Por Fernando Pantaleón

 

Elogio de la sentencia 551/2019 de la Sala 2ª del Tribunal Supremo

 

Cuando, tras leer una reseña en un medio de comunicación, examiné con el necesario despacio la Sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo 551/2019, de 12 de noviembre, a la que el Profesor García Amado acaba de dedicar una de sus chispeantes entradas en este Almacén de Derecho, me pareció, en su doctrina fundamental –la de que el concepto jurídico de (parentesco por) afinidad no requiere que siga existiendo el vínculo matrimonial que estuvo en su origen: que la afinidad ente “X” y “C”, pariente consanguíneo de “Y”, no requiere que continúe existiendo el matrimonio entre “X” e “Y”–, una resolución digna de aplauso: tan conforme a Derecho como necesaria.

La razón es fácil de comprender: yo conocía los enormes esfuerzos que la Sala Tercera del Alto Tribunal había tenido que hacer para mantener dicha doctrina respecto de los beneficios fiscales reconocidos a ciertos parientes por afinidad en el impuesto sobre sucesiones y donaciones: véase, por todas, su Sentencia 517/2019, de 26 de marzo. Y conocía también que la mayor dificultad jurídica que dicha Excma. Sala había tenido al efecto residía en que la Sala Segunda del Tribunal Supremo había sostenido la doctrina contraria en su Sentencia 1056/2005, de 27 de septiembre, en estos términos:

El parentesco por afinidad se genera y sostiene en el matrimonio, por lo que desaparecido en vínculo matrimonial se extingue éste, rompiéndose entre los cónyuges cualquier relación parental, y si se rompe entre los esposos, con más razón respecto a la familia de uno de ellos en relación al otro, esto es, el parentesco por afinidad desaparece”.

Y, por fin, la Sala Segunda, con rechazo expreso del dictum que acabo de transcribir, había venido a reconciliarse con la Sala Tercera, acogiendo ella también la tesis que es absolutamente dominante en el mejor Derecho civil comparado: véase el § 1590 (2) del Código Civil alemán, el artículo 21.2 del Código Civil suizo, el artículo 78.III del Código Civil italiano o el artículo 1585 del Código Civil portugués. Me pareció, pues, un buen motivo de celebración por los juristas.

Ni se me pasó por la cabeza que, en la Sentencia 551/2019, la Excma. Sala Segunda, para llegar a la tesis referida, hubiera pretendido hacer un argumento teleológico: me pareció y me parece obvio que su referencia a su propia jurisprudencia sobre la razón de ser de la excusa absolutoria del artículo 268 CP, al igual que sobre la (mucho más discutible) interpretación restrictiva o rígida de la norma, fue sólo un adorno elegante.

Tuve y tengo por seguro que la Sala hizo una interpretación puramente literal sobre la base del concepto jurídico de afinidad que entendió, con pleno acierto, generalmente admitido: el que, para la concreta cuestión de si requiere, o no, que siguiera existiendo el vínculo matrimonial originador, se condensa en el brocado “Adfinitas in coniuge superstite non deletur”. Consideró la Sala, a mi juicio con toda razón, que, para llegar a la tesis contraria, habría sido necesario que una norma jurídica general –como la del artículo 85 CC en el que “de ningún modo se dispone que la extinción del vínculo suponga que el pariente afín se convierta en un extraño, porque el vínculo afectivo se mantiene a pesar de tal extinción del vínculo”–, o el artículo 268 CP específicamente, lo dispusiese de forma expresa.

Y, así entendida, la Sentencia 551/2019 resulta perfectamente coherente. Pero, antes de exponer las razones que abonan ese juicio de valor mío, es oportuno expresar algo con toda claridad. No pretendo en modo alguno defender en esta sede el artículo 268 CP; ni siquiera con su actual redacción, dada por la Ley Orgánica 1/2015, que añadió a su apartado 1 las palabras “o abuso de la vulnerabilidad de la víctima, ya sea por razón de edad, o por tratarse de una persona con discapacidad”. Nunca habría cogido la pluma frente a quien propusiera eliminar dicha excusa absolutoria –aunque tampoco frente a quien la defendiera en atención a la escasa gravedad aflictiva, a lo “perdonable”, entre personas que típicamente se quieren, de los delitos patrimoniales que dicho precepto contempla–; o sustituirla por la caracterización de estos como delitos privados (pese al problema que podrían generar las discrepancias entre los varios familiares víctimas del delito acerca de si perseguirlo penalmente, o no). Tampoco me opondría –ni aplaudiría especialmente– una reforma legislativa que eliminase del repetido artículo 268 la frase “así como los afines en primer grado si viviesen juntos”. Y, desde luego, contaría con mi oposición quien quisiera reintroducir el parentesco por afinidad como impedimento matrimonial, o con el resultado de limitar cualquier otro derecho fundamental. Quiero que quede bien sentado, en suma, que mi valoración no se refiere al dato normativo, sino al dato jurisprudencial: no hablo del legislador y el artículo 268 CP, sino de la Sala Segunda del Tribunal Supremo y la Sentencia 551/2019. Y a este respecto:

(i)  Me parece capcioso, dicho sea con todo respeto, presentar el asunto como opción entre una “interpretación restrictiva” de la palabra “afines” –la que el Profesor García Amado sostiene– y una “interpretación extensiva” de ese término, que habría acogido la Sala Segunda. Capcioso, porque provoca la impresión de que esa Excma. Sala habría entrado en contradicción con su propia jurisprudencia de no admitir interpretaciones extensivas del artículo 268 CP “a situaciones diferentes o a otras personas que las expresamente recogidas en el texto legal”. Obviamente no hay tal contradicción, una vez que se tiene claro que la Sala Segunda no ha hecho otra cosa que una interpretación literal conforme al concepto jurídico de afinidad generalmente aceptado. Propongo al lector un reto: busque algún ordenamiento jurídico en que rija la regla general de que la disolución del matrimonio provoque la extinción del parentesco afín. Apuesto a que no lo hallará. No dudo que podrá encontrarse algún Derecho que excluya un concreto efecto jurídico de ese tipo de parentesco, si el matrimonio se disuelve por divorcio y/o sin descendencia y/o el cónyuge supérstite ha pasado a segundas nupcias; pero como excepciones, siempre, a la regla contraria.

(ii) García Amado considera defectuosa la argumentación de la Sentencia; pero, ¿qué argumentos nos ofrece él para defender que la disolución del matrimonio extingue la afinidad? Pues, si no me equivoco, sólo que le parece que el pronunciamiento, arriba transcrito, de la precedente Sentencia 1056/2005 es “una tesis que cuadra bien con el telos de la norma que antes se señaló, y hasta con el sentido común, y más en un caso como el que estamos viendo”. Comencemos con el llamado “sentido común”.

(iii) A mí me parece que tiene tanto “sentido común”, como afirmar que, puesto que el matrimonio del padre y la madre biológicos es la causa de la condición de matrimonial del hijo común, la extinción del vínculo matrimonial deberá provocar que el hijo pierda esa condición. Es sencillamente evidente que la disolución del matrimonio no tiene por qué provocar la desaparición de todos sus efectos. Y no parece de recibo que, ante una afirmación de la Sentencia tan atinada como la de que entre los cónyuges no existe, en propiedad, parentesco, el mencionado jurista se permita chanzas tan falaces como la de que eso está “a un paso de insinuar que el verdadero y más genuino matrimonio no es entre los esposos sino con los suegros”, o la siguiente otra: “¿Cómo es eso de que el parentesco por afinidad que perdura mientras el vínculo matrimonial se rompe es con la antigua suegra? ¿Acaso resulta que el amor inmarcesible que resiste a divorcios y muertes es con la antigua suegra?

(iv)  Y en cuanto a la ratio del artículo 268 CP, tengo por seguro que se cumplía cuando tenía que cumplirse: cuando se produjo la conducta delictiva. Me parece obvio que el afecto entre los llamados don Simón y doña Bárbara era, entonces, muy profundo. Aún más seguro me parece que el afecto recíproco entre la suegra y su yerno no disminuyó ni un ápice por el hecho de que muriera la que era su hija y su mujer respectivamente; y claro está que el delito patrimonial podría haberse ejecutado de inmediato y en un único acto. Lo que considero más criticable de la entrada del Profesor García Amado es que haya venido a justificar la condena del acusado con base en que “la antigua suegra ya está muerta”; la querella la impulsó “la otra hija de la ex suegra del acusado” (fue, en realidad, una sobrina); y “ningún vínculo de ningún tipo, y menos familiar, resta entre el acusado y los parientes vivos de su antigua mujer, y nada se ve que pueda dar lugar o sentido a una reconciliación”. ¿Acaso no es cierto que la concurrencia, o no, de la excusa absolutoria ha de apreciarse al tiempo de la ejecución del delito patrimonial de que se trate –no cuando la comisión de este se descubre o es perseguida penalmente ni al tiempo de dictar sentencia–, al menos siempre que aquello resulte favorable al reo?

(v) Se entiende bien, pues, que la Sala Segunda escribiera: “Consecuentemente, en el momento de realizarse los hechos por el acusado, éste como yerno se hallaba unido a su suegra por lazos de parentesco por afinidad en primer grado”. Lo difícil es entender lo que ha escrito al respecto el Profesor García Amado. Ante todo, que se haya burlado del “Consecuentemente”, cuando resulta claro que está conectado con la precedente afirmación de que don Simón se había casado con la hija de doña Bárbara y, fallecida ésta, habían seguido conviviendo hasta marzo de 2014. Y que, a continuación, se haya permitido lanzar uno de esos conjuntos de interrogantes retóricos, para deslumbrar a forofos, a los que es tan aficionado. Sería muy divertido responder a uno tras otro; y lo sería también tratar de imitar al referido Profesor en su táctica de ganarse el favor del respetable, calificando su propia posición como la “interpretación de que no son afines en primer grado el truhan viudo y la madre de su esposa muerta a la que vilmente roba prevaliéndose de la confianza que en él deposita ella, anciana y enferma”; llamando al acusado “el muy desaprensivo viudo de su hija” que “le vacía la cuenta corriente para darse la gran vida”; o poniendo un ejemplo tan realista como el de alguien que “tras el divorcio, sigue compartiendo casa con su ex cónyuge y su suegro o suegra” y “roba al ex cónyuge y al suegro”, para concluir que resultaría un “sindiós. Sería, sin duda, muy divertido –proponiendo quizá ejemplos semejantes a los suyos, pero entre hijos golfos y ancianas madres enfermas, para ver si lo que de verdad no le gusta a García Amado es que exista el artículo 268 CP en general, o se trata de alguna especial inquina hacia las familias políticas–; pero habrá que dejarlo para otra ocasión más festiva. Me permitiré sólo recomendar la lectura de la Sentencia 167/2016, de 17 de marzo, de la Sala Primera del Tribunal Supremo, pues demuestra que, en las historias de familia, no siempre el que contraviene el Derecho es un ser moralmente repugnante y, a veces, no es ni siquiera el personaje menos ejemplar.

(vi)  Sí habrá que responder al alegato del prestigioso Profesor en el sentido de que su interpretación de artículo 268 resulta avalada porque, en la reforma del año 2015, se añadió al final de su apartado 1 las palabras “o abuso de la vulnerabilidad de la víctima, ya sea por razón de edad, o por tratarse de una persona con discapacidad”. No se trata sólo de la obviedad de que dicho alegato implica una aplicación retroactiva de una ley penal desfavorable para el reo. Es, además, que no me alcanza razón alguna por la que eso pueda constituir un argumento a favor de que la disolución del matrimonio extinga el parentesco por afinidad, y no para interpretar que el artículo 268 CP no es aplicable a un delito patrimonial cometido antes de la reforma, sin violencia ni intimidación, por un hijo contra su madre anciana y discapacitada.

(vii) Seguro que comprenderá el amable lector el esfuerzo que me cuesta no comentar como merece el párrafo de la entrada de García Amado que comienza así: “Esto de dar por fundada una tesis mentando un brocardo suena retro del todo. Hace poco vi a unos estupendos privatistas lanzarse brocados y latines como si fueran mano de santo y lo que Irnerio unió no lo separe el hombre. Es lo que a la ciencia jurídica le va quedando de la teología, ya poco, pero aún hay quien se deja seducir por el esoterismo”. Pero es necesario decir algo sobre la falta de respeto a la Sala Segunda del Tribunal Supremo que comporta la frase final del mismo párrafo: “Porque, vamos a ver, ¿de verdad que el artículo 268 del Código Penal hay que interpretarlo de modo que el acusado no pague porque adfinitas in coniuge superstite non deletur? O tempora, o mores!, añado yo modestamente”. Y se me ocurre lo siguiente: “Porque, vamos a ver, ¿de verdad que el artículo 268 del Código Penal hay que interpretarlo sobre la base de que la disolución del matrimonio extingue el parentesco por afinidad, porque un filósofo del Derecho ultramoderno, aunque quizá excesivamente retribucionista, haya venido a exclamar, sin la más mínima modestia –cual si fuera Cicerón perorando contra Catilina–, O tempora, o mores?”.

Termino ya. El Profesor García Amado ha tenido bien finalizar su entrada tratando de clavar un último clavo en el ataúd de la Sentencia 551/2019 con este elegante párrafo: “Insiste luego durante un buen rato la sentencia en que la absolución penal no exime aquí de la responsabilidad civil. Pues era lo que nos faltaba, que el pillo se quedase con todo en nombre del amor a la que fue su suegra y esquilmó. Pero congratulémonos expresamente de que al menos haya tenido que soltar el dinero, aunque siga en libertad para siempre y recordando con tanto afecto a la víctima que fue su suegra un día”. Pero parece no haber comprendido bien lo que la Excma. Sala ha hecho:

La referida Sentencia dedica varios párrafos a la responsabilidad civil, con cita de una nutrida jurisprudencia a tal respecto, no porque (por alguna suerte de “mala conciencia” por haber acabado absolviendo penalmente al acusado) quiera insistir en algo que el mismo artículo 268 CP dispone de forma expresa. Lo hace para justificar por qué, en la segunda Sentencia tras estimar el recurso de casación, va a mantener la condena a aquel a satisfacer la responsabilidad civil que le había impuesto la Audiencia Provincial en la sentencia penal condenatoria casada. Y lo justifica, porque, como regla, los tribunales del orden jurisdiccional penal sólo tienen competencia para pronunciarse sobre la (mal llamada) responsabilidad civil “derivada de delito” cuando dictan sentencias penales condenatorias. Los supuestos en los que dicha regla se exceptúa están enumerados en el artículo 118 CP, para los que el siguiente artículo 119 dispone que “el Juez o Tribunal que dicte sentencia absolutoria […] procederá a fijar las responsabilidades civiles, salvo que se haya hecho expresa reserva de acciones”. Y, entre tales supuestos, no aparece la exención de la responsabilidad criminal por concurrencia de una excusa absolutoria. Sin embargo, la jurisprudencia ha extendido aquella excepción a ese caso; a diferencia, por ejemplo, del caso de sentencia penal absolutoria por prescripción del delito: véase la Sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo 430/2008, de 25 de junio.

Pero no hay que dejar que matices técnicos tan aburridos resten brillantez al discurso. Dejémoslo, pues, aquí.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo