Por Juan Antonio Lascuraín.

 

El principio penal que no falta en ningún manual y que se cita en ellos en primer lugar es el principio de legalidad. Esto significa que si la justicia penal pretende ser justa, lo primero que tiene que ser es legal. El valor de la seguridad jurídica y el valor de la igualdad ciudadana en la toma de decisiones son el tuétano del principio de legalidad y de sus cuatro patas o postulados: reserva de ley, mandato de determinación, prohibición de retroactividad desfavorable y vinculación del juez a la ley. Qué sea delito y qué pena puede sufrir su autor es algo que solo van a decidir los representantes directos de los ciudadanos: las normas han de ser así leyes y, so pena de inseguridad y so pena de indebida delegación de tan inmenso poder en los jueces, habrán de ser leyes precisas. Los jueces solo podrán penar si se lo permiten las leyes y en la medida en la que se lo permitan, y nunca deberán hacerlo retroactivamente, sorprendiendo a los ciudadanos con disposiciones punitivas que no estaban vigentes en el momento del comportamiento enjuiciado.

El principio de legalidad penal se parece al teatro y a la prensa en papel en que a los tres se les asocia habitualmente con la palabra “crisis”. Ha pasado en las reflexiones penales de los últimos lustros y pasa hoy: una bastante reciente y excelente recopilación de trabajos sobre el principio se titula así: “La crisis del principio de legalidad en el nuevo Derecho penal: ¿decadencia o evolución?” (dirigido por J. P. Montiel, Marcial Pons, 2012). Con ello se pretende expresar que las garantías que emanan del principio de legalidad al servicio de la seguridad y de la democracia se están debilitando y que modernamente vamos hacia códigos penales con enunciados más difusos y más remisivos, y hacia jueces más creativos. En ello ha influido sin duda la expansión del Derecho Penal hacia áreas de actividad de riesgo permitido y hacia momentos previos, a veces muy anteriores, a la lesión individual o social que finalmente preocupa.

No sin cierto optimismo considero también que alguno de los retos en los que se ve hoy inmerso el principio de legalidad provienen de una segunda fuente, que es precisamente la de su reivindicación, la de un mayor celo por su respeto. Creo, por ejemplo, que el que nos inquiete hoy la retroactividad desfavorable de las interpretaciones judiciales es más fruto de una nueva preocupación por nuestra seguridad que el de una nueva práctica judicial. Y creo también que los déficits de legalidad penal asociados a la calidad deliberativa o representativa de nuestras leyes no provienen de que nuestra democracia sea peor sino de que afortunadamente reivindicamos una democracia mejor.

 

El reto de los excluidos

 

Son muy interesantes las modernas reflexiones en torno a la débil legitimación de las normas penales respecto a los ciudadanos excluidos, que ahonda en la pobre prevención que despliegan frente a ellos. Más allá del miedo al castigo, la norma penal se desobedece o se ignora porque no se considera propia: bien porque el excluido no siente que haya participado de modo alguno en su gestación – no siente que quienes la aprueban le representan, cosa por cierto poco sostenible con las prohibiciones penales básicas -, bien porque no entienda que el respeto por la norma sea un correlato de las ventajas que le aporta el Estado. Obvio es decir aquí que no es este un problema de técnica penal en la redacción o aplicación de las normas penales, ni siquiera una cuestión del ordenamiento constitucional o electoral, sino un problema político de primer orden, el de la exclusión, que lo que cuestiona es el Estado como Estado social.

 

El reto de la Unión Europea

 

Un segundo problema de legalidad penal que tiene que ver con la calidad de la democracia es el que suscita la desafección con las cada vez más frecuentes normas penales que provienen – por ahora solo indirectamente – de la Unión Europea. Dada la representatividad directa de los parlamentarios europeos nacionales, su solución, a la que no hay que negar esfuerzos en marcha, es sobre todo cultural y comunicativa. En el haber de las normas constitucionales europeas debe apuntarse una especial sensibilidad hacia las materias penales, tan relacionadas con los valores de cada comunidad estatal, y que se plasma en la previsión del emergency brake: en la suspensión del procedimiento legislativo por parte de un Estado miembro cuando considere que un proyecto de directiva afecta “aspectos fundamentales de su sistema de justicia penal” (art. 83.3 TFUE). En el debe de las normas penales de raíz europea ha de subrayarse la frecuente mala técnica legislativa de trasposición, que inunda el Código Penal de abstrusos preceptos que provienen del difícil pacto de 28 Estados en el Consejo de la Unión Europea.

 

El reto de las normas penales remisivas

 

El Tribunal Constitucional ha considerado que la técnica de la norma penal remisiva o con blanco es aceptable si respeta dos límites básica. No se puede acceder a ella caprichosamente, sino que debe responder a necesidades serias de regulación penal: precisión final de lo penalmente prohibido y adaptación a un contexto cambiante. Un segundo límite es el de que se trate de un apoyo en otras normas más ágiles y más precisas, pero no de una delegación en tales fuentes de la definición del delito. Por ello el enunciado penal inicial ha de contener ya «el núcleo esencial de la prohibición» penal (STC 127/1990).

Si se observan estas cautelas constitucionales no parece que la norma penal con blanco vaya a constituir en el futuro un problema en nuestro ordenamiento. Ello tiene que ver tanto con su aportación a la seguridad jurídica en ámbitos de riesgo permitido como con sus costes limitados, al emplearse esta técnica para la definición de delitos que no son muy graves y a los que no corresponde una pena muy grave. Tampoco ha suscitado especial reproche la justificación penal por “obrar en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo” (art. 20.7º CP), a pesar de su carácter tan abierto y tan ubicuo, probablemente por su naturaleza de norma permisiva, no de prohibición o de mandato penal. La preocupación de legalidad sería obviamente distinta si la remisión se utilizara para tipificar, por ejemplo, las lesiones (“La irrogación de lesiones prohibidas como graves…”).

Todo ello sugiere, por cierto, que no es tan radical la diferencia que tan pomposamente se establece entre el sistema de fuentes para las penas (reserva absoluta de ley) y para las sanciones administrativas (reserva relativa de ley). Si en materia penal se admite a remisión a normas infralegales siempre que la ley penal contenga “el núcleo esencial de la prohibición”, la definición de las infracciones y las sanciones administrativas admite la “colaboración reglamentaria” (SSTC 61/1990, FJ 8; 132/2001, FJ 5; 242/2005, FJ 2) con un límite similar: “la Ley sancionadora ha de contener los elementos esenciales de la conducta antijurídica y la naturaleza y límites de las sanciones a imponer” (STC 132/2001, FJ 5).

 

El reto de los decretos legislativos

 

Un alcance limitado tiene la cuestión de si la reserva de ley ha de ser una reserva de procedimiento legislativo o basta con que sea una reserva formal de ley. Solo lo primero vedaría los decretos leyes y los decretos legislativos como fuente de Derecho Penal. Nuestra Constitución, en la lectura que hace el Tribunal Constitucional, no repara en el carácter penal de la materia, sino en el desarrollo, siquiera negativo, de derechos fundamentales, y admite el decreto legislativo para los delitos que no prevean como pena la limitación de un derecho fundamental (STC 140/1986, FJ 5).

 

El reto de la certeza de la jurisprudencia

 

Pero la materia que quizás deba centrar más hoy nuestras preocupaciones de legalidad penal es la calidad y los límites de la jurisprudencia. No es desde luego una cuestión menor a la vista de sus repercusiones en el sistema de fuentes, y por ello en la legitimación de normas y decisiones penales, y a la vista de su cada vez mayor incidencia práctica por la indicada mayor laxitud de nuestros tipos penales. A menor protagonismo legislativo, mayor protagonismo judicial.

La primera de las preocupaciones al respecto tiene que ver con lo que Kuhlen denomina mandato de determinación de la interpretación judicial. Si los preceptos penales tienden a ser más abiertos, admiten delimitaciones más diversas de lo que se considera delictivo, exijamos a la actividad judicial cierta estabilidad y previsibilidad en la fijación de los mismos.

En España deben consignarse dos firmes avances en este sentido. El primero, de la mano de la reforma de la ley de Enjuiciamiento Criminal de 2015, con la ampliación del recurso de casación a cualquier demanda por infracción de ley, con independencia de la gravedad del delito previsto por esta, poniendo fin así a esa especie de Estado judicial federal para buena parte de los delitos, que hacía que, vía interpretativa, pudiera ser delito en Ávila lo que no lo era en Segovia. El segundo avance, ya longevo, es el de los acuerdos interpretativos de las diversas secciones de una sala o tribunal (art 264 LOPJ).

De nuevo aquí, en relación con el incremento del protagonismo judicial, no estoy tan seguro de que nuestra inquietud provenga tanto de un aumento del mismo o de una mayor conciencia de su dimensión. Me parece que el principal foco de indeterminación de los enunciados no tiene su sede en la definición de los delitos sino en la de las categorías generales. Cuándo comienza la tentativa, qué participación es necesaria, a quienes se le puede imputar como garantes un resultado por omisión, cuándo está justificada una conducta. Y por cierto: tan cínica como me parecía la fuerte diferencia que se afirma entre el sistema de fuentes penal y el administrativo sancionador, me resulta ahora la contraposición entre el sistema continental y el anglosajón, un sistema en el que la fuente jurisdiccional para la generación de delitos y penas se va desmoronando no solo en Estados Unidos sino incluso en el Reino Unido, donde es objeto de críticas doctrinales y donde ya no es concebible la creación judicial de delitos, pero donde, por una parte, siguen existiendo delitos clásicos con tal origen –como el asesinato, el homicidio imprudente o la alteración del orden público–.

 

El reto de la irretroactividad de la jurisprudencia desfavorable.

 

Muy controvertida es la cuestión de si debe ser irretroactiva, o si debe serlo en algunos casos, la interpretación judicial que corrige otra anterior y lo hace in malam partem, en sentido desfavorable para el acusado.

A favor de la garantía de irretroactividad del cambio jurisprudencial desfavorable está la propia concepción de la actividad judicial como actividad de conormación o de normación sucesiva, de actividad que no solo declara lo que ya está en la norma, sino que lo decide. Si el juez es un normador penal, habremos de rodear su actividad de los límites de la legislación penal, que son garantías del acusado, y entre ellas y quizás en primer lugar, la de irretroactividad desfavorable.

Si miramos también la función de la norma penal, que se realiza especialmente con su aplicación, nos entrará alguna duda. El argumento es ahora de justicia, o de otra vertiente de la justicia. Porque lo justo es que el juez aplique al caso la visión más moderna de la interpretación adecuada de la norma a la vista de los intereses en juego. Y esta interpretación, en cuanto razonablemente posible si quiere ser válida, es previsible. Y, por cierto, aplicable en un sistema que no reconoce la inviabilidad de la interpretación retroactiva in malam partem. Piénsese en un cambio de consideración de una droga de “blanda” a “dura” (“que causa grave daño a la salud”: art. 368 CP). O en lo que sucedió en el Reino Unido con la primera sentencia que consideró como delictiva la violación en el seno del matrimonio (STEDH C. R. c. Reino Unido, de 22 de noviembre de 1995).

Este segundo planteamiento es el que responde a nuestra tradición jurídica, pero respecto al cual casos tan extremos de previsibilidad de una cierta interpretación y aplicación de la norma como el que rompió la denominada doctrina Parot – en esencia: en los casos de concurso de delitos en los que se disminuye la pena a un cierto límite, la reducción de la misma por el trabajo en prisión no operaba sobre la pena reducida, sino sobre la pena inicial -, han puesto de manifiesto sus costuras. Puede haber interpretaciones razonables pero altamente imprevisibles, y aquí es mayor el daño a la justicia–seguridad que a la justicia–prevención. Si bien es verdad que esta vía de excepción parece más que sensata, el problema que surge, como ya estará pensando el lector, es el determinar a qué llamamos interpretación “altamente imprevisible” y si paradójicamente esta solución empujada por la seguridad jurídica se torna en una nueva fuente de inseguridad. Por razones de seguridad jurídica la jurisprudencia in peius sería irretroactiva en determinados supuestos que no hemos delimitado aún con precisión.


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