Por Juan Antonio García Amado

En un número de hace unos meses de Revista de Libros venía un escrito de Enrique Moradiellos, muy prestigioso historiador, sobre la clase magistral. Responde a un artículo de Luis Garicano en el que este afamado economista cuestiona dicha variante de la enseñanza universitaria. Me permito aquí unas breves consideraciones propias sobre el asunto.

El problema está en la definición de “clase magistral”

En las críticas y en la literatura burocrática suele predominar una definición puramente formal, a menudo unida a la caricatura. Definimos de modo enteramente formal la clase magistral cuando la concebimos como disertación continuada de un profesor cualquiera, en la que se expone el contenido de una lección o de parte de ella. La caricatura aparece en cuanto se citan los abundantes ejemplos de profesores que, al amparo de ese tipo de clases, se dedican a leer rancios apuntes, gastan su tiempo glosando bagatelas o no admiten preguntas ni interrupciones críticas. Y, en efecto, en muchas universidades no faltan los docentes que aburren a las piedras, divagan sin ton ni son y, para colmo, disfrazan de autoridad y lejanía su más que evidente inseguridad y su miedo cerval al infrecuente alumno que inquiere, duda o pide mayores aclaraciones.

Si no nos ponemos de acuerdo en qué merece sustantivamente la denominación de clase magistral y si, para colmo, consideramos el ejemplo impropio como certero paradigma, erramos el tiro o confundimos la cosa con su mal uso. Es como si, por poner una comparación, llamamos pintura o arte pictórico a toda actividad consistente en poner unas formas o colores en un lienzo y añadimos que hay mucho pintor que no hace más que manchar telas sin el más mínimo estilo ni saber lo que se trae entre manos. ¿Sería argumento bastante para cuestionar la pintura como arte y para pedir que en los museos ya no se cuelguen cuadros, sino que se invite a los visitantes a pintar ellos mismos o a comentar sus impresiones sobre el color y las figuras, al buen tuntún?

Si, al hablar de arte, por pintura no puede pasar lo que hace cualquiera que tome un pincel y unos óleos y se dedique a hacer garabatos a su aire, como clase magistral no ha de valer lo que perpetre el docente en nómina que se suba a la tarima y empiece a hablar de cualquier manera sobre un tema de la asignatura. Por eso, para distinguir y saber qué se debe criticar del método o de sus usuarios y para no matar a todos los perros porque algunos tengan rabia, necesitamos caracterizaciones sustantivas de la clase magistral. Y no estará de más que empecemos por preguntarnos si alguna vez asistimos a alguna que mereciera el nombre y el aplauso.

Como casi todos los que en su día estudiaron una carrera, he escuchado algunas clases magistrales de primera, extraordinarias. Pocas, es cierto; pero la escasez no es argumento para la supresión, sino para la selección y para que las instituciones de enseñanza y los estudiantes pongan cuidado en que no se les dé gato por liebre. Con las clases sucede algo semejante a con las conferencias, de las que también las hay horripilantes o ridículas, pasables, buenas y buenísimas. Por eso, el que ya sabe del percal y tiene un día que buscar un conferenciante o ponente debe tener bien en cuenta cuáles son competentes y cuáles unos pobres diablos sin arte ni luces. Porque de todo hay.

Una clase magistral se supone que es la que, prototípicamente, podría y debería dar un maestro.

Y con esto ya entramos en aguas procelosas, pues empezamos a hacer diferenciaciones y a marcar categorías en estos tiempos en los que cualquier señalamiento del mérito de los mejores lo tienen muchos  por signo de intolerable discriminación de los lerdos y hasta indicio del malévolo elitismo del que clasifica. Pero es así, pese a quien pese. De igual manera que una escultura presentable sólo la puede pergeñar un escultor avezado y capaz, una clase digna nada más que la puede dar el buen profesor. En el ámbito académico se suele (o solía) llamar maestro al profesor con experiencia, tablas, hondo conocimiento reposado y capacidad para transmitir ese conocimiento con soltura y con algo de pasión, la pasión que alguien pone cuando trata de las cosas a las que entregó una parte importante de su vida.

Pero no exageremos, la experiencia grande que aun no se tenga se puede suplir con esfuerzo, y por eso un profesor joven puede también impartir buenas clases magistrales. Si nos fijamos, el sólido profesor veterano improvisa más, liga ideas, teorías y temas sobre la marcha, va sacando de su cabeza lo que a ella se le viene, pues en ella tiene su mejor laboratorio, una especie de bodega con los mejores caldos en manos de un experimentado sumiller. Puede ser más desordenado, pero ese es el que en el estudiante bueno despierta vocación y deja huella. A alguno de esos nos debemos muchos de los que ya peinamos canas y de la universidad hemos hecho feliz oficio. Pero también resulta estimulante y grato el profesor que se estudia los temas y prepara con rigor y gusto cada clase. Lo que tenga de menos creativo o le falte de súbitas genialidades lo compensa con creces con su claridad y su bien administrada erudición al hablar del tema del día.

A los de un tipo o los de otro, de esos dos que acabo de describir, los estudiantes preguntones y participativos no les molestan, sino que les sirven de motivación y acicate. Y, en estos tiempos grises, nada desmoraliza más al profesor de nivel que esas recuas de estudiantes pasivos, indiferentes, distantes, estructuralmente desvencijados, intelectualmente planos, adormilados semovientes.

Propiamente las clases magistrales nada más que tendrían que impartirlas esos maestros veteranos o jóvenes, por la misma razón que para dar conciertos de piano en el auditorio de la ciudad se llama al pianista de cierto nivel y no a cualquier menesteroso que aporree teclas. Es así de sencillo. Es más, a esos buenos profesores habría que dispensarlos de labores más prosaicas o de obligaciones abiertamente estúpidas. Porque para organizar charlitas entre alumnetes sentados en círculo y que cada uno diga lo que opina del aborto o de las tasas judiciales sirve de sobra cualquier perezosón de los que tanto abundan en los claustros de profesorado. Mezclar a unos y otros y sus labores es tan absurdo como poner al utilero del Barça a jugar de delantero centro y a Messi a preparar las botas y las camisetas.

¿Por qué tanto descrédito de la clase magistral y tanta fobia con ella?

¿Por qué, me pregunto a veces, entre tanto curso memo de actualización pedagógica de los docentes universitarios nunca hay uno sobre cómo preparar e impartir una clase magistral magistral? Las razones de la crítica a ese modo de enseñar que se me ocurren son dos, pero debidas a una misma causa: el predominio de los mindundis entre el profesorado, predominio numérico y predominio en el poder académico-burocrático, con especial mención de los variados expertos en didácticas y pedagogías que tanto han hecho y hacen para que nos parezcamos todos a ellos, en su prolija inanidad. Con las excepciones de rigor, por supuesto.

Un motivo de la crítica tiene su aquel, pues consiste en mostrar cuantísimas clases magistrales son infames y absurdas. Claro que sí. El fundamento de la crítica es cierto, pero la conclusión resulta falaz y hasta insidiosa. Si hubiera muchos cirujanos incompetentes no nos lanzaríamos contra la cirugía. Si hay muchos docentes incapaces de impartir una clase presentable, que los echen a la calle o que los pongan a hacer otras cositas más monas y a su nivel. Unas clases magistrales con profesores bien seleccionados para ese cometido son tan útiles y defendibles como unas operaciones quirúrgicas por obra de cirujanos bien escogidos. Si no le damos el bisturí al primer carnicero que se presenta a una plaza, ¿por qué ha de tener su clase magistral el pobre diablo al que acabamos de contratar de profesor asociado? No digo que todos los profesores asociados sean diablos ni pobres, ojo.  Ah, pero está claro, si suprimimos las clases magistrales, que es donde más se nota quién sabe y quién no y quién se esmera o se echa a la bartola, eliminamos la base principal para distinguir y diferenciar y ya serán pardos todos los gatos, que es lo que más desean los gatos pardos.

Y por ahí llegamos a la otra razón para la crítica, que está en que la gran mayoría de los teóricos de la nueva docencia, de los críticos feroces y al bulto de la clase magistral, ni pueden dar una que merezca el nombre ni están dispuestos a estudiarse las que les toquen cada día. Es mucho más cómodo y simpático hacer el memo con los estudiantes y montárselo de enrollado, progre y coleguilla. Hoy en día, en las universidades, los más zánganos van siempre cargados de mil y un certificados de superaptitud pedagógica y, a la hora de la verdad, no saben decir ni tres cositas sin leerlas en el powerpoint o sin gastar el tiempo haciendo que hablen por ellos los estudiantes. Eso sí, las clases se las hacen los estudiantes, pero las nóminas se las quedan ellos. Enseñanza participativa con reparos, no faltaba más.

Si usted, amigo lector, ha asistido a unos cuantos cursos de esos en los que expertísimos desconocidos enseñan a enseñar, dígame con sinceridad una cosa: ¿qué tal enseñan esos que enseñan a enseñar? Estamos de acuerdo: hay de todo, claro que sí, pero la mayoría son unos sinsustancia que ni sus bobadas saben explicar. Pues está todo dicho. Porque esos, precisamente esos, son los que en (la mayoría de) las universidades, las consejerías y los ministerios del ramo mandan. Y su labor habrá concluido cuando consigan que todos se les parezcan. Ya no falta casi nada. En cuanto se jubilen unos cientos más, todo el campus será un erial, gozoso desierto de arenas en calma.

Por si alguien me ha malentendido a posta: por supuesto que además de clases magistrales puede y debe haber más cosas: prácticas, tutorías, debates, variadísimas evaluaciones, meditaciones y algo de levitación si hace falta. Sin duda. Pero las clases magistrales no sobran cuando son buenas, bien al contrario, y las otras cosas son ociosas y perjudiciales cuando dependen de los mismos simples que tampoco serían capaces de disertar en una clase magistral que no dé vergüenza ajena. Cuando la prestación depende de las personas, los métodos sirven algo, pero poco. Por mucha teórica de fútbol que usted le imparta a un cojo, nunca va a llegar a lo de Cristiano Ronaldo, ni siquiera a ser un buen jugador de tercera división. Pues como en eso, en todo.


 

The Old Master Class Group Portraits