Por Jesús Alfaro Águila-Real

Introducción

En su expresión más típica, la filial común constituye una sociedad –generalmente una sociedad anónima o de responsabilidad limitada– constituida y participada al cincuenta por ciento por dos empresas o grupos con el objeto de introducirse en un nuevo mercado (por ejemplo, una compañía extranjera se asocia con un socio “local” para aprovechar su red de distribución); desarrollar un nuevo producto (dos compañías automovilísticas se asocian para desarrollar un nuevo prototipo); o cualquier otro fin de interés común.

La ventaja básica de la joint-venture es que permite a los socios poner en común activos complementarios. Así, la constitución de una joint-venture permite a las empresas implicadas reducir los riesgos asociados al desarrollo de un producto cuando la tecnología no está comprobada, o a la entrada en un nuevo mercado; igualmente permite aprovechar sinergias o complementariedades entre las dos empresas u obtener los beneficios de las economías de escala o alcance, o acceder a insumos intermedios que son difíciles de adquirir en el mercado, esto es, cuyo propietario exige una participación en la empresa para permitir su uso. Esto explicaría por qué son las empresas que inician su salida a mercados extranjeros los que más uso hacen de las joint-ventures, ya que la aportación del socio local es especialmente valiosa. Por el contrario, las empresas multinacionales con gran experiencia obtienen menos beneficios de compartir la propiedad y suelen tener filiales al 100%.

Y es que los costes contractuales de una joint-venture son importantes, lo que obliga, normalmente, a una detallada regulación de su organización por las partes. En particular, la toma de decisiones en el seno de la empresa común puede ser difícil, si hay discrepancias entre los socios y cada uno ha de temer la explotación por parte del otro, esto es, el incumplimiento de obligaciones difícilmente verificables tales como el compromiso de los propios recursos en la empresa común o el aprovechamiento de la empresa común en beneficio individual de la empresa matriz. Es raro, pues, que una empresa común, cuando las matrices compiten, constituya una forma de relación estable y duradera. En estos casos, además, se plantean problemas de Derecho de la competencia, porque la empresa común puede ser el instrumento de las matrices para llegar a acuerdos para repartirse el mercado. Por ejemplo, la empresa común puede vender toda su producción a las matrices a un precio elevado, de forma que, a través de dicho precio, las matrices se aseguran la ejecución del cártel establecido entre ambas para revender dicho producto a los consumidores a un precio elevado.

Estos costes parecen haberse elevado, sobre todo si la producción se reparte geográficamente contribuyendo cada empresa a una fase distinta de la producción. En particular, la propiedad compartida hace más difícil la planificación fiscal (el partner local está preocupado por los beneficios locales, mientras que las matrices que sean multinacionales están interesadas en maximizar los beneficios mundiales).  El riesgo de que el socio local se apropie de derechos de propiedad intelectual de la multinacional es una preocupación crecientemente importante y, por último, el socio local limita la libertad de la multinacional para organizar geográficamente la producción en la forma en que considere más eficiente (el socio local preferirá mantener la producción de la filial común en su país). Del mismo modo, cuanto mayor volumen tienen las operaciones entre la matriz y la filial, más probabilidad hay de que la filial lo sea al 100%, ya que las transacciones intragrupo son fuente de desconfianza para el partner local respecto a la justicia del precio de intercambio.  Al mismo tiempo, la globalización ha reducido los costes de utilizar contratos de intercambio para articular la cooperación entre todos los que intervienen en la fabricación de un producto desde distintos países (cadenas de producción).

La división del capital al 50 %

A pesar de que la división de las acciones o participaciones de una joint-venture al cincuenta por ciento es ineficiente, su prevalencia se debe a que “la alternativa es peor”, es decir, la alternativa consiste en dar la mayoría a uno de los dos socios y exponer al minoritario a la explotación. Obsérvese que es raro que los dos socios de una joint-venture aporten bienes o derechos del mismo valor por lo que la división de las ganancias y las participaciones al 50 % resulta aún más llamativa. Sólo cuando la aportación de uno de los socios es claramente más valiosa que la del otro observamos repartos desiguales. Y la razón es obvia: en este caso, el riesgo de explotación del minoritario por parte del mayoritario es claramente una preocupación menor comparada con la efectiva explotación por parte del minoritario en perjuicio del mayoritario que ha aportado, obviamente, mucho más a la empresa común. Si observamos repartos al 50 % en estos casos es porque hay algo de liberalidad en el socio mayoritario o hay aportaciones de intangibles o tácitas por parte de uno de los socios (reputación, relaciones con terceros…).

La constitución de la joint venture viene precedida de ordinario por un acuerdo entre las partes en el que establecen las bases de la colaboración (joint venture agreement o acuerdo entre socios). La práctica conoce dos tipos de joint-venture, la contractual (unicorporated joint-venture) y la organizada a través de una sociedad de estructura corporativa (incorporated joint-venture). Es frecuente que en el joint venture agreement se regulen detalladamente la adopción de acuerdos (quorum reforzado para materias importantes, derechos de veto…) y la organización del órgano de administración (estableciéndose quién nombrará al presidente del consejo, al consejero delegado o al secretario y la forma de sustitución del nombrado; regulando las certificaciones de acuerdos sociales de tal forma que no puedan ser tomados unilateralmente por cualquiera de los dos socios); en el caso de que uno de los dos socios sea minoritario, los deberes de información del mayoritario, el derecho de separación y la representación proporcional en el consejo tienen una especial importancia; también deben regularse en detalle las eventuales ampliaciones de capital, bien para asegurar el concurso de ambas partes llegado el momento en que la sociedad conjunta necesite capital añadido o impidiendo que una de las partes pueda obligar a la otra a aumentar su inversión en la empresa conjunta más allá de lo previsto; lo propio cabe afirmar respecto a la distribución de beneficios, estableciendo, por ejemplo, la obligatoriedad de repartir una determinada parte de los beneficios obtenidos. También son naturales las cláusulas de limitación de la transmisibilidad de las participaciones o acciones. Por último, adquieren especial importancia las cláusulas que reconocen a los socios una opción de compra recíproca de la participación del otro o la intervención de terceros para solventar eventuales conflictos que no pueden resolverse mediante negociación. Esta regulación es muy completa porque el reparto del poder de decisión al 50 % obliga a los socios a ponerse de acuerdo cada vez que haya que tomar una decisión – que son muchas dado el carácter muy incompleto del contrato de sociedad – en la empresa común y, por lo tanto, ambas partes están “apostando fuerte” por el acuerdo ya que la alternativa es la liquidación de la empresa común.

Deberes de lealtad de los socios

Si las partes han hecho inversiones específicas a la relación – como parece inevitable, ya que, en otro caso, no constituirían una filial común – y ante el riesgo de explotación recíproca al que hemos hecho referencia, podemos atribuir a su voluntad hipotética el completamiento del contrato de sociedad con unos intensos deberes de lealtad recíproca. Es decir, las partes de la sociedad conjunta han de comportarse recíprocamente de acuerdo con las exigencias del deber de lealtad. No es necesario construir un específico deber de lealtad para los socios de una joint-venture en relación con el que pesa sobre cualquier socio de una sociedad de personas o de una sociedad cerrada en general. Pero lo que si debe explorarse es la concreción de este deber de lealtad en una asociación en la que los socios compiten entre sí fuera del contrato de sociedad pero han de cooperar en el seno de la joint-venture. Si los socios son, a su vez y como es habitual, sociedades anónimas o limitadas, los administradores o empleados de las matrices que forman parte de los órganos de la joint-venture tienen su lealtad dividida: han de promover el interés social de la joint-venture y han de promover el interés social de la matriz que los designó para gestionar la joint-venture y que le obliga a competir y a tratar de robar clientes y oportunidades de negocio a sus competidores y, por tanto, también a su consocio en la joint-venture. La situación es semejante a cualquier relación de grupo pero más sencilla y compleja a la vez. Más sencilla porque no hay más intereses que los de los dos socios, de manera que las partes siempre pueden renegociar el contrato para asegurar el mantenimiento del equilibrio pactado y más compleja porque las matrices son, frecuentemente, competidores. Los socios son, pues, socios y competidores mientras que los accionistas externos de una sociedad filial de un grupo no suelen realizar por su cuenta actividades competitivas con las de la sociedad. En una sociedad de personas, pesa sobre los socios un deber de no competencia con la sociedad (v., art. 136 C de c) pero es obvio que los socios de una joint-venture no quieren (y no deben de acuerdo con el Derecho de la competencia) dejar de competir fuera del marco recogido en la joint-venture. 

Si la sociedad conjunta tiene forma de sociedad de personas, la norma supletoria incluye ya una prohibición a los socios de competir con la sociedad, de manera que los socios no tienen necesidad de incluirla expresamente. Pero si se trata de una incorporated joint-venture, entonces el Derecho supletorio (la Ley de Sociedades de Capital) no da una solución ajustada ya que ni los socios de una sociedad anónima ni los de una limitada soportan una prohibición de competencia. Como es sabido, tal prohibición pesa sobre los administradores (art. 229.1 f LSC), de manera que si los socios de la joint-venture son, a la vez, administradores, la prohibición de competencia se aplicaría con independencia del contenido de los estatutos sociales. En general, sin embargo, cabe esperar que los socios regulen el ámbito en el que se abstendrán de competir con la joint-venture expresamente (en los estatutos y/o en el pacto de socios o pacto parasocial) y que lo hagan por referencia al objeto social de la joint-venture delimitado, además, geográficamente en función de los mercados en los que vaya a estar presente ésta.

De esta forma, – como dice Sanga – se establece una línea divisoria entre las oportunidades de negocio que corresponden a la joint-venture y las que pueden perseguir libre e independientemente los socios. Los socios prometen abstenerse de competir por esas oportunidades de negocio porque se las han asignado a la joint-venture. La prohibición de competencia resuelve el conflicto de lealtades al que se enfrenta el socio de una joint-venture y que hemos descrito más arriba. Idealmente, si el administrador de la joint-venture es alguien distinto del administrador de cualquiera de las matrices, puede limitarse a maximizar el valor de la joint-venture y despreocuparse de los efectos que su conducta pueda tener sobre las matrices siempre que se mantenga dentro del objeto social (que define el ámbito en el que las matrices han prometido no competir). La joint-venture sirve así para delimitar lealtades.

La interposición de una persona jurídica reduce la explotación recíproca de los socios. En primer lugar, delimitando claramente los activos que se comparten (rectius, cuyos rendimientos se compartirán) y, en segundo lugar, “alejando” al competidor de esos activos y reduciendo así la posibilidad de que los utilice en su beneficio particular. Este alejamiento se logra organizando la joint-venture de manera que su gestión sea independiente de los socios. De ahí que, cuando el riesgo de este tipo de comportamiento oportunista no sea elevado, es decir, cuando los socios no tengan que exponer secretos empresariales, know-how u otro tipo de información confidencial, la gestión de la joint-venture podrá realizarse desde las matrices. Traspasando más o menos activos a la joint-venture los socios pueden contraer un compromiso creíble de respetar las oportunidades de negocio de la filial común y de que se abstendrán de competir con ella. Si los activos críticos para el desarrollo de una oportunidad de negocio y que antes estaban en el patrimonio de la matriz pasan a estarlo en el patrimonio de la filial común, la matriz que los haya aportado pierde la capacidad para desarrollar esa oportunidad por sí misma. Cuando se trata de conocimientos – incluida la propiedad industrial e intelectual – de uso general, en el sentido de que pueden ser utilizados en el desarrollo de otros productos o servicios distintos de los que constituyen el objeto de la joint venture, las cláusulas de no competencia lo excepcionan expresamente estableciendo que es lícito que las matrices sigan usando esa propiedad industrial o intelectual para actividades que no hayan sido puestas en común en la joint venture.

Imaginemos, con Ernsthaler y Giebe,  un copropietario con una cuota del 50 % sobre un bien valora el bien exactamente al doble de la valoración que atribuye a su cuota del 50 %, de manera que cuando valore en más del doble de su cuota el activo completo, tendrá incentivos para pedir la division, lo que las normas sobre la comunidad de bienes (art. 400 CC) permiten. Cuando el bien es una empresa y el valor de la empresa depende de las aportaciones y del trabajo de los socios, esta igualdad desaparece. La división – la disolución y liquidación – de la cosa – de la sociedad – puede ser ineficiente porque el valor en liquidación (incluso si uno de los socios retiene la totalidad de la empresa y paga en dinero al otro) puede ser inferior al valor de la empresa con la participación de los dos socios. En tales casos, la regla eficiente de liquidación es que la retenga el socio que la valora más por lo que hay que diseñar un procedimiento que permita, en el momento de la disolución, revelar las valoraciones individuales

Los estatutos de la sociedad conjunta suelen incluir detallados mecanismos de

solución de discrepancias entre los socios.

Cuando el conflicto estalla en el seno de la administración de la filial común, es usual prever el traslado de la cuestión litigiosa a los socios para que éstos intenten resolverlo o que se atribuya capacidad dirimente a un miembro del consejo de administración que hubiera sido designado de común acuerdo por ambos socios o que se recurra a un tercero (mediador, árbitrador, árbitro…). Si el conflicto es duradero o afecta a las bases de la relación, lo normal es que se prevea la liquidación de la filial común con división del patrimonio o bien, más frecuentemente, que se prevea la venta de la participación de uno de los socios al otro en función del tipo de actividad desarrollada y de activos puestos en común.

Para entender la regulación de la terminación de la sociedad conjunta y del reparto del patrimonio entre los socios ha de tenerse en cuenta que la constitución de la empresa común es un juego de suma positiva, pero el reparto de la ganancia no lo es. En la

liquidación de la sociedad conjunta,

se producen dos tipos de problemas. Por un lado, el del reparto: lo que se lleve un socio de lo que consiga ganarse con la sociedad, es lo que no se lleva el otro. En este punto, la disolución de sociedades y la división de una cosa común (art. 400 CC) son semejantes. Por otro, en la generación de las ganancias. La constitución de la sociedad conjunta genera ganancias derivadas del carácter complementario de las aportaciones de los socios, esto es, del trabajo en equipo. La disolución puede llevar a que tales ventajas se pierdan. La utilidad que extraen del activo dos copropietarios (por ejemplo, de un yate o de una casa de veraneo) no dependen del trabajo en equipo de los dos copropietarios pero que el ingeniero y el comercial que han constituido una sociedad de fabricación de máquinas limpiadoras liquiden la empresa común no garantiza que el que de ellos dos se la adjudique en la liquidación pueda seguir obteniendo, en solitario, los beneficios que se esperaban de la sociedad conjunta. De ahí que los socios tengan incentivos para dificultar la disolución de la sociedad si esos beneficios del trabajo en equipo se pierden y de ahí también que los socios, individualmente, tengan incentivos para proponer la disolución cuando su valoración privada de la empresa común en el caso de que se convirtieran en único propietario aumenta.

Los socios que negocian el contrato de sociedad tienen incentivos para regular detalladamente la toma de decisiones en el seno de la sociedad común pero no tienen incentivos para cooperar en el reparto final y, lo racional es, precisamente,

no modificar la regla legal supletoria que establece  (art. 140 C de c)

que si las partes no han valorado de forma diferente las aportaciones, los rendimientos se reparten por partes iguales. Porque esta regla no exige negociación alguna.  Para “controlar” la facilidad con la que cualquiera de los socios puede terminar con la sociedad, los socios pueden utilizar uno u otro tipo social. Así, si eligen una sociedad de personas – una sociedad civil o colectiva – la voluntad de cualquiera de los socios permitirá terminarla (denuncia unilateral) salvo que se celebre el contrato por una duración determinada. Si se elige una forma corporativa, la disolución será posible cuando se produzca una discrepancia duradera entre los socios por aplicación de las reglas sobre disolución por paralización de los órganos sociales si el capital está dividido al 50 %. La regulación supletoria es eficiente, puesto que, como dos no discuten si uno no quiere, el socio que considere que el otro está promoviendo oportunistamente la terminación de la relación – pretendiendo la disolución para apoderarse del mayor valor de la empresa bajo la propiedad de un solo socio – siempre puede evitarla (tiene una suerte de derecho de veto) plegándose a la voluntad del otro socio cuando de adoptar acuerdos sociales se trate, esto es, evitando la producción del supuesto de hecho de la norma (paralización de los órganos sociales art. 363 LSC) o, según los casos, absteniéndose. De esta forma se evita la ineficiencia consistente en un exceso o un defecto de inversión de los socios en la empresa común y la pérdida del mayor valor derivado de la puesta en común de activos complementarios.

En sede de reparto del patrimonio social, la preocupación fundamental deba ser la de la equidad de la división y no tanto la de su eficiencia. Así, si los socios son los destinatarios naturales del patrimonio social (tampoco hay un mercado para participaciones sociales de sociedades cerradas) y la empresa social vale más como conjunto de bienes relacionados entre sí (universitas rerum), lo lógico es que los socios prevean que si se termina la relación, uno de los socios se quede con todo el patrimonio social y pague al otro su parte en dinero. Para reducir los costes de determinar dicho valor, ya que las partes no tienen incentivos para revelar su precio de reserva (como no lo tienen, en general, comprador y vendedor cuando están negociando el precio de una compraventa), la regla eficiente es organizar una subasta entre ambos una vez que uno de los dos ha decidido terminar con la sociedad en la que resulte adjudicatario el socio que valora más la empresa conjunta. De la eficiencia de tal decisión de disolver, se ocupan las reglas societarias sobre adopción de decisiones y resolución de conflictos por lo que su objetivo será desincentivar las disoluciones oportunistas, es decir, asegurar que se produce información durante la vigencia de la sociedad tal que ambos socios saben cuánto vale la compañía si continúa siendo una sociedad conjunta, conocimiento común que permitirá al otro socio rechazar ofertas oportunistas, esto es, por un precio inferior a dicho valor.

Este es el objeto de las shoot out clausesSe prevé que, cuando se produzca una discrepancia de determinada envergadura u objeto, se ponga en marcha un procedimiento para resolver la discrepancia transcurrido el cual, se abre algún tipo de subasta entre los socios para decidir a quien se asigna el patrimonio social (ruleta rusa, regla tejana directa o inversa…). Esta obligación de venta de las participaciones se articula a través de opciones de venta y compra recíprocas entre los socios. Por ejemplo, para el caso de que ambas partes quieran ser las vendedoras o las compradoras se utiliza a menudo la cláusula denominada “ruleta rusa”. Consiste básicamente en que, cuando se produce la causa de terminación de la relación, cualquiera de los socios (A) comunica al otro (B) una oferta de venta de su participación. El receptor de la oferta (B) puede, bien aceptar la oferta y comprar la participación de (A), o bien obligar a (A) a que le compre su parte al mismo precio ofrecido para la venta por (A).  La regla más extendida es la que atribuye a uno de los socios el derecho a fijar un precio por su participación al que el otro socio puede decidir si compra o vende (Texan shoot out rule). Las ventajas de incluir una cláusula del tipo de la descrita son múltiples: se garantiza la justicia del precio, la rapidez de la resolución del conflicto, se minimiza el riesgo de pérdida de valor de los activos que están en la filial común como consecuencia del conflicto; se evitan costosos procedimientos de determinación del valor por expertos cuyos dictámenes siempre son impugnados y, si se incluye como consecuencia subsiguiente al fracaso de las negociaciones entre las partes, la amenaza de tener que vender puede reforzar los incentivos para llegar a un acuerdo.

Estas subastas están basadas en la idea de atribuir el patrimonio social al que más lo valora, de acuerdo con su propio criterio – porque los socios tienen más información que un tercero/auditor –, es decir, tratan de encontrar una solución equitativa basada en la disposición a pagar de cada uno de los socios. La idea básica es la de promover el comportamiento decente y desincentivar el oportunismo en los socios como, en el caso de las herencias cuando se atribuye a uno la conformación de los lotes y al otro heredero la elección del lote. Es una variación del “velo de la ignorancia”: el heredero no sabe qué lote se le asignará de modo que tiene incentivos para hacer lotes equilibrados no vaya a ser que le toque el de menor valor. 

Se ha señalado que estos sistemas de subasta conducen a resultados inequitativos si los socios valoran de forma semejante los activos sociales pero no tienen información completa sobre dicho valor. Así, en los sistemas de uno hace los lotes y el otro elige, el que elige sale ganando (porque adopta su decisión con más información que el que hace los lotes) y en los de subasta, el que resulta mejor postor puede salir perdiendo por sufrir la “maldición del ganador” (winner’s curse) porque al indicar un precio, el socio oferente está dando una opción de compra al otro, opción de compra que puede tener valor positivo y que se otorga “gratis”. La solución equitativa es la que toma ex post un tercero independiente de asignar los bienes a cualquiera de las partes una vez que éstos han comunicado al árbitro el valor que atribuyen a los bienes. Ya que de esa forma, como las partes no pueden saber, antes de revelar su precio de reserva si se les adjudicará o no el patrimonio social, tienen incentivos para ser sinceros al fijar el valor que atribuyen a la empresa social.

La desventaja fundamental es la incertidumbre: el socio se puede ver obligado a vender por un precio muy inferior a su precio de reserva (a lo que él cree que vale su participación) o a comprar por un precio muy superior al mismo. Por eso se dice que las valoraciones de empresa tienen mucho de loteríaCuanto más grande sea la diferencia entre el valor objetivo y el valor subjetivo de los activos sociales, mayor es el riesgo de que el socio experimente una pérdida – subjetiva – como consecuencia de la liquidación de la sociedad. No creemos que el riesgo sea el de tener que comprar cuando se pretendía vender o tener que vender cuando se pretendía comprar. En realidad, ese “riesgo” no es distinto del riesgo de quedarse con algo que vale 5 pagando 8 o de verse forzado a vender por 5 algo que valoramos en 8. Si el resultado de la división es que me veo obligado a vender a un precio de 5, siempre puedo iniciar una nueva negociación con la contraparte para que me “revenda” – mi parte y su parte – por un precio mayor. Y viceversa. Lo propio cabe decir del riesgo de que se vea obligado a vender el socio que posee los “activos críticos” – el emprendedor, el comercial, el ingeniero… –. Y lo propio respecto a la falta de fondos para comprar: si los activos tienen un mercado, la financiación siempre es posible. La renegociación siempre es posible. Dicho de otra forma, en la medida en que la asignación de los activos sociales no tiene por qué ser definitiva (el adjudicatario puede transmitir los activos a un tercero o a la propia contraparte), no puede afirmarse que cualquiera de estos procedimientos sea ineficiente, es decir, provoque una asignación ineficiente de los recursos. Estas cláusulas reparten la ganancia, no la generan ni la destruyen. Ex ante, tampoco genera incentivos en los socios para no generar ganancias en la medida en que los socios no saben, cuando pactan la cláusula ni el an ni el quando de su aplicación ni si resultarán vendedores o compradores. Naturalmente, si la disolución es muy fácil – porque basta cualquier desacuerdo menor para que se ponga en marcha el procedimiento – las partes lo anticiparán y tendrán menos incentivos para invertir en la sociedad común.

Salvo casos excepcionales, los Derechos nacionales consideran perfectamente válidas las cláusulas estatutarias o contractuales correspondientes. La apelación a la cláusula puede ser abusiva en casos en los que uno de los socios, sabiendo que la otra parte no dispondrá de los medios financieros (ni del modo de procurárselos) para comprar su parte, utiliza la cláusula para hacerse con el patrimonio social a bajo precio. A este respecto, es difícil considerar que los socios se deben lealtad, esto es, que las exigencias sobre decencia del propio comportamiento deberían establecerse sobre el criterio del abuso de derecho y no del deber de lealtad, lo que en la práctica significa que el nivel de escrutinio judicial ha de ser menos intenso. La razón es, una vez más, que la negociación sobre el reparto del patrimonio social no es un juego de suma positiva, donde los socios tengan que contribuir a maximizar el valor de la empresa común – contribución al fin común – sino un juego de suma cero donde los socios tienen legítimo derecho a obtener la mayor porción posible de los activos sociales sin más límites que los derechos de los demás socios. De ahí que nuestro Código de Comercio, cuando establece deberes de lealtad a cargo de los socios, se refiera a la elección del momento en el que se produce la denuncia unilateral (art. 224 C de c), no a la liquidación. En la medida en que el socio haga uso de la cláusula que le permite disolver la sociedad, el escrutinio de su conducta de acuerdo con el deber de lealtad será pertinente.


Foto: JJBose