Por Miguel Ruiz Muñoz

 

Sobre el origen de las corporaciones medievales según E.H. Kantorowicz (y con la excusa de la STS de 24 de mayo de 2017 ECLI:ES:TS:2017:1991)

 

Introducción

 

Ernst H. Kantorowicz es el autor de un libro maravilloso que lleva por título Los dos cuerpos del rey (Un estudio de teología política medieval),

publicado en su versión original en inglés en 1957 (The King’s Two Bodies – A Study in Medieval Political Theology, Princeton University Press) y en castellano, entre otras, en la edición de Alianza Editorial, (Madrid, 1985), por la que nos manejamos. En todo lo que sigue nos limitamos a una mera transcripción de algunas de las ideas y argumentos desarrollados en la obra mencionada.

El autor con una erudición desbordante nos habla, entre otras muchas cosas, de los orígenes medievales de las corporaciones. Como es natural no se trata aquí, en este breve exordio, de indagar en profundidad en esta cuestión que nos supera, sólo aprovechamos la ocasión que nos brinda la reciente sentencia del Tribunal Supremo a la que hacemos referencia en el subtítulo, para sacar a la luz uno de los aspectos fundamentales que ha caracterizado a las Corporaciones desde sus orígenes y que lo sigue haciendo en nuestros días, que universitas non moritur. O dicho de otro modo, como nos dice Kantorowicz, que la corporación se caracteriza por su continuidad en el tiempo, porque lo esencial de todo cuerpo corporativo no es la pluralidad de personas reunidas en un cuerpo en el momento actual, sino una pluralidad en sucesión reforzada por el tiempo y a través de la mediación del tiempo. Y algo de esto es lo que en cierto modo podemos ver reflejado o al menos se evoca en la sentencia referida.

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Los dos cuerpos del rey: el rey nunca muere

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El libro al que nos referimos es una obra genial, un clásico en el sentido más pleno de la expresión, y con seguridad una obra maestra dentro del género de la historiografía de las ideas políticas. Se suele decir que la referencia en el título a los dos cuerpos del rey evoca a Cristo, por un lado, el Cuerpo natural, que es mortal y está sujeto a las dolencias de la Naturaleza y del Azar, así como a otras vicisitudes propias de los cuerpos naturales de los otros hombres (infancia, vejez, etc.); y por otro, el Cuerpo político o jurídico, que es un Cuerpo invisible e intangible, formado por la Política y el Gobierno, y constituido para Dirigir al Pueblo y para la Administración del bien común (incapaz de errar, de pensar mal, ni de concebir realizar una acción indebida), donde no cabe ni la Infancia ni la Vejez ni ningún otro Defecto o Flaqueza natural a los que el Cuerpo natural está sujeto. En definitiva un cuerpo que es inmortal. Los dos cuerpos forman una unidad indivisible, cada uno se contiene en el otro, pero es indudable la superioridad del cuerpo político sobre el cuerpo natural, no sólo porque es más amplio y extenso que el cuerpo natural, sino que en él residen fuerzas realmente misteriosas que actúan sobre el cuerpo natural mitigando, e incluso eliminando, todas la imperfecciones de la frágil naturaleza humana. Los juristas ingleses de la época de los Tudor recurren a la máxima latina <<la causa mayor absorbe a la menor>>, de uso común por los juristas medievales cuando se planteaba una cuestión relativa a una persona mixta o incluso una res mixta. De ahí que El rey nunca muere (rex qui nunquam moritur), así reza uno de los capítulos finales y fundamentales de la obra. Y, como nos dice Kantorowicz, no muere por la interacción de tres factores:

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La continuidad dinástica, el carácter corporativo de la Corona y por la inmortalidad de la Dignidad real.

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Lo primero, la continuidad dinástica constituye la perpetuidad de la dinastía (la dinastía, <la casa>, como entidad supraindividual comparable a una universitas <que nunca moría>: preservación del cuerpo natural). De este modo se supera la difícil y arriesgada fórmula bajomedieval del interregno (interrex) divino (regnis vacantibus: mientras no gobierne un rey, gobierna Cristo), que legitimaba una posición de señorío del papa durante el interregno en su calidad de vicarius Christi.

En segundo lugar, el carácter corporativo de la Corona, que hace que la corona constituya una ficción (sin llegar a la persona ficta en la que se convirtió el <Estado> de la Europa continental desde el siglo XVI en adelante). La Corona y el <cuerpo místico del reino> eran entidades comparables, si bien la primera hacía referencia a la prerrogativa y los derechos soberanos de aquellos que eran responsables de la comunidad entera, mientras que el corpus mysticum indicaba más la naturaleza corporativa y la continuidad del pueblo entero. Pues como se dijo posteriormente (1522), aunque válido con anterioridad, <<una corporación era un agregado de cabeza y cuerpo, y no una cabeza por sí sola ni un cuerpo solo>>. La Corona, nos sigue diciendo, hubiera estado incompleta tanto sin la cabeza, el rey, como sin los miembros, los magnates, pues sólo juntos ambos, completados por los caballeros parlamentarios y los burgueses (quiénes constituían los miembros era algo que dependía de la ocasión), formaban el cuerpo corporativo de la Corona que traducidos al lenguaje moderno significa Soberanía: el rey era <<la cabeza, el principio y el fin del Parlamento>>. La idea de gobierno organológico medieval en Inglaterra fue sorprendentemente larga y se evidenció por la existencia del cuerpo representativo del Parlamento (corpus morale et politicum). La Corona esta siempre presente individualmente en el rey, pero la Corona, en sí misma, también podía convertirse en algo cuasi-corporativo ad hoc, porque sirve a los propósitos de tributación, jurisdicción, o administración, y se hacía corporativamente visible cuando el rey portaba la insignia: <<en tiempo de Parlamento, donde nos como cabeza y vosotros como miembros nos hallamos unidos y entretejidos en un cuerpo político>> (Enrique VIII).

Y, finalmente, en tercer lugar, por la inmortalidad de la Dignidad real (Dignitas numquan perit o Dignitas non moritur). La Dignidad no apela sólo a un sentido moral o ético, como algo contrario a una conducta indigna, sino a la singularidad del cargo real, que descansaba individualmente sólo en el rey, pero que a su vez, por obra de los juristas medievales, sirve para construir una persona ficta (unidad ficticia), una <<corporación por sucesión>>, integrada por los que habían sido investidos sucesivamente de esta particular Dignidad (los predecesores) con los sucesores potenciales, de manera que todos se hallaban presentes e incorporados en el actual ocupante de la Dignidad. Pues bien, es a través de esta ficción, lo que probablemente constituye uno de los aspectos más reveladores del estudio de Kantorowicz, como se llega a la pluralidad de personas necesaria para constituir una corporación; si bien se trata de una pluralidad que estaba determinada exclusivamente por el Tiempo y no por el Espacio.

Esta naturaleza corporativa se completa con el paralelismo entre la Dignidad y el ave Fénix (Phoenix), que representaba generalmente la idea de inmortalidad (muere y renace de sus propias cenizas), pero que desde la perspectiva jurídica aportaba algo de mayor importancia como la singularidad y unicidad, porque la especie entera (genus) se conserva en lo individual. Mortal como individuo, aunque también inmortal por ser la especie entera: simultáneamente individual y colectiva porque la especie sólo producía un espécimen cada vez (<<otro, y sin embargo el mismo>> o <<heredero de sí mismo>>). De este modo la metáfora del Fénix ilustra con claridad la naturaleza o la personalidad dual de la Dignitas (del abad, obispo, papa o rey) que culmina en la <<Corporación unipersonal>> (Corporatio sole), que representaba simultáneamente a la especie inmortal y a la individuación mortal, al corpus politicum colectivo y al corpus naturale individual. En este sentido, nos sigue diciendo Kantorowicz, el papa o el obispo no eran corporativos per se: se transformaban en corporativos como los representantes únicos de su especie sólo en función del hecho de que algo supraindividual y perpetuo les fuese agregado, a saber, la Dignitas qua non moritur. De ahí que los contratos de los reyes suscritos sub nomine Dignitatis también obligasen al sucesor.

Hecho este breve excursus introductorio al objeto fundamental de la obra de nuestro autor, tanto a modo de presentación de éste y de aquélla, volvamos hacia atrás en el texto y busquemos el objeto principal de nuestra pesquisa que es la corporación o universitas, que constituye en buena medida el sustento intelectual de la máxima mencionada: el rey nunca muere.

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La continuidad: presupuesto básico de las corporaciones

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La idea de continuidad, que probablemente constituye un aspecto central del origen de las corporaciones, hunde sus raíces en la doctrina aristotélica de la <<eternidad del mundo>> y su interpretación averroísta más radical, una cuestión sobre la continuidad perpetua que, según nos dice nuestro autor, se convirtió en la Baja Edad Media en un problema filosófico de primer orden. Téngase en cuenta que de este modo se pasa de la idea de Tiempo finito (Fin del Mundo) de San Agustín (Las Confesiones: Libros X y XI) a un tiempo infinito (un continuum), y por tanto a una cierta equiparación con la Eternidad de Dios. Y esto supone un importante cambio moral, porque de este modo el Tiempo deja de simbolizar la caducidad y la Muerte y pasa a ser un elemento vivificante, un símbolo de duración interminable, de Vida. Así se llega a la inmortalidad, no del individuo que es mortal, pero sí a la inmortalidad de los géneros y las especies que el individuo mortal representaba, y así se llegaba a decir cosas como que: <<La Verdad era hija del Tiempo>>  o también <<Nótese que los muertos viven a través de la gloria>>. Se llega hasta el punto de entender que la fama mundana (perpetuandi nominis desiderium) cobra sentido, porque conduce a una eternidad secularizada, por mucho que esta eternidad no fuese la agustiniana de <<un Ahora siempre quieto>> (nunc semper stans), atemporal e inmóvil de Dios, que no conocía el pasado ni el futuro; sino un tiempo mutable, fluido y constituido por momentos permanentemente sucesivos. La gran pregunta que se plantea a continuación es cuál es la naturaleza de la nueva Eternidad secularizada, resuelta por la filosofía escolástica, que añade a la dualidad agustiniana (Eternidad y Tiempo) una tercera categoría: el aevum (evo, era). Se trata de una categoría de Tiempo infinito e interminable, con pasado y futuro, que participaba tanto de la Eternidad como del Tiempo y que llego a ser definido como algo <<situado en el punto medio entre la aeternitas y el tempus>> (Santo Tomas).

Situados ya ante estas tres categorías, estaba claro que la Eternidad se identificaba con Dios y el Tiempo con el hombre, mientras que el aevum fue asignado a los ángeles. Esto último puede resultar hoy bastante extraño y hasta extravagante, pero no para la época, porque según las investigaciones angelológicas del momento los ángeles son seres <<eviternos>> situados entre Dios y el hombre. Se aproximan al hombre porque son seres creados, pero no participaban del Tempus transitorio del hombre, porque eran seres eternos, incorpóreos, inmortales, sobrevivientes al Día Ultimo. Pero al ser seres creados su eternidad tenía un Antes y un Después. Constituían un puente entre la Eternidad atemporal y el Tiempo finito. Como nos dice Katorowicz, no extraña que al fin los colectivos personificados de los juristas, especies inmortales desde el punto de vista jurídico, mostrasen todos los rasgos que se atribuían en general a los ángeles: las personas fictas legales se presentaban como los parientes más próximos de las ficciones angélicas. En definitiva, se acepta otro aspecto del Tiempo, de su transitoriedad se pasa a su continuidad e infinitud. Pero según nos dice nuestro autor no debe ser visto esto como una revolución, sino más bien como una revalorización del Tiempo.

Pues bien, sin perjuicio de que las doctrinas aristotélicas y averroístas influyesen en las generaciones venideras, y al parecer de Kantorowicz la huella es inconfundible, lo cierto es que son las necesidades de la práctica de los reinos y comunidades los que llevaron a la ficción de una continuidad casi infinita (pero mucho menos filosófica) de las instituciones públicas. Esta continuidad institucional, de inspiración jurídica en los dos Derechos (el romano y el canónico), se manifiestan tanto en la máxima de la inalienabilidad del dominio real, como en la idea de un fisco impersonal <<que nunca muere>>. Y de ahí se extendió a otros aspectos de la técnica diaria de la administración pública, financiera y legal. Ejemplos que ilustran lo anterior se ven reflejados en  materia impositiva con el paso del carácter extraordinario y ad hoc, por razón de ciertos acontecimientos privados irrepetibles (un rescate, investidura del primogénito, la dote de la hija mayor) o públicos (casus necessitatis: la defensa del reino), a la imposición fiscal anual y permanente en este último caso. De manera que ya no depende de un acontecimiento sino del Tiempo. El casus necessitatis se convierte en fundamento de la tributación, primero por razón de las emergencias que vienen principalmente del exterior (incursión hostil, rebeldes, etc.), después por las necesidades presupuestarías internas de toda administración. Así surge la nueva ficción de la perpetua necessitas, que supone el paso de la necesitas in actu a la necesitas in habitu. Esta evolución se observa también en las relaciones diplomáticas, donde se pasa de las delegaciones extraordinarias a los representantes permanentes; y en otros aspectos administrativos, como la costumbre de inscribir todos los actos administrativos en registros permanentes. Insiste nuestro autor en que son las necesidades prácticas las que provocan los cambios institucionales que presumen la ficción de una continuidad interminable de los cuerpos políticos. Pero igualmente insiste que no puede negarse que las técnicas existentes del gobierno se apoyaron en el pensamiento filosófico y las teorías legales que desde muchos ángulos penetraron en la administración pública.

Por otro lado, la continuidad se ve reflejada también en el pueblo y en el Estado. La creencia en la sempiternidad del Imperio Romano, nos dice Kantorowizc, no era una cuestión dogmática, sino con sustento en ciertos textos bíblicos, en donde se pasa de dicho Imperio Romano a la monarquía de Cristo, cuyo primer vicario había sido, aunque sin saberlo, el emperador Augusto. De este modo, con la venida de Cristo, del Imperio Romano se llega al Imperio de Cristo, lo que reafirmaba que el Imperio es para <<siempre>> (Imperium semper est), y a que la Iglesia nunca muere y es para siempre al igual que el Imperio. Y algo muy similar sucede con el pueblo (populus qui non moritur), que los glosadores sustentan en la continuidad e invariabilidad de las formas: <<Nótese cómo allí donde no cambia la forma de una cosa, no cambia la cosa>>. Aunque en realidad provenía de la perpetuidad de la maiestas populi Romani (Roma ciudad eterna) proclamada en la Lex regia y acogida en las obras jurídicas de todos los países europeos. Se produce por tanto la transferencia a las naciones y comunidades de Europa en general de esta idea de la majestad perpetua del pueblo que tenían los romanos: <<movimiento en cascada>> desde el imperio a los regna y civitates. La doctrina anterior de la perpetua identidad de las formas a pesar de los cambios cobra mayor fuerza en las obras de los posglosadores en virtud de las máximas aristotélicas. A los juristas les resulta de gran utilidad las nociones aristotélicas para defender la perpetuidad de los cuerpos políticos y la inmortalidad de las personas fictas. La doctrina de la inmortalidad y la continuidad de los géneros y las especies era prácticamente indispensable, puesto que a los juristas les resultaba muy conveniente identificar los cuerpos corporativos inmortales, y otros colectivos, con especies.

Resumiendo, como lo hace Kantorowicz, la continuidad del pueblo y del Estado provenía de muchas fuentes, y puede decirse que en general la teoría seguía a la práctica. La técnica administrativa existente, sin otras dependencias filosóficas, desarrollo sus propios patrones de continuidad. Pero la teoría fue válida en otros aspectos. La perpetuidad del pueblo romano se transfiere a todos y cada uno de los pueblos legalmente. Y, finalmente, las doctrinas aristotélicas y averroístas trajeron consigo una conciencia de la perpetuidad <<natural>> en un sentido filosófico, por la cual el dogma relativo a la eternidad de los géneros y las especies resulto ser especialmente útil a los abogados que defendían, por razones puramente jurídicas, la continuidad de los cuerpos colectivos y la inmortalidad de los universales y especies jurídicas.

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Universitas non moritur: la corporación como <<pluralidad>> en sucesión

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Según Kantorowicz, los juristas medievales acudían frecuentemente al vocabulario de la filosofía escolástica, y se movían libremente entre las fronteras de la teología, la filosofía y la jurisprudencia, y aplicaban con mayor o menor eclecticismo, la matriz escolástica para expresar sus propias ideas. Así las personas <<ficticias>> o <<intelectuales>> de los juristas son difíciles de distinguir de aquellos Universales que los nominalistas gustaban de llamar fictiones intellectuales. Aunque al parecer lo cierto es que las nociones jurídicas no coincidían exactamente con las escolásticas (Gierke). Por lo que se refiere a la personificación de las ciudades (caso de Bolonia), los juristas siguen la tendencia de los escolásticos en la formación de nociones abstractas, de modo que entre la communitas o universitas genérica por un lado, y la comunidad individual de Bolonia compuesta por ciudadanos mutables y edificios perecederos por otro, surgía una tercera entidad diferente de ambas, una entidad inmaterial e invariable, no carente de individuación, que existía en un aevum y que denominan universitas corporativa (persona jurídica o comunidad personificada). Esta tercera entidad, aunque incorpórea, representaba, al igual que los ángeles, las especies y la individuación simultáneamente. A estas personificaciones de las ciudades (comunidades o reinos) el pensamiento jurídico sólo les otorga un cuerpo invisible, a diferencia de las diosas antiguas de las ciudades en sus epifanías, pero era un cuerpo inmortal y perpetuo precisamente por ser invisible: por ser el cuerpo de un ser inmaterial. No se trataban de personificaciones <<antropomórficas>> clásicas, sino que muy de acuerdo con el pensamiento medieval eran personificaciones <<angelomórficas>>. En definitiva, la comparación estructural de las corporaciones jurídicas había que hacerla más con los ángeles cristianos que con las diosas paganas.

En el lenguaje jurídico el término universale no era nada ambiguo: era sinónimo del término técnico general que los primeros glosadores definían como <<un conjunto o colección de una pluralidad de personas en un cuerpo>>. Y así en esta noción de universitas podía tener cabida el mundo entero, los reinos o las ciudades. Pero antes que los civilistas ya los canonistas habían aplicado la noción jurídica de universitas a los varios collegia eclesiásticos (cabildos, congregaciones y otros) y a la Iglesia entera. Y es así hasta el punto de que a estos collegia eclesiásticos se les castiga y excomulga como si fuesen verdaderas personas, ante lo que reacciona Inocencio IV en el Concilio de Lyon (1245), donde prohibió la excomunión de una universitas o collegium alegando que (como, por ejemplo, un cabildo, un pueblo o una tribu) son sólo <<nombres del Derecho>> y no de personas, y los nombres no pueden ser objeto de excomunión. De manera que una universitas era una persona sin cuerpo, un puro nomen intellectuale y una cosa incorpórea que no podía ser condenada porque carecía de alma, ni decapitada porque carecía de cuerpo. En definitiva la universitas personificada era sólo una imaginaria <<persona representada>> (persona repraesentada) o una <<persona ficticia>> (persona ficta).

Pero a pesar de esta visión negativa de la universitas lo cierto es que la definición posibilitó su tratamiento (toda pluralidad de hombres reunidos en un cuerpo) como una persona jurídica, y así de distinguir claramente a esa persona jurídica de cualquier otra persona natural dotada de cuerpo y alma, incluso de darle el tratamiento jurídico de persona a una pluralidad de individuos. La calificación de persona jurídica ficticia no afecta a su valor heurístico, esto es, a su valor como descubrimiento. Y además como recuerda Kantorowicz, los nominalistas designaron a los Universales como fictiones intellectuales en un sentido descriptivo. Santo Tomás (siguiendo a San Agustín) se refiere a la <<ficción>> de manera positiva como figura veritatis. Y los glosadores hablan de que <<la ficción imita a la naturaleza. Luego, la ficción tiene un lugar únicamente allí donde la verdad reside>> (Baldo).

Ahora bien, lo verdaderamente relevante es el problema de la continuidad, que fue lo que impulso a Inocencio IV a sostener del modo más enfático que la universitas era una persona intelectual, no una persona real, y que precisamente por eso no podía morir. Es por esto por lo que la excomunión no podía imponerse a una universitas, porque al aplicarse a un cuerpo corporativo entero, en vez de reservarse a los individuos culpables, terminaría afectando también a aquellos hombres inocentes que se uniesen en una fecha posterior a la universitas como miembros subrogados. Todo ello producto de la aplicación de la doctrina de la <<identidad a pesar de los cambios>>. Como se escribiría más tarde (siglo XIV):

La universitas es la misma hoy que lo que será dentro de cien años…. Si por tanto dijésemos que una universitas puede delinquir, incluiríamos a los niños, a los infantes, las mujeres y gentes afines, lo cual sería absurdo.

La conclusión es que la universitas prospera con la sucesión, se define por la sucesión de sus miembros, y en virtud de su autorregeneración no muere y es perpetua: <<Nada puede ser perpetuo en este mundo….salvo por la vía de la sustitución>> (Bartolo). Santo Tomás alude al problema de la sucesión de manera mucho más amplia dentro del corpus mysticum de Cristo (la Iglesia). En éste los miembros se acumulan gradualmente en una sucesión permanente desde el principio del mundo hasta el fin del mundo, a diferencia del cuerpo humano donde los miembros coinciden en un mismo momento. De este modo se da cabida a las pasadas y a las futuras generaciones todavía no nacidas de todo tipo de personas y con independencia de sus creencias. Esta idea era aplicable, con ligeras variaciones, a cualquier corpus mysticum o a cualquier universitas grande o pequeña, eclesiástica o secular. Los canonistas insistían, una y otra vez, que la iglesia de cualquier lugar o país seguiría siendo la misma iglesia incluso si todos sus miembros hubieran muerto y hubieran sido sustituidos por otros; o que el collegium o cabildo de una catedral era <<hoy el mismo que hace cien años, aunque las personas no fueran las mismas>> (<<Aunque el abad o prior, monjes o canónigos, mueren sucesivamente, la casa permanecerá hasta la eternidad>>). Y de manera similar también para la universitas scholarium, la Universidad (Bartolo). En el caso de las comunidades menores no podían reclamar su identidad desde la creación del mundo, pero sí que podían reclamar su identidad dentro del Tiempo desde su propia creación o fundación hasta el fin del mundo o hasta cualquier otro tiempo prácticamente ilimitado.

En definitiva, como se decía al inicio de este escrito, el rasgo esencial de todo cuerpo corporativo no era que se tratase de <<una pluralidad de personas reunidas en un cuerpo>> en el momento actual, sino que era esa <<pluralidad>> en sucesión reforzada por el Tiempo y a través de la mediación del tiempo. No era por tanto la universitas corporativa como los simul cohabitantes que viven juntos en el mismo momento, <<todos a la vez>> como los miembros en el cuerpo físico del hombre según Santo Tomás; sino que la pluralidad sucesiva o la pluralidad en el tiempo, era el factor esencial que engranaba a la universitas en la continuidad y la hacia inmortal. Y es precisamente de este modo, según nos dice Katorowicz, como se reconoce el fallo del concepto organológico del Estado (analogía del Estado con el cuerpo humano de Juan de Salisbury) que contemplaba <<la cabeza y miembros>> tal como estaban representados en un momento dado, pero sin proyección más allá del Presente. El Estado puramente organológico se convirtió en <<corporativo>> solamente ad hoc: era <<cuasi corporativo>> a los propósitos de jurisdicción, tributación y administración, o en momentos de emergencia nacional y de ferviente patriotismo; pero no había asimilado todavía de forma consciente el factor del tiempo ilimitado, que fue asimilado sólo cuando el organismo estatal devino un <<cuerpo>> en el sentido jurídico del término: una universitas que <<nunca muere>>. De ahí que la analogía organológica, tan relevante en un principio, se hiciese gradualmente prescindible desde la perspectiva filosófica al ser reemplazada por el concepto corporativo de universitas que comprende a la <<cabeza y miembros>> también en sucesión. No obstante, existían nociones como patria o corpus morale et politicum que contenían también por inferencia el elemento de continuidad en el Tiempo, pero a esta conclusión no se llegaría antes del siglo XIV.

Para decirlo una vez más, reitera Kantorowicz, el rasgo más significativo de los colectivos personificados y de los cuerpos corporativos era su proyección en el pasado y en el futuro, la preservación de su identidad a pesar de los cambios, y el hecho de que eran por todo ello inmortales desde el punto de vista jurídico. Son los factores Tiempo, Perpetuidad, o Identidad a pesar del Cambio, los que permiten llegar a una nueva construcción: la corporación que existe exclusivamente en el Tiempo y por sucesión. En general la corporación se integraba por una <<pluralidad de personas>> tanto en sentido <<horizontal>> (los que vivían simultáneamente) como <<verticalmente>> (los que vivían sucesivamente), pero una vez que se hubo establecido el principio de que aquella pluralidad o totalidad no estaba restringida al Espacio, sino que podía desdoblarse sucesivamente en el Tiempo, se podía descartar conceptualmente la idea de pluralidad en el Espacio. De este modo se construía una persona corporativa, una especie de persona mystica, que era un colectivo única y exclusivamente en relación con el Tiempo, esto es, la pluralidad de sus miembros estaba construida sólo y exclusivamente por sucesión; y así se llegaba a una corporación de un solo hombre y a una persona ficticia en la cual, la larga fila de predecesores y la larga fila de sucesores futuros o potenciales representaban, junto con los actuales ocupantes, aquella <<pluralidad de personas>> que estaría constituida normalmente por una multitud de individuos que vivían simultáneamente. En definitiva, una persona mística por delegación perpetua cuyo ocupante mortal y temporal era relativamente poco importante comparado con el inmortal cuerpo corporativo por sucesión que representaba. Y es con este curioso concepto, termina diciéndonos Kantorowicz, como se resuelve el difícil problema de la perpetuidad de la <<cabeza>> del cuerpo político, y sobre esta base pasa nuestro autor a abordar el problema del Rey <<que nunca muere>>, a lo que nos hemos referido al inicio de este escrito.

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La continuidad de la personalidad jurídica a pesar de la cancelación registral: la STS de 24 de mayo de 2017

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Finalmente sólo nos resta una breve referencia a esta reciente sentencia del Tribunal Supremo que nos ha servido de excusa para evocar y ensalzar la obra de Kantorowicz. Lo primero que hay que decir es que la sentencia establece la continuidad de la personalidad jurídica de la sociedad a los efectos precisos para terminar las operaciones de liquidación pendientes. Por tanto se trata de una continuidad limitada, restringida a una finalidad muy concreta. No parece en principio que se pueda hablar en sentido estricto en estos casos de una corporación que nunca muere. No obstante, y aunque decimos que la pervivencia de la personalidad jurídica tiene un alcance limitado a la finalización de las operaciones de liquidación, si miramos las cosas desde un punto de vista abstracto en el sentido de que siempre cabe la posibilidad de que surjan nuevos acreedores o nuevos bienes, entretanto la personalidad jurídica seguirá persistiendo aunque sea en estado latente; esto es, nunca se podrá sostener que la corporación ha quedado definitivamente extinguida porque la probabilidad de relaciones pendientes siempre existe, nunca desaparece (sin perjuicio de la prescripción), de modo que, en su caso, la haría resurgir de sus cenizas como el Ave Fénix. En definitiva, y en el sentido apuntado, podríamos día seguir afirmando que universitas non moritur. Y así lo hacemos, aunque sólo lo sea a los efectos meramente evocatorios del origen medieval de las corporaciones, de la corporación como un continuum en el tiempo más allá de sus integrantes originarios o presentes. Y esta idea parece que reverdece casi mil años después en esta importante sentencia de 2017 (y en sus precedentes de 2011 y 2013). Las distancias entre una cosa y otra son muchas, no sólo las temporales, pero parece oportuno recordar que esa pervivencia de la personalidad jurídica en estado latente a la que ahora alude nuestro Tribunal Supremo viene de antiguo, como Katorowicz nos trata de mostrar de manera tan brillante en su libro.

Para terminar sólo nos resta añadir un paralelismo más de la sentencia mencionada con las corporaciones medievales, nos referimos al nacimiento de las mismas sin necesidad de autorización o de inscripción. Aunque no estamos verdaderamente ante aspectos o requisitos idénticos, no obstante pensamos que el paralelismo se puede sostener, especialmente dadas las distancias temporales entre una cosa y la otra. Por lo que se refiere a la sentencia comentada el Tribunal Supremo deja definitivamente sentado que la inscripción de la sociedad no es necesaria para el nacimiento de la personalidad jurídica, sino sólo para adquirir la personalidad jurídica propia del tipo elegido (sociedad anónima o limitada), de modo que la sociedad no inscrita tiene personalidad jurídica sin perjuicio de que proceda la aplicación del régimen de la sociedad en formación o de la sociedad irregular. Esto como es bien sabido no constituye una novedad porque desde hace algún tiempo contamos con una doctrina bien fundamentada a este respecto. En cualquier caso no está demás el contundente recordatorio jurisprudencial para cerrar cualquier tipo de resquicio o duda sobre el particular. Que además constata justamente una relación en sentido contrario a lo que se ha pretendido por la corriente doctrinal y jurisprudencial superada, que ni la inscripción de la escritura de constitución de la sociedad crea la personalidad jurídica, ni la inscripción de la escritura de cancelación de la sociedad extingue la personalidad jurídica. Como se ha dicho, la sociedad existe antes de la inscripción registral y sigue existiendo después de la cancelación registral si no terminó su liquidación (Martínez Flores/Recalde Castells). Y por lo que se refiere al Derecho Corporativo canónico-medieval, caracterizado como un subsistema dentro del sistema de derecho canónico en su conjunto, se nos dice que difería considerablemente del derecho de las corporaciones de los romanos que se encuentra en los textos de Justiniano, y dentro de esas particularidades o diferencias sobresale con especial interés para nosotros lo relativo a que según el derecho canónico cualquier grupo de personas que tuviese la estructura y el propósito requeridos (por ejemplo, una casa de caridad, o un hospital, o un cuerpo de estudiantes, un obispado o, en realidad, la Iglesia Universal), constituía una corporación, sin requerir permiso especial de una autoridad superior. A diferencia de lo deducible del derecho romano, que según el mismo sólo los collegia reconocidos como corporaciones por la autoridad imperial gozarían de los privilegios y las libertades de las corporaciones (H.J. Berman).


Foto: JJBOSE