Por María Luisa Muñoz Paredes

Comentario de la STS de 21 de julio de 2016

 

 

Durante las últimas semanas he visto referencias un tanto sensacionalistas a una sentencia del Tribunal Supremo de 21 de julio de 2016, que, confirmando la procedente de la Audiencia, condena a una compañía aseguradora a abonar la prestación derivada de un seguro de vida, con un importe de 1,5 millones €, pese a que el asegurado se había suicidado, apenas un año después de contratada la póliza, declarando en una nota que lo hacía “para sacar a mi familia adelante”.

De entrada, puede causar extrañeza la condena. Sin embargo, como el riesgo de suicidio está cubierto, en principio, siempre que se produzca pasado un año a contar desde la celebración del contrato (art. 93, como excepción al art. 19 LCS), y se trata por su propia naturaleza de un acto doloso, el motivo que induzca a una persona a quitarse la vida no tiene por qué tener relevancia jurídica. Sólo será relevante el motivo del suicidio si supone el incumplimiento de una obligación contractual o precontractual del asegurado. Así sucedería si en el momento de contratar el seguro ya tenía intención de suicidarse y contrató el seguro con ese fin, induciendo a la aseguradora a aceptar un riesgo que nunca habría asumido de haber sabido la verdad. Precisamente para reducir al mínimo la posibilidad de que se tracen planes de este tipo la Ley fija el plazo de un año (admitiendo el pacto en contrario) para la cobertura del suicidio, sobre la idea de que un año es tiempo suficiente para excluir razonablemente que alguien haya contratado el seguro con esa intención.

La aseguradora trató de argumentar que el tomador había incumplido el artículo 10 LCS

(en relación con el 89 de la misma Ley) y adujo como indicios del incumplimiento los siguientes:

  • el tomador no había advertido de la existencia de otros casos de suicidio en su familia;
  • tampoco había comunicado la existencia de otros seguros y, fundamentalmente,
  • había mentido sobre su situación patrimonial, que era según la aseguradora, peor de lo declarado.

La Audiencia, revocando la sentencia del Juzgado, estimó que no había quedado suficientemente probado este último extremo, como tampoco las otras omisiones y reticencias que imputaba la compañía al asegurado, y su sentencia, que es impecable en su argumentación desde la perspectiva de la técnica del seguro, ha sido, según adelantamos, confirmada por el TS. El interés del caso, dejando a un lado sus aspectos morbosos, reside en que lo que más se discute es la situación económica del asegurado, cuando este seguro no cubre riesgos patrimoniales, sino el de muerte.

Cuando se contrata un seguro de vida las aseguradoras suelen someter al asegurado a un cuestionario que suele denominarse “de salud” no por casualidad, sino porque pretenden obtener una imagen real del estado de salud de la persona que contrata un seguro de vida. Si el riesgo que desea trasladarse a la aseguradora es el de muerte, a ésta puede interesarle cubrirlo si atendiendo a la edad, a la profesión, las enfermedades padecidas o diagnosticadas, a las intervenciones quirúrgicas y a los hábitos de vida del asegurado, es previsible que la muerte no se produzca “pronto”, por lo menos por causas naturales, de manera que los cálculos actuariales permitan a la compañía aseguradora diversificar el riesgo y convertirse en un «cheaper risk bearer» que el propio particular sometido al riesgo. Es más, este cuestionario puede ser complementado por un chequeo médico, cuya finalidad es la de verificar la declaración de conocimiento hecha por el asegurado sobre su propio estado.

La situación económica del asegurado nada tiene que ver, en principio, con su estado de salud, y, por tanto, no es propiamente una circunstancia agravante del riesgo de fallecimiento

Ahora bien, cuando se trata de seguros con sumas aseguradas importantes y además se cubre el riesgo de suicidio, puede considerarse como una circunstancia relevante para la aseguradora, más incluso que otras preguntas relativas al estado de salud del asegurado, pues tiene que valorar en ese momento (el de decidir si asumir o no la cobertura y en qué condiciones), la motivación que ha llevado al cliente a contratar el seguro. Por ello no debe extrañar que se le pregunte acerca de su estado patrimonial y, en esta misma línea, es usual que tenga que declarar específicamente si ha contratado otros seguros de vida (como ocurrió también en este caso), pues, aunque en principio cualquier persona sea completamente libre de contratar cuantos seguros de vida quiera (no existe ninguna limitación legal al respecto ni obligación legal de comunicar a una aseguradora la concurrencia de otros seguros de vida), el hecho de que alguien contrate varios seguros de este tipo en un plazo breve de tiempo es un factor que, sin duda, afecta al riesgo y que interesa conocer a la aseguradora.

Ahora bien, una cosa es que la aseguradora pueda tener en cuenta, de forma explícita o no, la situación económica de una persona para decidir si cubre o no el riesgo de su muerte, y otra cosa es que un deterioro de dicha situación pueda calificarse como un agravamiento del riesgo a los efectos del artículo 11 LCS, y pueda producir las mismas consecuencias que, por ejemplo, el cambio de profesión del asegurado que ahora se dedique a una actividad laboral más arriesgada-

Está claro que cuando el cuestionario pregunta por la situación económica, y el tomador falta a la verdad, la aseguradora puede hacer uso de las facultades previstas en el art. 10 LCS. La pregunta es

si debe informar espontáneamente sobre una posible agravación del riesgo

(como dice el art. 11), exponiéndose, si no lo hace, a las consecuencias previstas en el artículo 12.

En principio, las circunstancias cuyo agravamiento sobrevenido debe comunicarse al asegurador son las mismas que están incluidas en el cuestionario inicial (art. 11.1 LCS), lo que incluiría el deterioro de la situación económica cuando la aseguradora preguntó por ella. Sin embargo, esa regla general admite excepciones, una de las cuales es la recogida ahora en el feliz artículo 11.2 LCS (introducido por la Ley 20/2015), según el cual los empeoramientos en el estado de salud no deben ser comunicados a la aseguradora (a pesar de que gran parte de las preguntas incluidas en el cuestionario se refieren precisamente al estado de salud). La razón es, a mi entender, clara: si se cubre el riesgo de muerte, los empeoramientos en el estado de salud son algo connatural al riesgo, propios del paso del tiempo e inevitables y, por ello, totalmente previsibles para la aseguradora a efectos de fijar las primas, por lo que no deberían ser comunicados, sino asumidos por ella desde el principio, sin que pudiera ampararse en la falta de comunicación para hacer uso de las facultades que le otorga el artículo 12 LCS, o en su comunicación para, por ejemplo, modificar el contrato, e incluso resolverlo porque ya no le interesara seguir cubriendo a alguien que se había puesto enfermo. Esta es una cuestión que, afortunadamente, ya no puede discutirse.

Pero,

¿qué ocurre con el empeoramiento en la situación patrimonial del asegurado, cuando ésta se deteriora seis meses después de la contratación del seguro?

¿Hay que comunicárselo a la aseguradora, al tratarse de la agravación de una circunstancia incluida en su momento en el cuestionario? Formalmente, el artículo 11 sólo excluye de la obligación de comunicar, las agravaciones relativas al estado de salud, por lo que una conclusión inmediata llevaría a pensar que hay que comunicar los bajones económicos, pues pueden hacer más probable la muerte (por suicidio). Sin embargo, creo que esta conclusión es equivocada, pues, de admitirse, el seguro de vida perdería totalmente su razón de ser. El seguro de vida se contrata en todo caso para dejar en mejor situación patrimonial al beneficiario en caso de muerte del asegurado, como alternativa a otra inversión financiera. Si los empeoramientos de orden económico del asegurado son agravantes que deben ser comunicados conforme al art. 11, el seguro sólo daría seguridad al asegurado que no sufriera reveses económicos, pues el asegurado que los tuviera y los declarase, podría verse sin seguro o con una prima más alta (art. 12.1 y 12.2 inciso inicial LCS), y el que no los declarase, con que la inversión que ha hecho pagando las primas no sirve para nada, pues sus beneficiarios podrían verse sin prestación (en aplicación del art. 12.2 inciso final LCS).

Esta conclusión es absurda y contraria a la propia finalidad económica de este seguro. Por ello estimo que, aunque el empeoramiento de la situación patrimonial no sea, como el del estado de salud, algo previsible y asumido por ambas partes cuando se asegura el riesgo de muerte, debe ser equiparado jurídicamente al estado de salud, de manera que las falsas declaraciones sobre el estado patrimonial inicial sean relevantes a efectos del artículo 10 -al igual que las relativas al estado de salud-, pero los cambios en dicho estado no se consideren agravaciones del riesgo que hayan de declararse a efectos del artículo 11. Otra conclusión supone dejar sin sentido el seguro de vida.

Conclusión

Volviendo al caso que motivó estas reflexiones: la causa por la que esta persona se suicidó no tiene relevancia jurídica, al no haberse probado que informara mal a la aseguradora sobre su situación patrimonial (ni sobre otras cuestiones), animándola a asumir un riesgo que, de haber conocido la situación inicial, no habría asumido. Es más, procede añadir, para terminar, que la falta de veracidad en la declaración sobre una circunstancia relacionada con el riesgo (e incluida en el cuestionario) libera al aseguradora de su obligación, aunque no tenga ninguna influencia causal sobre la producción del siniestro, porque lo que importa es que la información omitida pudiera haber influido en la valoración del riesgo, no que influya o no en la producción del siniestro.


La Muerte de Marat, Jacques-Louis David, Museo Real de Bellas Artes, Bruselas