Por Juan Antonio Lascuraín

Hace más o menos un año me invitaron al XXI Congreso de Estudiantes de Ciencias Penales de Barcelona con el encargo de que resumiera los principales defectos del Proyecto de Reforma del Código Penal que entonces acababa de presentar el Gobierno y que ahora se está debatiendo en el Senado. Una lectura, siquiera somera, revelaba ya groseras taras del texto desde la perspectiva más importante de análisis del mismo, que es la de los valores y los principios constitucionales. No digo con ello que tales defectos equivalgan necesariamente a la inconstitucionalidad de los artículos correspondientes, sino solo, al menos, que estos son pobres si se los mide con la axiología constitucional. Que, permítaseme la expresión, son, cuando menos, poco constitucionales.

Recogiendo, creo, el sentir general de los penalistas, y acogiéndome al halo teúrgico del número siete, mi lista de taras graves del Proyecto, mi top seven – más bien, debería decir mi bottom seven – fue la siguiente:

  1. se incorpora la cadena perpetua bajo la cosmética denominación de prisión permanente revisable;

  2. las medidas de seguridad privativas de libertad, al ser prorrogables sin cuento, podrían ser también perpetuas;

  3. en la misma obsesión por la perpetuidad: se propone una severa ampliación de los plazos de cancelación de los antecedentes penales, que en los delitos más graves podría acompañar al expenado de por vida;

  4. la libertad vigilada, medida de seguridad prevista para su ejecución tras la de la pena impuesta a los imputables, tímidamente presente en el Código Penal desde el año 2010, pierde ahora tal timidez: se intensifica en duración y se expande a más delitos;

  5. se desalienta del ejercicio de derechos fundamentales en los nuevos delitos contra el orden público y de provocación a la violencia y al odio, con tipos penales de contornos muy imprecisos;

  6. la expulsión de extranjeros como sustitución de determinadas penas alcanza también a los que residen legalmente en España;

  7. la sustitución de algunas faltas por delitos leves comporta en ocasiones efectos de desproporción, significativamente en el hurto.

Esta reforma responde a una visión del mundo, del Derecho, de la pena, que conceptuamos como “securitarismo”, no sólo diferente, sino opuesta, a la manera de entender el Derecho Penal en la que yo me eduqué en los años 80 del pasado siglo. Me preocupa hondamente, porque es esta última una visión mejor, si lo bueno lo medimos con una moral democrática que parte de la igual autonomía moral de todos los ciudadanos.

¿Qué es lo que ha cambiado?

Sobre todo, algunas maneras de mirar el delito y la pena.

El garantismo, el Derecho Penal mínimo, el Derecho Penal democrático, el Derecho Penal liberal – etiquétese como se prefiera – parte de la pena como una afrenta grave a la libertad, a la autonomía personal que está en la base del sistema: como un adefesio en la estética constitucional, que por ello ha de ser administrada con desconfianza y desde luego, valga la expresión, con “minimidad”.

Además, en segundo lugar, considera el garantismo que las condiciones sociales no son justas, cuando menos no enteramente justas, y que ello incide relevantemente en la opción por la delincuencia. Basta echar un vistazo a las estadísticas acerca del nivel económico y cultural de los presos. El penado es culpable pero no enteramente culpable, y por ello no debe ser enteramente penado. Ha de tener nueva una oportunidad efectiva de participar en la vida social.

Y tercera perspectiva: heredero de la desconfianza hacia el poder del Estado, el garantismo prefiere afrontar la construcción del delito y de la pena desde la óptica del autor potencial y no sólo desde la de la víctima potencial, perspectiva que nos acaba conduciendo al subjetivismo y a la irracionalidad. A las víctimas hay que apoyarlas, comprenderlas, quererlas, indemnizarlas. Pero es obvio que son las menos indicadas para ser jueces o legisladores.

¿Se trata acaso de una cuestión de necesidad o sólo de perspectiva?

No hace falta la nueva dureza. No está justificada esa demanda de utilidad. En España, en el marco de la unión Europea, vamos hacia las tasas carcelarias más altas con tasas de delincuencia relativamente bajas (v. los datos que expone Arroyo Zapatero en “Securitarismo y Derecho Penal”, 2014, pp. 241 y ss.). Más que funcionalidad protectora, lo que al parecer importa con el punitivismo es su efecto político: apagar con anuncios de pena la hoguera que los medios de comunicación – y en ocasiones con la complicidad de los propios poderes públicos – han avivado artificialmente. Esconder con penas baratas los recursos que no se gastan en políticas sociales que disminuirían la delincuencia.

No se trata de sólo de lamentarse de lo mal que van las cosas nada menos que en materia de libertad, que es lo que para sus fines de protección restringe el Derecho Penal. Se trata de exponer razonablemente este lamento y de exigir, desde los valores, que las cosas cambien. Y algunas cambian. Quiero creer que la deliberación académica y la expresión pública de sus resultados influyeron en su día en que no prosperara la custodia de seguridad que figuraba en el Anteproyecto de Reforma del Código Penal (medida de seguridad privativa de libertad que se imponía al penado imputable tras el cumplimiento de la pena; más cárcel pero con un lazo rosa, vamos). Y en que ha influido también en que en su paso por el Congreso hayan desaparecido del Proyecto algunos de los groseros defectos que enumeraba al principio: las medidas de seguridad prolongables sin límite, la ampliación de los plazos de cancelación de antecedentes penales, y, en buena medida, la profusión de la libertad vigilada.

Queda aún mucho por hacer. Sigue habiendo esperanzas de impedir que, en expresión de la profesora Giudicelli, en lo que al poder penal del Estado se refiere, el mundo sea menos habitable.