Por Calixto Alonso

 

Cuba celebra el centenario del nacimiento del cantante Benny Moré, con grabación incluida de un disco con diez de sus canciones por la incombustible Omara Portuondo.

La rama que salió del tronco de Ta Ramón Gundo Moré, rey de una tribu del Congo, tuvo el poder de una siguaraya.

El niño que se crió junto al Casino de los Congos del barrio de la Guinea, en Cienfuegos, aprendió a cantar lo suyo de son y guaracha, a tocar el tambor y a rallar el tres.

En 1940 dejó la carretilla de la que tiraba en el ingenio azucarero Vertientes y se fue a La Habana. Para sobrevivir, se ocupó en vender averías (frutas y viandas golpeadas) y yerbas medicinales.

Cantaba por las calles y se presentaba en emisoras de radio. Cuatro años trotando y fleteando por los muelles y por los Aires Libres, regalando la violencia de su ritmo. Poseía una voz bellamente timbrada, sensual, melancólica, guajira. Voz de negro, algo triste. Compendio de originalidad y espontaneidad, en él se sincretizaron todos los elementos de la música cubana que habían tomado forma a comienzos del siglo.

Una noche Siro Rodríguez, integrante del Trío Matamoros, le escuchó cantar en el bar El Templete, en la Avenida del Puerto, y ahí comenzó la leyenda.

Fue un caso único al sumar con estilo propio y genuino todos los elementos de los géneros musicales de la Isla. Todo estaba en él, el cancionero tradicional, el toque religioso afrocubano de sus orígenes cienfuegueros, la herencia sonera de Matamoros, el golpe santiaguero de la Orquesta de Mariano Mercerón… Destilado por un inmenso talento natural.

Capaz de recorrer todo el registro vocal, de interpretar cualesquiera tonalidades y tempos, pasaba de una canción tenue a un guaguancó en el mismo número, doblándose en frases y gritos. Cantaba, bailaba y dirigía la orquesta, todo al tiempo.

Fenómeno de mixtura hispano-africana, símbolo de lo criollo. Fue cima de la cultura musical cubana, desplegando una intuición artística de magnitud universal.

Su Banda Gigante, como los alones de su sombrero, rompió e inauguró la enormidad de los 50 habaneros.

Como en toda verdadera obra de arte, su lógica artística y su agudo sentido estético fueron el resultado de una auténtica y libre inspiración.

Cuentan sus compadres que en los ensayos mandaba a parar la Orquesta… Olvídense… Algo anda mal… Los músicos no se daban cuenta, pero él sí. Tenía un oído que era un radar. Se ponía las manos en la cabeza, dejaba de cantar y se viraba hacia sus compañeros… ¡Aguanten, aguanten ahí!Alguien aquí esta atrasado… Fíjense bien como es la cosa… Entonces, se ponía a hacer con la boca… Cum-pa-ta, cum-pa-ta-tá, cum-pa… y la Gigante le cogía el golpe.

Escuchen, oigan ese piano serio, vacío de languidez, pleno de desvaríos cómplices. Ese bajo absoluto, de escasas notas, pero asombrosas y rítmicas, por las que irrumpe la paila y el coro: Generoso, pero qué bueno toca usted… ¡Pero qué rico y sabroso toca usted!… Y allá va su voz única, que saca todo afuera, como la de los grandes rumberos y flamencos.

Cuando actuaba era un plantarse sin contemplaciones, siempre dispuesto a sacar el máximo del partido posible a su directo, al momento inesperado y fugaz, con los saxofones estridentes saludándolo al fondo.

En su apogeo dio lugar a lo que se llamó el «Caso Moré». Los entonces mejores musicólogos antillanos se preguntaban como era posible que aquel hombre, que no sabía una palabra de música, pudiese tener ese concepto tan acabado y profundo de algo tan complejo como la armonía.

El secreto se lo llevó con él a Santa Isabel de las Lajas, en 1963.

Escalada la fama, se dio el lujo de incumplir contratos. Dejó plantados a empresarios y público en el Cabaret Montmartre, en el Teatro Martí, en el Alí Bar, en La Campana… Benny estaba más que solicitado y aprovechó su éxito arrollador para elevar sus honorarios. Ganó y gastó dinero con la soltura del bohemio y fiestero que siempre fue.

Hizo radio, televisión, viajó al extranjero y llegó incluso a amenizar la ceremonia de entrega de los Oscar´s de Hollywood en 1958. No en vano, su último carro fue un imponente Cadillac Fleetwood. Admiraba a Glenn Miller, y su sueño era dirigir una Big Band grandiosa. La RHC-Cadena Azul, con deslumbrante sede y estudios en el Paseo del Prado habanero, se decidió a presentar una nueva orquesta para arrasar con el ritmo batanga de Bebo Valdés. El propósito era dejar chicos al mambo de Pérez Prado y al chachachá de rabiosa moda. La agrupación la formó Bebo, con instrumentistas de lujo y arreglos inmejorables. Y el cantante, el Bárbaro del Ritmo. Y hete aquí que el Benny, pese a los importantes adelantos recibidos, no se presentaba a los ensayos o llegaba tarde y conmovido por Bacardí… La empresa y Bebo se hartaron, y a los dos meses el proyecto del batanga se fue al piso.

Pero siguieron lloviéndole las propuestas, porque era único.

En 1958 le fue diagnosticada una grave cirrosis hepática. No obstante, siguió derrochando dinero, energía, talento y sensibilidad, y por supuesto, no dejó de beber.

Y en eso llegó Fidel. Benny, sin duda, simpatizó con la Revolución. Su enfermedad se agravaba, y ello era de sobra conocido por el mundo artístico y por los responsables culturales del nuevo régimen. Se le solicitó actuar en conciertos para recaudar fondos con diferentes fines, cantar en los festejos bautizados como Papel y Tinta y que organizaba el periódico Revolución y acudir a los festivales de música popular. Todo ello contra el consejo de su médico, Luis Ruiz Fernández, quien en vano trasladaba a las autoridades del momento el deterioro imparable de la dolencia.

De esta actitud suya, se ha deducido por la historiografía musical oficial que el Benny era un revolucionario convencido, y así lo mantuvieron en su muerte Nicolás Guillén y Juan Almeida, el único comandante de la revolución que demostró interés por la música popular cubana.

Al tiempo, parte de su orquesta había emigrado y muchos músicos de primera fila se habían ido ya de Cuba. La lista es tan amplia como conocida.

No es descabellado sostener que Benny Moré se quedó porque estaba muy enfermo, siendo certero afirmar que no puso nada de su parte para sanarse.

Un artista como el que hemos intentado describir no hubiese soportado el paulatino cierre de locales, radios, televisiones y escenarios, los controles horarios y, en suma, el eclipse de la vida farandulera y nocturna de la que había sido protagonista desde que llegara a La Habana.

Su saludo a la revolución fue sincero, como el de tantos compatriotas, mas el rumbo que siguió su país era incompatible con el modo de vivir y trabajar que siempre mantuvo.

En la definición del hombre nuevo de Ernesto Guevara no cabía ningún Benny.


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