch

Manhattan, finales del verano de 2012. Él, grafitero en problemas con la ley,  encanto descarado de la vida, manos esposadas a la espalda, a punto de besarla a ella, rubia como el trigo, tan estudiadamente desenfadada como él, tras  pedirle algo antes de que la vida les separe. Por una noche.

Simétricos, dos policías completan el cuadro tanto como lo contrastan. También pareja, pero solo profesional; uniforme negro, pero no son blancos, más bajos y menos jóvenes que sus detenidos. En la fotografía, las relaciones de poder son las inversas a las que suelen resultar de una detención: los chicos blancos salen de una travesura; los policías, casi a su servicio, de una jornada de trabajo.

Mo Gelber,  @MoGelber el fotoperiodista aficionado que tomó la instantánea, tuvo su día de gloria, aunque no consiguió su propósito de ganar un concurso de fotografías: hasta en los Estados Unidos se requiere el consentimiento de las cuatro personas que aparecen en la foto para ceder su imagen a terceros. No, en cambio, para publicarla en un medio de información. Por ahora.

Con buen criterio, los americanos creen que  aquello que ocurre en la calle, que es de todos, puede ser visto por todos. Y, por supuesto, ningún tribunal de aquel país osaría poner en duda que todo el mundo puede fotografiar a la policía en acción. En España, en cambio, impera el pixelado preventivo, esto es, la censura: si hay niños, porque se pueden estropear; si hay policías, porque les pueden amenazar; si hay adultos, porque la fotografía les robaría su espíritu. Llevo más de treinta años escribiendo sobre derecho de la libertad de expresión y si me preguntan qué ocurriría si la fotografía del arresto de la chica y su grafitero se hubiera tomado y publicado en Madrid, no sabría predecir razonablemente qué diablos podrían llegar a decidir nuestros tribunales, al menos, no sin antes saber quién es el ponente de la sentencia y cómo llegó a su plaza.

Mas amenazar al mensajero o a su editor ataca siempre los síntomas y casi nunca las causas de los problemas. En nuestro país el Congreso de los Diputados modificó in extremis el proyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal con el objeto de evitar “la exposición al público del detenido” o la filtración de “imágenes a terceros o a medios de comunicación”.  Este cambio responde al caso de las fotografías de la detención del Sr. Rodrigo Rato Figueredo, en abril de este año, imágenes que ustedes recordarán bien, pues se publicaron con profusión, en todos lados. Pero, en el caso del Sr. Rato, las preguntas de fondo deberían dirigirse a quién ordenó la detención y a quiénes la practicaron, funcionarios del Servicio de Vigilancia Aduanera, un organismo dependiente de la Agencia Tributaria. No a los fotoperiodistas y cámaras, quienes ejercieron su oficio sin más.

Naturalmente, la policía no puede “exponer” al detenido cual si de un trofeo de caza se tratara. Y la prohibición de “filtrar” información a la prensa siempre debería haber estado igualmente clara, tanto como, en España, lo ha sido la frecuencia de su incumplimiento.

Todos estamos interesados en que la prensa y la gente –ustedes mismos- puedan tomar fotografías o grabar vídeos de cualesquiera actuaciones policiales, ordenadas o no por la autoridad judicial. ¿O es que ahora ya no nos va a ser posible dar noticia gráfica de aquello que hace la policía, o no podremos poder grabar los insultos e imposturas de tanto energúmeno vociferando procacidades a hombres y mujeres esposados, indefensos cuando son conducidos a una comisaría?

El mal no está en las fotografías

Está en este país bárbaro las más de cuyas gentes solo creen al gobierno cuando este habla mal de alguien –y entonces lo hacen siempre: “algo habrá hecho este pájaro”-, gentes que prejuzgan a los detenidos sin esperar al juicio ni, muchísimo menos, a la sentencia.

O está en la lentitud de la Justicia, en su lenguaje indescifrable, en su deferencia en ocasiones supina a los funcionarios públicos –verdaderos amos de media España, ahora que anda desapoderada de políticos de  fuste, veremos a la vuelta del verano -.

O, por fin, el mal está en la ineducación crónica, en nuestras escuelas, sobre la idea nuclear de que los jueces son un poder independiente del Estado,  y no oficiantes de una ceremonia cuyo final estuviera cantado de antemano, como en las misas, país este, que no ha dejado de ser católico. Para bien y para mal.