Por Juan Antonio García Amado

¿Por qué se considera que se deben argumentar las decisiones jurídicas, o al menos algunas?

La primera observación ha de ser que, en nuestra cultura jurídica y en nuestro tiempo, no todas las decisiones jurídicas deben ser argumentadas. Se pide tal cosa de las decisiones judiciales y de algunas otras (ciertas decisiones administrativas, v. gr.), pero no, por ejemplo, de las decisiones legislativas. El porqué lo entenderemos mejor cuando hayamos explicado el punto central de este apartado, que versa sobre tipos de racionalidad.

En nuestras vidas tomamos decisiones continuamente. Algunas de tales decisiones solo conciernen de modo directo o relevante al sujeto que decide. Por ejemplo, es posible que tal sea el caso cuando alguien que vive solo y está solo en ese momento, opta por ducharse con agua fría en lugar de agua caliente. Si se le pidieran explicaciones de por qué lo hace así, la mayoría pensaríamos que no tiene por qué darlas si no le apetece, y él mismo, si se anima a explicarse, no hará mucho más que afirmar que es simplemente porque le gusta más o porque de esa forma se despierta mejor.

Justificar ante otro lo que de modo directo o relevante sólo a uno afecta, es algo que se puede hacer por cortesía o especial deferencia, pero por lo común ni nos sentimos obligados a dar cuentas ni se nos reprocharía que no lo hiciéramos. Es más, a menudo ni uno mismo se molesta en explicarse a sí mismo esas elecciones o no es capaz de dar con argumentos de fondo, y se conforma con entender que cada cual es como es, tiene sus gustos o está al albur de mil circunstancias que se le imponen y no controla. Yo sé que no suelo comer hígado porque no me gusta, pero desconozco cuál será la causa de que no me guste, aunque bien poco me importa ese desconocimiento.

Es diferente cuando las decisiones que tomamos conciernen o afectan de modo directo, inmediato o próximo a otras personas. Ese afectar o concernir puede ser de múltiples maneras, y no merece la pena pararse aquí en clasificaciones y supuestos. Para lo que nos importa, baste señalar que algunas de esas decisiones sobre la acción, la situación o la vida de los otros requieren justificación expresa y otras no.

Argumentar es simplemente eso, dar razón expresa de algo que se afirma o se prefiere. Al decir “de algo que se afirma o se prefiere”, ya estamos diferenciando dos campos separados, aunque no desconectados: el del conocimiento y el de la acción. O, en terminología también usual, el de la razón teórica y el de la razón práctica. No son los únicos, pero son los que más nos interesan aquí ahora. Veámoslos.

Yo puedo afirmar que “todos los osos que existen son de color pardo”. Con esa afirmación ni estoy exponiendo lo que me gusta o me disgusta ni estoy pretendiendo (con esta mera afirmación, repito) que alguien haga o deje de hacer algo, tome tal o cual opción de conducta. Simplemente estoy diciendo algo sobre el mundo exterior a mí y no dependiente de mí. Es diferente si yo afirmo que “me gusta comer carne de oso”, pues en ese caso hablo de mí, de un gusto mío. Si alguien me pidiera razones justificativas de esa preferencia personal mía, podría tranquilamente contestar que esas cosas del gusto y la sensibilidad son como son, misteriosas más que nada o dependientes de factores que uno mismo no controla en absoluto o apenas, y que, en suma, sobre gustos no merece la pena discutir. Si no hay nada que discutir, no hay nada que argumentar.

Pero lo que yo había dicho era esto otro: “Todos los osos que existen son de color pardo”. Sobre eso sí que se me puede pedir explicaciones. Pedirnos explicaciones de una afirmación así equivale a preguntarnos por qué sabemos o creemos que es verdad, que es cierto eso que sostenemos. El “sostén” de lo que mantenemos son las razones en que lo apoyamos. Si mi respuesta es un simple porque sí, o porque yo lo digo, estaré desautorizando cualquier pretensión de verdad de mi aserto, aserto que ya no habrá por qué creerme. Si no sé explicar por qué afirmo eso que sobre algo del mundo exterior afirmo, mi afirmación tendrá a los ojos de mis interlocutores capaces tanto valor como si digo exactamente lo contrario, como si mantengo que “ninguno de los osos que existen son pardos”. Da igual, porque cuando lo que en la comunicación intersubjetiva se ha de dirimir es la verdad o falsedad de una afirmación sobre el mundo, lo que más cuenta son las razones con las que lo afirmado se respalda, razones que han de ser objetivas y demostrativas. Aquí nos estamos moviendo en los márgenes del conocimiento, de la razón teórica. Y las razones de la razón teórica, las que aquí importan, son de ese tipo, razones objetivas y demostrativas.

El valor de ese tipo de afirmaciones, referidas al mundo de los objetos, los seres y los estados de cosas es un valor directa o inmediatamente informativo. Mi afirmación sobre los osos vale, como tal afirmación, lo que tenga de verdad. Por eso para ponerla en valor, si me la cuestiona quien puede o es capaz de hacerlo, habré de respaldarla con las razones pertinentes. Otra cosa es que, a su vez y en función de ese valor informativo, mi afirmación sea importante como base o apoyo para la toma de algún tipo de decisión práctica; por ejemplo, para que yo decida si invierto o no en una granja de osos verdes el dinero que por e-mail me pide un supuesto príncipe nigeriano que me asegura que tiene un par de ejemplares de oso verde, macho y hembra, y que podemos hacernos multimillonarios los dos en cuanto yo ponga los miles de euros que a él le faltan para montar el negocio.

A su vez, también de normas o decisiones de las que enseguida explicaremos como propias de la razón práctica se puede hablar con un sentido informativo, aunque ésa no sea su función directa o inmediata. Por ejemplo, alguien puede preguntarme si en el país X está o no penalmente castigado el aborto voluntario y yo puedo contestarle que sí. Si me interroga mi interlocutor acerca de por qué lo sé, puedo mostrarle la gaceta oficial de ese Estado o cualquier otro documento o testimonio acreditativo. Si yo le solicito a él la razón de su pregunta, cabe que me haga saber que está redactando la parte de Derecho comparado de su tesis doctoral sobre el delito de aborto, y que nada más que por eso quería saberlo, pues ni conoce a nadie de ese país ni piensa acercarse por él para nada. Hemos estado hablando de normas sin poseer nosotros ningún interés normativo y guiados únicamente por el afán de saber. Porque el saber sobre normas, como tal saber, es saber, no es norma. Parece una perogrullada, pero por culpa de perogrulladas así corren ríos de tinta entre teóricos del Derecho más o menos ociosos o perversos.

Otras veces,  informo aparentemente sobre una norma, pero lo que me mueve es la intención de determinar o influir en el comportamiento de otra persona. Por ejemplo, cuando yo le digo a mi hija pequeña que está prohibido cruzar la calle con el semáforo en rojo, estoy, a la vez, dándole una información y queriendo que ella acate la norma que le muestro. La intención del hablante es, por tanto, determinante de la índole del discurso en que nos encontremos, si bien esa intención ha de quedar bien patente en el contexto comunicativo: mi hija ha de entender que quiero algo más que darle la noticia de que en nuestro sistema jurídico rige la norma con aquella prohibición. En otras ocasiones, aunque la forma de mi enunciado es aparentemente informativa, la intención determinante es normativa, práctica. Llegamos mi hija y yo a un cruce en la calle y le digo: “El semáforo está en rojo”. Le brindo una información, sí, pero para que no cruce, para recordarle que ahora y en esta circunstancia, no debe cruzar.

Llevamos miles de años de Filosofía y, al menos, siglo y poco de filosofía analítica. Pero en materia de actos de habla y de sus tipos, presupuestos e implicaciones, está casi todo por hacer. También la Teoría del Derecho viene de largo, y la teoría de las normas jurídicas y de sus elementos, tipos y presupuestos resulta de una simpleza que da rubor; así que no estamos los iusfilósofos para hablar demasiado alto o escupir muy arriba. Cierto es igualmente, para decirlo todo, que alguno que otro que se tomó muy a pecho esas tareas, sea la de catalogar los tipos de actos de habla, sea la de clasificar los tipos de normas, se volvió tarumba y tuvo que dejar el trabajo a medias. Quizá rija una maldición sobre el que se aventure por tales vericuetos teóricos.

El sorprendente párrafo anterior viene a cuento de que ya se nos estaba complicando demasiado el panorama, pues teníamos que sobre normas se puede también informar y que una veces lo hacemos nada más que para que algo sobre una norma meramente se sepa, y otras con el ánimo de influir en el modo de conducirse de los demás. Y también pasa en ocasiones que aparentemente nos limitamos a hacer saber algo que pasa ahí fuera, en el mundo de los hechos, pero lo que intentamos es que nuestro interlocutor haga algo. Cuando mi mujer va a salir de casa y yo le grito que va a llover, no trato de emular a ningún meteorólogo, sino que le pido o le aconsejo que coja el paraguas y se lo lleve con ella.

Tratemos de retornar, si es que aún podemos, a lo que aquí nos importa. Asumamos que, cualquiera que sea su forma sintáctica o su manera de enunciarse, proferimos comunicaciones de esos dos tipos, informativas o normativas, en el ámbito de la razón teórica y en el de la razón práctica. En lo que viene, quedémonos nada más que con estas últimas.

Tenemos una primera peculiaridad muy interesante. Hace un momento vimos que si yo afirmo algo sobre el mundo (que todos los osos son de color pardo, por ejemplo) y, ante la duda que sobre la verdad de lo que yo digo me plantea alguien que puede hacerlo, no doy razones que respalden lo afirmado, probando o demostrando, haciendo verdadera, probable o verosímil (según de qué estemos hablando y qué grado de certeza quepa en ese campo del conocimiento) mi afirmación, ésta pierde todo su valor. En cambio, cuando de lo que hablamos es de normas y lo hacemos no meramente para informar, sino para influir en alguna medida sobre la conducta de los demás, no ocurre lo mismo. ¿Nunca? Depende, y vamos a verlo.

Todo depende de en qué medida se combinen, en el ámbito normativo de que se trate, autoridad y libre ponderación de razones. O, precisando más -y lo iremos explicando despacio en lo que sigue-, todo depende de cómo se combinen tres elementos: autoridad, libre ponderación de razones y reflejo sobre la autoridad del resultado de esa ponderación de razones. Vamos con las explicaciones y los ejemplos.

Distingamos situaciones posibles, aunque sea sin un enfermizo ánimo de exhaustividad.

Un capitán ordena al soldado que avance por aquel camino

El soldado no puede replicar que por qué y que a ver qué razones hay para que su superior prefiera el avance en esa dirección y no en otra. Es que para eso es su superior, para poder ordenarle sin que el otro tenga ni derecho a hacerle preguntas ni razón siquiera para plantearse a sí mismo si conviene obedecer o no. A los soldados se les entrena en la obediencia, y ese ejército será mejor (en términos funcionales o de eficacia, no hablamos ahora de calificaciones morales) cuanto más ciega sea esa obediencia. El superior representa para el inferior pura autoridad. Igual que al soldado el valor se le supone -dicen, aunque nunca he entendido por qué-, al superior se le supone la capacidad, la competencia para mandar lo que más importe. A posteriori podrá juzgarse si tal general organizó bien la estrategia o tal sargento dio a los soldados que mandaba las órdenes más acertadas, pero ya se estará en otra cosa, ya no en el contexto normativo y operativo que hace que la orden del militar tenga el valor que tiene: el de autoridad que excluye, por parte del destinatario, cualquier ponderación de razones destinada a evaluar positiva o negativamente el mandato recibido. O podrá hacerse eso en el fuero interno de cada soldado, pero no hay espacio institucional para la argumentación: está institucionalmente y normativamente excluida. Y tiene sentido que así sea en algunas actividades, pues si antes de cada batalla hubiera que hacer una asamblea para buscar el consenso de toda la tropa bajo los presupuestos normativos de la comunidad ideal de habla, ganaría siempre el enemigo, y especialmente si el enemigo obedece y dispara mientras los nuestros discuten.

La legitimidad del legislador

En los Estados (y en los órganos normadores internacionales lo mismo, pero no nos compliquemos con lo accesorio) los legisladores también mandan para ser obedecidos y sin tener que aportar explicaciones ni admitir discusión de sus órdenes por los destinatarios. Por mucho que en ciertas épocas -como ahora- se ponga de moda que las leyes vayan introducidas por prolijas exposiciones de motivos en las que el autor se deshace en justificaciones y parabienes, eso no es más que un lubricante como el que acompaña a ciertos objetos que se venden en determinados comercios. Se nos quiere ayudar o animar a obedecer, pero con la boca pequeña, pues el que tales explicaciones introductorias no nos convenzan no se considerará razón admisible para que desobedezcamos. Es como la arenga que el oficial lanza a su tropa antes de dar la orden de asaltar las casamatas del enemigo: excitante prosa que animará más al ya convencido y que no será alivio para el escéptico. ¿Entonces es el legislador como un general de un ejército del que nosotros, ciudadanos de a pie, somos personal de tropa? Más o menos, pero algo habrá que matizar. Todo depende, más que nada, del tipo de legitimidad de que esté imbuido ese legislador que nos da órdenes mediante sus leyes.

Si nos referimos a una dictadura y es el dictador quien tiene (auto)atribuida la competencia legislativa o son sus delegados los que como legisladores la ejercen o si se hace una pantomima electoral para que sean sus secuaces los que bajo apariencia democrática hagan las leyes, el parecido con el orden jerárquico de los ejércitos se acentúa. O con cualquier otro ámbito en el que la autoridad se ejerza por razón de la superior condición del que manda y la obediencia se fuerce por ser vos quien sois. Por mentar otro ejemplo, así era como funcionaban antaño las relaciones paterno-filiales o de ese tipo era la “autoritas” del marido sobre la esposa. El que mandaba tenía algo que a los otros les faltaba y que a él le hacía superior por definición, sea el saber supuesto, sea una virtud más alta o sean cualesquiera atributos físicos, intelectuales o morales que se le presumieran con presunción inapelable. Igual es en las dictaduras. Por eso, cuando la de Franco en España, la Iglesia lo sacaba bajo palio y las monedas llevaban la leyenda de “Franco, caudillo de España por la gracia de Dios”. Si ha sido Dios mismo el que lo ha señalado para dirigir la nación, a ver quién y con qué legitimidad le tose. Tal sucedía también, clásicamente, con la legitimación divina de los reyes, y tal ocurre con cualquier forma de legitimación fuertemente metafísica del legislador, como cuando es un dictador al que se le tiene por suprema encarnación de las virtudes de la raza y de los intereses del Volk, aunque sea un enano histérico, ridículo, ignorante y mas feo que Picio, como aquel tal Adolfo en el que se miraban los buenos mozos arios cuando perdieron el seso y la vergüenza.

Un legislador así legitimado es autoridad por antonomasia y ningún sentido tendrá solicitarle que, argumentando, se justifique ante sus súbditos por el contenido de los mandatos que les dirige. Por eso, precisamente, son súbditos sus súbditos.

Pero las normas que nacen del legislador democrático del más puro Estado constitucional de Derecho tampoco valen por las razones con que su autor las defienda o pudiera defenderlas, si tuviera ganas de hacerlo. Valen como jurídicas, son Derecho, y en esa condición -y sólo en ésa-obligan, contienen obligaciones jurídicas (no obligaciones morales ), porque provienen de ese legislador que es depositario de la competencia legislativa que el propio sistema jurídico le atribuye. Que luego, como hemos dicho, el legislador se finja cercano porque se aviene a fundamentar sus órdenes en farragosas exposiciones de motivos, ni quita ni pone. Si yo no estoy de acuerdo en modo alguno con la norma que tipifica y castiga como delito tal o cual comportamiento, no me servirá de excusa para evitar el castigo el decir que aún no me lo argumentó bastante el que hizo la norma o que todavía no estoy del todo convencido y que en lugar de castigarme mejor sería que me hablaran otro rato. Por consiguiente, ni en las dictaduras ni en las más exquisitas democracias son las razones del legislador las que hacen la ley obligatoria, racional o justa. En todas partes es la legislación un ejercicio de autoridad basado en una atribución de tal competencia por el mismo sistema jurídico-político de que se trate.

¿Entonces nada cambia de un sistema a otro? Sí, alguna diferencia hay, aunque sea sutil, y para captarla hemos de echar mano de una tercera noción, junto a las de autoridad y competencia: la de legitimidad. Tiranías y democracias de Estado de Derecho tienen en común el que el legislador está revestido por el propio sistema político-jurídico de una autoridad que es base de la obligatoriedad (jurídica) de sus normas, convenzan éstas o no a sus destinatarios, les gusten o les disgusten. La diferencia entre tiranías y democracias se halla en que en estas últimas la persona (las personas) del legislador (las que ocupan el poder legislativo y desempeñan en él el papel institucional correspondiente) no tienen nada de particular: ni se presumen mejores ni más sabias ni más virtuosas ni más inteligentes, son enteramente del montón, como cualquiera. En cambio, ya sabemos que en las tiranías el legislador es un tipo que se pinta de superior al común de los mortales.

Razones y argumentaciones

Ahora tratemos de dar cuenta de lo mismo, pero hablando al fin de razones y argumentaciones. Cuando en democracia y en Estado de Derecho hablamos del legislador, las razones que importan no son las de por qué ha parido tal o cual ley con ese contenido, sino las de por qué los legisladores son Fulano y Mengano, en lugar de Zutano y Perengano. Puesto que somos nosotros, los ciudadanos, los que -al menos en el diseño ideal del sistema- entre todos y en procesos abiertos a la participación libre e informada, decidimos en quiénes delegamos la capacidad para legislar a título de representantes nuestros, está ahí, en el proceso político que surte de personas la institución legislativa, el lugar para la argumentación, para el toma y daca de razones. Esa argumentación, naturalmente, será una argumentación política, en el mejor y más amplio sentido de la palabra.

Lo que legitima al legislador democrático y da un tinte más aceptable (en términos de legitimidad o de razones para la aceptación de la compulsión que supone, no en términos de aceptabilidad moral) a su obra, la ley, es que su autoridad proviene de nuestros acuerdos y esos acuerdos se alcanzan en un contexto de argumentación sobre nuestros intereses, nuestras conveniencias y nuestras necesidades. Y como ese acuerdo ni puede nunca ser pleno ni se puede esperar eternamente a que se haga verdad sobre la tierra la situación ideal de diálogo, nos quedamos con el menor de los males: nos ponemos de acuerdo en que, a falta de acuerdo de todos, legislen y gobiernen los más, aunque respetando con mimo a los que hoy son minoría y pueden sacarnos de algún atolladero al hacerse mayoría mañana. Así que no necesitamos abandonarnos a la estúpida fe en seres prodigiosos o en designios divinos. Nos bastan nuestros puntuales y prosaicos arreglos, pues, como ha señalado aquel excelente pensador que se llamaba Michael Oakeshott, la política no es más que el arte de ir componiendo arreglos para nuestros conflictos, poniendo parches para nuestras averías sociales, no el arte de traer a la tierra el reino de los cielos o de construir aquí paraísos, arcadias y pendejadas de ese calibre.

¿Volvemos a la comparación con los ejércitos? Pues esto de la democracia sería como si fuesen los soldados mismos los que escogiesen a sus mandos después de debatir sobre sus valores y destrezas. Luego les tocaría obedecer en la batalla y no andar preguntando por razones a cada paso. Con los ejércitos creo que no se ha probado tal sistema, al menos en época moderna, pero con los legisladores sí, no ha ido del todo mal; al menos por comparación con los desastres de la competencia.

¿Y los jueces por dónde andan?

Ya vamos a llegar a la argumentación jurídica y su mejor destino. Es a los jueces a los que muy especialmente pedimos que argumenten mucho y bien. Esto es, que de sus fallos den razones suficientes, pertinentes y convincentes. ¿Por qué ellos? ¿Acaso no es autoridad también la del juez y no van sus resoluciones a misa para las partes, igual que a misa van las leyes para sus destinatarios ? Lo que sucede es que sobre las decisiones de los jueces tenemos otras expectativas, por lo que les aplicamos diferentes y superiores exigencias en términos de racionalidad. O, más claramente expuesto: al legislador la no arbitrariedad se la presumimos y, en virtud de esa presunción, damos por sentado que no va a buscar su interés, sino el nuestro, que no va a obrar por su personal capricho, sino por la misión que le hemos encomendado al apoyar el programa político con el que se aupó (lo aupamos) a su puesto. Esa presunción en las tiranías se basa en las bobas virtudes taumatúrgicas con que el legislador (o quien lo designa) aparece disfrazado, y en democracia en que, al fin y al cabo, somos nosotros los que hemos acordado ponerlo ahí y se supone que lo habremos buscado honesto y/o que le retiraremos nuestra confianza y no renovaremos su mandato si nos defrauda por desleal.

En cambio, ni tenemos ese control sobre las decisiones de los jueces, ni encontramos en su persona, su formación o su forma de designación base ninguna para presumirlos honestos y entregados sin falta a nuestro servicio, al mejor servicio de la sociedad. De ahí que al juez la ausencia de arbitrariedad no se la presumimos, sino que la rectitud de su intención y lo apropiado de su juicio queremos que nos la acredite en cada sentencia: lo obligamos a motivar sus sentencias y, además, no nos vale que lo haga de cualquier forma; ha de argumentarlas como es debido.

En el dibujo del moderno Estado de Derecho, liberal y democrático, hay desconfianza frente a los jueces, igual que se confía en el legislador, que, a fin de cuentas, somos nosotros o de nosotros depende de modo más directo. O así era el plan, recaídas aparte. La última, en época muy reciente, viene por la acción combinada de, por un lado, unos partidos políticos que, convertidos en maquinarias de poder perfectamente desideologizadas y dispuestas a venderse al voto más barato y menos ilustrado, desacreditan y dinamitan nuestro sistema político; y, por otro lado, de una doctrina jurídica y política que en lugar de empeñarse en la reparación del sistema y la restauración de un Estado que lo sea de Derecho y de una democracia que lo sea de la gente, vuelve a confiar en derechos naturales y morales asentadas en la fe y la más rancia metafísica, y a echarse en brazos de profetas y mesías, de cualquiera que asegure que sí sabe a ciencia cierta qué es el bien y dónde está lo justo. Con la paradójica consecuencia de que mientras estos profesores de iusmetafísica piensan que sólo los jueces virtuosos pueden salvarnos de los desvaríos del perverso legislador democrático, son aquellos partidos que se han adueñado de la democracia y colonizado de mala manera y con malas artes el poder legislativo los que nombran a o controlan la selección de esos jueces llamados a salvarnos… de esos que los designan. Con lo que, naturalmente, los altos tribunales cada vez lo son más de este o aquel partido político, y los muy críticos e idealistas profesores sólo discrepan del gobierno de turno mientras de él no reciben puesto o encomienda bien pagada. Y así vamos tirando. Al fin y al cabo, bajo su pobre pero soberbia óptica, lo único que ha de hacer un gobierno para dar con la justicia, es ponerlos a legislar a ellos, que de ella son íntimos. Y problema resuelto: cuando el profesor legisla, poco importa el descrédito institucional o el caos procedimental, pues la legitimación ya será sustantiva o material: si legisla él, los contenidos de la ley serán justos por definición y eso es lo que más importa, al contrario de lo que piensan esos positivistas pasados de moda y tan descreídos, que ni a sus propias convicciones personales tienen por palabra de Dios.

Porque, crisis y degeneraciones al margen, en el Estado de Derecho moderno existe desconfianza frente a los jueces, se les somete a dos controles muy importantes. Uno: la vinculación a la ley. Que sus decisiones sean Derecho no supone que no haya más Derecho que lo que ellos digan. Dos: que motiven esas decisiones, que las argumenten.

¿Y para qué motivar, si ya están sometidos a lo que la ley disponga? Porque la ley (las normas jurídicas que tienen que aplicar) no determina por completo su decisión, sino que sólo pone el marco o límite externo de la misma; pues existe algo llamado discrecionalidad que es propio de la actividad judicial, elemento esencial y definitorio de la misma. Al menos para los positivistas. Ya que los positivistas piensan que el juez debe argumentar para convencernos caso a caso de que su discrecionalidad no degenera en arbitrariedad. Otros, los iusmoralistas de hoy, opinan que el juez debe argumentar para demostrar que ha dado con la única respuesta correcta y que, además, la ha encontrado en una parte del Derecho que no se estudia en las facultades de tal, sino que es aquella parte de la moral que es al mismo tiempo Derecho aunque no lo parezca o no se supiera antes de que el juez la trajera a colación.

Hay defensores y cultivadores de la teoría de la argumentación jurídica que opinan que el Derecho se mueve en el campo de la razón teórica y que argumentar en Derecho vale para demostrar verdades sobre el perfecto encaje del cosmos (la norma moral -de una moral objetiva-, la norma jurídica, los hechos del caso, las circunstancias sociales…; todo, logos, cosmos, physis y nomos de nuevo reunificados bajo el imperio de una razón abarcadora), y no para dar cuenta de las razones que mueven a quien, bajo insoslayable incertidumbre, decide lo que a otros afecta, es problema de ellos, de quienes así casan argumentación y teología, no nuestro. Nuestra teoría de la argumentación jurídica es de alcances más modestos y va unida a una noción de racionalidad más humana, más próxima, más de andar por casa: más real y realista.

(Continuará)