Por Jesús Alfaro Águila-Real

Cómo neutralizar una doctrina jurídica absurda con otra doctrina jurídica absurda

“[T]his body … in its corporate capacity, is the mere creature of the act to which it owes its existence, [and] it may correctly be said to be precisely what the incorporating act has made it, derive all its powers from the act, and to be capable of exerting its faculties only in the manner which that act authorizes.”

“Being a mere creature of law,” he wrote, the corporation “possesses only those properties which the charter of its creation confers upon it, either expressly, or as incidental to its very existence

                                                                                                         Justice Marshall  Head & Armory v. Providence Ins. Co., 2 U.S. (Cranch) 127, 167 (1804) y Trs. of Dartmouth College v. Woodward, 17 U.S. (4 Wheat.) 518, 636 (1819).

El Tribunal Supremo estadounidense sostiene, al menos, dos tesis que resultan inexplicables para el resto del mundo. La primera tiene que ver con el derecho a portar armas que extrae de la 2ª enmienda. Los estudiosos más razonables han criticado por activa y por pasiva la lectura que el Tribunal Supremo hace de un texto que tiene más de doscientos años. No hay un sólo argumento que no sea el tenor literal del precepto que permita considerar inconstitucional una regulación de las armas que es la más extendida en el mundo: ningún particular puede poseer un arma de fuego sin una licencia específica del Estado.

La segunda tesis inexplicable del Tribunal Supremo estadounidense se refiere al derecho a inundar de dinero a los políticos por parte de las empresas privadas, derecho que el Tribunal extrae de la primera enmienda que, obviamente, no dice tal cosa y se limita a reconocer el derecho a la libertad de expresión (Citizens United). Decimos que la doctrina es inexplicable porque la misma ha conducido al Tribunal Supremo a prohibir al legislador federal y a los legisladores estatales limitar la actividad de lobby y las donaciones, actividad que alcanza, en el caso de Estados Unidos, proporciones gigantescas y, a juicio de algunos, pone en peligro la democracia misma.

La única forma que tiene la mayoría en Estados Unidos para poner fin a esos dos disparates jurídicos es modificar la Constitución que, sabiamente, no se deja modificar con facilidad. O pueden cubrir las vacantes que se vayan produciendo en el Tribunal con jueces que garanticen que el propio Tribunal cambiará su doctrina. Hillary Clinton ya ha propuesto algo de ese estilo.

Aquí es donde entran los abogados que, en los EE.UU., tienen enormes incentivos para sostener cualquier doctrina jurídica por disparatada que sea. Su sistema de producción de reglas basado en el precedente; la bajísima calidad técnica de su legislación (la Volcker Rule tiene 1000 páginas en EEUU y un par de párrafos en Europa) derivada de su “vetocrático” sistema de producción legislativa y el reparto de poderes entre los Estados y la Federación permiten la producción “local” de nuevas reglas a través de la presión sobre los Estados y de los litigios.

Buccola – que no en vano es un profesor de Derecho en una business school, eso sí en su departamento de ética – ha propuesto recurrir a una doctrina trasnochada pero vigente en EE.UU sobre las personas jurídicas para resolver el problema creado por Citizens United.

Las personas jurídicas corporativas como criaturas del Estado

En todos los países del mundo, los individuos tienen derecho a crear personas jurídicas – de base personal, esto es, sociedades o de base patrimonial, esto es, fundaciones – como parte de sus derechos fundamentales (art. 22 y 34 CE en el caso español). En Estados Unidos, sin embargo, las corporaciones siguen considerándose “criaturas del Estado” que autoriza su creación, de manera que como “artificios” que son, el Estado podría limitar la creación de personas jurídicas prohibiendo, por ejemplo, la incorporación de aquellas que tengan por objeto influir en el gobierno. Prohibir el lobby impidiendo que puedan constituirse personas jurídicas con ese objetivo. El argumento a fortiori parece impecable: si el Estado puede no reconocer personalidad jurídica a una sociedad, debe poder limitar los objetivos para los que puede incorporarse una persona jurídica (el fin común o el objeto social). O como dice Buccola “if the states could make their corporations incapable of speech”, no habría freedom of speech issues cuando de una corporación de ese Estado se tratase.

Y, aunque los Estados no limitan la capacidad jurídica y de obrar de las sociedades que incorporan, la doctrina legal – y constitucional – que les atribuía tal facultad no ha sido nunca abrogada.

“Los Estados nunca perdieron sus poderes al respecto, ni por modificación de la Constitución ni por cambios en el Derecho federal, simplemente, dejaron de utilizar tales poderes”… el libre acceso a la forma corporativa, tan familiar en nuestros días, es producto de la decisión legislativa de los Estados en un período de rápida expansión industrial, no de una reconsideración por la jurisprudencia de la teoría de las personas jurídicas”.

De hecho, nos explica Buccola, los Estados empezaron a dictar “general incorporations statutes” para que sus parlamentos no tuvieran que molestarse en conceder charters o autorizaciones de incorporación individuales y, probablemente, para limitar la corrupción de los legisladores por parte de los incumbentes. Recuérdese que, hasta mediado el siglo XIX, la constitución de una sociedad anónima requería, en todas partes, de una decisión del Parlamento y el sistema vigente en el que el Estado se limita a establecer requisitos formales y de registro para reconocer la personalidad jurídica corporativa sólo se extiende a partir de entonces (apartado 14).

Expuesta de una forma más sofisticada, la idea se basa en que la capacidad general de las personas jurídicas no es una cuestión que, históricamente, se considerara aceptable. Las personas jurídicas están dotadas de las facultades necesarias para desarrollar el objeto social que llevó a su creación y que se refleja en los estatutos sociales. El Estado es libre – bajo un régimen de concesión – de permitir la incorporación y de delimitar los fines o actividades para los que se otorga la condición de persona jurídica aunque, desde la generalización de los general incorporation statutes todos los Estados conceden la incorporación para cualquier propósito lícito, expresando así su voluntad de no utilizar su poder para limitar la capacidad o las actividades que pueden desarrollar las personas jurídicas corporativas.

“A diferencia de las personas jurídicas… las corporaciones son productos del Derecho. El Derecho define la corporación,determina su capacidad jurídica y su capacidad de obrar… las corporaciones están dotadas típicamente en la actualidad con una amplia capacidad de obrar. A cambio de una pequeña tasa y de la presentación de una escasa documentación, los cincuenta Estados te <<crean>> una corporación dotada de capacidad para realizar <<cualquier actividad que sea lícita>>. No fue siempre así. Durante el primer siglo desde la constitución de los Estados Unidos, conseguir la incorporación era muy difícil y solía otorgarse para fines limitados y empleando medios limitados. Esa época ha pasado, pero en tanto la constitución de sociedades con personalidad jurídica sea una prerrogativa del Estado, la distinción entre los derechos de las personas jurídicas y su capacidad jurídica y de obrar sigue siendo decisiva”

La existencia de cincuenta Estados dificulta sólo aparentemente esta estrategia. A las empresas y a las compañías que se dedican a canalizar las donaciones para los partidos les bastaría con incorporarse o reincorporarse en otro Estado. Pero, cualquier Estado, usando de sus competencias para regular la actividad en su territorio de las personas jurídicas, podría incluir en su legislación – nos dice Buccola – que los administradores serán responsables frente a los accionistas (habrán de pagar a la sociedad de su bolsillo) cualquier donación que hagan a políticos a menos que tal donación sea aprobada por unanimidad por los accionistas.

La doctrina ultra vires – otra doctrina trasnochada que no encuentra aplicación en ningún Derecho europeo – apuntala la tesis expuesta. Como se recordará, de acuerdo con la misma, los actos de los administradores sociales realizados fuera del objeto social no vinculan a la sociedad. En Europa, tal doctrina se ha derogado como queda reflejado en el art. 234 LSC.

Hay otras doctrinas absurdas y trasnochadas en el Derecho norteamericano que proporcionan munición suficiente a los Estados para dejar sin eficacia la doctrina de Citizen United. Buccola las analiza en su trabajo. Por ejemplo, en la medida en que el Estado impone las limitaciones a sus propias corporaciones, no estaría discriminando a las de otros Estados porque les exigiera lo mismo que exige a las propias si hacen negocios en el territorio de su jurisdicción.

Hay también, objeciones serias a la tesis de Buccola tal como la de las unconstitutional conditions según la cual, los poderes públicos no pueden condicionar la concesión de un beneficio a que el que lo recibe renuncie a un derecho fundamental, incluso aunque la concesión del beneficio sea discrecional para el poder público. Pero, dice Buccola, este argumento no es aplicable a la incorporación puesto que los Estados tienen derecho a determinar el objeto social de las sociedades que incorporan y, volviendo a la época anterior a los general incorporation statutes, incorporar sólo a personas jurídicas que no se dediquen a determinadas actividades o, aún más, establecer como norma imperativa la necesidad del consentimiento de los accionistas (incluso, de todos) para que los administradores puedan realizar determinadas actuaciones con el patrimonio societario (v., por ej., el art. 160 f) LSC cuando exige la autorización de los accionistas para que la sociedad pueda adquirir o enajenar “activos esenciales”).

Es más, señala Buccola que si nos preguntáramos por la voluntad hipotética de todos los accionistas respecto de la cuestión de si quieren que los administradores utilicen los fondos societarios para hacer lobby político, es probable que, en muchos casos, los accionistas respondieran negativamente. Porque la respuesta afirmativa eleva los costes de agencia (de control de la conducta de los administradores, que pueden donar dinero a candidatos que avancen los intereses de los administradores, no los de la empresa, incluidos los intereses religiosos o políticos de aquellos) y, como hemos explicado en otro lugar, eleva el riesgo de la empresa en cuanto es probable que los administradores acaben participando en actividades delictivas (corrupción) al relacionarse con los políticos, además de que la homogeneidad de intereses típica de los accionistas (maximizar el valor de la inversión) puede no existir en relación con la influencia política. Recuérdese que el problema no se limita a gastar dinero en lobby sino en contribuir a la campaña de un determinado candidato político.

En lo que aquí interesa,

muerto el perro, se acabó la rabia

Las empresas no podrían donar dinero a políticos ni a otras corporaciones para que lo destinen a ser elegidos o a influir sobre la legislación. Como la incorporación de sociedades en Estados Unidos es una competencia de los Estados, el Derecho Federal tendría poco que decir. Lo que no sabemos es por qué no es extensible al tráfico de armas. Bastaría con incluir en la legislación estatal de sociedades que no se incorporarán sociedades con ese objeto social. En todo caso, es un ejemplo extraordinario de cómo una doctrina jurídica absurda se neutraliza aplicando otra doctrina igualmente absurda. Acuérdense de Shylock. La absurda aplicación del pacta sunt servanda autorizaba al judío a arrancar el corazón de Antonio. Y la aplicación de la doctrina que obliga a interpretar estrictamente las obligaciones le impidió hacerlo porque Shylock no habría podido arrancar el corazón de Antonio sin derramar su sangre y, por tanto, sin ir más allá de lo que el documento que reconocía la deuda estipulaba. ¿Entienden ahora por qué la cualidad más valorada en un jurista es su imaginación e ingenio?

Buccola, Vincent S. J., States’ Rights Against Corporate Rights (May 18, 2016). Columbia Business Law Review,