Por Juan Damián Moreno

Edgar Allan Poe relata magistralmente en el «Retrato ovalado» la enfermiza obsesión de un pintor que convenció a su joven esposa para le sirviera de modelo. El pintor había llegado a tal punto de ensimismamiento que se desentendió del retrato y no se dio cuenta de que el agotamiento de su esposa estaba minando su salud. En su delirio, iba de vez en cuando corrigiendo las huellas que el paso del tiempo dejaba en su rostro, tratando así de mantener intacta la misma belleza que tenía cuando comenzó a pintarla, ignorando que en cada pincelada se llevaba una parte de su vida, hasta que un día, al volver los ojos para fijarse en ella, se dio cuenta con terror de que: ¡estaba muerta!

Algo parecido le ha ido sucediendo al legislador con la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que a pesar de las sucesivas reformas y de los interminables retoques que introducido, aún no se ha dado cuenta de que el modelo dejó de existir hace mucho tiempo. La Ley 41/2015, de 5 de octubre, que formaba parte del último intento de promulgar en la antepasada legislatura un nuevo «Código de Proceso Penal», volvió a insistir en la necesidad de que su implantación resultase de un amplio consenso sobre el modelo de la ley que debería sustituir a la más que centenaria Ley de Enjuiciamiento Criminal.

Al parecer el problema está en el modelo. Puede que sea el modelo o puede que el desacuerdo esté más bien en las técnicas utilizadas para lograr la finalidad para la que el modelo está dispuesto. Salvo algunos sectores de la sociedad civil, que siguen añorando el sistema prebeccariano de justicia penal, para los cuales el proceso penal debería seguir siendo un simple mecanismo para la administración de la venganza, la mayoría creo que tenemos bastante claro cuál es el modelo, que no es otro que el que resulta de la Constitución.

Pero aun habiendo consenso sobre el modelo, también es preciso que las técnicas que utilicemos para darle forma sean coherentes con ese modelo; lo que no resulta de recibo es cambiar las técnicas y que luego todo siga igual. Por eso, lo primero que deberíamos preguntarnos es para qué queremos que sirva el proceso penal y, a partir de ahí, seguir construyendo un modelo acorde con esta finalidad. Andrew Ashworth, el gran procesalista británico, decía que esto era como las matrioskas o muñecas rusas: de la forma que le demos a las de dentro dependerá la forma que tengan las de fuera.

Por lo tanto es lógico que quienes piensen que el proceso penal tiene una función diferente no quieran saber nada de las garantías procesales. Sería suficiente un procedimiento para guardar las formas de tal manera que si el acusado no es condenado, es porque lo que falla es el proceso penal.

Pero el proceso penal no es un instrumento para la persecución sino una garantía frente a ella. Alguien puede llegar a pensar que los que exigimos garantías en el proceso penal somos los amigos de los asesinos, de los corruptos y de los ladrones; pero se equivoca. A mi modo de ver, el problema reside en que se le está pidiendo al proceso penal más de lo que el proceso penal puede dar. En un Estado de Derecho, la respuesta del Estado frente al delito es mucho más amplia. Es verdad que el proceso penal juega un papel fundamental, pero no es el único instrumento para combatir la  delincuencia; está también la educación, la prevención y la investigación.

El proceso penal tiene también sus fronteras y un objetivo constitucional: el enjuiciamiento; no la investigación. El juicio oral no es una garantía formal llamada a dar cobertura a la actividad investigadora del Estado; no es un simple ornamento que dé lustre al proceso penal. Que el juicio deba venir precedido de una acusación y que ésta acusación no sea el resultado de la mera declaración del querellante sino de una decisión judicial que autorice el juicio oral es una garantía. Los procesalistas solemos decir que el objeto del proceso no está constituido por la acción en cuanto existente sino en cuanto es afirmada, entre otras razones porque el juez no puede saber a priori quien tiene razón. En consecuencia, es el tribunal sentenciador quien, para imponer la pena, la tiene que dar por existente.

Idea que, por cierto, ya formaba parte del programa reformista alumbrado por la genial intuición de Cesare Beccaria, quien puso de relieve que si una parte de la sociedad, la representada por el soberano, defendía la existencia de la violación de una norma penal y otra, la representada por el acusado, la negaba, tendría que haber un tercero imparcial que juzgara la verdad del hecho. Afortunadamente para todos nosotros, los tribunales no dictan sentencia en función de los hechos tal como resultan de la acusación sino tal como han resultado probados en el juicio oral.

Por eso, cuando en el cuento de Alicia en el País de las Maravillas el rey exigía al jurado la condena inmediata de la sota de corazones, Lewis Carroll por boca del Conejo Blanco le advirtió: «Not yet, not, yet; there’s a great deal to come before that». Al fin y al cabo, el autor no hacía sino expresar una exigencia de la sociedad inglesa por el respeto a su sistema de libertades civiles.

Eso no quita que los medios de comunicación no puedan tener su opinión sobre los hechos o los ciudadanos la suya; la pueden y la deben tener, pero como resultado de nuestro contrato social, al menos jurídicamente hablando, la decisión definitiva está reservada al poder judicial sin que por ello las resoluciones de los jueces queden al margen de la necesaria y siempre saludable crítica pública.

Pero tan determinante es saber cómo debe terminar el proceso penal, es saber también cómo se inicia. Habría que preguntase cuáles deberían ser los presupuestos para que pueda iniciarse un proceso penal en el marco de un ordenamiento jurídico que respeta el principio de presunción de inocencia. En España estos presupuestos no están nada claros. La condición de investigado es una condición a la que se llega con relativa facilidad; basta con que alguien te señale. Es más; somos de los pocos países donde, por un lado, un juez puede iniciar de oficio una investigación y, por otro, donde, con el aval del Tribunal Constitucional, cualquier ciudadano puede convertir a otro en sospechoso y lograr que un juez le coloque en la condición de investigado (SSTC 1/1985, 176/2006).

El principio de oficialidad obliga al juez a iniciar una investigación contra una persona sin que ésta pueda hacer nada por evitarlo y donde apenas existen controles frente a las pesquisas generalizadas sobre el comportamiento de los ciudadanos. En este aspecto, no estamos seguros de que nuestro proceso penal alcance los estándares que le marca la Directiva 2016/343, por la que se refuerzan en el proceso penal determinados aspectos de la presunción de inocencia. Por eso es tan importante alcanzar un entendimiento sobre cuál debe ser la función del proceso penal. Eso no supone renunciar en absoluto a la persecución, pero esa tarea le corresponde a otro sector de los poderes públicos; no al Estado-Juez.

En Inglaterra, por ejemplo, al fiscal se le exige que antes de ejercitar la acción penal valore la verosimilitud de los hechos denunciados y examine la suficiencia de las pruebas y sobre todo las posibilidades de obtener un sentencia de condena («a realistic prospect of conviction»). Porque el componente de reprobación social que se proyecta sobre el sujeto investigado es enorme: «the process is the punishment». Ya recordaba Tomás y Valiente que uno de los rasgos del proceso inquisitivo medieval descansaba en la idea de que los indicios denotaban, como mínimo, mala fama; una mala fama contra la que era legítimo actuar aun en el caso de que quedase probada luego la inocencia, pues lo que se perseguía con el proceso inquisitivo y con las penalidades que conllevaba, eran una especie de purgatorio en vida como castigo a esa mala fama.

Estoy seguro de que si a alguno le preguntaran hoy si prefieren la pena sin proceso o el proceso sin pena, elegirían lo primero. En la última reforma se ha introducido una modalidad de proceso penal que va en esa dirección y que permite al investigado eludir la instrucción conformándose con la condena que se le pide: el proceso por aceptación de decreto, una especie de proceso monitorio penal en que el inculpado puede aceptar la pena propuesta por el fiscal (art. 803 bis.a LECRIM).

Lo que no se ha entendido bien es que no está hecha la instrucción para la investigación sino la investigación para la instrucción; de ahí el error de sustituir el término imputado por el de «investigado»; no porque éste sea más neutro que el anterior, sino porque desnaturaliza la función de la instrucción y le atribuye al proceso penal un papel que no le corresponde, desplazando el centro de gravedad del proceso a la investigación misma en lugar de al juicio. Al proceso penal se debería venir ya investigado, reforzando así la función del juicio oral: ¡Torniamo al giudizio! como reclamaba Carnelutti.

El «investigado» en todo caso es un sujeto protegido por la ley; ya hemos insistido sobre ello en otro lugar: pero no se le protege a él o a causa de él; sino a su dignidad como ser humano y, por extensión, a todos los que puedan encontrarse en algún momento de su vida en esta misma situación. Son los sacrificios que el Estado se autoimpone en beneficio de la dignidad de la condición humana; a mi manera de ver, quien no sea capaz de admitir las garantías de los demás, no podrá luego reclamarlas para sí o para sus familiares.

Además, el investigado tiene derecho a que en un plazo razonable se despeje la situación de incertidumbre a que la sospecha le haya llevado. Una instrucción indefinida es incompatible con la presunción de inocencia. Volviendo a la obra de Lewis Carroll, uno no puede estar sometido a un procedimiento en que las sospechas sean como la evanescente figura del gato de Cheshire, que aparece y desaparece y vuelve a parecer y luego se desvanece ante los perplejos ojos de Alicia, y luego vuelve a aparecer simplemente para insinuar su presencia y a desvanecerse a medida que convenga al interés de sus protagonistas. Para ello es imprescindible que el Ministerio Fiscal lleve un control exhaustivo sobre la situación de cada uno de los procesos que tiene a su cargo; de ahí que la polémica surgida en torno a las dificultades en la aplicación del vigente art. 324 de la LECrim no sólo me parezca exagerada sino que ha puesto en evidencia que no siempre esto estaba siendo así.

Así pues, resulta inaplazable definir claramente las funciones del fiscal, las del juez y sobre todo, las del proceso penal. El sistema actual ni siguiera es eficiente desde el punto de vista de una distribución racional de los medios humanos y materiales con los que se dispone.

Si no lo hacemos, podemos seguir la siguiente legislatura dando pinceladas a la Ley de Enjuiciamiento Criminal para disimular las imperfecciones y arrugas que su larga vida sigue dejando en su rostro, pero si no cambiamos el modelo no servirá de nada: seguirá estando muerta.


Nota: El texto anterior recoge la reconstrucción de la intervención que, bajo el título «Cómo se hace un proceso penal», desarrollé en la Universidad de Sevilla el pasado 30 de mayo de 2016 con ocasión de las actividades del Programa de Doctorado que dirigen la Profesora González Cano y el Profesor Martín Ostos.

Imagen:  Who stole the tarts? Alice in Wonderland. Ilustraciones John Tenniel ()