Por Juan Damián Moreno.

 

Goethe decía que un cuarteto de cuerda era como una conversación entre cuatro personas razonables. El proceso penal también lo es: una conversación fascinante, sobre todo llegado el plenario, en que por imperativo constitucional, el culto a la palabra que promueve la oralidad se erige en componente esencial de su existencia, y donde la sentencia es sobre todo el resultado de un debate, de un diálogo, en el que las partes, ya sea con voz propia o ya sea prestada, son principales protagonistas.

Esta conversación no siempre discurre entre dos; puede que se mantenga entre tres o más personas; pero probablemente no todas interpreten una misma melodía; unas lo harán con idéntico tono, al unísono, y otras, en cambio, en clave de fuga, sosteniendo hipótesis y opiniones diferentes. El objeto de la conversación está constituido lógicamente por el mismo tema en que se suele manifestar la discrepancia en el proceso penal: la existencia del delito y la culpabilidad de la persona a quien se reprocha su comisión.

Por eso, a pesar de las vacilaciones doctrinales, hoy en día no es posible negar la existencia de partes en el proceso penal y, por lo tanto, de sujetos distintos que las defienden en un plano de igualdad, más aún cuando se trata del sujeto frente al que recaen las sospechas de la comisión del delito, que tiene derecho a defenderse y a que su causa sea oída equitativamente a través de un proceso justo y con todas las garantías (art. 6 CEDH).

Es verdad que al inicio del proceso penal la conversación es muy desigual, pues aún prevalece el interés del Estado en defenderse frente a la agresión que supone el delito, pero a medida que avanza la conversación, tiende a discurrir en un tono más sosegado y respetuoso, donde a pesar de la diversidad de las opiniones de los sujetos que toman la parte en la misma, se entabla un diálogo sobre el tema objeto de discusión bajo unas reglas de moderada cortesía, del que resulta la decisión judicial sobre la cuestión debatida, tal como sucede durante las sesiones del juicio oral, donde todas las partes deben ser capaces de mantener una conversación, de saber escuchar y de hacerse escuchar en un escenario en que cada uno tenga la oportunidad de exponer sus argumentos sin interrumpirse y sin que su comportamiento les coloque en una situación desventajosa respecto a los demás.

Y todo ello, en presencia de un juez que no tenga una idea preconcebida sobre la culpabilidad del acusado, que intervenga sólo cuando deba hacerlo, sin acaparar más protagonismo del que le exija su función, sin que su voz desequilibre la balanza en un sentido u otro; no en vano la sentencia penal, como cualquier otra, es fruto de ese intercambio de pareceres, máxime en un sistema de tipo acusatorio donde el proceso discurre entre partes, de manera que al juez únicamente se le reserva la función de juzgar. Ya sabemos que en los sistemas naturaleza adversarial la acusación y el acusado se encuentran teóricamente en un plano de igualdad en cuanto a sus posibilidades de ataque y defensa, pues el propósito fundamental del juicio es que el tribunal extraiga su convicción única y exclusivamente del resultado de las pruebas practicadas en el juicio; al tribunal le está vedado mostrar durante las sesiones del juicio oral un celo excesivamente desproporcionado en su afán por adquirir el convencimiento sobre la verdad de los hechos (STS 674/2013 [Roj 4249]).

A veces se pasa por alto lo importante que para mantener la vitalidad del sistema acusatorio es tener en cuenta que el proceso penal está constituido por una relación entre partes llamadas a comunicarse e, incluso, a interpelarse: esto es, una relación procesal. La negación de esta específica consideración conduciría, sin que nadie pudiera remediarlo, a reducir a la persona frente a la que se dirige la acción penal a un simple objeto al que el Estado puede perseguirle y privarle de su derecho a tomar parte en el debate, sometiéndole al caprichoso arbitrio de quien pretende condenarle si tan siquiera darle la oportunidad de defenderse.

El hecho de que el Estado confíe al juez la facultad de actuar el derecho de penar, no quiere decir que le corresponda imponer la pena como quien aplica una penitencia. Ya sabemos que el Estado es el titular del ius puniendi y que lo ejercita por medio del juez aplicando la ley al caso concreto, pero como señalara Salvatore Satta, sin que el proceso persiga un fin ajeno a proceso mismo: giudicare, non punire, ese el gran misterio del proceso.

El imputado o acusado constituye una parte esencial de la relación procesal; es, en efecto, el sujeto frente a quien se promueve la acción penal y por supuesto queda en virtud de su ejercicio sometido a las vicisitudes inherentes al proceso al que el ejercicio de aquélla ha dado lugar y sin que nada pueda hacer por evitarlo. Pero es igualmente evidente que, una vez promovida la acción penal, el encausado o investigado se convierte, por esa misma circunstancia, en titular de un derecho a quien se le asiste la facultad a participar activamente en el proceso y hacer valer sus razones en esta especial conversación en la que se convierte la relación procesal entablada, y a quien le asiste también el derecho exigir del juez una decisión.

Por eso, algunos autores, se resisten a considerar al imputado como el sujeto pasivo de la relación procesal. Lo que aspira a conseguir no es ni más ni menos que lo que pretende cualquier otra parte, un pronunciamiento a su favor, este caso, exculpatorio, que le libere de la situación a que la acusación le ha colocado, para lo cual tiene derecho a que conocer la acusación que se le haya formulado en su contra, a conocer en todo momento el estado en que se encuentra el procedimiento, a intervenir en la práctica de las diligencias y a que se le faciliten los elementos de descargo que le puedan servir para desmontar la eventual hipótesis sobre la que se sustenta la acusación.

En los ordenamientos más modernos, durante del juicio, la conversación, y con ello la intervención del acusado en él, suele tener lugar al final, y no al principio de las sesiones, como hasta ahora viene sucediendo, una vez practicadas las pruebas, pues se piensa, tal como se recoge en la propuesta de Código de Proceso Penal de 2012, que su participación no puede ir referida más que en función de una hipótesis dada y conformada como preexistente desde el punto de vista de la propia lógica del sistema en que se estructura el proceso penal donde la declaración del acusado sirva de necesario y obligado contrapunto.

En definitiva, como cualquier cuarteto, el proceso no deja de ser un estimulante contraste de pareceres, pero como señalan los expertos, tras esa apariencia de sencillez y claridad, se esconde una compleja estructura que conviene desentrañar, pues como enseñaba Francesco Carnelutti, el proceso penal no es simplemente un instrumento para castigar sino para saber si se debe o no se debe castigar, y eso requiere, al menos, un poco de conversación.


Foto: Divergencia de criterio durante el ensayo de un cuarteto en casa de los Mendelssohn