Por Jesús Alfaro

¿Por qué los propietarios de la mayoría de las empresas son los que han aportado el capital de riesgo? Porque es lo eficiente. Pero si es eficiente, ¿por qué hay tantas empresas cuyos propietarios son los trabajadores – cooperativas – o los clientes – mutuas – o los proveedores – cooperativas de producción -? ¿Y por qué hay tantas empresas que no tienen propietarios, es decir, son empresas sin ánimo de lucro subjetivo? La teoría de la empresa (the theory of the firm) explica por qué las empresas son propiedad de determinados titulares de los factores de la producción (trabajadores, clientes, proveedores) y por qué existen empresas que carecen de titulares residuales (no tienen ánimo de lucro subjetivo). En el modelo básico, los accionistas – los que aportan el capital de riesgo – son propietarios eficientes. Que son propietarios quiere decir que toman las decisiones residuales (deciden sobre todo aquello que no está asignado a otros miembros del «equipo» en que consiste cualquier organización empresarial) y reciben los rendimientos residuales (reciben todos los rendimientos que «queden» después de haber pagado lo prometido a todos los demás miembros del equipo, que son así titulares de pretensiones «fijas»). Y los accionistas son propietarios eficientes básicamente por tres razones (Hansmann). Porque sus intereses son homogéneos (una acción es igual que otra acción y, si hay responsabilidad limitada, los accionistas se vuelven fungibles y las acciones pueden cambiar de manos en mercados anónimos como los bursátiles) y, por tanto, pueden tomar decisiones a bajo coste (los trabajadores tienen intereses heterogéneos al igual que los clientes o los proveedores). En segundo lugar, porque los accionistas pueden ser expropiados  (porque el capital aportado se invierte específicamente en la empresa y si la empresa fracasa pierde buena parte de su valor) más fácilmente por los demás interesados que cualquier otro grupo que, normalmente, puede contratar su aportación y su remuneración muy detalladamente con la empresa (piénsese en un préstamo sindicado o en un convenio colectivo y compárese con los estatutos de una sociedad en lo que al nivel de detalle de los derechos y obligaciones de las partes se refiere). En tercer lugar, porque, como titulares residuales, – sean quienes sean – tienen los incentivos para maximizar el valor de la empresa, esto es, para maximizar «el residuo» que queda tras haber pagado a los demás interesados. Según quienes formen el grupo de los titulares residuales hablamos de sociedades anónimas o limitadas, de cooperativas, de mutuas o de fundaciones.

Pero la fenomenología de la propiedad de las empresas no se limita a la clasificación en función de qué grupo – de los titulares de los factores de producción – se constituyen en titulares residuales. Las empresas pueden tener formalmente definidos quiénes son los titulares residuales (en el caso de una sociedad limitada, claramente, los socios) pero resultar que los rendimientos de la compañía terminan, en muy buena medida, en manos de “otros”, es decir, en manos de quienes no son, formalmente, sus titulares residuales. No queremos decir con ello que la titularidad residual sea puramente formal ni siquiera en estos casos. Los titulares residuales siguen ostentando los derechos al “residuo” económico – tras pagar lo pactado a los titulares de pretensiones fijas – y los derechos a las decisiones residuales – las que no están asignadas por un contrato o por la Ley a un grupo de interesados determinado. Pero el “residuo” puede ser más o menos relevante en el conjunto de los rendimientos que obtiene la empresa o de las decisiones que han de ser adoptadas en la organización y la determinación de los derechos de los demás interesados – los titulares de pretensiones fijas – puede ser más o menos precisa. Es más, en muchos casos, la remuneración de los demás interesados incorpora una parte variable (no son “tan” titulares de pretensiones fijas después de todo) que desdibuja su condición de titulares de pretensiones fijas y, a su vez, condiciona la calificación de los propietarios como titulares de las pretensiones residuales.

Un ejemplo histórico bien conocido es el del private trade de los empleados de las primeras sociedades anónimas, las compañías de las indias orientales holandesa (VOC) e inglesa (EIC). De ellas nos hemos ocupado en otras entradas. Con este nombre – comercio particular – se hace referencia a que los empleados de la EIC aprovechaban los medios (los barcos y las factorías) de la Compañía para comerciar por su cuenta entre distintos puertos de Asia en el período temporal que transcurría entre dos viajes a Europa. Según parece, este comercio particular hizo riquísimos a bastantes directivos – diríamos hoy – de la EIC y de la VOC. Los representantes de los accionistas en Londres y Amsterdam intentaron controlar dicho comercio y evitar que los directivos se apoderaran de rendimientos que eran “residuales” y, por tanto, que pertenecían a los accionistas de las compañías. Sin éxito. Hasta el punto de que terminaron aceptándolo y los beneficios de ese comercio se convirtieron en “remuneración”. La justificación vino después: ser un empleado de la VOC o de la EIC era un trabajo muy arriesgado. Muchos murieron antes de poder regresar a Europa y retirarse a vivir de las rentas. En principio, este comercio particular no perjudicaba a los accionistas de las compañías porque, de no ser por iniciativa de estos empleados, no tendría lugar ya que ni la VOC ni la EIC tenían como “objeto social” el comercio intraasiático. En términos modernos, diríamos que, aunque no había daño, había enriquecimiento injusto por parte de estos empleados ya que el comercio intraasiático podía verse, perfectamente, como una oportunidad de negocio perteneciente a la compañía. Dado que los empleados eran agentes de la compañía – mandatarios en castellano – correspondía a la compañía todo el beneficio que pudiera obtenerse utilizando los activos que eran propiedad de la compañía, incluyendo las oportunidades de negocio.

Un ejemplo moderno se encuentra en las empresas financieras, singularmente, en los bancos de inversión y las empresas de gestión de inversiones de particulares (private equity). Dice Matt Levine que estas empresas están constituidas para hacer ricos a sus empleados aunque muchas de ellas tienen forma de sociedad anónima y los accionistas son inversores y no los propios empleados.

Los bancos pagan típicamente a sus banqueros un porcentaje de los ingresos que atraen, en un rango que va desde en torno al 32 por ciento que paga JPMorgan (un banco universal) pasando por el 37 por ciento de Goldman Sachs (un banco de inversiones que presta todo tipo de servicios financieros) hasta el 64 por ciento de Moelis & Co. (un asesor de inversiones –  advisory boutique). No tengo las cuentas auditadas de PJT Capital pero apuesto a que ese porcentaje alcanza, en su caso, el entorno del cien por cien

Históricamente, estas sociedades se organizaban como sociedades de personas, al modo de los despachos de abogados todavía en la actualidad, es decir, no había distinción entre accionistas y empleados de alto nivel. Los empleados de estas empresas financieras reciben una parte muy sustancial de los rendimientos que genera la empresa en forma de salarios variables. La cuantía de éstos – en forma de bonus – depende, en buena medida, de los resultados de la empresa y de los resultados de la propia labor del empleado. De esta forma, bien puede decirse que se produce una mutación: los accionistas se convierten en titulares de una pretensión fija – un dividendo competitivo y/o un incremento del valor de la acción en línea con el mercado – y los empleados reciben una retribución dual: por una parte, reciben su salario fijo y, por otra, todos los beneficios que produce la empresa una vez que se ha reservado, de estas ganancias, una parte “de mercado” para los accionistas. Además, dada la naturaleza de la actividad de estas empresas, los empleados tienen una enorme discrecionalidad en lo que a la gestión se refiere. Son los empleados los que deciden, sin directrices por parte de los accionistas – o de los representantes de éstos en el consejo de administración -, qué se hace con los activos de la compañía. Los accionistas de estas compañías son “propietarios débiles”, mucho más débiles que los accionistas de una compañía manufacturera. No son titulares de los activos críticos de la compañía y, aunque mantienen formalmente la condición de titulares residuales y conservan el derecho a tomar las decisiones residuales, éstas son tan pocas y tan poco relevantes que empieza a resultar equívoco seguir llamándoles propietarios.

Las consecuencias para el análisis de las organizaciones son importantes. Téngase en cuenta que, como hemos dicho, la eficiencia de la sociedad anónima – de atribuir la condición de propietarios a los que aportan el capital de riesgo – se basa en que los accionistas tienen intereses homogéneos; son los que soportan el mayor riesgo de ser expropiados por los demás interesados en la organización y son los que tienen los incentivos adecuados para maximizar el valor de la compañía (precisamente porque son los titulares residuales y, por tanto, tienen los incentivos para maximizar el “residuo”, esto es, lo que queda una vez que se ha satisfecho lo prometido a los titulares de pretensiones fijas (trabajadores, clientes, proveedores, Hacienda…). Pero si la mayor parte de los rendimientos se quedan en manos de los trabajadores (rectius, los trabajadores que realizan las tareas críticas para el éxito de la compañía) y los accionistas reciben una remuneración de mercado a cambio de su inversión, carecen de incentivos y de la capacidad para controlar lo que hacen sus agentes, es decir, no pueden revertir la situación y retener el residuo. Simplemente, éste no puede definirse de antemano cuando los trabajadores más cualificados son pagados en forma de salarios variables ligados al éxito de su conducta y de la empresa en su conjunto. Los accionistas hacen bien en despreocuparse y vender sus acciones cuando su remuneración – la rentabilidad de sus acciones – es baja en comparación con las posibilidades alternativas de inversión. Simplemente, no están en condiciones de incentivar adecuadamente a los empleados sin renunciar, al mismo tiempo, a que éstos reciban la parte del león de los rendimientos de la empresa. Y los agentes pueden configurar su remuneración de tal forma que se apoderen de todo el excedente sobre tal rentabilidad de las acciones. No es extraño que las categorías de análisis que utilizamos para explicar cómo se limitan los costes de agencia en las sociedades anónimas y la actitud frente al riesgo de los agentes – los gestores, directivos y consejeros – no nos sirvan (no ya para las compañías tecnológicas que salen a cotizar con un blindaje a favor de sus directivos/accionistas sino) para analizar empresas como Goldman Sachs o una gestora de fondos de private equity. En este tipo de empresas, los accionistas – los inversores en el caso de los fondos de private equity – se convierten en – casi – obligacionistas, titulares de deuda. Aunque conservan formalmente la condición de socios, son socios comanditarios – limited partners – que comparten los rendimientos residuales con los gestores y soportan las pérdidas. Pero ya no toman las decisiones. ¿Qué incentivos tienen los gestores de estas compañías y en qué se diferencian de los incentivos de los gestores de una sociedad anónima «normal»?