Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

La demencia y lo jurídico han anudado desde antiguo una relación intensa. Basada, eso sí, en la exclusión: el planeta de las normas, con su tinglado de jueces, fiscales y abogados, es sólo para los cuerdos y deja al margen –son camas separadas, por así decir- a quienes no lo son. Deja al margen, eso sí, ya sea para su mal o para su bien, según los casos.

Si ser persona, con la correspondiente dignidad, consiste en autoregirse (por ejemplo, llegando a acuerdos con otros y disponiendo del correspondiente dinero, aunque el objeto del comercio sea algo tan modesto como una cerveza en un bar), lo que significa poderse equivocar, resulta que algunos se ven incapacitados y quedan, insisto, fuera del circuito. Entre las causas de la tal incapacitación está la que se refiere a “las enfermedades o deficiencias persistentes de carácter físico y psíquico que impiden a la persona gobernarse por sí misma”: sufrir esa dolencia significa vivir en una suerte de apartheid. Pero en otras ocasiones se invierten las tornas y acaba representando una ventaja, porque los que viven alucinados -los que están alterados psicológicamente hasta tal punto que no sean capaces de comprender que su conducta está prohibida o de controlar sus impulsos- gozan de un auténtico aforamiento: por mucho daño que hagan, no pueden considerarse delincuentes y por tanto no merecen castigo. O lo uno o lo otro. Es lo que subyace a la Sentencia del procés: los líderes del independentismo vivían en una ensoñación y la consecuencia, favorable para ellos, acaba siendo que su responsabilidad se reduce. Un razonamiento por cierto muy discutible y que no siempre se ha seguido en los golpes de Estado: Tejero, cuando en 1981 quiso que la sociedad española, entre tanto ya muy moderna y europeizada, volviera al franquismo (al primero y más amarillento de ellos, para darle aún más carácter de quimera al esperpento), también ofrecía muestras de estar como una regadera y eso no le libró de un veredicto (felizmente) severo. Pero ya se sabe que para Sus Señorías eso de la igualdad ante la ley constituye un verdadero engorro. Conocemos el paño: la llamada “jurisprudencia casuística”.

Entre la locura y el derecho se interpone, así pues, un auténtico tajo. El ordenamiento electoral ha participado de esa idea, al incluir entre los carentes de sufragio “los internados en un hospital psiquiátrico”, los discapacitados por excelencia, aunque hace unos meses la Ley Orgánica 2/2018, de 5 de diciembre, ha venido a cambiar las cosas: pueden ya votar y también ser votados. Cabe estar loco de remate y también, al menos ante una urna, ser titular de derechos (y, en su caso, deberes), sin que entre ambas condiciones concurra una incompatibilidad insalvable.

Lo que sucede es que el legislador -civil, penal o electoral- tiene en la mente sólo la perspectiva individual o, como dicen los modernos, micro: una persona o un pequeño grupo de ellas, los que caben en un manicomio. Pero hay veces en que la patología deviene una pandemia y acaba alcanzando a todos o, al menos, a muchos. La literatura ha escrito páginas memorables sobre ese fenómeno -la universalización de la demencia-, empezando por “La nave de los locos”, de Sebastián Brand, publicada en el remoto 1494 y en un lugar tan circunspecto como Basilea (y con un título luego reproducido por nuestro Baroja, por cierto). Por no hablar de la siniestra historia alemana de “El flautista de Hamelin”, recogida por escrito por los hermanos Grimm pero con un origen muy anterior, ya se tratase de una leyenda urbana o por el contrario tuviese una base real: el protagonista prometió librar de roedores a toda una población, pero sus servicios no recibieron la retribución acordada y la venganza resultó terrible: 130 niños desaparecidos para no volver. Y eso que no era un mentiroso, porque en efecto la ciudad había quedado desratizada.

El planeta del Derecho tiene respuesta para muchas cosas pero no para las patologías colectivas, como aquella que consiste, para decirlo empleando las palabras de la propia Sentencia, en dejarse embaucar ante “un artificio engañoso creado para movilizar a unos ciudadanos que creyeron estar asistiendo al acto histórico de fundación de la república catalana” cuando la realidad era muy otra y más prosaica. Uno de esos escenarios de locura poco menos que universal fue el del 1 de octubre de 2017 en Cataluña: de un Puigdemont o un Torra se puede proclamar algo tan grave como que son representativos de los muchos que cometieron el error de “confiar ingenuamente en el liderazgo de sus representantes políticos y en su capacidad para conducirles a un nuevo Estado”. En esos casos, el derecho, por muy afinado que se encuentre, carece de respuestas: las normas están pensadas sobre la base de que la mayoría de la gente, la inmensa mayoría, obedecen más o menos a patrones de racionalidad y, por lo común, no se dejan engañar por los flautistas. Pero parece que la ciudad de Hamelin no era un caso único.

Los jueces del Supremo se refieren con tono de condescendencia a “los ilusionados ciudadanos que creían que un resultado positivo del llamado referéndum de autodeterminación conduciría al ansiado horizonte de una república soberana”. Pero lo cierto es que esa ingenuidad parece acompañarles en todas las circunstancias. Uno de ellos, por ejemplo, y nada menos que un conocidísimo futbolista que fue campeón del mundo en el memorable 2010, ha sido engatusado en Qatar hasta el extremo de afirmar que el Emirato constituye un paraíso: la arcadia rediviva o poco menos. Y lo peor no es que lo diga (al cabo, con los anfitriones hay que mostrarse amables: en todo estómago agradecido anida un punto de nobleza), sino que con probabilidad lo siente en su esfera más íntima. En otros lugares (y no sólo en Abla, provincia de Almería, patria chica de los Hernández) ese tipo de alteraciones cerebrales, aunque pueden existir, resultan menos frecuentes.


Foto: Bosco, La nave de los locos