Por Juan Antonio Lascuraín

 Legitimómetro penal: eficacia y eficiencia.

El 24 de mayo de 2016 entró en vigor el Código Penal de 1995. Como con el ordenamiento penal no podemos decir con Gardel “que veinte años no es nada”, parece un buen momento de hacer balance y preguntarse qué tal ha envejecido nuestro principal instrumento a la vez represor y protector: si desde el punto de vista del policía penal, que es guardaespaldas y es detenedor, estamos mejor o peor que hace cuatro lustros.

El lector estará pensando en la precuela a esta pregunta, que es la de qué significa que un ordenamiento penal, de por sí ya sombrío – el gran penalista Jiménez de Asúa decía que se dedicaba a una “ciencia sombría”-, mejore o empeore. Y creo que esta cuestión de lo bueno y lo malo aplicado a la regulación de los delitos y las penas puede responderse desde dos perspectivas.

La primera es una perspectiva de eficacia. Con las normas penales pretendemos que unos ciudadanos no realicen conductas gravemente lesivas de otros. Pretendemos proteger la vida, la libertad sexual, los bosques o la Hacienda Pública. Pretendemos proteger nuestro sistema de libertades de todos frente al abuso de la libertad de algunos. Así, un Código Penal será tanto mejor cuanto más despliegue esta protección.

¿Lo hace esto mejor nuestro Código Penal que hace veinte años? ¿Estamos más protegidos? ¿Somos en ese sentido más libres? ¿Se cometen hoy menos delitos, menos conductas gravemente lesivas?

Esto es realmente difícil de saber. La primera vía que se nos ocurre para averiguarlo es la de las cifras oficiales de delitos y de presos. Pero estas cifras son engañosas. Exigen una cuidadosa interpretación. ¿Qué significa que sean mayores? ¿Que el ordenamiento penal disuade menos, que la policía es más eficaz y descubre en mayor medida los delitos cometidos o que hoy consideramos delito conductas que antes no lo eran?

Realmente no lo sé. Ni he indagado en ello ni soy un especialista en estadística criminal. En lo que sí he indagado es en la otra manera que tiene un Código Penal de ser bueno, de ser valioso, que es por su conformidad a nuestros valores fundamentales, encarnados en nuestros principios fundamentales. Esto tiene que ver con la eficiencia: con los costes de la protección, que en materia penal son por definición enormes. Las normas penales protegen, pero lo hacen prohibiendo y castigando, y castigando nada menos con la privación de la expresión más esencial y primitiva de nuestra libertad. La pena por antonomasia es el encierro, la cárcel, algo en principio tan inhumano que nos suscita reparos morales incluso cuando lo aplicamos a los no humanos, a los animales.

El Código Penal protege, pero daña: lo hace dañando. Será mejor cuando ese inevitable daño sea lo menor posible y sea lo más decente posible, sometido a valores, sometido a principios.

¿Qué valores, qué principios?

Pues los propios de una sociedad democrática, de una moral democrática. A partir de nuestra autoconcepción como ciudadanos libres (con autonomía moral), dignos e iguales, sometemos a nuestras normas penales a los fundamentales principios de legalidad, proporcionalidad, culpabilidad e igualdad; a la orientación resocializadora de la pena; a la prohibición de penas inhumanas o degradantes.

Nuestros valores nos imponen penar con ciertos límites. Solo a través de leyes precisas, irretroactivas y vinculantes para los jueces; solo con las penas imprescindibles para los fines de protección y que en ningún caso sean desproporcionadas en relación al desvalor de la conducta penada; solo a quien ha realizado el hecho lesivo culpablemente, en el uso normal de su libertad; solo sin diferencias irrazonables entre los sujetos que protegemos y que penamos; solo, en el peor de los casos, privando de libertad, pero no con castigos físicos, pero no con trabajos forzados, pero no matando, ni tampoco matando la personalidad del sujeto con penas sin horizonte de libertad o excesivamente prolongadas.

En todo esto, que no es poco: en el respeto a nuestros valores y principios penales: ¿estamos mejor o peor que hace veinte años? Si nuestros seis principios conformaran una estrella de seis puntas tanto mayores cuanto mayor sea el respeto al principio, ¿cómo sería esa estrella comparada a la que teníamos en 1995?

El principio de legalidad

La punta de la legalidad nació ya un poco roma en el año 1995 en cuanto al cauce normativo, cuestión esta que los penalistas apenas subrayamos, probablemente por esa tendencia tan académica de considerar que el objeto de estudio de uno es lo más importante del ordenamiento jurídico, que por supuesto que en él están en juego los derechos fundamentales y que por ese “estar en juego” va de suyo que debería regularse por ley orgánica. Esa tendencia es bien poco rigurosa y lo que ha hecho el legislador penal en 1995, y reiteradamente después, es seguirla y desobedecer al Tribunal Constitucional, lo que equivale a desconocer la Constitución, al aprobar el entero código como ley orgánica en lugar de hacer lo que prescribe la Constitución, que es reservar ese cauce y su peculiar mayoría para las normas que priven de derechos fundamentales (en esencia, las normas con penas de prisión) y para las normas generales que se refieran a ellas. Con ello se sustrae a la regla democrática de la mayoría simple buena parte del Código Penal. Este defecto de cauce legal, que es un defecto de agente normativo genético en el Código Penal de 1995, no solo no se ha corregido, sino que se ha insistido en él hasta la saciedad.

Hasta la saciedad de treinta reformas del Código Penal, en contra, este permanente vaivén, del elemental valor de la seguridad jurídica. Se dice que cada Constitución trae un Código Penal debajo del brazo. En España lo que sucede, para mareo de los ciudadanos en la regulación de su libertad, es que cada gobierno trae su reforma penal debajo del brazo. Y no se conforma con una. Echen cuentas: seis en cada legislatura.

Esta volatilidad penal es el elemento fundamental para dar un suspenso al reciente ordenamiento penal en seguridad jurídica. Pero no es el único elemento. Las múltiples reformas habidas no han tendido a precisar más las penas o los contornos de los delitos sino más bien a diluirlos.

En 1995 estaba de moda el delito ecológico y la preocupación por la precisión se centró en el novedoso y nebuloso resultado de “equilibrio de los sistemas naturales”. No sé si ahora se ha arreglado o se ha dificultado su determinación con la adición de un nuevo resultado básico de peligro de “daños sustanciales a la calidad de aire, del suelo o de las aguas”. Y tampoco sé si en esta materia se puede ser más preciso. Lo que sí sé es que en cuanto a la precisión de nuestras normas penales tenemos hoy preocupaciones bastante mayores.

Por ejemplo en materia de blanqueo, lo que no es cualquier cosa, dada la ubicua utilización del mismo como mochila colgada de la espalda de los demás delitos. En las actuales acusaciones ante los tribunales penales, la adición del blanqueo nos recuerda a Groucho Marx y su petición siempre añadida: “¡Y dos huevos duros!”. Pues bien: basta leer el artículo 301.1 y 301.2 del Código Penal para darse cuenta de la influencia del camarote de los Hermanos Marx en el Derecho Penal. No está claro qué diferencia el 1 y el 2 y, desde el 2010 y hasta que el Tribunal Supremo ha tratado de aclararlo un poco en 2015, en qué diablos consiste el blanqueo: si solo encubrir u ocultar el origen delictivo de los bienes, o si también, como el tipo alemán de aislamiento, cualquier cosa que se haga con el dinero sucio: ¡quite sus sucias manos del dinero sucio!

A ver si hay suerte y sigue aclarándonos el Supremo esos caminos que el legislador nos deja para que recorramos a tientas, como es el de la manipulación del mercado bursátil a través del uso de información privilegiada (artículo 284.3 CP), idea también del 2010 y qué parece un juego de esos en los que a uno le preguntan qué tiene que ver una cosa con otra bastante distante de la primera.

Más preocupante que los anteriores ejemplos de brumas regulativas es ciertamente la indefinición legal en materia de terrorismo, que hace buena la tesis de que, si nos descuidamos, también en las democracias contra el enemigo vale todo. Y ojo porque con el terrorismo partimos de una cierta congénita indefinición, que fue ya llevada a la mesa del Tribunal Constitucional en 1993 (STC 89/1993). Ahora, desde hace un año, quedan penadas con prisión de hasta cinco años conductas tan imprecisas como las de acceder de manera habitual a contenidos de internet o poseer documentos que resulten idóneos para incitar a colaborar con los fines de un grupo terrorista si ello se hace con la finalidad de capacitarse para cometer un delito de terrorismo (art. 575 2 CP). Por mucho que tenga noble fines, legislación líquida: acceso habitual, contenidos idóneos, aptitud para incitar, finalidad de capacitarse…

Con todo, donde la imprecisión es más preocupante, porque se convierte en desproporción, es en la descripción de aquellos delitos que consisten en un exceso en el ejercicio de los derechos fundamentales. Si el delito consiste en tal exceso (en la expresión, en la huelga, en la manifestación), si además la frontera de tal exceso es difusa, y si además al otro lado dela frontera está la cárcel, lo que conseguiremos es desalentar el ejercicio de tales derechos: lo que conseguiremos es que la gente, por si las moscas (las moscas de la pena), no se exprese, no haga huelgas, no vaya a las manifestaciones.

Pero no alarguemos más esta entrada. Retomo esta cuestión en breve, en una próxima entrada sobre las reformas penales de estos veinte últimos años y, entre otros, el principio de proporcionalidad.

 


Foto: JJBose