Por Jesús Alfaro Águila-Real

El principio fundamental de un sistema jurídico centrado en el individuo es respetar sus decisiones, lo que requiere, por un lado, permitir que las adopte y, por otro, asegurar que los demás las respetan y cumplen sus promesas incluyendo, entre los “demás”, naturalmente, a los poderes públicos.

¿Qué quieren los accionistas de una sociedad cotizada?

¿Dirigir la compañía? ¿Dar órdenes a los administradores? ¿seleccionar las inversiones que deba hacer la compañía? ¿Aprobar la contratación de los empleados? No. Quieren maximizar su inversión. Si quisieran alguna de las otras cosas, no invertirían en una sociedad cotizada una porción relativamente pequeña de sus ahorros.

Un Derecho al servicio de los accionistas dictará las reglas que permitan barruntar que satisfarán mejor esas preferencias de los accionistas. Los que “inventaron” la sociedad anónima abierta – los holandeses de la VOC y los ingleses de la EIC – ensayaron dos vías algo diferentes. Los holandeses prefirieron no dar voz ni voto a los accionistas. Ni les enseñaban las cuentas. Los ingleses dieron voz y voto a los accionistas. La VOC floreció y sus acciones crearon el primer mercado de acciones del mundo. Y sus accionistas ganaron mucho dinero. La EIC permaneció siendo una sociedad de unos pocos cientos hasta que se convirtió en la primera sociedad anónima cotizada de la Historia en  términos modernos. ¿Quiénes acertaron con el diseño? Seguramente, ambos.

En menor medida, esta es la situación actual de la sociedad cotizada, en cuanto a su organización interna, si comparamos el modelo norteamericano con el europeo-continental. En los EE.UU., se ha llegado a decir (Bainbridge) que la primacía está atribuida jurídicamente a los administradores. Otros dicen que el Derecho norteamericano es uno de “Strong Managers and Weak Owners”. Y, a un europeo, las decisiones que pueden adoptar los administradores sin consultar a los accionistas (reparto de dividendos, aumentos de capital, modificaciones estatutarias, rechazar OPAs hostiles) o incluso contra la voluntad de los accionistas (pueden no hacer caso de los acuerdos adoptados por la junta), le dejan ojiplático.

En Europa, la primacía de los accionistas sobre los administradores es, jurídicamente, incontestable. Pueden despedirlos ad nutum, pueden darles instrucciones (incluso obligándoles a reunir a los accionistas) y los administradores no pueden tomar ninguna decisión que afecte a la estructura jurídica o que transforme la estructura económica de la empresa sin contar con los accionistas.

¿Qué sistema es mejor? Gilson/Gordon ya explicaron hace tiempo que no hay una respuesta para esa pregunta porque, en realidad, la pregunta está mal planteada ya que no hay un sistema de gobierno corporativo intrínsecamente mejor que otro. Los sistemas que sean “muy malos”, simplemente, no serán utilizados y desaparecerán. Si no hemos asistido a la desaparición de ninguno es porque la estructura de la sociedad anónima es extremadamente flexible incluso en Derechos como el alemán que declaran las disposiciones de su Ley como imperativas y ¡completas! Y la razón es que el Derecho de Sociedades limita muy poco los procesos de decisión en las empresas. Igual que el derecho de la compraventa limita muy poco lo que un comprador y un vendedor pueden hacer para intercambiar una cosa por un precio. ¿Eso quiere decir que el Derecho de Sociedades es trivial? No. Que nos hayamos acostumbrado a que cuando damos al interruptor se encienda la luz no quiere decir que el servicio de electricidad sea trivial. La sociedad anónima fue una invención jurídica casi sin parangón en la Historia de la Humanidad. Bastó atribuir a una corporación de comerciantes el monopolio en el comercio con las Indias, en lugar de reservárselo el rey, para que las instituciones jurídicas que habían servido a otros fines permitieran la acumulación de capitales imprescindible para disponer de los activos fijos necesarios para el desarrollo de grandes empresas. Todo lo demás, es historia.

Leo Strine ha escrito un trabajo que renueva una discusión que tuvo lugar en los años noventa del pasado siglo respecto a la supuesta superioridad de las empresas japonesas respecto de las norteamericanas. Hoy, la discusión que – Strine cree – es objeto de su trabajo es la de si el Derecho Europeo de Sociedades es más eficiente que el norteamericano. Y, como buen funcionalista, Strine dice que ¿a quién le importa? ¿cuál funciona mejor? Y la respuesta depende, naturalmente, de la función que atribuyamos al Derecho de Sociedades. Si se trata de maximizar el bienestar de los accionistas, como hemos dicho más arriba, y los accionistas lo que quieren son dividendos, que suba el precio de la acción y primas sobre la cotización cuando alguien quiera comprar la compañía, entonces, dice Strine, el Derecho norteamericano lo está haciendo muy bien, mejor que el Derecho europeo. Doblemente mejor porque el Derecho norteamericano no tiene las enojosas normas sobre el capital social o sobre el derecho de suscripción preferente de los accionistas cuando se emiten nuevas acciones que tanto encarecen la gestión de una sociedad anónima europea. Pero, aunque aceptáramos tales conclusiones, no se sigue que esas consecuencias se deriven de que el Derecho de Sociedades norteamericano esté más orientado que el europeo a maximizar el interés social como el interés común y propio de los accionistas.

Para sacar las conclusiones reflejadas en un título tan excesivo como el suyo (The Soviet Constitution Problem in Comparative Corporate Law: Testing the Proposition that European Corporate Law is more Stockholder-focused than U.S. Corporate Law) Strine tiene que construir un espantapájaros al que llama Derecho europeo de sociedades al que, a continuación, podrá enfrentar limpiamente al “magnífico” edificio del Derecho de sociedades norteamericano. Incurriendo, precisamente, en el error que denuncia su título: mirar al “law in books” en lugar de observar el entramado institucional que sostiene la inversión en empresas de grandes dimensiones o que permite a amplias capas de la población participar en la riqueza generada por las actividades empresariales. Sobre esta base concluye que los accionistas norteamericanos están mejor, ceteris paribus, que sus homólogos europeos.

Para explicar por qué, puede haber una respuesta más simple. La de recordar que Estados Unidos dispone de mercados de productos más grandes y más competitivos que los Estados Europeos y que la competencia ha jugado su papel benefactor, también, reduciendo los costes de agencia. Tal vez debamos preguntarnos si los accionistas norteamericanos están mejor que los europeos a pesar de su sistema jurídico. Un sistema jurídico basado en el litigio, en pagar enormes sumas a los abogados y la multiplicación de jurisdicciones y autoridades con competencias en la regulación de las compañías cotizadas. Un Derecho penal, en fin, elefantiásico que permite considerar delictiva casi cualquier conducta en el mercado. Y un Derecho, en fin, que remite la protección de los acreedores, de nuevo, al Derecho Penal y al caveat creditor.

El Derecho de Sociedades europeo no es malo (el Derecho del mercado de valores europeo, tampoco) aunque es mejorable. Pero Europa no ha desarrollado mercados de capitales comparables a los norteamericanos hasta que Londres se ha convertido en lugar de cotización de todas las empresas que no quieren o no pueden cotizar en los Estados Unidos.

¿A quién deben diligencia y lealtad los administradores?

Empieza Strine recordando las normas de Derecho de Sociedades europeas (Francia, Alemania…) que indican que los administradores han de velar por el interés de la sociedad y que este interés incluye no solo el de los accionistas sino también el de empleados, acreedores etc. Y lo compara con el Derecho de Delaware “que da derecho solo a los accionistas a elegir a los administradores, a votar en las transacciones que impliquen un cambio de control y a ejercer la acción social de responsabilidad”. Sorprende tal comparación porque es errónea en los dos aspectos.

El hecho de que existan normas sobre el capital social o que se mencione a los acreedores y empleados en algunas leyes de sociedades no cambia el hecho de que, como hemos explicado en otro lugar, cuando los administradores adoptan decisiones discrecionales, han de velar por maximizar el interés a largo plazo de todos los accionistas. Por lo demás, en el caso español no hay duda alguna en nuestra ley y en nuestra jurisprudencia que el interés social es el interés común de los accionistas. Sorprende igualmente que un jurista tan experimentado como Strine, que alega precisamente que una cosa sea law in books y otra el Derecho efectivamente aplicado, no haya repasado las decisiones jurisprudenciales o la práctica efectiva de los administradores sociales en Europa para compararla con la norteamericana. Los EE.UU tienen muchas normas estatales que obligan a los administradores a tener en cuenta los intereses de las comunidades locales y de los trabajadores cuando adoptan ¡decisiones discrecionales! como son todos los antitakeover Statutes.

En segundo lugar, todos los derechos europeos incluyen el derecho de los accionistas a elegir a los administradores (y pueden destituirlos con mayor libertad que en el caso de Estados Unidos), a demandarlos y a decidir no sólo sobre los cambios de control (en Europa, en tal caso, la OPA es obligatoria) sino que los administradores no tienen competencia en Europa para decidir sobre tales cambios de control. Se haga éste a través de una OPA o a través de una fusión, los accionistas tienen la última palabra. La única diferencia – de nuevo aparece aquí el litigio como forma de producir el Derecho – estriba en la legitimación activa para demandar a los administradores. El ejercicio de la acción social de responsabilidad requiere, en Europa, que se ostente una participación mínima mientras que en los EE.UU cualquier accionista está legitimado para demandar. Pero eso prueba, una vez más, la centralidad del litigio como modo de realización del Derecho en los EE.UU. Una centralidad que es única en el mundo y cuyos enormes costes han impedido su “exportación” a otros sistemas jurídicos a pesar de la enorme influencia del Derecho norteamericano de carácter económico.

En cuanto a la participación de los trabajadores en el gobierno de la empresa

Strine pone bajo el mismo titular la participación de los trabajadores en los órganos administrativos – en el consejo de vigilancia en Alemania – con la existencia de órganos facultativos o necesarios pero distintos de los órganos de administración a través de los cuales se articula la participación de los trabajadores en la empresa. Y nada tiene que ver con eso los derechos de información de los trabajadores cuando se adoptan decisiones relevantes en la compañía que afectan o pueden afectar a los trabajadores. Pero hay más. Strine olvida que los representantes de los trabajadores, incluso en Alemania, no participan en el Vorstand, es decir, en el órgano que adopta las decisiones empresariales de la compañía, sino en el Aufsichtrat que, como su nombre indica, es un órgano que vigila y controla lo que hacen los administradores. Y olvida igualmente que los representantes de los trabajadores no pueden – sin incumplir sus deberes de lealtad – anteponer los intereses de éstos a los de la compañía cuando votan en el Aufsichtrat. Por tanto, el hecho de que no sean elegidos por los accionistas no implica necesariamente que la compañía no deba orientar su actuación a maximizar el valor de la empresa, interés fundamental de los accionistas. Pero, además, y a través de la societas europeae, numerosas sociedades anónimas alemanas han reducido la participación de los trabajadores y han evitado la aplicación de la Mitbestimmungsgesetz.

Por tanto, la primera conclusión es que el Derecho de Sociedades ni en Europa ni en Estados Unidos impide a los administradores perseguir irrestrictamente el interés de los accionistas. Lo que el Derecho europeo y el Derecho norteamericano – ambos – exigen es que, en el cumplimiento de sus deberes fiduciarios frente a los accionistas, los administradores cumplan los contratos que la compañía hubiera celebrado con trabajadores, clientes, proveedores etc. En la medida en que estos contratos sean incompletos, habrá un margen de discrecionalidad en la cabeza de los administradores para decidir de qué forma se cumplen tales contratos “de buena fe”. Y lo propio respecto de la llamada responsabilidad social corporativa (invertir en mejorar la reputación de la compañía) y el cumplimiento normativo (garantizar que la compañía actúa de conformidad con las leyes dictadas para proteger intereses generales o de terceros).

Predominio del capital disperso o concentrado

Es una obviedad que las sociedades cotizadas europeas están controladas por un accionista o por un grupo de accionistas (capital concentrado) en mayor medida que en los Estados Unidos (pero no en Reino Unido). Y es obvio también que los costes de agencia son distintos. Los accionistas dispersos pueden ser explotados por los administradores – en el caso de sociedades de capital disperso – o por los accionistas de control – en el caso de las sociedades de capital concentrado –. ¿Qué accionistas están mejor? Depende. Depende del entorno institucional: por ejemplo, podemos barruntar que si el accionista de control tiene una participación muy mayoritaria (60-70 %) y el Derecho funciona razonablemente en ese país, los costes de agencia serán tan bajos o más que en sociedades de capital disperso. Los estudios empíricos así lo indican y hay países europeos donde los costes de agencia son tan bajos como en Estados Unidos.

En cuanto a la regulación

De nuevo, la exposición de Strine es muy de brocha gorda. Las economías europeas están más reguladas, en general, que la norteamericana, pero, a cambio, la legislación norteamericana es costosísima de cumplir. Piénsese solo en la regulación de los cambios de control de empresas eléctricas o en el cumplimiento de normas como la Dodd-Frank. Añádase el enorme poder que tienen las autoridades estatales (desde los que hacen el Derecho de Sociedades hasta los fiscales generales de cada Estado) para interferir en la actuación de las sociedades o las ingentes obligaciones de información que se imponen a las empresas que actúan en el mercado norteamericano y se habrá de aceptar que la cuestión no puede resolverse como lo hace Strine. Necesitamos estudios empíricos. Mezclar regulaciones ambientales, de protección de los trabajadores (que no se aplican, por ejemplo, en el Reino Unido) o de protección de los consumidores con la legislación societaria no es de recibo. En Europa habrá muchas más normas legales. Pero nunca se ha condenado a una compañía a pagar punitive damages por un defecto de fabricación en un producto, por no hablar de su tóxica regulación y litigación en el Derecho de Patentes que está costando cientos de miles de millones de dólares a los consumidores norteamericanos cada año.

En cuanto al Derecho de Sociedades

Strine sostiene que, aunque sobre el papel, los accionistas europeos tienen el poder de decisión por encima de los administradores, en la práctica no utilizan tales poderes. En EE.UU., por ejemplo, los accionistas no pueden obligar a los administradores a convocar una junta ni pueden darles instrucciones. No obstante, los accionistas americanos, pueden “intentar influir en las políticas de la compañía a través de la aprobación de acuerdos no vinculantes en aplicación de la Regla 14a-8 de la SEC”. Esto es llamativo. Por un lado, porque basta con tener acciones por valor de 2000 dólares para poder hacerlo. Por otro, porque no es el Derecho de Sociedades, ni siquiera una norma legal del Derecho del Mercado de Valores el que otorga tal derecho y, en fin, porque estas propuestas, aunque se aprueben como acuerdos de los accionistas, no vinculan a los administradores.

Efectivamente, en Europa, los accionistas no utilizan su derecho a incluir propuestas en el orden del día de la Junta sino en escasísima medida. Y la razón es evidente: si eres un accionista significativo, normalmente participas en el consejo de administración (si tienes más de un 5 % – ahora un 3 % – ). Sólo en situaciones excepcionales (v., caso Abengoa) se hará uso de tales posibilidades. Pero su existencia es suficiente para reducir los costes de agencia. Los administradores – y los accionistas de control – han de contar con que un accionista activista puede “dar mucha guerra” simplemente adquiriendo un 3 % del capital de la compañía. Sorprende, nuevamente, que Strine acepte este argumento para poner en valor estos acuerdos “no vinculantes” adoptados por las juntas de las sociedades cotizadas en los EE.UU.

Strine no tiene en cuenta, sin embargo, que cualquier accionista (ahora cualquiera que ostente un 1 por mil del capital) puede impugnar los acuerdos sociales y dado el mayor protagonismo de la junta en relación con los administradores en el Derecho europeo-continental, los accionistas disponen de una herramienta que, si bien no es demasiado eficaz, genera igualmente presión sobre los administradores para atender a los intereses de los accionistas dispersos.

En cuanto a la proporcionalidad entre participación en el capital social y derecho de voto (one share, one vote), no hay ya diferencias significativas entre Europa y EE.UU. Las acciones de voto múltiple se utilizan cada vez más en los EE.UU – ¡precisamente para mantener las sociedades cotizadas controladas por algunos de sus accionistas! – y se utilizan menos en Europa (en Alemania se han prohibido y en Italia se ha reducido mucho el uso de acciones sin voto).

Las cláusulas anti-opa

Strine continúa narrando cómo, en los últimos años, el número de poison pills y staggered boards (los dos instrumentos principales que usan los administradores de las compañías cotizadas americanas para protegerse frente a OPAs hostiles) ha disminuido. Pero este argumento sólo genera una pregunta adicional: ¿por qué se extendió su uso en primer lugar? Si los accionistas norteamericanos están tan bien protegidos frente a administradores desleales, negligentes o despilfarradores del haber común ¿por qué tuvieron que poner en vigor esas cláusulas estatutarias en primer lugar y por qué han estado en vigor generalizadamente durante tanto tiempo?

Lo que esa exposición demuestra es que, como en todas partes, los administradores sociales son sensibles a las presiones por parte de los accionistas. Pero no demuestra que esas vías – las jurídico societarias – sean las más efectivas o más relevantes para reducir los costes de agencia. Como hemos adelantado más arriba, los costes de agencia se mantienen bajos en los EE.UU porque los mercados de productos en ese país son muy competitivos, probablemente, más que en Europa donde no disfrutamos de un mercado único tan acabado como el americano que intensifique la competencia entre las grandes empresas nacionales de cada país.

La destitución de los administradores

En esta materia, de nuevo, el Derecho europeo parece mucho más shareholder’s friendly que el norteamericano. Según nos cuenta Strine, los accionistas de una sociedad sometida al Derecho de Delaware sólo pueden destituir a un administrador con justo motivo o al final de cada ejercicio. En Europa puede hacerse en cualquier momento. Y los accionistas pueden proponer – en Europa – candidatos para cubrir las vacantes sin límite. En los EE.UU., el derecho de propuesta lo tienen solo los administradores. En realidad, la elección anual hace bastante irrelevantes las diferencias.

La regulación de las OPAs

El análisis de Strine tendría mayor interés si tuviera en cuenta que las OPAs hostiles son un instrumento de gobierno corporativo relevante cuando hay muchas sociedades “opables”, es decir, no controladas. Si ha reconocido que en Europa hay muchas menos sociedades de capital disperso que en EE.UU., debería reconocer que la trascendencia de la regulación de las OPAs es mucho menor en Europa que en los EE.UU. Critica la Directiva de OPAs – con razón respecto a la escasa efectividad del deber de pasividad de los administradores y las posibilidades de establecer una regulación propia que otorga a los Derechos nacionales – pero critica también que, en Europa, se garantice la igualdad de trato por la sociedad a los distintos bidders lo que, es sabido, reduce los incentivos para presentar una OPA en primer lugar.

Tampoco entendemos la importancia que atribuye a las cláusulas MAC. Que nosotros sepamos, no se aplican prácticamente nunca y no hay ningún tribunal que haya aceptado que, en un caso concreto, se haya producido un “cambio adverso sustancial” entre el estado de la compañía adquirida en el momento de celebrarse y el momento de ejecutarse el contrato. Si la adquisición no es hostil, el oferente, en Europa puede negociar con los administradores de la target e incluir – con límites – las protecciones que considere oportunas (por ejemplo, una cláusula por la que la target se obliga a pagar una cantidad de dinero al bidder si, finalmente, los accionistas dicen “no” break up fee). Pero es que, en Europa, el bidder puede negociar con los accionistas significativos en secreto antes de comunicar su voluntad de hacer una oferta pública. Y, naturalmente, si tiene asegurado que esos accionistas significativos le venderán a él, las posibilidades de éxito de un oferente competidor se reducen notablemente. Es verdad que los poderes públicos en Europa interfieren en las adquisiciones de empresas más que en los Estados Unidos, pero también es verdad que la propiedad pública de grandes empresas es muy superior en Europa en comparación con Estados Unidos. En todo caso, la Unión Europea ha debilitado, y mucho, la posibilidad de los Estados de utilizar golden shares como todo el mundo sabe. Todo con todo, tiene razón Strine en que los EE.UU ofrece un entorno más amable para los que quieren adquirir una gran empresa que Europa lo que explica que el tamaño del mercado de mergers & acquisitions sea mayor al otro lado del Atlántico. Pero los accionistas reciben un premio de muy diversa cuantía sobre el precio de la cotización en los distintos países europeos.

Conclusión

Este tipo de comparaciones no son demasiado útiles. Como hemos explicado en otras entradas, el nivel de protección de los accionistas frente a maniobras expropiatorias por parte de los insiders (beneficios particulares o privados del control) depende de muchas variables y la calidad institucional de un sistema (y aquí) se puede evaluar mejor midiendo directa o indirectamente tales costes de forma sintética como llevan haciendo los economistas desde hace décadas. Los países nórdicos, por ejemplo, presentan costes de agencia semejantes a los norteamericanos sin nada de su regulación y la expropiación de los accionistas dispersos se mantiene en niveles bajos gracias a “un sistema completo de protección de las minorías”.

La superioridad norteamericana puede afirmarse con pocas dudas en relación con la aplicación y escrutinio judicial de los deberes de lealtad de los administradores. Pero, fuera de eso, los sistemas institucionales son tan distintos que habremos de confiar en la competencia, confiar en los mercados de producto para reducir los costes de agencia y mucho menos en la capacidad de las normas jurídicas para garantizar que los que controlan las compañías no esquilman a los accionistas dispersos.