Por José María Rodríguez de Santiago

La semana pasada Flavia Carbonell, de la Universidad de Chile, fue ponente en un seminario en la Universidad Autónoma de Madrid en el que presentó un interesante paper titulado “Ideología y razonamiento judicial: construyendo categorías argumentales para el análisis de sentencias”. La ponente sostuvo una tesis, que yo también creo que es incuestionable (y que, obviamente, no se presentaba como novedosa), según la cual “la ideología política de los jueces condiciona el sentido de las decisiones judiciales”, y “el Derecho es insuficiente para dar cuenta de lo que sucede” en muchos de los denominados hard cases; y formuló una propuesta metodológica para estudiar la ideología en el razonamiento judicial de su país. No voy a entrar aquí al debate con la ponencia en el plano de la Teoría del Derecho. Quisiera hacer un apunte propio del Derecho de organización relativo a la conveniencia de que donde sea previsible la entrada de la ideología del juez, su actuación cuente con una legitimidad añadida a la que otorga la estricta aplicación del Derecho.

Creo que es útil para eso partir del modelo, muy ilustrativo, de la legitimidad y el control de las decisiones discrecionales de la Administración. Pensemos en el poder discrecional que otorga a la Administración la siguiente norma:

“si el solicitante puede aportar suficientes méritos de docencia e investigación se concederá la acreditación como Profesor Contratado Doctor”.

En un caso como este, lo que la Administración añade al puro texto de la regla que dirige su actuación con los criterios clásicos de la interpretación jurídica es más bien poco. La simple interpretación gramatical de la norma, por ejemplo, permite llegar a la conclusión de que la participación en un congreso importante de la disciplina es un mérito investigador, pero una ponencia en unas jornadas sobre utilización de nuevas tecnologías en clase es más bien un mérito docente.

El verdadero peso del poder que la norma otorga a la Administración al atribuirle la facultad de aplicarla no está ahí. Está en la competencia de crear los criterios adicionales, en este caso, de carácter técnico, que van a ser aplicados para decidir cuándo los méritos de docencia e investigación son suficientes. Por simplificar mucho el ejemplo, pensemos que ese criterio adicional técnico con el que decide la Administración es: si se han publicado 6 artículos en revistas incluidas en este catálogo y se han impartido 450 horas de clase, los méritos son suficientes.

La interpretación de la norma realizada por la Administración con criterios de legalidad, el estrecho ámbito de lo que es imputable al Derecho a través del uso de los “criterios clásicos de interpretación”, es totalmente controlado por el juez. Así lo manda el art. 106.1 CE: los tribunales controlan la legalidad de la actuación administrativa. Esto es, los tribunales solo pueden utilizar criterios jurídicos para controlar la actividad de la Administración. Pero todo el amplio margen dejado a la fijación por la Administración de criterios de oportunidad, aquí técnicos, solo lo puede controlar el juez de forma negativa. El juez puede anular la decisión administrativa si considera arbitrario (en el sentido del art. 9.3 CE), por ejemplo, el criterio de los 6 artículos y las 450 horas. O si ese criterio fuera contrario al principio de igualdad (art. 14 CE). Pero el juez tiene prohibido por la Constitución utilizar criterios de oportunidad para controlar la actividad de la Administración. Es la Administración la que tiene el poder de fijar un criterio como el de los 6 artículos y las 450 horas. Y es bueno que así sea desde la perspectiva de la división de poderes, porque está en mejores condiciones la Administración que el legislador para fijar correctamente esos criterios y adaptarlos permanentemente a través de comisiones de expertos.

El ancho ámbito dejado por la norma a los criterios de oportunidad de la Administración no está cubierto estrictamente por la legitimidad del Derecho y no es controlado por los órganos judiciales. Ese poder decisorio tiene la legitimidad de los criterios técnicos fijados por una comisión de expertos y está controlado democráticamente por la función de dirección política que corresponde al Gobierno sobre la Administración (art. 97 CE). Lo estamos presenciando actualmente: el Gobierno quiere evitar el conflicto político con los sindicatos y el Ministro ordena a la ANECA que revise a la baja los exigentes criterios que ya habían sido aprobados para la acreditación como Profesor titular o Catedrático. La dirección política por el Gobierno (que es democracia) se ha impuesto en el marco de lo que la Administración decide discrecionalmente.

La idea se deja extender a los órganos judiciales, porque expresa algo que no es solo propio de la Administración, sino que se refiere al binomio Derecho y poder (o Política). En contra de lo que sucede con la decisión discrecional de la Administración, no obstante, el juez está obligado a moverse exclusivamente en el terreno de “la legalidad” y a imputar con argumentos todas sus decisiones solo al Derecho.

En el caso de una conocida Sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán, por ejemplo, la norma legal que autorizó al Ministro de Defensa a derribar un avión secuestrado por terroristas pudo declararse incompatible con la garantía constitucional de la dignidad de la persona, porque se aceptó el criterio de concreción de la denominada “fórmula del objeto” (Objektformel) de Günter Dürig como forma de dotar de contenido a esa garantía constitucional: es incompatible con la dignidad del ser humano tratar a la persona como medio para algo o como objeto; y disparar supone tratar a las víctimas como medio para el fin de salvar a otros. Aquí detrás está la ética kantiana (Immanuel Kant, Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, 1785, pp. 74-79). A mí ese argumento me parece el mejor, pero también considero indudable que jueces con otra ideología podrían haber argumentado que el precepto constitucional no es tan claro como para permitir anular una decisión del legislador; o que jueces consecuencialistas podrían haber justificado que salvar a las 3.000 personas del edificio contra el que va a chocar el avión justifica disparar a las 300 secuestradas en su interior (con un razonamiento del que dio cuenta, por ejemplo, Gabriel Doménech al comentar esa sentencia; y que desarrollan con detalle Miguel Ángel Roig Davison y Carlos Alb. Ruiz García, que ofrecen diversos métodos de valoración de la vida humana).

Un buen ejemplo de la jurisprudencia constitucional española es la sentencia sobre el matrimonio homosexual (STC 198/2012, de 6 de noviembre). Era, incluso, previsible que los jueces conservadores se aferrarían a la fuerza argumentativa de la “garantía institucional” para sostener que la expresa referencia del art. 32.1 CE al hombre y a la mujer identificaba la heterosexualidad como un elemento de la imagen constitucional del matrimonio sin el cual la institución ya no sería “recognoscible”. A mí este argumento me parecía el mejor. Pero también era previsible que los jueces progresistas razonarían con el efecto de los cambios sociales sobre la interpretación constitucional a través de la tesis norteamericana de la living constitution, como efectivamente sucedió.

La idea sobre la que quiero llamar la atención aquí se puede formular de la siguiente manera: cuanto más espacio haya para la ideología del juez, más necesidad existe de una legitimidad distinta de la que deriva estrictamente de la ley. Y en un Estado democrático la primera legitimidad que se viene a la cabeza para el ejercicio del poder es la democrática.

Por eso la Constitución dota de alguna legitimidad democrática a los Magistrados del Tribunal Constitucional (elegidos por órganos políticos, art. 159.1 CE), que tendrán que juzgar aplicando los, en general, poco densos preceptos del texto constitucional. ¿Quién puede pensar que no hay ideología al interpretar conceptos como el de dignidad de la persona (art. 10.1 CE)? Pues bien, cuanto más espacio se dé a la ideología de un juez, mayor ha de ser su legitimidad democrática.

Pensemos ahora en los Magistrados de la Sala Tercera de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Supremo, a quienes corresponde conocer, por ejemplo, de los recursos formulados frente a las decisiones del Gobierno y las decisiones jurídico-administrativas de los demás órganos constitucionales (art. 12.1 LJCA). Algunos de estos recursos (recuérdense las sentencias sobre los papeles del CESID) serán hard cases permeables a la ideología.

El Consejo General del Poder Judicial aprobó en 2010 un Reglamento regulador de estos nombramientos, que se califican como discrecionales, pero se presentan, en general, inocentemente, como si no lo fueran. Y el mismo CGPJ utiliza para esas designaciones motivaciones que no convencen a nadie, pero tampoco engañan a nadie. Todos los sabemos: un candidato conservador muy competente no saldrá elegido si hay mayoría progresista en el Consejo. Y uno progresista muy competente tampoco saldrá si la hay conservadora. Esto, por cierto, es lo más importante: que el candidato (de derechas o de izquierdas) sea “muy competente”. Como ha dicho Mariano Bacigalupo (tanto con respecto a los cargos judiciales, como a los de gobierno de los reguladores independientes) la competencia profesional y la reputación contrastada de las personas elegidas son la mejor manera de embridar la influencia inevitable de los sesgos ideológicos. Pero, más allá de eso, es difícil de creer que pueda (y deba) garantizarse, en puridad, “la igualdad en el acceso (…) de quienes reúnan las condiciones y aptitudes necesarias” (art. 3.2 del Reglamento 1/2010), como si el nombramiento para el cargo de Magistrado del Tribunal Supremo se rigiera por los mismos criterios que una oposición a Notarías.

Llamemos a las cosas sin vergüenza por su nombre y presentemos la elección como lo que es: el acto público que otorga legitimidad democrática a un cargo que no solo aplicará estrictamente el Derecho.


Foto: Juicio de Salomón