Por José María Rodríguez de Santiago

Introducción

Una ya larga serie de Sentencias del Tribunal Constitucional (que llega hasta muy recientemente) ha vuelto a plantear (de forma implícita) la cuestión del concepto constitucional de ley. Me refiero a la jurisprudencia constitucional sobre la “ley singular” contenida, fundamentalmente, en las SSTC 166/1986, de 19 de noviembre (caso “expropiación de RUMASA”); 48/2005, de 3 de marzo (caso “expropiación para la sede del Parlamento de Canarias”); 129/2013, de 4 de junio (caso “planta de Santovenia del Pisuerga”); 203/2013, de 5 de diciembre (caso “proyecto regional Ciudad del Medio Ambiente”); 50/2015, de 5 de marzo (caso “Parque Natural de Fuentes Carrionas); 231/2015, de 5 de noviembre (caso “convalidación por ley de obras de ordenación de recursos hídricos”); 170/2016, de 6 de octubre (caso “tres alturas edificatorias en Madrid”); y 152/2017, de 21 de diciembre (caso “almacenamiento subterráneo de gas ‘Castor”).

Concepto de ley formal y material

En una de las (a mi juicio) más brillantes obras de Derecho público publicadas desde que se aprobó la Constitución de 1978, Derecho constitucional. Sistema de fuentes, Ignacio de Otto (que, en este punto, seguía, en parte, ideas antes expuestas por Alfredo Gallego) sostuvo que el concepto de ley que se encuentra en la Constitución es puramente formal: es ley la decisión que con esa forma se adopta por un órgano legislativo (las Cortes Generales o una Asamblea o Parlamento autonómico) siguiendo el procedimiento para ella establecido [por la Constitución (en especial, arts. 87-91 CE), por los Estatutos de Autonomía y por los reglamentos de las cámaras]. No existe ningún dato positivo-constitucional que permita construir un concepto material de ley, esto es, un concepto según el cual la ley sería una norma con un contenido o una estructura determinados. Las dos versiones más conocidas del concepto material de ley –que, según se está diciendo, no encuentran ningún apoyo en nuestro texto constitucional- son, como se sabe, el de la ley como regla ad extra del Estado que regula la libertad o la propiedad de los ciudadanos y el de la ley como norma abstracta y general.

Que dicha primera versión del concepto material de ley es extraña a nuestro sistema de fuentes lo ponen de manifiesto las numerosas regulaciones constitucionales que prevén leyes de contenido organizativo [por ejemplo, la reserva (relativa) a la ley de la creación, régimen y coordinación de los órganos de la Administración del Estado (art. 103.2 CE)] o presupuestario (art. 134 CE), que nada tienen que ver con la directa regulación de derechos y obligaciones de los ciudadanos.

Pero tampoco la segunda versión del concepto material de ley (norma abstracta y general) tiene ningún apoyo en la Constitución, a pesar de que, en concreto, la jurisprudencia constitucional sobre la ley concreta y/o singular provoque que surja alguna duda al respecto. En efecto, aunque se ha dicho con claridad que “el concepto de ley presente en la Constitución no impide la existencia de leyes singulares” [STC 129/2013 (caso “planta de Santovenia del Pisuerga”), FJ 4], también se encuentra en esa jurisprudencia la afirmación ocasional relativa a la “vocación de generalidad que la ley ha de tener” [STC 50/2015 (caso “Parque Natural de Fuentes Carrionas”), FJ 7]; y la declaración recurrente de que “las leyes singulares no constituyen un ejercicio normal de la potestad legislativa” [por todas, STC 152/2017 (caso “almacenamiento subterráneo de gas ‘Castor”), FJ 3 II)].

A mi juicio, en términos generales, el legislador tiene libertad, al crear Derecho, para elegir la estructura de las normas que mejor se adapte a la solución del problema social al que se trata de hacer frente con su regulación. Puede utilizar normas abstractas y generales. Aquí la expresión “abstracta” se refiere a una estructura del supuesto de hecho que permite la subsunción de indeterminados casos reales en el futuro; y el adjetivo “general” alude a los destinatarios de la norma. Pero el legislador también puede crear Derecho a través de normas concretas (con un supuesto de hecho bajo el que se subsume un solo caso real o algunos determinados) y/o singulares (un solo destinatario o varios determinados). Esa ley tendrá el efecto de vincular a ese único caso real (eventualmente, protagonizado también por un único sujeto que será el destinatario singular de la norma) una consecuencia jurídica diseñada por el legislador para él. Incluso en el caso de que esa consecuencia jurídica, construida específicamente por el legislador para un caso concreto, fuera la misma que vincularía un órgano de la Administración a ese mismo caso en aplicación de una ley abstracta y general anterior, nunca es correcto –en mi opinión- decir que a través de una ley singular se “aplica” una ley general al caso concreto [como, sin embargo, hace la jurisprudencia constitucional sobre la ley singular que se está comentando: por todas, STC 152/2017 (caso “almacenamiento subterráneo de gas ‘Castor”), FJ 3 II)]. La ley nunca “aplica” otra ley anterior (ni está vinculada a ella), sino que crea Derecho objetivo ex novo, aunque sea con carácter concreto y singular.

Los problemas de las leyes concretas y/o singulares

Si la ley concreta y singular pretendiera resolver un caso litigioso que se está tramitando por un órgano judicial, esa decisión legislativa sería contraria a la Constitución por vulnerar el ámbito de la potestad jurisdiccional de juzgar atribuido constitucionalmente a los jueces (art. 117.3 CE). Si por ley concreta y singular pretendiera llevarse a cabo una expropiación forzosa que podría realizarse, sin detrimento para el interés público, igualmente por la Administración, esa ley vulnerará el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE) en relación con la garantía procedimental de la expropiación (art. 33.3 CE) [STC 48/2005 (caso “expropiación para la sede del Parlamento de Canarias”), en especial, FFJJ 6-8]. Esto solo significa, en el contexto que nos interesa, que la ley concreta y singular (como la abstracta y general) debe respetar la Constitución, y que para la ley concreta y singular se suscitan problemas constitucionales típicos, pero no dice nada relativo a una estructura constitucionalmente necesaria de la ley.

En definitiva, el legislador puede elegir para crear el Derecho que solucione el problema social que quiere abordar la estructura de la norma (abstracta y general, concreta y/o singular) que considere más conveniente y no está constreñido por ninguna estructura de la norma legal que estuviera implícita en la Constitución (en virtud de un –inexistente- concepto material de ley). El problema de la ley concreta y/o singular no es, pues, que no se adapte al concepto constitucional de ley, sino que, típicamente, esas leyes pueden suscitar objeciones desde la perspectiva de la prohibición constitucional de la arbitrariedad del legislador (art. 9.3 CE), del principio de igualdad (art. 14 CE) y del derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE). La doctrina del Tribunal Constitucional sobre la ley singular no es, en consecuencia, ninguna doctrina sobre el concepto de ley en la Constitución, ni asume ninguna variante del concepto material de ley. Es una jurisprudencia “tópica” (en el sentido metodológico de la palabra), elaborada en torno a grupos de casos, relativa a las exigencias que los tres preceptos constitucionales citados imponen al legislador cuando este adopta decisiones legislativas concretas y/o singulares que inciden negativamente en la esfera jurídica de algunos de los afectados por ellas.

La doctrina constitucional sobre la ley singular, por lo demás, aunque puede considerarse, sin duda, útil para la resolución de los problemas de este tipo sobre los que ha de decidir, carece –en mi opinión- de un soporte dogmático sólido y no está correctamente construida desde el punto de vista sistemático.

Clasificación

Las leyes singulares se clasifican por el Tribunal Constitucional en dos categorías: autoaplicativas y no autoaplicativas; entre estas segundas se distinguen las de destinatario único y las de supuesto de hecho concreto; y para cada una de las dos categorías superiores diseña el Tribunal un canon de análisis de su constitucionalidad (al que parece darse una sustantividad propia), a partir –en los dos casos- de retazos de jurisprudencia relativa a los preceptos constitucionales arriba citados (arts. 9.3, 14 y 24.1 CE) [por todas, véanse 170/2016, de 6 de octubre (caso “tres alturas edificatorias en Madrid”), FJ 5; y 152/2017 (caso “almacenamiento subterráneo de gas ‘Castor”), FJ 3 II)].

Con razón ha llamado la atención Germán Valencia sobre que la distinción entre leyes autoaplicativas y no autoaplicativas es aquí irrelevante, porque procede de un contexto distinto, que es el del recurso de amparo frente a leyes, inexistente en nuestro Derecho. Por otra parte, llama la atención que se utilice como supraconcepto el de leyes “singulares”. En la dogmática clásica sobre esta cuestión, como se ha dicho más arriba, “singular” alude solo al destinatario de la norma. En esta doctrina constitucional, sin embargo, el supraconcepto “ley singular” se descompone en categorías que nada tienen que ver con la singularidad del destinatario, sino, en su caso, con el carácter “concreto” de la ley, o sea, con la estructura del supuesto de hecho (en el que solo se puede subsumir un caso real).

La corrección y precisión de la terminología mejoraría esta jurisprudencia constitucional, tanto como la unificación de los dos cánones de examen, artificiosamente separados, en uno solo. Porque, en realidad, el canon de examen de la constitucionalidad de la ley no puede proceder de la circunstancia de que se esté enjuiciando una ley concreta y/o singular. No es el objeto de enjuiciamiento lo que determina el canon del examen. El canon debe proceder de las exigencias que los arts. 9.3, 14 y 24.1 CE imponen a cualquier poder público, también al legislador del caso único. En función del precepto constitucional que se invoque en el recurso o la cuestión que se trate de resolver, el Tribunal Constitucional debería –en mi opinión- utilizar, sin más, los cánones de enjuiciamiento propios de esos preceptos. En síntesis, un control poco denso (dice el Tribunal: con “cierta prudencia” y “cuidado”) de racionalidad derivado de la prohibición constitucional de la arbitrariedad del legislador (art. 9.3 CE) (el examen de que la norma legal impugnada no “carece de toda explicación racional”; por todas, STC 47/2005, de 3 de marzo, FJ 7); el control más intenso derivado del principio de igualdad (art. 14 CE), que exige la justificación objetiva, razonable y proporcionada de la diferenciación introducida por la ley concreta y/o singular; y el control de proporcionalidad que impone el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE), consistente en el examen de que existe un motivo de interés público con respecto al cual la intensa limitación que la ley concreta y/o singular determina en las posibilidades de defensa judicial del ciudadano se presenta como una medida idónea, necesaria y ponderada.


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