Por Juan Antonio García Amado

Cuando aquí hablamos de interpretación, nos referimos a la atribución a un enunciado jurídico de un significado lo suficientemente preciso como para que de la correspondiente norma podamos decir: a) si es aplicable o no al caso que se enjuicia (relación entre interpretación y selección de la norma aplicable); b) en caso de que esa norma sea aplicable, qué consecuencias precisas se desprenden de ella para la resolución del caso en cuestión

Ya se ve que estamos aludiendo a la interpretación operativa, en particular la interpretación judicial; o sea, aquella que se hace con el fin de resolver jurídicamente un caso real. Por supuesto, también cabe la interpretación teórica o puramente dogmática, que es la que se lleva a cabo para mostrar cuáles son los significados posibles de una norma -y, correlativamente, sus posibles consecuencias- o cuáles de ellas se consideran preferibles, pero que no se realiza para dar solución jurídica vinculante a un caso.

Para la interpretación de normas jurídicas nos servimos de lo que tradicionalmente se ha denominado métodos o cánones de la interpretación. Ilustremos cómo funcionan y qué papel desempeñan.

Imaginemos que quiero o necesito comprar una corbata. Voy a la tienda correspondiente. Lo primero que he de saber, como es obvio, es qué es una corbata. De esa manera podré descartar otras alternativas de vestuario o adorno, como pajaritas o pañuelos de cuello. Una vez que tenga claro lo que es una corbata, podré elegir entre las distintas corbatas que se me ofrezcan. ¿Qué me hace falta? Un criterio de elección, una pauta a la que atenerme. Puedo, a tal fin, preguntarme varias cosas. Por ejemplo, para qué quiero esa corbata, con qué fin la compro, para asistir a qué tipo de acto: una cena informal, mi boda, la boda de otro, un bautizo, una conferencia, una despedida de soltero a la que hemos decidido ir encorbatados de cierta manera…. Estaré empleando entonces un criterio o pauta que podríamos denominar teleológico o finalista. Con ese criterio teleológico podré seleccionar la corbata que me parezca que mejor me viene para ese fin rector.

Pero no es la única pauta o referencia posible para mi selección de la corbata que he de comprar. También puedo preguntarme con cuál se me ve más elegante o cuál me favorece más; o cuál va mejor con el traje con el que me la he de poner, que es marrón; o cuál le gustará más a mi mujer, que tiene gustos muy estrictos en materia de formas y colores de las corbatas o del vestuario en general. También puedo guiarme por el precio, como un factor más a tener en cuenta a la hora de quedarme con una corbata u otra. Y así sucesivamente.

Puede ocurrir que con arreglo a cada una de esas pautas de elección (para qué quiero la corbata, cuál me queda mejor o me favorece más, cuál encaja con mi traje, cuál le gustará más a mi esposa, cuál es el precio de cada una…) la corbata preferible sea la misma. Una corbata de las de la tienda, la de rayas azules y marrones, resulta que es la más seria o tradicional, como se requiere para el acto formal o de mucho empaque al que con ella voy a asistir, es la que tiene los colores que mejor me sientan, es la que mejor va con mi traje, que es marrón, es sin duda la favorita de mi cónyuge y, para colmo de fortuna, es la más barata de todas las que tengo para escoger. Está clarísima la compra.

Pero tanta coincidencia no es lo más esperable. Lo habitual es que unas de esas pautas de elección hagan preferible una corbata, y otras, otra corbata distinta. O, incluso, que cada criterio que apliquemos favorezca la compra de una corbata diferente. En tal caso, deberemos dar prioridad a alguna de tales pautas y, con ello, se romperá esa especie de empate entre las corbatas posibles para mi compra.

Así, de un modo muy similar a las de este ejemplo trivial, juegan los llamados métodos o cánones de interpretación jurídica, que establecen criterios o pautas para la elección entre interpretaciones posibles de una norma. Lo primero que se requiere es saber entre qué se puede elegir a la hora de resolver un caso jurídico con base normativa jurídica. Esto equivale, en el ejemplo anterior, a la necesidad de que sepamos diferenciar una corbata de otros objetos que por su forma o su función puedan guardar con las corbatas algún parecido, como pajaritas o pañuelos. Aquí nos damos de bruces inevitablemente con las diferentes concepciones iusfilosóficas acerca de la validez de las normas jurídicas y de los elementos posibles de un sistema jurídico. Para no complicarnos en exceso y puesto que los conocimientos por el particular deben darse ya por supuestos, ilustraremos esto con una elemental contraposición entre iuspositivismo y iusmoralismo.

Recordemos que el problema práctico es el de qué solución yo, juez, puedo y debo aplicar a este caso que ahora juzgo. Sé que tengo que resolver con arreglo a Derecho, pues así me lo imponen la Constitución y la legislación que regula mi oficio. Por tanto, debo dar preferencia a cualquier norma jurídica válida sobre otras normatividades que se parecen en mucho a la del Derecho, pero que no son jurídicas. Es decir, para sentenciar el caso debo buscar normas jurídicas y entre las normas jurídicas, de la misma manera que en el ejemplo anterior debía buscar corbatas y elegir entre las que lo sean, descartando las pajaritas o los pañuelos, aunque en algo se asemejen a las corbatas.

El grave problema está en que, tal como anda la teoría jurídica, es mucho más fácil diferenciar corbatas de otros objetos que saber dónde empieza y acaba el Derecho, los elementos de un sistema jurídico.

Los iuspositivistas

intentan que las normas jurídicas puedan reconocerse por ciertos caracteres referidos a su forma, en particular por el dato formal de quién creó la norma y con qué procedimiento. En últimas, los iuspositivistas piensan que corbatas serán aquellos objetos cuya forma es socialmente reconocida, en un momento histórico dado, como propia y distintiva de las corbatas, igual que jurídica será aquella norma que en un tiempo determinado es socialmente reconocida como jurídica, sobre todo en razón de quién y cómo la produce. Por la forma y no por otros datos, como el color o la tela de que estén hechas, diferenciamos una corbata de otros objetos que tienen una función similar, como las pajaritas. Por la forma, en ese otro sentido, y no por el contenido regulativo o por su grado de bondad o justicia, diferenciamos, según los iuspositivistas, las normas jurídicas de otras normas que también ordenan la convivencia social, como las normas morales o los usos sociales. Así que, cuando yo tengo que elegir una corbata, me voy con ese criterio diferenciador al montón de las corbatas y de entre ellas escojo una; y cuando, como juez, debo resolver un caso, me voy al montón de las normas jurídicas, y elijo, de la que he seleccionado como aplicable, la interpretación que me parece mejor.

Para

los iusmoralistas

las cosas no son así. En principio yo tengo que comprar una corbata. Pero puede suceder que todas me parezcan feísimas y que opine que todas ellas me sientan fatal y que ninguna encaja con mi traje nuevo. Entonces puedo decidirme por una pajarita, si me parece que esa pajarita es mucho más bonita y me cae mucho mejor. La pregunta entonces es: ¿no hemos dicho que yo tengo que, debo, comprar una corbata? El iusmoralista reformularía ese deber de esta manera: en principio tú sí debías comprar una corbata, pero ese deber está subordinado a otro, el deber de ir guapo y elegante con tu atuendo; de manera que este deber fundamentador prevalece sobre aquel deber fundamentado, y en su conjunto puede decirse que quedan así: tú debes comprar una corbata para ir atractivo y elegante, pero si ninguna de las corbatas disponibles te sirve para ello y, en cambio, sí lo consigues con tal pajarita, debes comprar y ponerte esa pajarita.

Ahora llevemos la comparación al terreno jurídico. Usted, juez, debe decidir con arreglo a Derecho el caso que se le somete. Para ello busca usted entre las normas que formalmente son Derecho, en el sentido de que tienen forma de normas jurídicas y que han sido creadas en conformidad con los requisitos formales de ese sistema jurídico; y, además, busca usted entre las interpretaciones posibles de esa norma que venga al caso. Pero tal vez todas las posibilidades resultantes le parecen igual de horribles, le desagradan profundamente porque las considera muy injustas. Entonces, dice el iusmoralista, pregúntese por qué está usted, juez, obligado a decidir de conformidad con el Derecho, sometido al imperio de la ley. Y ellos dicen que porque debe usted decidir con justicia los casos, pues la justicia es patrón supremo de juridicidad y condición de la validez de toda norma y de toda resolución jurídica de los litigios. Esto es, usted debe escoger de entre las normas jurídicas porque mediante ellas debe resolver con justicia. Pero si ninguna de esas de las que dispone le aporta solución justa, no pierda de vista que el deber fundante -resolver con justicia- prevalece sobre el deber fundado o condicionado -resolver conforme a las normas jurídico-positivas-. Porque, a fin de cuentas, para los iusmoralistas la norma suprema del Derecho es el mandato moral de hacer justicia o, al menos, de no provocar injusticia. Así que cuando usted, juez, deja de lado, por injustas en sí o para el caso, las normas formalmente jurídicas y decide lo que honestamente estime justo, sigue decidiendo con arreglo a Derecho, aunque no sea con arreglo a lo que “dice” o “dice” para el caso el Derecho positivo.

Cerremos este paréntesis de teoría del Derecho y volvamos al tema de

qué son y cómo funcionan los cánones o métodos de interpretación.

Prescindamos en este momento de los problemas de selección de la norma aplicable a un caso y de la relación que dicha selección guarda con la interpretación de las normas concurrentes o que pueden en principio ser seleccionadas como aplicables. Pongamos que ya tenemos la norma N como norma que “viene al caso”, norma con arreglo a la cual el caso debe ser fallado. Pero cabe que un término de N, el término “x”, pueda ser interpretado de diferente manera, pueda significar cosas distintas o pueda tener una u otra referencia. Supongamos que lo que “x” quiera decir o signifique en N pueda definirse de dos maneras diferentes; esto equivale a que “x” en N tiene dos diferentes interpretaciones posibles. Llamémoslas S1 y S2. Si yo, juez que interpreto N para resolver el caso que tengo entre manos, elijo como preferible S1, ese caso recibirá una solución diferente de la que habría tenido si yo hubiera preferido la interpretación S2.

Aquí hemos llegado a problemas que ya conocemos bien, el de cómo tomo partido entre esas dos alternativas interpretativas de las que el fallo del caso va a depender, y el de cómo fundamento esa elección. Sabemos lo que a esto responden las doctrinas que hemos llamado irracionalistas y las racionalistas, en sus diversas variantes: que esa elección se hace a capricho y personal conveniencia del juez.

Lo que la metodología dominante en materia de interpretación sostiene es que el juez puede y debe valerse de ciertos métodos para esa labor de decisión interpretativa y, sobre todo, para fundamentarla. Eso lo hace (o debe hacerlo) en la motivación de la sentencia.

Los métodos o cánones de interpretación son pautas de elección, pautas dirigidas a guiar esa elección y su consiguiente fundamentación. En cuanto a la fundamentación, los métodos interpretativos funcionan como argumentos justificativos de la interpretación elegida. Si yo tuviera que justificar, que dar razón de por qué preferí la corbata azul en lugar de la verde, lo podría argumentar alegando que esa corbata me va mejor con el traje y/o que es más seria y, por tanto, más adecuada para el acto al que debo asistir vestido con mucha formalidad, etc. Si, como juez, debo justificar por qué preferí la interpretación S1 de “x” en N antes que la interpretación S2 de “x” en N, también usaré argumentos, argumentos interpretativos. Los métodos o cánones de interpretación funcionan, pues, como argumentos que se entienden apropiados y aceptables para esa justificación.

No es lo mismo que el juez aduzca que se inclinó por S1 porque es la interpretación que, sencillamente, a él más le gusta o porque esa interpretación da lugar a un fallo que es el que más le conviene al partido político de sus amores o porque es la que mejor encaja con la finalidad de N o porque es la que mejor se corresponde con la voluntad del legislador. Las dos primeras razones no nos parecen razones admisibles, no aceptaremos esos argumentos como propios de un juez que justifica su fallo. En cambio, las dos últimas sí suenan admisibles, en principio.

Una interpretación se considera justificada cuando se presenta expresamente respaldada por argumentos interpretativos admisibles. Por contra, la que se base en argumentos inadmisibles se tendrá por no justificada, lo que es tanto como decir arbitraria. Pongamos algún otro ejemplo de argumentos interpretativos que, aquí y ahora, no admitiríamos. Supóngase que ese juez adopta un punto de vista religioso y dice que se debe dar preferencia a la interpretación S1 por ser el contenido resultante el que mejor se compadece con el credo cristiano. Habría usado lo que podríamos llamar un canon teológico de interpretación. Y, sin duda, su proceder no lo consideraremos tolerable, por incompatible con los fundamentos de nuestro Derecho. O imaginemos que ese juez se inclina por S2 con el argumento de que el sentido así resultante de N es el estéticamente más bello, el más acorde con las pautas vigentes de belleza literaria. El canon o argumento aquí sería de tipo estético, y nos provocará el mismo rechazo.

¿Por qué esa diferencia entre argumentos interpretativos admisibles e inadmisibles?

¿Por qué sí resulta admisible el argumento teleológico o el que apela a la voluntad de legislador y no, en cambio, esos otros cuatro que hemos puesto como ejemplos de argumentos interpretativos rechazables: el argumento del gusto personal, el argumento partidista, el argumento teológico y el argumento estético? Prácticamente ningún jurista, en nuestro medio, admitiría aquellos argumentos del gusto personal, partidista, teológico o estético como fundamento válido de una interpretación, por mucho que los mismos sean plenamente respetables en cuanto rectores de las elecciones que tienen lugar en otros ámbitos distintos del de la decisión jurídica, en cuanto guías de elecciones puramente personales de un sujeto. ¿Por qué?

¿Qué notas diferencian los argumentos interpretativos admisibles de los inadmisibles? Las dos siguientes: habitualidad y vinculación a algún valor central del sistema jurídico-político. La habitualidad significa que los argumentos interpretativos funcionan al modo de los tópicos de que hablaba Theodor Viehweg, es decir, que reúnen las siguientes características interconectadas:

  • son muy usados en un momento histórico dado, aparecen con mucha frecuencia en las sentencias y la literatura jurídica en general a la hora de fundamentar las interpretaciones;
  • gozan de consenso anticipado entre los expertos en Derecho y los avezados al lenguaje jurídico, de manera que se los acepta sin cuestionamiento como referencias o argumentos que deben emplearse al tiempo de interpretar las normas;
  • por ello, el significado que avalan pasa a verse como un significado justificado de la norma, de modo que sólo mediante otro argumento admisible puede ser combatida la preferencia significativa así sentada.

Un argumento teológico no tiene en nuestra cultura jurídica ninguna de esas tres propiedades conexas; un argumento teleológico tiene las tres. Por tanto, la praxis cuenta en cada momento con sus reglas, ligadas, naturalmente, al contexto histórico, social, político, etc. La tipificación de esas reglas no necesita su positivación bajo forma de normas jurídicas (aunque puede darse), pues tiene lugar siempre, y de modo mucho más eficaz, conjuntamente en la doctrina y en la actuación judicial.

La conexión con algún valor considerado básico para el sistema jurídico-político

es el segundo requisito de los argumentos admisibles. Veámoslo primero en negativo, con los ejemplos anteriores. Si el argumento teológico o el estético no resultan aceptables en nuestra cultura jurídica no es sólo porque no sean habituales en las sentencias ni en la doctrina, sino también y principalmente porque suponen tomar como dirimentes del sentido de las normas ciertos datos pertenecientes a la conciencia puramente subjetiva y personal del individuo que decide, y esto es, en el Derecho moderno, sinónimo o fuerte indicio de arbitrariedad. En efecto, por lo que a la religión se refiere, en nuestros órdenes político-constitucionales modernos ha pasado a ser una cuestión de conciencia individual y de libre opción personal , pero no la pauta con la que se pueda gobernar la convivencia, pues entre los ciudadanos los habrá de distintos credos religiosos o de ninguno. Así que un juez que pase el Derecho que aplica por el tamiz de sus convicciones religiosas, que son personales y que no pueden contar socialmente como verdades objetivas comunes para todos, será un juez que está dando como argumento general lo que no es más que una razón puramente personal, es decir, válida sólo para él y los que con él comulguen. Y con el argumento estético pasaría otro tanto, pues supondría que la interpretación de la norma por el juez sería mera cuestión de gusto, y sobre gustos no se puede discutir. También el gusto es un asunto privado y personal que no se puede alzar a referente de la organización colectiva.

Otra forma de expresar todo esto es aludiendo a que cuando al juez se le exige que motive sus elecciones no se quiere decir meramente que diga qué le llevó personalmente a una preferencia u otra, sino que dé razones que se puedan discutir desde la común participación en ciertos valores y convicciones. Por eso mismo resulta muy delicado que el juez use un argumento interpretativo de justicia, ya que, en una sociedad que por imperativo social y constitucional es pluralista, las concepciones de lo justo son legítimamente varias y diversas y nadie tiene derecho a imponer sus patrones de justicia sobre los de los demás, salvo el legislador legitimado por la elección mayoritaria; y aun así con fuertes garantías para la ocasional minoría

En suma, podemos debatir en el foro jurídico y político sobre si es preferible, como fin social, la estabilidad en el empleo o la disminución del desempleo, por ejemplo, pero no si es más verdadero el dios de los unos o el de los otros, o si es más bello un poema de Rubén Darío o uno de César Vallejo.

Pongámoslo ahora en positivo. Todos los argumentos interpretativos admisibles aparecen vinculados a algún valor jurídico-político muy relevante. Es decir, si nos preguntamos por qué el argumento interpretativo A es admisible y debe seguir usándose, la respuesta será siempre que el empleo de dicho argumento contribuye a asegurar la vigencia o mejor realización de alguno de esos valores.

Algún ejemplo. Pensemos en el argumento voluntarístico o subjetivo, que alude a la voluntad del legislador como patrón válido de interpretación. Es un argumento admisible que, en realidad, se desdobla en dos, el subjetivo-semántico (qué quiso decir el legislador, cómo entendía él las palabras y expresiones que usó en la norma) y el subjetivo-teleológico (qué quiso conseguir el legislador, qué fin se proponía alcanzar con la norma que dispuso). En cualquiera de esas dos variantes, el valor que late debajo es el de autoridad legítima. Se estima positivo que el que está legitimado para crear las normas jurídicas que nos vinculan sea, en razón de esa su legitimidad, obedecido en la mayor medida posible. El Derecho legítimo es el que resulta de una autoridad legítima, y reforzar ésta mediante la interpretación supone aumentar la legitimidad de aquél.

Otro ejemplo: el argumento sistemático, en cualquiera de sus modalidades. Le subyace siempre el valor de coherencia del sistema jurídico. Estamos de acuerdo en que un sistema jurídico dotado de coherencia y congruencia interna es mejor y más útil que uno lleno de contradicciones e inconsecuencias. Ese grado de coherencia se puede aumentar por vía interpretativa, por ejemplo evitando la aparición de antinomias (coherencia lógica), haciendo prevalecer el mismo sentido, a falta de fuertes razones en contra, para las diversas ocasiones en que el legislador use una misma palabra, en lugar de atribuirle significados distintos en cada ocasión (coherencia lingüística), entendiendo que todos los preceptos que regulan una materia o se refieren a ella parten de una idéntica noción de la misma y no viéndolos como un totum revolutum del que no se desprende ninguna imagen congruente de dicha materia (coherencia material). Vemos así, en apretada síntesis, que en la base de diversas variantes del argumento sistemático está, como fundamento de la validez justificadora de dicho argumento, la idea de coherencia del sistema jurídico, en sus diversos aspectos.

Una de las tareas de la teoría de la interpretación jurídica es la de enumerar los argumentos interpretativos válidos y explicar qué valor justifica esa utilidad de cada uno. La lista será diferente según que la elabore un iuspositivista o un iusmoralista. El positivista tenderá a descartar de la misma el argumento de justicia, puesto que no cree en la objetividad mínima de los resultados de su aplicación, mientras que el otro, convencido de que en materias de justicia también hay verdades cognoscibles más allá del pluralismo y la legítima discrepancia, incluirá tal argumento entre los más dirimentes de la elección entre interpretaciones posibles e, incluso, más allá de las interpretaciones posibles, como ya se mencionó. Tenemos ahí, en la enumeración de los argumentos que son interpretativos y admisibles, la primera gran fuente de divergencias en teoría de la interpretación. La segunda se da a propósito de la jerarquía entre ellos. Son dos problemas distintos el de qué argumentos valen y el de cuáles de los que valen valen más.

Fijémonos más despacio en

el problema de la jerarquía entre los cánones o argumentos interpretativos admisibles.

El primer gran sistematizador de los cánones interpretativos fue Savigny. Para Savigny, los cánones que el intérprete debía tomar en consideración era cuatro: gramatical, lógico, histórico y sociológico. No importa ahora lo que para este autor significaba cada uno de ellos, sino el detalle de que, en su opinión, todos avalarían la misma solución interpretativa. Es decir, que, ante un problema de interpretación, tanto si se toma en consideración el canon o punto de vista gramatical, como el lógico o el histórico o el sistemático, la solución que resultará como preferible será la misma, los cuatro cánones apoyarán la prioridad de esa solución.

Más adelante, la doctrina verá en la diversidad de los cánones no una ventaja, sino una de las principales dificultades, pues por lo común cánones diversos sustentan la preferencia de interpretaciones distintas. Así, supongamos, es posible que echando mano de un canon o argumento teleológico nos parezca preferible la interpretación S1 y con uno sistemático cobre prioridad la interpretación S2; y así sucesivamente.

Imaginemos que la interpretación S1 está respaldada por un canon o argumento teleológico y la S2 por uno sistemático. ¿Cuál debe prevalecer, S1 o S2? Dependerá de si se asigna o no jerarquía a los cánones y de si en ella está por encima el canon sistemático o teleológico. El problema está en que distintos autores o doctrinas trazan diferentes escalas de primacía entre los cánones.

Veamos cómo trata este asunto uno de los filósofos del Derecho europeos más importantes de las últimas décadas, Robert Alexy.

Alexy divide los argumentos que dirigen la interpretación en dos grupos: institucionales y sustanciales. Podemos, para simplificar, decir que estos últimos son los argumentos de justicia. Los argumentos institucionales son de tres tipos: lingüísticos, genéticos y sistemáticos.

Los argumentos lingüísticos

se subdividen en sintácticos y semánticos. Vienen a decirnos estos argumentos lingüísticos que, cuando interpretamos un término, debemos ceñirnos a sus significados posibles y no atribuirle otros nuevos que dicho término en modo alguno tenga, pues ello supondría ir contra el tenor literal o los límites de la respectiva norma. Cuando las interpretaciones posibles sean varias, este argumento lingüístico remite a otros argumentos interpretativos para justificar la elección entre ellas.

Los argumentos genéticos

hacen referencia al argumento tradicionalmente llamado de interpretación subjetiva. Se trata de tomar la voluntad del legislador autor de la norma como orientación para interpretar ésta, para atribuirle significado concreto. Tiene dos variantes esta interpretación subjetiva o genética: subjetivo-semántica y subjetivo-teleológica. En el primer caso se trata de dar prelación a lo que el legislador quiso decir con las palabras de la norma, y en el segundo, de otorgar prioridad a lo que ese legislador quiso conseguir con la norma, al fin que se proponía.

Los argumentos sistemáticos

tienen que ver con la unidad y coherencia del sistema jurídico. Hay unas cuantas variantes de argumentos sistemáticos. Unos tratan de asegurar la congruencia del sistema, evitando contradicciones; otros sirven para sustentar la consistencia lingüística o material del sistema, etc.

Por su parte, los argumentos sustanciales o de justicia aluden a la corrección material, a la justicia de las soluciones que de la interpretación de las normas se desprenden para los casos que se resuelven.

¿Qué jerarquía existe, según Alexy, entre estos argumentos?

Dice que, en principio, los institucionales prevalen sobre los sustanciales. Y que, en principio, dentro de los institucionales, los lingüísticos prevalecen sobre los genéticos y éstos sobre los sistemáticos. Queda así trazada una jerarquía que resolvería los conflictos entre interpretaciones avaladas por esos distintos argumentos; pero ¿qué quiere decir “en principio”? Significa que ese orden de preferencia es provisional o a falta de potentes argumentos para revertirlo. Es decir, que si el intérprete considera que tiene y puede exponer importantes razones para que los argumentos sustanciales ganen a los institucionales y, dentro de éstos, para que los sistemáticos venzan a los genéticos o éstos a los lingüísticos, podrá decidir en consecuencia y tendrá que presentar esas razones con solvencia en la motivación de las sentencias.

En otras palabras, ¿qué nos está indicando Alexy? Pues, por ejemplo, que, al tiempo de interpretar una norma y aplicarla, la justicia de la decisión puede dominar sobre la letra de la norma, sobre la intención del legislador y hasta sobre la coherencia lógica, lingüística o material del sistema jurídico, siempre y cuando que la respectiva solución justa que vence todos esos límites esté apoyada por razones que se puedan presentar muy convincentemente. Este sería un buen ejemplo de teoría de interpretación derivada de una teoría del Derecho de corte iusmoralista.

Pero no todos los argumentos interpretativos admisibles funcionan en el razonamiento interpretativo de la misma manera y con las mismas prestaciones. Conviene diferenciar, dentro de los argumentos interpretativos, entre criterios y reglas de la interpretación.

Los criterios de interpretación ofrecen justificaciones válidas y admisibles para una opción interpretativa. Está justificada la opción interpretativa que se apoye en un criterio interpretativo, pero siempre sabiendo que contra el criterio que respalda una opción interpretativa se puede hacer valer otro criterio que sostenga una opción interpretativa distinta. Si las interpretaciones posibles de N son S1 y S2, en favor de S1 puede tal vez invocarse un criterio teleológico-subjetivo y en favor de S2 un criterio teleológico-objetivo. Esto nos lleva a una constatación importante, como es que puede perfectamente darse el caso, y hasta suele, de que todas las interpretaciones posibles de un enunciado normativo pueden ser interpretaciones justificadas, en cuanto que en favor de cada una cabe correctamente alegar algún criterio interpretativo admisible.

Las reglas interpretativas

son también argumentos interpretativos, es decir, aportan razones para la elección entre interpretaciones posibles, pero operan de otro modo. Las reglas interpretativas descartan o imponen una de las interpretaciones posibles. Por consiguiente, las reglas interpretativas se dividen en reglas interpretativas negativas y positivas.

Reglas interpretativas negativas son las que eliminan alguna (o algunas) de las interpretaciones posibles, aun cuando pueda estar apoyada en uno o varios criterios interpretativos. Es decir, si las interpretaciones posibles de N son S1, S2…Sn, y si una regla interpretativa negativa es aplicable, quedará descartada una de esas interpretaciones posibles, por ejemplo S1. Estas reglas interpretativas negativas son las que excluyen cierta interpretación en principio posible, por poseer determinada propiedad que la regla señala como causa de exclusión.

El esquema de una regla interpretativa negativa sería así: de entre las interpretaciones posibles de la norma N debe descartarse la que tenga el efecto E. Por ejemplo, la que tenga como efecto la aparición de una antinomia entre la norma que estamos interpretando y otra norma del sistema jurídico.

Reglas interpretativas positivas son las que marcan la preferencia de una de las interpretaciones posibles, por poseer cierta propiedad o efecto al que la regla alude como determinante de esa preferencia. El esquema común de las reglas interpretativas positivas podría ser este: De entre las interpretaciones posibles de la norma N, debe preferirse la que tenga el efecto E. Por ejemplo, si se trata de una norma de Derecho de menores, la regla dice que debe darse prioridad a la interpretación más favorable al menor (regla del favor minoris).

Naturalmente, si las interpretaciones posibles en discusión son sólo dos, la aplicación de una regla interpretativa negativa dirime a favor de la no descartada por ella. Si las interpretaciones posibles en discusión son más de dos, la elección deberá acontecer de entre las no descartadas por una regla negativa. Sean las interpretaciones posible dos o más, la aplicación de una regla interpretativa positiva decide a favor de la preferible con arreglo a ella, frente a todas las demás.

Importa resaltar también que, a diferencia de los criterios interpretativos, las reglas interpretativas, tanto negativas como positivas, no ofrecen referencias o puntos de vista para sentar significados justificados, sino meras pautas de selección de los previamente establecidos; esto es, no proponen significados sino que de entre los posibles y, en su caso, justificados mediante criterios, descartan unos o hacen predominar otros.

Para entender esas diferencias, volvamos primero a aquel ejemplo de la elección de una corbata. Quedamos en que yo necesitaba comprar una corbata y andaba eligiendo entre las disponibles en la tienda correspondiente. Habíamos visto que podía seguir distintos puntos de vista o pautas para escoger y, correlativamente, justificar mi elección: la que mejor sirva para el fin con que la compro -ir a una boda, ir a una fiesta…-, la que sea más barata, la que mejor combine con los colores de mi traje… Si alguien me pregunta por qué compré precisamente esa que compré, puedo darle cualquiera de estas razones como justificación admisible. Son razones que no le extrañarán a mi interlocutor y que no considerará impropias. Esas razones desempeñan el papel que en la interpretación jurídica asignamos a los que hemos denominado criterios de interpretación. En cambio, si le explico que compro esa corbata porque anoche soñé que si me pongo una corbata de ese color es muy probable que me encuentre en León a Jessica Alba y que la seduzca, mi interlocutor no tomará en serio mi argumento y pensará que o bien me he vuelto loco o bien le estoy gastando una broma para no darle las verdaderas razones de mi compra. Esas razones desempeñan el papel que en la interpretación jurídica asignamos a los que hemos denominado criterios de interpretación.

Pero también puede haber, al comprar la corbata, ciertas reglas. Por ejemplo, la regla negativa de abstenerse de adquirir de la corbata que me quede demasiado larga, que rebase unos palmos el cinturón de mi pantalón. Esa sería una regla negativa y valdría para excluir alguna o algunas corbatas de las que de mano eran elegibles. También puede suceder que tenga que seleccionar una corbata muy oscura, gris o negra, puesto que la necesito para asistir a un funeral. Sería una regla positiva. Las reglas interpretativas funcionan de igual manera en la argumentación jurídica.

Ahora pongamos con más detalle algunos ejemplos de las unas y de las otras en el campo de la interpretación jurídica. Lo que muchos llaman

la interpretación lógica

y que aquí llamaremos argumento de interpretación lógico-sistemático, y que es una variante de los argumentos sistemáticos, es en realidad una regla interpretativa negativa, que rezaría así, en su formulación más frecuente: de entre las interpretaciones posibles se debe descartar aquélla (o aquéllas, en su caso) que provoque la aparición de una antinomia en el sistema jurídico. Esta regla la vemos operando en las llamadas sentencias interpretativas de los tribunales constitucionales. En ellas, como es sabido, dichos tribunales, al juzgar sobre la constitucionalidad o no de una ley, dictaminan que la misma es constitucional a condición de que no se interprete de determinada forma, con cierto significado, y la sentencia veta esa interpretación, al tiempo que declara la constitucionalidad de la ley, que ya no va a poder ser interpretada de ese modo descartado. Con ello, los tribunales constitucionales evitan aquella interpretación que, por hacer a la ley chocar con un precepto constitucional, haría aparecer una antinomia entre la norma inferior (la ley así interpretada) y la norma superior, la constitucional, que debería resolverse invalidando la inferior, es decir, declarándola inconstitucional. La salvaguarda de la coherencia del sistema jurídico va ahí de la mano de otra regla interpretativa muy importante cuando se trata de la interpretación de normas legales, como es la de conservación de las normas jurídicas. Esta regla (que en la doctrina y la jurisprudencia suele denominarse principio, pero eso aquí ahora no importa gran cosa) dispone que, siempre que sea posible, hay que evitar que la interpretación provoque la desaparición de una norma, y ello por dos razones: para que no aparezca una laguna, en su caso, con su correspondiente producción de incerteza, y para que sea respetada en la mayor medida posible la obra del legislador legítimo.

Podemos mencionar otras reglas interpretativas negativas, como pueda ser la de evitación del absurdo, regla que aparece muchas veces bajo la denominación indistinta de argumento ad absurdum o apagógico. Formulada como aquí proponemos, dispondría que de entre las interpretaciones posibles debe descartarse aquélla (o aquéllas, en su caso) que llevarían a que la aplicación de la norma así interpretada produjera consecuencias marcadamente absurdas o claramente contraintuitivas, contrarias, pues, al elemental sentido común o a la «naturaleza de las cosas», en el sentido menos metafísico de la expresión. Vamos ahora con

las reglas interpretativas positivas

Son bastante comunes y muchas veces aparecen referidas a distintos sectores o ramas del sistema jurídico. Así, la regla del favor laboratoris en Derecho laboral, la del favor minoris en Derecho de menores, o la llamada interpretación más favorable a los derechos fundamentales, que opera con alcance general. La estructura común de todas ellas puede describirse sintéticamente así: de entre las interpretaciones posibles en discusión, óptese por aquella cuya consecuencia supone una mayor realización del bien B (la protección del trabajador, el interés del menor, la mejor realización del derecho fundamental que se vea afectado…). Naturalmente, para que una regla de este tipo funcione, tiene que ser posible distinguir entre las distintas consecuencias a que conduce la aplicación de la norma conforme a unas u otras de las interpretaciones posibles, y, sobre todo, tal diferencia en las consecuencias, por lo que al bien que se pretende dirimente se refiere, ha de aparecer suficientemente argumentada.

Para su correcto uso, los argumentos interpretativos, tanto criterios como reglas, tienen que estar bien argumentados; o, dicho de otro modo, no cumplen su función justificadora de la elección de interpretaciones mediante su mera mención, sino que tienen que ser adecuadamente usados. ¿Qué quiere esto decir?

Comencemos con un ejemplo sencillo. Estamos nuevamente interpretando la norma N, cuyas interpretaciones posibles son S1 y S2. El intérprete se inclina por S1, manifestando que ése es el significado que mejor cuadra con la voluntad del legislador (lo que el legislador quiso decir o lo que quiso conseguir, da igual aquí de cuál de las variantes se trate). Ha recurrido a un argumento interpretativo admisible, un criterio (el tradicionalmente denominado de interpretación subjetiva), pero si no dice más que eso, se ha limitado a mencionarlo. S1 no es la interpretación que más se acomoda a lo que quiso el autor de N porque el intérprete lo diga, sino que tal relación habrá de acreditarse suficientemente. Es decir, el citado argumento principal (que S1 es el significado que mejor se corresponde con lo que quiso el autor de N) tiene que aparecer apoyado por subargumentos que lo muestren como verdadero o, al menos, como razonable y creíble.

Lo anterior no es sino aplicación de lo que podríamos llamar la regla de oro de la argumentación jurídica y, consiguientemente, de la racionalidad argumentativa de las decisiones aplicativas del Derecho, que dispone, formulada para las sentencias, lo siguiente:

toda afirmación contenida en una sentencia y que no sea perfectamente evidente e indiscutible debe justificarse con argumentos, hasta el límite último de lo razonablemente posible en el contexto de que se trate.

Volviendo a nuestro sencillo ejemplo, la afirmación que el juez hace de que la voluntad del legislador fue V y no V´, y su consiguiente opción interpretativa por S1, como significado más acorde con V, debe aparecer apoyada en la expresa aportación de pruebas o indicios de que efectivamente fue V lo que el legislador quiso, de que fueron ésos y no otros los contenidos de su voluntad al dictar la norma en cuestión. Para ello tendrá, en este caso, que acudir a argumentos históricos : discusiones parlamentarias, redacciones de los sucesivos proyectos, declaraciones de los ponentes, programas de los partidos de aquel tiempo, etc., etc. Porque si tales argumentos de apoyo no existen, si no son convincentes para lo que se quiere demostrar o si es discutible la verdad de los datos que se aportan, el argumento interpretativo principal dejará de estar justificado y se convertirá en una afirmación puramente arbitraria del juez (o del intérprete de turno).

Lo dicho con este ejemplo simple vale para todos los argumentos interpretativos. Sólo que otros son mucho más complejos y es mucho más lo que en ellos se debe argumentar suficiente y razonablemente, si se quiere que su uso sea argumentativamente correcto, es decir, respetuoso de una racionalidad argumentativa mínima y no mero subterfugio bajo el que apenas se esconda la arbitrariedad del intérprete, sus preferencias puramente personales. Lo iremos comprobando al repasar, de inmediato, unos cuantos de los principales.


foto: JJBose