Xabier Basozabal Arrue

 

Pautas para salir de un atolladero*

 

 

Introducción

 

La subsidiariedad de la acción de enriquecimiento injustificado sigue siendo uno de los puntos más oscuros de la explicación, ya de por sí poco clara, de esta institución  jurídica o pretendido principio que prohíbe enriquecerse a costa de otro sin fundamento jurídico que lo justifique. Aparece y desaparece del panorama jurisprudencial o, como ponía de relieve hace veinte años Pasquau, es lo que hace que la acción sea “unas veces una cosa y otras veces otra muy distinta, sin que nada chirríe aparentemente”. En efecto, en ocasiones el expediente de la subsidiariedad sirve para excluir la acción de enriquecimiento injustificado, pero en otras no se menciona, cuando todo parece indicar que se dan los requisitos para que se aprecie. No es fácil saber cuándo aparecerá y cuál será su contenido. Algo muy similar se ha afirmado de la jurisprudencia francesa.

Lo cierto es que bajo el paraguas de la subsidiariedad se cobijan una variedad nada desdeñable de problemas distintos, de manera que no siempre se sabe a cuál de ellos se está haciendo referencia. Distinguir cuál o –mejor- cuáles son los conflictos que suelen abordarse en torno a la subsidiariedad, comprobar si ésta es un buen instrumento para resolverlos y, en su caso, determinar los cometidos que resulta razonable encomendarle no es una tarea fácil.

En la jurisprudencia es habitual encontrar aproximaciones muy diferentes a la idea de subsidiariedad. La STS 25 noviembre 1985 (RJ 1985\5898, Serena Velloso) trataba sobre las mejoras que un hijo había incorporado a lo largo de los años en la vivienda de su madre; al concluir la convivencia, reclamaba su valor. En el caso los preceptos implicados eran el 361 CC, sobre accesión, y por remisión, el art. 453 CC, sobre mejoras en la liquidación del estado posesorio, y no podían aplicarse directamente, porque el que mejoraba conocía la ajenidad del bien mejorado –no era “de buena fe”- y el propietario de éste consentía las mejoras, circunstancias ambas que no encajan en la hipótesis normativa de los artículos mencionados. Las posibilidades de solución que se planteaban eran, por lo tanto, tres:

1) aplicar los preceptos por analogía;

2) descartar la concesión de una acción de restitución fuera de los supuestos normativos contemplados;

3) acudir al principio general de enriquecimiento injustificado para obtener compensación. Pues bien, la sentencia afirma que “la acción por enriquecimiento injusto es subsidiaria de las expresamente concedidas por el ordenamiento jurídico, figurando entre éstas las pertinentes a la accesión y a la posesión, institutos a que corresponden los arts. 361 y 453 en cuya aplicación estriba (…) y no en el enriquecimiento injusto, la sentencia impugnada”.

De este modo parece dar a entender que la sentencia de la Audiencia había aplicado los preceptos específicos y no el principio general, y que la aplicación de aquéllos excluía la de éste (por la subsidiariedad). Pero añade a continuación que, aunque fuese cierto que los artículos mencionados no eran aplicables (por tratarse de mejoras consentidas por el dueño del suelo –respecto del art. 361- y por no concurrir ningún supuesto de sucesión de poseedores distintos –respecto del art. 453-), “es de señalar que aplicando el principio del enriquecimiento injusto o sin causa, se llegaría al mismo resultado alcanzado por la sentencia impugnada de expresar la indemnización correspondiente en el importe de las obras de edificación”, puesto que la acción de enriquecimiento tiene el doble límite del beneficio efectivamente obtenido por el deudor y del correlativo empobrecimiento del actor, como había aclarado la STS 5 octubre 1985 (RJ 1985\4840, Serena Velloso).

En la STS 31 octubre 1985 (RJ 1985\5139, De la Vega Benayas), la sociedad anónima demandante había reconstruido una casa vieja, perteneciente a la demandada, durante el tiempo que duró la relación que unía a ésta con el socio representante de aquélla. En las instancias se puso de relieve que en realidad quien había reconstruido la vivienda no era la sociedad, sino el socio que convivió con la demandada en el edificio restaurado. La sentencia entiende que el que mejora un bien sabiéndolo ajeno no puede equipararse a un tercero que construye de buena fe en suelo ajeno (por lo que no era aplicable el art. 361 CC) y que, como persona ligada a la demandada por relaciones íntimas de convivencia, solo podía ser titular de derechos personales no determinados (en virtud de un presunto acuerdo, etc.). Concluye que no pueden aplicarse las reglas de la accesión (se pedía la aplicación del art. 364 CC, pues uno sabía que enriquecía un patrimonio ajeno y el enriquecido era consciente y lo aceptaba), y tampoco el principio de enriquecimiento injusto, puesto que “sólo cabe alegarlo en ausencia de norma aplicable (art. 364 CC), pero no cuando la que sería en su caso aplicable no puede ser tenida en cuenta por falta de prueba o por error en el enfoque o dirección jurídica dada a la pretensión que se actúa en la demanda”.

En otras muchas sentencias puede encontrarse como cláusula de estilo que “la acción de enriquecimiento debe entenderse subsidiaria, en el sentido de que cuando la ley concede acciones específicas en un supuesto regulado por ella para evitarlo, son tales acciones las que se deben ejercitar, y ni su fracaso ni su falta de ejercicio legitiman para el de la acción de enriquecimiento”. Hay que constatar que en la mayoría de los casos en que un demandante invoca la acción (general) de enriquecimiento injusto, ésta suele denegarse porque existe un precepto (específico) que se encarga de regular la procedencia y, en su caso, el alcance de la mencionada pretensión. Así ocurre en innumerables sentencias, que anteponen la aplicación de preceptos concretos al principio general.

Estos ejemplos nos sirven para constatar que en la jurisprudencia es fácil encontrar soluciones diferentes que no siempre se excluyen entre sí, sin una explicación sobre cuándo se tomará uno u otro camino y por qué.

 

Diferentes escenarios para la subsidiariedad

 

De la mano de un comentario de Pasquau a la STS 19 febrero 1999 (RJ 1999\1055, Gullón Ballesteros), destaco a continuación los conflictos que se pueden distinguir cuando se mira más de cerca la subsidiariedad. La sentencia trataba de un local de negocio hipotecado y vendido como libre de cargas; cuando el comprador pierde el bien por su ejecución, deja transcurrir primero los plazos de reclamación del art. 1483 CC para el saneamiento por gravámenes ocultos y acude después a la acción de enriquecimiento injustificado. La cuestión es: ¿es posible acudir a la acción de enriquecimiento, una vez transcurridos los plazos señalados en el art. 1483 CC?

Concurso de normas fundamentadoras de una pretensión única. Pasquau entiende que si lo que quiere decirse con “subsidiariedad” es que el principio general debe quedar excluido cuando existan preceptos específicos encargados de regular la correspondiente pretensión restitutoria, sería mejor decir sencillamente que se debe respetar el principio de especialidad: en el concurso de normas que conceden la misma pretensión, la específica se antepone siempre a la genérica. Desde esta perspectiva, concluye que cuando decimos que la acción de enriquecimiento es subsidiaria “queremos decir que no podemos acudir a ella para conseguir lo que no podríamos obtener mediante el remedio específico”. El primer escenario sería aquél en el que resulta aplicable un precepto que, para el supuesto normativo, decide acerca de la restitución de un enriquecimiento injustificado: otorga o niega la pretensión, limita –en su caso- el alcance de la responsabilidad, etc. Estamos, por tanto, ante un “remedio específico”.

Otras veces, un supuesto de hecho fáctico encaja en varios supuestos de hecho normativos de manera que, teóricamente, le resultan aplicables varios preceptos o grupos de preceptos. Para que se trate de un concurso de normas y no de pretensiones, deberá ocurrir que normas diferentes concedan –cada cual a su modo- la misma pretensión (en nuestro caso, una pretensión restitutoria). Así puede suceder con los arts. 1895 y ss. CC para los pagos indebidos y los arts. 1303 y ss. CC para la liquidación de contratos inválidos: Tratándose de un contrato nulo, cabe plantearse si a la restitución de las prestaciones realizadas debe aplicarse bien la normativa de la condictio indebiti (se pagó lo que no se debía porque el contrato era nulo), bien la de la liquidación contractual prevista en el segundo bloque de normas mencionado. Aunque la cuestión ha sido debatida, y hay quien ha propuesto que se interpreten conjuntamente, hoy la doctrina jurisprudencial entiende que debe aplicarse la regulación de los arts. 1303 y ss. por ser especial (y tener la perspectiva bilateral propia del contrato) respecto de los pagos indebidos (con su perspectiva unilateral) o de la liquidación de estados posesorios. La solución del concurso de normas pasará por encontrar la que se ajuste mejor al supuesto enjuiciado por ser especial o específica para él. Este es el ámbito propio del principio de especialidad y parece innecesario acudir a la subsidiariedad. Ambas regulaciones o bloques de normas se encuentran igualmente vigentes, cada una con su propio ámbito de aplicación. La pretensión material que conceden es la misma (se trata de pretensiones restitutorias de lo que se entregó sin ser debido, en un caso por error, en el otro por nulidad del contrato), por lo que se excluyen mutuamente. La jerarquía de fuentes (en el párrafo anterior) o la especialidad entre normas del mismo rango hace que no sea posible la elección por parte del actor, sino que éste tenga que acudir necesariamente a una: la fuente prioritaria, la fuente especial.

Concurso acumulativo o alternativo de pretensiones. Un segundo escenario es el protagonizado por la concurrencia, a partir de los mismos hechos, de acciones diferentes y, en concreto, de las acciones de responsabilidad civil extracontractual y enriquecimiento injustificado. Para Pasquau, esta concurrencia no tiene por qué plantear un problema de subsidiariedad: “dándose eventualmente los presupuestos de una y de otra, el demandante puede elegir la que le resulte más favorable (eso sí, con todas las consecuencias y sin poder saltar de una a otra a lo largo del procedimiento: cfr. STS 5.X.85, con argumentación cuidada)”. En efecto, el concurso de pretensiones no plantea una controversia que haya de resolverse con la subsidiariedad; no hay un problema de jerarquía o especialidad. Ahora bien, el concurso puede ser “acumulativo” o “alternativo”. En el primer caso ambas pretensiones pueden ejercerse simultáneamente; en el segundo, hay que optar por una de ellas, a elección del actor y, por tanto, sin orden de prioridad. El autor parece entender el concurso de las acciones de daño y enriquecimiento como alternativo (el ejercicio de una excluye la otra), pero en mi opinión no es así como debe explicarse la relación entre ambas. El punto de partida no puede ser otro que afirmar que se trata de pretensiones acumulables (más adelante se volverá sobre este punto), porque cada una posee su propia autonomía, requisitos, función, alcance, plazo de prescripción, etc.; ciertamente, es posible que compartan la pretensión material y, en la medida en que lo hagan (y solo en esa medida), la opción por una de ellas excluirá la otra; pero al margen de esa “intersección material”, son pretensiones diferentes, autónomas e independientes, como defiende con acierto la jurisprudencia, por lo que no tiene sentido que el ejercicio de una excluya la otra.

Sin embargo, es alternativo –y en este caso estoy de acuerdo con Pasquau- el concurso entre de las acciones reivindicatoria y de enriquecimiento, porque a pesar de tratarse de acciones netamente distintas (una real para recuperar la cosa; otra personal para recuperar el valor de la cosa), ambas comparten función jurídica, la reintegración del derecho usurpado, de manera que el ejercicio de una implica la exclusión de la otra: condictio y reivindicatio deben ejercitarse alternativamente, a elección del actor y sin orden preestablecido. El autor añade que no hay argumentos convincentes “para negar la condictio al despojado que tenga la reivindicatoria si la posesión ha pasado a un tercero distinto del demandado”, y al hacerlo surgen importantes interrogantes: ¿procede la condictio solo si la reivindicatio fracasa por estar protegido el tercer adquirente? ¿y si el tercero no está protegido en su adquisición (por ser de mala fe o adquirir a título gratuito)? ¿y si una de las acciones ha prescrito y la otra no? Y si la cosa sigue en manos de aquel a quien se entregó, ¿procede solo la acción personal para la restitución en especie? ¿cómo se relaciona ésta con la reivindicación? Etc. Más adelante se volverá sobre ello.

Relaciones triangulares. Un tercer escenario de supuestos lo protagonizan los problemas triangulares, también llamados supuestos de “enriquecimiento indirecto”. Este es otro grupo de casos en el que resulta habitual que se invoque la acción de enriquecimiento para resolver conflictos surgidos en torno a tres sujetos: se plantea si el (finalmente) “empobrecido” podría exigir restitución del (finalmente) “enriquecido”, aunque entre ellos no haya una relación previa, cuando tanto el empobrecimiento de uno como el enriquecimiento del otro acontecen en la relación jurídica (generalmente contractual) que une a cada uno de ellos con un tercero. Un supuesto de enriquecimiento indirecto típico sería el del contratista que contrata con el arrendatario la mejora del bien arrendado; el arrendatario no paga al contratista y éste demanda al arrendador que recupera un bien mejorado sin pagar por ello, quizá incluso “sin acreditar previamente la insolvencia” de arrendatario. El finalmente empobrecido (contratista) demanda por enriquecimiento injustificado contra el finalmente enriquecido (arrendador), aunque entre ellos no medie relación alguna y tanto el empobrecimiento como el enriquecimiento se expliquen dentro de las relaciones contractuales que cada uno mantiene con el arrendatario. El autor propone que el contratista debe demandar primero al arrendatario, y solo si éste es insolvente podría acudir contra el arrendador, no por el precio, sino por el enriquecimiento experimentado, y solo si éste tuviera que abonar ese valor a su contratante (algo bien difícil si partimos, para el caso del arrendamiento, de los arts. 1573 y 487 CC, salvo pacto en contrario); e incluso en tal caso –agrego yo- habría que valorar si no es suficiente con que el contratista espere a que el arrendatario haga valer ese derecho, o en su caso –ante la pasividad de éste- a que ejercite la acción subrogatoria, en lugar de acudir a una acción directa contra el arrendador. Del orden de requisitos y prelación que demos a estas acciones dependerá la atribución del riesgo de insolvencia del arrendatario, pues con la acción de enriquecimiento se da al contratista la posibilidad de “saltar” por encima del concurso de éste.

Derecho de contratos. Este último escenario es una variante del primero, en el que el “remedio específico” procede de un contrato, lo que hace que el conflicto se plantee a menudo. Así, cuando el Derecho de contratos prevé una acción restitutoria (por ejemplo, en la sentencia comentada por el autor –de 19 febrero 1999-, tan citada como adalid del principio de subsidiariedad, el precepto aplicable era el art. 1483 CC), la concesión de la acción general de enriquecimiento injustificado convertiría ésta en “un medio de destrucción de todo el sistema jurídico positivo” (en palabras del Magistrado Ponente, Gullón Ballesteros), pues serviría para “dar la vuelta” a cualquier precepto con cuyo contenido no se estuviese conforme (sea el mencionado art. 1483, el 1074, el 487 CC, o el que fuere).

 

Régimen de aplicación de fuentes y última tendencia jurisprudencial

 

Régimen de aplicación. Este distinguir escenarios pone de relieve que los problemas implicados son muy diferentes y que no pueden ser resueltos con el expediente, nunca del todo aclarado, de la subsidiariedad. Una cosa es el concurso de normas fundamentadoras de la misma pretensión en el que una (la ley) excluye a otra (el principio general) por el principio de jerarquía, o el precepto específico al genérico por el principio de especialidad; otra, el concurso de pretensiones, que puede ser acumulativo (se pueden ejercitar ambas) o alternativo (hay que optar entre una u otra); otra, interpretar un precepto de manera que quede excluida la posibilidad de conceder la misma consecuencia jurídica fuera del supuesto normativo; y otra, la complejidad de ciertos supuestos triangulares en los que acontece un enriquecimiento indirecto. En algunos casos hay que tener en cuenta que el enriquecimiento se ha impuesto al enriquecido. Además, imbricado en todo ello se encuentra el problema de la fuente o norma aplicable, cuando el supuesto real no se ajuste a ningún supuesto normativo: cómo integrar las lagunas que surjan o cómo combinar la aplicación analógica de los preceptos concretos a supuestos cercanos frente al recurso al principio general de enriquecimiento injustificado.

Orozco se detiene precisamente en este último asunto, en el “régimen de aplicación” de las acciones: Si el supuesto de hecho está previsto por una norma que concede una acción de enriquecimiento específica, habrá que estar a lo que ésta diga: no cabe invocar ningún principio general. Si el supuesto no está previsto, pero se aprecia “identidad de razón” con un supuesto específico previsto en una norma, procede la aplicación de ésta por analogía legis. Cuando no sea posible acudir a la analogía legis, quizá proceda fundamentar la acción en el principio general del Derecho que obliga a la restitución de enriquecimientos injustificados obtenidos a costa de un tercero, principio éste que habría que inducir a partir de diferentes supuestos típicos mediante la analogía iuris. Una acción de enriquecimiento general o residual así entendida estaría supeditada a las reglas de prelación normativa: el principio de jerarquía de fuentes y el de especialidad entre normas del mismo rango. Solo si no hay acción típica ni posibilidad de acudir a la analogía legis procede apelar a lo que la doctrina denomina acción general de enriquecimiento, como remedio residual. El autor defiende con claridad la necesidad de acudir a la analogía legis de las normas restitutorias existentes en preceptos concretos con preferencia al recurso al principio general, algo que forma parte de la ortodoxia de la integración jurídica, pero que no había tenido un reconocimiento expreso y tajante en la materia.

Sin embargo, para De la Cámara no es posible realizar esa operación pues, aunque a lo largo del Código hay numerosos preceptos que responden de manera más o menos directa al principio general de interdicción del enriquecimiento injusto, por “el carácter extremadamente casuístico de tales normas, no parece posible, ni siquiera recurriendo a la analogía legis, extraer de ellos soluciones que permitan corregir otros casos en que el enriquecimiento sin causa es patente”. Está pensando en algunos supuestos de intromisión que se le habían planteado a la jurisprudencia (uso de cosa ajena, consumo de cosa ajena, usurpaciones ilegítimas en tiempos de guerra, enajenación de cosa ajena, mejoras en cosa ajena) y que, en su opinión, no podían resolverse recurriendo a la aplicación directa o analógica de normas positivas, por lo que había que acudir al principio general.

Díez-Picazo abre una vía diferente entendiendo que entre la casuística de los preceptos y la generalidad de un único principio se abre la vía tipológica: el Derecho español debería construir no uno sino varios “principios” de enriquecimiento injustificado (no una, sino varias condictiones o pretensiones de restitución), cada uno de los cuales sirva a un “tipo” distinto de conflicto (según el enriquecimiento provenga de prestación, intromisión o mejora), de manera que sean los preceptos que en el texto codificado se ocupan de cada conflicto “típico” los que informen el principio por el que deberían regirse los que se les parezcan. Desde esta perspectiva, entre la analogía legis y el recurso a un principio único, la distinción de “tipos” de conflicto abriría la vía de la analogía iuris no para llegar a un principio único que fuese aplicable a toda la fenomenología del enriquecimiento injustificado en su generalidad, sino para tipos o situaciones típicas de conflicto. Por ejemplo, los preceptos que en el Código tratan de intromisiones en derecho ajeno (sobre todo, arts. 451 a 455 CC, sobre liquidación del estado posesorio y arts. 360 a 383 CC, sobre accesión) deberían informar el contenido de la condictio por intromisión, de manera que la solución provenga, por analogía iuris, de la ratio construida a partir de aquéllos. El recurso a un principio general sería, por tanto, el resultado de un proceso de analogía iuris que permite inducir dicho principio a partir de un grupo de supuestos que reciben tratamiento homogéneo por presentar identidad de razón. De este modo, la analogía iuris nos lleva no a un principio general único, sino al principio que se encarga de un conflicto típico que reclama una solución distinta según el enriquecimiento provenga de prestación, intromisión o mejora. Esto podría parecer una complejidad añadida (e innecesaria) en el contexto de una cultura jurídica –digámoslo así- de “principio único”, pero en realidad es solo una consecuencia lógica de habernos tomado en serio la tipología de enriquecimientos injustificados.

Última tendencia en la Jurisprudencia. Se ha indicado que en la jurisprudencia es posible encontrar muchas aproximaciones a la subsidiariedad, pero ciertamente existe una última línea de sentencias que tiene un interés especial para nuestro estudio. La primera en expresar lo que ha venido a convertirse en verdadera “cláusula de estilo” es la STS 19 julio 2012 (RJ 2012\10118, Orduña Moreno; posteriormente utilizada por las SSTS 29 junio 2015, RJ 2015\4486, O´Callaghan Muñoz; 19 febrero 2016, RJ 2016\710, Orduña Moreno). En ella se desestima la acción de enriquecimiento porque los preceptos aplicables –por analogía- eran los arts. 1359 y 1360 CC, sobre mejoras de un cónyuge en bienes privativos del otro cónyuge, con los que no se hubiese obtenido derecho alguno de compensación; conceder la acción general hubiese supuesto “revertir” la decisión tomada por éstos. La sentencia realiza algunas consideraciones generales y abstractas sobre la pretensión de enriquecimiento: su función de cláusula general de cierre, su valor jurídico como auténtico principio general del Derecho, etc. También se afirma su carácter subsidiario, “en la medida en que dicha caracterización puede inferirse directamente del carácter supletorio como fuente que comporta necesariamente la aplicación de los referidos principios generales del Derecho”. Se defiende que esta afirmación es compatible con que algunas sentencias nieguen la subsidiariedad (sobre todo, las de 12 abril 1955 y 28 enero 1956), porque lo que éstas persiguen al hacerlo es defender la concurrencia de la pretensión restitutoria de enriquecimiento injustificado junto a la pretensión indemnizatoria de daño extracontractual, asunto ajeno al caso enjuiciado en el que “el demandante opta por acumular la pretensión del enriquecimiento injustificado, de forma indiscriminada, en un contexto en donde hay normas concretas y preferentes de aplicación solicitando, además, un idéntico resultado petitorio para todas las pretensiones formuladas”. Respetada por tanto la posible concurrencia de acciones, la sentencia reflexiona sobre qué aspectos de la pretensión de enriquecimiento injustificado habría que tener en cuenta para valorar si es –como se le pide- subsidiaria:

“.- Si con la pretensión del enriquecimiento injustificado se pide lo mismo o no que otra acción al servicio del actor.

.- Si la pretensión de fondo del enriquecimiento injustificado viene ya regulada por normas concretas o por la previsión normativa.

.- Si la norma preferente de aplicación elimina, expresa o indirectamente, cualquier otra vía que teniendo idéntico o distinto fundamento persiga un mismo resultado u otro parecido.

.- Si el otorgamiento jurídico al señalar una acción específica y preferente otorga un plazo de prescripción con el que ha pretendido cerrar la cuestión ante cualquier otra posibilidad de reclamación referida al mismo objeto, a sus subrogados o parte de él.

.- Si la acción específica y preferente ha perdido la viabilidad del éxito por defecto de prueba o interacción de alguna causa imputable al actor.”

Son consideraciones que recuerdan mucho la posición de Lacruz, cuando afirma que “la acción [general] de enriquecimiento no puede admitirse cuando su ejercicio suponga, con otro nombre, el de otra acción [específica] caducada o prescrita”; y para poder indagarlo propone: 1) comprobar si se pide exactamente lo mismo; 2) comprobar si al conceder esa acción el Derecho elimina expresa o implícitamente cualquier otra que tenga idéntico fundamento o persiga el mismo resultado u otro parecido; 3) y comprobar si al señalar para esa acción un plazo de prescripción el legislador ha querido que, una vez prescrita, quede excluida cualquier posibilidad de reclamación referida al mismo objeto, sus subrogados o parte de él. Hay que preguntarse por tanto si la pretensión específica excluye la general (podría surgir la duda, por ejemplo, de si la primera es de restitución o de indemnización), y si la primera es de restitución o reintegración deberá excluir la segunda: el asunto está regulado por una norma específica que se ha de respetar. En el caso de la sentencia comentada, el actor “tiene un cauce específico y preferente de aplicación a dilucidar autónomamente en el curso de la pertinente liquidación del régimen conyugal, por aplicación analógica de los artículos 1359 y 1360 del Código civil”. La pretensión que conceden estos preceptos y la que concedería el principio general es la misma, luego aquéllos excluyen a éste. Parece un planteamiento general adecuado. El problema es si estas consideraciones sirven para distinguir los casos en los que se hace uso de la subsidiariedad para negar la acción de los casos en que, pudiendo igualmente invocarse, no se hace, de manera que se hace posible la concesión de la acción general.

 

El escenario del concurso de pretensiones: enriquecimiento y daño, condictio y reivindicatio

 

No es difícil constatar que, en ocasiones, ante un mismo supuesto fáctico, se produce un concurso de pretensiones. En este caso los hechos se subsumen en el supuesto normativo de varias normas de pretensión; por ejemplo, la intromisión en un derecho ajeno causa al titular de éste un daño y le obtiene al intromisor un beneficio. El titular del derecho usurpado tiene a su disposición las acciones de daño y enriquecimiento. Unas líneas más arriba se ha afirmado que estas acciones protagonizan un concurso de pretensiones acumulativo; es el momento de detenernos sobre ello. Significativamente, tanto Díez-Picazo como Lacruz coincidan en que el problema de la subsidiariedad se plantea primordialmente en los casos de intromisión, esto es, en aquellos en los que resulta frecuente la confluencia de acciones de daños y enriquecimiento, o de ésta y la reivindicatoria, y ello porque, si en la mayoría de sentencias la subsidiariedad se invoca como argumento que no constituye ratio decidendi, cuando se plantea un concurso de pretensiones decidir sobre la relación entre ellas –subsidiaria o no- resulta vital. Esto contrasta con la opinión jurisprudencial más reciente, que entiende compatibles la subsidiariedad y el concurso de las acciones de daños y enriquecimiento. Los autores que han estudiado con mayor profundidad el enriquecimiento injustificado se han pronunciado con especial cautela al dar su opinión sobre la subsidiariedad y, en concreto, se han mostrado abiertamente contrarios a admitirla si al hacerlo se pone en tela de juicio la línea jurisprudencial favorable a la compatibilidad entre las acciones de daños y enriquecimiento: la posibilidad de acudir a la primera no excluye el ejercicio de la segunda, tampoco cuando aquélla hubiera prescrito.

La acción de daño extracontractual y la acción de enriquecimiento injustificado. La jurisprudencia española ha sostenido desde la lúcida sentencia de D. Celestino Valledor, de 12 abril 1955 (RJ 1955\1126), que las acciones de daños y enriquecimiento tienen su propia fisonomía, independencia, función y plazo de prescripción.

Se trata de la STS 12 abril 1955 (RJ 1955\1126) que resolvía un supuesto de intrusión minera en el que la acción de responsabilidad civil extracontractual había prescrito, pero se había concedido la acción de enriquecimiento. El recurrente alegaba que no se había tenido en cuenta la subsidiariedad de la acción de enriquecimiento, puesto que siendo posible acudir a la de daños y habiendo prescrito ésta, se debió haber rechazado la de enriquecimiento. La sentencia defiende la sustantividad propia de ésta y destaca como notas diferenciales que no debe ser subjetivamente imputada (no hace falta culpa o dolo del demandado) y que gira en torno al enriquecimiento del demandado, no en torno al daño del demandante. Dice sobre la subsidiariedad que “muy nutrida doctrina científica repudia la tesis de que la «condictio» funcione siempre como norma subsidiaria de derecho, y aunque así no fuera el resultado práctico sería el mismo, ya que a pesar de las múltiples manifestaciones que el Código civil contiene en punto al enriquecimiento ilícito, no hay norma legal ni consuetudinaria que en forma sistemática, general o específica gobierne la acción de enriquecimiento indebido, y así pasa a primer plano de fuente jurídica el principio de que a nadie es lícito enriquecerse a costa de otro…”; y sobre el concurso de pretensiones, que “en el caso de que el hecho de la intrusión minera pudiera ser determinante del ejercicio de diferentes acciones, como la interdictal para retener o recobrar la posesión, reivindicatoria para obtener la devolución del mineral extraído o la sustitutoria del equivalente pecuniario, y la declarativa de culpa, se estaría en presencia de concurrencia de acciones que no tienen orden preestablecido de preferencia y exclusión, por lo que el titular del derecho lesionado podrá ejercitar la que juzgue más adecuada”.

Si la subsidiariedad –entiéndase como se quiera- fuese incompatible con esta conclusión, habría que defender que la acción de enriquecimiento no es subsidiaria. Así lo afirma expresamente la mencionada sentencia, y así lo dicen autores –como Díez-Picazo- que abordan el problema de la subsidiariedad desde la óptica de la compatibilidad entre acciones: “en términos generales no existe en nuestro Derecho ninguna razón de fondo que determine la subsidiariedad de la acción de enriquecimiento y que ésta sea compatible con otras acciones que puedan coincidir en los resultados que con ella se pretenden obtener. Puede darse, por consiguiente, un concurso de acciones, en el que tampoco hay nada en nuestro Derecho que obligue a los interesados a optar por una u otra, de forma que la regla general debe ser la posibilidad de acumular acciones”. Significativamente, el discurso sobre la compatibilidad de las acciones de daños y enriquecimiento ha sido respetado íntegramente por las sentencias del Tribunal Supremo que han vuelto a defender la subsidiariedad como una de las notas que definen la acción de enriquecimiento (SSTS 19 junio 2012 RJ 2012\10118, Orduña Moreno; 29 junio 2015, 2015\4486, O´Callaghan Muñoz; 19 febrero 2016, RJ 2016\710, Orduña Moreno). Sin embargo, si se lee con detenimiento la sentencia de Valledor resulta innegable lo intrínsecamente unidas que están en su argumentación la negación de la subsidiariedad y la compatibilidad entre ambas acciones. De hecho, quien se toma en serio la subsidiariedad –como le ocurre a De la Cámara- encuentra dificultades para aceptar la independencia de la acción de enriquecimiento.

De la Cámara afirma que “probablemente, la posibilidad de ejercitar la acción de enriquecimiento no obstante haber existido la de reclamar daños y perjuicios ejercitando la acción del artículo 1902 nos sitúa ante la situación más peculiarmente conflictiva”; y opina que “si la ley ha querido que la acción a que se refiere el artículo 1902 prescriba por el transcurso de un año –sean cualesquiera las razones que hayan movido al legislador para señalar un plazo tan corto-, parece claro que se fuerza la previsión legislativa si, habiendo intervenido culpa o negligencia por parte del causante del daño que a consecuencia del mismo resultó enriquecido, se permita al perjudicado, aunque sea dentro de los límites del enriquecimiento, resarcirse del daño a pesar de haber prescrito la acción específica prevista para el supuesto de los daños causados interviniendo culpa o negligencia”. Una opinión así está de hecho entendiendo la acción de enriquecimiento como una modalidad de la indemnizatoria (limitada en su alcance al enriquecimiento del causante del daño) y, desde esta perspectiva, se entiende que plantee problemas la compatibilidad entre ambas; por ese mismo motivo, si se parte de la “subsidiariedad”, resulta difícil entender la sustantividad e independencia propias de la acción de enriquecimiento por intromisión que, recordémoslo, es acción que no resarce ningún daño porque su función es reintegrar el derecho usurpado con la restitución de su valor a quien está atribuido por el ordenamiento jurídico. Es también probable que pueda haber influido el prejuicio de que una acción proveniente de ley no convive en un plano de igualdad con otra proveniente de principio general, por lo que ésta debería subordinarse a aquélla; pero para quien entiende bien la autonomía y funciones diferentes de ambas acciones no hay dificultad en aceptar su concurso en pie de igualdad.

En otro lugar en el que pude desarrollar estas ideas con mayor detenimiento, concluí que “resulta indudable la independencia y sustantividad propia de cada una de estas acciones, si bien el ámbito de sus pretensiones materiales puede coincidir parcialmente, por lo que debe reconocerse la existencia de determinados límites a la regla general de compatibilidad”. Baste ahora con la conclusión de que protagonizan un concurso acumulativo. Ciertamente, es posible que ambas acciones compartan su pretensión material y, en ese caso y en dicha medida, la pretensión material compartida podrá pedirse como daño (a indemnizar) o como enriquecimiento (a restituir), pero no ambas cosas de manera acumulada.

La acción de enriquecimiento injustificado y la acción acción reivindicatoria. Al contrario de lo que ocurre en el concurso de las acciones de daños y enriquecimiento, el concurso que protagonizan la acción de enriquecimiento y la reivindicatoria es típicamente alternativo. Álvarez-Caperochipi explica que se puede elegir entre una u otra, a elección del demandante; si se demanda con la condictio a quien tenga la cosa en su poder, éste podrá oponerse a la pretensión restituyendo la cosa in natura. El autor entiende que a menudo hay buenos motivos para preferir la condictio, pues no son pocas las dificultades que existen para que prospere la reivindicatoria, y que no hay razones de peso para negársela, esto es, para obligarle a acudir a la reivindicatoria si aún estuviese viva. Se apoya en el discurso de Lacruz quien, para resolver un supuesto de intromisión en el que concurren las acciones reivindicatoria y de enriquecimiento, dice compartir con Colin y Capitant que “la hipótesis del concurso de acciones es la clásica en el procedimiento civil, y la solución de principio es que el titular de diferentes acciones tiene derecho a ejercerlas sucesivamente o a escoger entre ellas. (…) [S]e ha de admitir, en suma, la acción de enriquecimiento, en tanto su ejercicio no suponga, con otro nombre, el de otra acción distinta, negada o prescrita” (esa otra acción distinta sería la misma acción de enriquecimiento positivizada por el legislador de modo concreto y excluyente). Desde esta perspectiva, las acciones mencionadas protagonizan un “concurso” de pretensiones en el que el actor es libre de optar de manera alternativa, lo que tiene todo el sentido pues, aunque se trate de pretensiones diferentes, persiguen la misma función: la reintegración del derecho usurpado.

Las relaciones entre condictio y reivindicatio, a falta de un estudio más detenido sobre el asunto, resultan hasta ahora poco claras. Hemos visto que los autores que han tratado del asunto con mayor detenimiento admiten la concurrencia alternativa de ambas acciones, a elección del demandante. Con todo, se plantean –especialmente Lacruz- si el fracaso de la reivindicatio debería afectar a la condictio, y si los motivos por los que la reivindicatio no ha llegado a prosperar (el bien ha pasado a un tercero protegido; la acción no prospera por falta de prueba; la acción ha prescrito) deberían influir en la respuesta que se dé sobre la condictio. Si el punto de partida es que el titular del derecho usurpado puede optar por reivindicar o por ejercitar la condictio, resulta obvio que, aunque la reivindicatoria fracase por dificultades en la prueba del dominio o por la existencia de terceros protegidos, debe poder recurrir a la condictio, que prosperará cuando se cumplan sus requisitos. Con todo, podría plantearse si resulta necesario que la reivindicatio fracase para que se abra la vía de la condictio, y la respuesta es que no es esta la dinámica de un concurso alternativo.

Sin embargo, la prescripción extintiva de las acciones plantea un problema que cuestiona su independencia, pues no parece fácil mantener que el poseedor que puede defenderse frente a la reivindicatio con la excepción de prescripción siga a merced de la condictio –por el valor de la cosa- hasta que ésta prescriba. Parece que la coherencia valorativa entre los diversos modos de proteger el derecho del poseedor adquirente exige que, si está protegido frente a la acción real por el transcurso del tiempo de prescripción extintiva, lo esté igualmente frente a la acción personal en ese mismo tiempo y no en otro superior: si la reivindicatoria de muebles prescribe a los 6 años (art. 1962 CC), no parece razonable que sea posible acudir a la condictio durante 9 años más (si hay que aplicar el art. 1964 CC en su versión derogada, de 15 años; su versión actual de 5 años reduce o elimina el posible conflicto). Lacruz da como motivo que, “al limitar la pretensión más fuerte, implícitamente se aprecia la voluntad del legislador opuesta a que siga viva la más débil, estando ambas fundadas en una misma idea de evitar el enriquecimiento”. En todo caso, parece claro que el codificador no se planteó la necesidad de armonizar la prescripción de la reivindicatoria con la de la condictio, puesto que ésta no formaba parte de las medidas generales de protección de la propiedad que tuvo en mente, más allá de algunos supuestos tipificados de disposición de cosa ajena pensados, precisamente, para cuando la reivindicatoria falla porque el tercer adquirente resulta protegido.

Con todo, hay que reconocer que no es este el modo en que la jurisprudencia entiende la relación entre ambas acciones. Para Orozco, una de las acepciones de “subsidiariedad” en nuestro Tribunal Supremo podría desprenderse de la idea de que, quien sigue siendo propietario del bien y tiene la reivindicatoria no se ha empobrecido, por lo que no puede acudir a la condictio. El autor apoya su afirmación en las SSTS de 3 enero 2006 y 9 febrero 2012. En la primera de ellas (3 enero 2006, RJ 2006\258, Gullón Ballesteros), los demandantes habían sido arrendatarios de un local de negocio y al concluir el contrato devolvieron el local, en el que habían realizado importantes mejoras y donde quedaron un conjunto de muebles y enseres que habían servido para desarrollar el negocio. Demandan por enriquecimiento injusto al arrendador para recuperar el valor de las mejoras, los muebles y los enseres. El punto de partida es que la regulación arrendaticia protege al arrendador frente a la reclamación del arrendatario por las mejoras que no puedan separarse, precisamente para evitar que tenga que compensar por un enriquecimiento impuesto en el marco de una relación en la que hubiese debido pactarse para ser compensable. Los muebles y enseres planteaban un problema distinto, pues podían separarse sin detrimento del inmueble. Es perfectamente razonable que no se permita al arrendatario exigir compensación por aquello que pudo llevarse, y después de haber usado el argumento –más convincente- de que hacerlo supondría imponer al arrendador la compra de esos enseres, la Sala vuelve sobre la subsidiariedad de la acción de enriquecimiento.

Se entiende perfectamente la decisión de no proteger a quien ha provocado el enriquecimiento del demandado, pero el tenor de la sentencia llega mucho más allá de lo que hubiera sido razonable, no solo porque el argumento de la subsidiariedad resulta superficial, sino porque parece excluir el concurso alternativo entre la condictio y la reivindicatio en cualquier caso. Ciertamente, resulta absurdo que al contratante que no tiene obligación de compensar a su contraparte por las mejoras no separables, se le pueda exigir compensación por los muebles y enseres que sí lo son. Es cierto que deben poder retirarse en cualquier momento, a costa del arrendatario; y también, que lo que no pueda retirarse quedará en beneficio del propietario/arrendador sin compensación. El arrendatario no puede pretender el valor de lo que dejó; si no quería que quedara en beneficio del arrendador, debió llevárselo. Lo que puede hacer es retirar esos muebles y enseres separables. Si el arrendador se lo impide, podrá reivindicarlos, pues parece claro que el arrendador carece de título para retenerlos. En cuanto al ejercicio de la condictio, si el arrendador le impide llevárselos no hay argumento razonable para negársela, ni el motivo por el que debería fracasar es la subsidiariedad de ésta respecto de la reivindicatio. En su caso, el arrendador demandado con la condictio podrá oponerse a ella permitiendo la retirada de lo que ni es suyo ni se ha incorporado por accesión al inmueble. El demandante que no esté dispuesto a costear su retirada tampoco puede exigir su valor del demandado enriquecido a la fuerza. Solo el arrendador que se niegue a entregar las cosas estará obligado a restituirlas, si es demandado con una reivindicatio, o a restituir su valor, si es demandado con una condictio, por habérselas apropiado. La sentencia se hace eco de otras decisiones en las que puede apreciarse este mismo principio de negar la condictio al que ha impuesto el enriquecimiento, pero hay que reconocer que los supuestos no son equiparables. En síntesis, el arrendatario no puede pretender tener otro derecho sobre los muebles y enseres, sin haber llegado a un acuerdo con el arrendador, que el de retirarlos a su propia costa. Esta es la solución adecuada. Sin embargo, tal y como ha quedado defendida y argumentada en la sentencia, podría parecer que la posibilidad de acudir a la reivindicatoria cierra el paso a la condictio, por ser esta subsidiaria, lo que contradice las mejores opiniones doctrinales sobre la concurrencia alternativa de ambas acciones.

La otra sentencia que menciona Orozco es la de 9 febrero 2012 (RJ 2012\3786, Roca Trías), que no trata de un supuesto de enriquecimiento impuesto, sino de enriquecimiento por intromisión y, más concretamente, por disposición de bien ajeno: “en el presente litigio, se trata de determinar si los vendedores de una finca, una parte de la cual había sido expropiada por Renfe, deben indemnizar a ésta por haber dispuesto de la totalidad como si aún fueran titulares de la parcela expropiada, a favor de tercero que adquiere protegido por el art. 34 LH y por tanto, es mantenido en su adquisición frente al propietario real, Renfe, que en consecuencia, pierde su derecho a formar parte de la Junta de compensación”. La Audiencia Provincial había denegado la acción porque le pareció que no se cumplía el requisito de la subsidiariedad; pero el Tribunal Supremo objeta que, “a pesar de que se esté de acuerdo en exigir la concurrencia de este requisito, de modo que sólo puede ejercitarse esta acción cuando de otra forma no pueda recuperarse aquello en que se ha empobrecido el demandante, en el supuesto en que la cosa sea irreivindicable, este requisito se cumple. La acción de enriquecimiento va dirigida en este caso a la recuperación del equivalente, ya que la cosa ha salido definitivamente del patrimonio de quien ha sufrido el empobrecimiento, sin posible reivindicación y la única acción que le queda al perjudicado para recuperarlo es la de enriquecimiento (…) frente a los disponentes, la única acción que ostenta es la de enriquecimiento sin causa”.

En el caso estaba clara la procedencia de la acción, y es impecable su caracterización como condictio por intromisión (disposición de bien ajeno). La solución no dependía de la subsidiariedad por la sencilla razón de que la reivindicatoria no podía prosperar, pero ni se afirma que se hubiese podido optar por elegir cualquiera de las dos, ni se distingue en virtud del motivo por el que no hubiese prosperado la reivindicatio. Es cierto que la sentencia deja entrever que no está claro que la acción sea subsidiaria pero, aunque no lo diga expresamente, permite concluir que el recurrente no hubiera tenido a su disposición la condictio de haber contado con la reivindicatio. En todo caso, no parece que pueda hablarse de una doctrina jurisprudencial consolidada sobre el modo de relacionarse de ambas acciones. Ahora bien, la tendencia parece ser que la posibilidad de acudir a la reivindicatoria cierra el paso a la condictio, lo que convendría rectificar, como hemos aprendido de la mejor doctrina.

Algunos conflictos triangulares. Un supuesto triangular típico es el del arrendatario que contrata una reforma en la vivienda arrendada y, sin pagar aún al contratista, restituye la vivienda al arrendador que resuelve por incumplimiento. Parece claro que el contratista tendrá una acción de cumplimiento contra el arrendatario y que, a su vez, éste no podrá exigir al arrendador –salvo que lo haya pactado- el mayor valor que tiene ahora la vivienda o el gasto realizado para mejorarla (ex arts. 1573 y 487 CC). El arrendador habrá obtenido un enriquecimiento “con causa” a costa de su arrendatario y, como éste tampoco ha pagado al contratista, podría decirse –no en sentido técnico- que también a costa del contratista, por lo que surge la tentación de conceder a éste (empobrecido) una acción de enriquecimiento contra aquél (enriquecido) cuando el arrendatario sea insolvente y el arrendador obtenga una cierta utilidad de ese enriquecimiento impuesto. Entre el propietario que recupera un bien mejorado sin pagar por el mayor valor que recibe y el contratista que no cobra por la mejora procurada resulta fácil dejarse llevar por cierta equidad del “resultado injusto” y ponerse a favor de éste. Sin embargo, resulta desconcertante que el contratista (un tercero para el arrendador) tenga una acción para exigir al arrendador lo que su contratante, el arrendatario, no podría exigirle. Si el legislador se ha pronunciado en los arts. 1573 y 487 CC sobre la “imposición” de un enriquecimiento al arrendador al término del arrendamiento, ¿no sería una contradicción permitir que la acción de enriquecimiento debilite la posición del arrendador, no para favorecer al arrendatario sino a un tercero (lo que resulta más chocante aún)? ¿no supone esto una vulneración del principio de relatividad del contrato? Además, pongamos que el arrendatario insolvente adquiere con posterioridad patrimonio suficiente para afrontar la deuda y que la acción de cumplimiento no ha prescrito, ¿podría el contratista cobrarle la deuda? ¿podría el arrendador que pagó al contratista pedir ahora ese importe al arrendatario? Desde la perspectiva del contratista, ¿cómo concurren la acción contractual de cumplimiento contra el arrendatario y la acción cuasicontractual de enriquecimiento contra el arrendador?

Pongamos que se concede al contratista una acción de enriquecimiento contra el arrendador. Si éste paga a aquél, parece claro que no se trata del pago de una deuda ajena (pago de tercero), sino del pago de su propia deuda por enriquecimiento injustificado; y si paga una deuda propia, aunque más adelante el arrendatario venga a mejor fortuna, no podrá repetir de éste lo que pagó a aquél. Ahora bien, de esta manera se termina por revertir la valoración inicial y parece legítimo preguntarse: ¿realmente se ha querido esto? ¿es legítimo abrir una vía para las acciones “directas” (por enriquecimiento indirecto) fuera de los casos permitidos por la ley, como ocurre –por ejemplo- en el art. 1597 CC? ¿no es algo tan disparatado como cuando se pretende que la acción general revierta el contenido de alguno de los preceptos concretos que reconoce una acción específica de enriquecimiento? Aunque el discurso del trabajo no puede detenerse ahora aquí, sobre la conveniencia de la acción directa, sí podría apuntarse que la diferencia del caso mencionado –el art. 1597 CC- con el nuestro es bien clara, pues en aquél a los subcontratados se les concede una acción directa contra el dueño que encargó la obra al contratista, por lo que se puede contar con la utilidad del enriquecimiento, mientras que en el caso del arrendamiento del que nosotros hablamos no hay nada que permita deducir que el propietario arrendador hubiese querido realizar tales obras, aunque eventualmente les pueda sacar alguna utilidad. No hay posibilidad de justificar aquí la analogía, luego no parece legítima la concesión de esa acción directa no prevista en norma alguna. También reconoce una acción directa el art. 365 CC al dueño de los materiales contra el dueño del suelo, pero lo hace en el contexto de un edificante de mala fe que, sin relación contractual ni con el dueño de los materiales ni con el dueño del suelo, incorpora los materiales de uno al suelo del otro, cuando éste opta por quedarse con el enriquecimiento sin tener que pagar por él (art. 362 CC). Parece claro que tampoco en este caso es posible un juicio por analogía.

El art. 1573 CC, con su remisión al 487 CC, es una de esas decisiones que provoca la tentación de juzgar conforme a un sentido de la equidad “distinto” al codificado. Algunas sentencias no pueden “tolerar” que el arrendador se enriquezca a costa del arrendatario al concluir el contrato, aunque sea con causa (es cierto que aquél puede prever la duración del contrato y no realizar las mejoras que no vaya a amortizar antes de que concluya), y terminan por conceder un derecho a compensar las mejoras, de espaldas a los mencionados preceptos. Si el principio de “no imposición del enriquecimiento” puede resultar en ocasiones difícil de aceptar en la relación contractual, las cosas se complican más con la llegada de otro sujeto, el contratista, que no ha cobrado del arrendatario y ve cómo su trabajo termina por beneficiar al arrendador sin que haya pagado nada por ello. Aunque el principio de relatividad de los contratos imponga que cada parte se arregle con su contraparte, y el de igualdad de los acreedores (del arrendatario) que los privilegios sean los conocidos y establecidos por la normativa concursal (imperativa), la tentación de saltarse ambos principios y reconocer un derecho autónomo del contratista frente al arrendador es especialmente fuerte cuando éste se aprovecha de la mejora.

Otro conflicto triangular a tener en cuenta es el planteado en la resolución contractual por impago del precio aplazado, cuando el comprador restituye un bien que ha mejorado gracias a la relación contractual con un tercero, al que tampoco ha pagado. El contratista acude aquí a la acción de enriquecimiento injustificado contra el vendedor que recibe, tras la resolución, un bien mejorado sin haber pagado por ello. Es el supuesto de las SSTS 23 julio 1996 (RJ 1996\5567, Marina Martínez-Pardo), 12 julio 2000 (RJ 2000\6686, Vázquez Sandes), 22 octubre 2002 (RJ 2002\8774, Ortega Torres), 25 junio 2009 (RJ 2009\6454, Montes Penades) y 30 diciembre 2015 (RJ 2015\5897, Seijas Quintana), que han sido comentadas con acierto por Vendrell y García Vicente. En la más importante de ellas (la de 12 julio 2000), Pescanova S. A. vende un buque arrastrero a Comarfol S. A. con precio aplazado y reserva de dominio. La compradora contrata con Montajes Folgar la transformación del navío en buque palangrero. El coste de la transformación es superior al valor de venta del buque. La compradora incumple en el pago del precio y Pescanova resuelve el contrato, lo que determina la restitución del buque; una vez recuperado, la vendedora lo destina a su nuevo destino como buque palangrero. Comarfol incumple también con Montajes Folgar y ésta demanda tanto a aquélla como a Pescanova para que solidariamente sean condenadas al pago del servicio prestado y, subsidiariamente, para el caso de insolvencia de la primera, se condene a su pago a la segunda. Aunque en las instancias se denegó la pretensión contra Pescanova, el Tribunal Supremo entendió que concurrían los requisitos de la pretensión de enriquecimiento injustificado y la concedió, con carácter subsidiario y una vez comprobada la insolvencia de la otra demandada, pues el enriquecimiento también puede producirse “a través de una atribución patrimonial indirecta”.

Vendrell destaca que la sentencia nos enfrenta a una cuestión que resulta “de una gran oscuridad” en nuestro Derecho, la de la liquidación de las mejoras en la cosa comprada cuando la compraventa se resuelve por incumplimiento del comprador. Como sintetiza García Vicente, y su opinión podría servir como ortodoxia en la materia, “[e]l riesgo de insolvencia de relaciones o vínculos contractuales recae en el contratante que fuera acreedor y, salvo en los casos en que se admita (y por las razones de política jurídica que lo sustentan) una acción directa, no puede desplazarse o asignarse a un tercero «extraño» al vínculo contractual (art. 1257 CC). El título contractual es «excluyente»: esto es, no cabe recurrir a un título distinto (el enriquecimiento) cuando el empobrecimiento del contratista deriva causalmente del «impago» del contrato que celebró y no de la conducta o aprovechamiento del tercero. (…) Una regla distinta a la de la propia del Derecho de contratos (cada contratante soporta el riesgo de insolvencia de aquel con quien contrató) supone consagrar, en relaciones triangulares de esta clase, una suerte de posición de garante (o fiador) del vendedor respecto a la insolvencia de su contraparte en sus relaciones con terceros, cuando el contrato celebrado le atribuya finalmente una ventaja aunque ésta pueda considerarse para él un enriquecimiento impuesto”.

Vendrell concluye que “la configuración tradicional de la acción de enriquecimiento se revela, a nuestro juicio, insuficiente para solucionar adecuadamente los conflictos planteados. Esta solución [la del caso Pescanova] a este grupo de casos no puede extraerse del análisis de los presupuestos de la acción, ni siquiera solamente de un razonamiento dogmático relativo al Derecho de enriquecimiento. Exige, antes bien, reparar en las consideraciones de política jurídica implicadas en este ámbito del Derecho privado –que poco o nada tienen que ver con la equidad- y, en concreto, en los grupos de casos relativos a las relaciones triangulares descritas; y ello, de modo que estas consideraciones guíen con mayor claridad y determinación su solución y, en suma, identifiquen una regla adecuada y coherente con los principios y normas generales del Derecho civil patrimonial español”.

Finalmente, otro supuesto triangular distinto –podrían sumarse más- es el planteado en la STS 7 febrero 1997 (RJ 1997\685, O´Callaghan Muñoz): la usufructuaria de un inmueble entiende que ha adquirido la nuda propiedad por usucapión, lo enajena y entrega el precio obtenido a su hija como donación. Los titulares de la nuda propiedad ejercitan la acción de enriquecimiento contra la hija. En esta ocasión nos encontramos con un adquirente a título gratuito que recibe aquello que el donante no tenía derecho a disponer, tratándose por tanto de un supuesto de disposición de cosa ajena (en este caso, el derecho de nuda propiedad sobre un inmueble). La posición del adquirente a título gratuito es siempre débil (al menos tan débil como la de su transmitente), por lo que no hay dificultad para dejarle sin aquello que su causante no le pudo transmitir por carecer de la facultad de disposición. La sentencia no se preocupa por buscar alguna analogía para fundamentar la falta de protección del adquirente a título gratuito; entiende que se dan los requisitos de la acción de enriquecimiento injustificado y la concede.

En definitiva, los conflictos triangulares plantean retos complejos en los que hay que conjugar diferentes piezas, como la imposición de un enriquecimiento y la eventual responsabilidad en la medida de la utilidad obtenida, la relatividad de la eficacia de los contratos, la regla par conditio creditorum, la falta de protección del adquirente a título gratuito, etc., que merecen ser abordadas con un tratamiento específico que no puede quedar satisfecho con la subsidiariedad. Nos han bastado dos ejemplos para apreciar hasta qué punto esta afirmación resulta cierta: 1) La regla contractual –inter partes- sobre la no imposición de enriquecimiento (arts. 487 y 1573 CC), ¿podría verse vulnerada por la acción directa de un tercero relacionado contractualmente con uno de los contratantes? O si se prefiere, ¿son los arts. 1573 y 487 CC causa para adquirir las mejoras impuestas, también frente al contratista que las ha incorporado y no ha cobrado por insolvencia del usufructuario o arrendatario? 2) En la resolución del contrato por la que el vendedor recupera un bien mejorado, cuando quien contrató la mejora con el comprador no ha cobrado de éste, ¿qué normas deberían aplicarse? ¿las normas sobre restitución en las obligaciones condicionales (los arts. 1122 y 1123 CC se entienden aplicables por su cercanía sistemática con el 1124, sobre resolución, pero no parece necesario insistir en que la ubicación sistemática de ésta en sede de obligaciones condicionales es inadecuada) son causa para la adquisición de las mejoras incorporadas a la cosa, o debería el comprador poder exigir compensación por ellas, al menos si hay aprovechamiento por parte del vendedor (como concede, por ejemplo, el texto del Anteproyecto de modernización del Código civil en materia de obligaciones)? El indudable interés y la complejidad que encierran estas preguntas no puede resolverse invocando la subsidiariedad.

Consideraciones generales. Es significativo que algunas sentencias consideren que en su caso la solución sería la misma tanto si se elige la analogía con el precepto más cercano como si se recurre al principio general, evitando pronunciarse sobre el orden entre ellas con el argumento de que el resultado práctico sería el mismo. Si fuera cierto, y teniendo en cuenta que en la actualidad la jurisprudencia tiende a aplicar el principio general frente el recurso a la analogía legis, ¿qué podría aportar el recurso a ésta? Imaginemos el supuesto de una edificación realizada en suelo propio que finalmente se ha de entregar a otro, de manera que éste se hace con el edificio por accesión sin pagar por él. El supuesto no encaja la literalidad del art. 361 CC: ¿Qué hacer? ¿Es lo mismo acudir al precepto por analogía legis que al principio general de enriquecimiento injustificado?

Comencemos por el precepto. El art. 361 CC cuenta con una consecuencia jurídica bien definida en la norma, que pondera un conflicto de intereses complejo, en el que procuran equilibrarse los intereses contrapuestos de los afectados, el constructor de buena fe y el dueño del terreno en el que aquél hubiere construido: “El dueño del terreno en el que se edificare, sembrare o plantare de buena fe, tendrá derecho a hacer suya la obra, siembra o plantación, previa la indemnización establecida en los artículos 453 y 454, o a obligar al que fabricó o plantó a pagarle el precio del terreno, y al que sembró, la renta correspondiente”. Por el contrario, cuando la jurisprudencia aplica el principio general no suele determinar con detalle el alcance de la responsabilidad por “enriquecimiento injustificado”. Es fácil encontrar soluciones dispares: algunas sentencias aplican la doctrina del “doble límite”, aunque no es posible prever cuándo ocurrirá; otras aplican por analogía los arts. 361 y 453 CC; otras indican que procede compensar, pero no determinan la medida de la responsabilidad, o no explican el motivo por el que se elige una medida determinada, etc. En este contexto no parece arriesgado afirmar que el recurso a la analogía (que obliga a respetar la consecuencia jurídica prevista en la norma) reduce notablemente la dosis de incertidumbre. Es cierto que la recta aplicación del método analógico debe justificar la “identidad de razón” entre el supuesto contemplado en la norma y el supuesto real no subsumible en ésta. Pero parece razonable afirmar que el control de la “identidad de razón” entre el supuesto real y el supuesto legal hipotético es más transparente que el control en el uso de un principio general especialmente flexible y difuso en sus contornos. Por ello, tampoco puede sorprender que la jurisprudencia lo prefiera como remedio; la tentación de usar la acción de enriquecimiento injustificado como un instrumento de equidad es una constante que ha acompañado siempre a ésta.

En todo caso, parece claro que cuando el Tribunal Supremo aplica el principio general no se plantea la necesidad de armonizar su contenido (nada claro, por otra parte, sobre todo en relación con el alcance de la responsabilidad) con el de los preceptos que, en su caso, hubieran sido aplicados por analogía o, si se prefiere, con los preceptos en los que se ha debido inspirar el principio general (analogía iuris). Esto es, cuando se piensa en la construcción de un principio general, no suele partirse de la necesidad de distinguir un principio para los casos de “enriquecimiento impuesto” que se inspire en los preceptos que lo tratan, otro principio para los “enriquecimientos por intromisión” que haga lo propio con los preceptos que se encargan de intromisiones, etc.; más bien, continúa vigente el espejismo de que la materia tratada permite recurrir a un principio general único como solución adecuada. Con lo que se ha ido aportado al Derecho de enriquecimiento español desde la propuesta metodológica que hiciera Díez-Picazo, parece llegado el momento de aceptar que en materia de enriquecimiento injustificado no existe un principio general único y apto para resolver todos los conflictos atípicos. Éstos son lo suficientemente distintos como para que no resulte razonable pretender resolverlos mediante una fórmula única o común.

En la tarea de aplicar el principio general de enriquecimiento injustificado, la jurisprudencia española no ha desarrollado una doctrina o, al menos, unas pautas sobre el modo de determinar el alcance de la pretensión (más allá de la mención esporádica a la doctrina del “doble límite” que, como se ha visto, asoma de vez en cuando en alguna sentencia), en parte porque resulta verdaderamente difícil encontrar reglas que sirvan para todos los supuestos de enriquecimiento injustificado (sean por prestación, intromisión o mejora), en parte porque las sentencias que mencionan las diferentes condictiones no se han servido de éstas para distinguir diferentes consecuencias jurídicas a partir del grupo de preceptos que resuelven cierto conflicto típico conforme a una misma ratio (si es que de ellos puede inducirse tal principio mediante un procedimiento de analogía iuris). Esta perspectiva hubiera aclarado, por ejemplo, en qué casos resulta razonable reconocer la doctrina del “doble límite”. Pero, ¿es realmente necesario pensar desde los diferentes “tipos” de enriquecimiento injustificado? ¿no supone esto una complejidad desproporcionada?

 

Conclusión

 

Hemos podido comprobar que el recurso al principio general de enriquecimiento injustificado consigue soluciones equitativas con una dosis no pequeña de incertidumbre. El requisito de subsidiariedad contribuye sin duda a dar al principio un aura de indefinición notable. Por una parte, es necesario evitar que la acción de enriquecimiento se convierta en una herramienta para revertir la decisión tomada por un precepto específico, y la subsidiariedad se pone en ocasiones al servicio de esta tarea; sin embargo, también ha sido utilizada, por ejemplo, para denegar la acción (de enriquecimiento) a quien tuvo otra pretensión que ha prescrito (aunque fuese en concurso acumulativo con la de enriquecimiento), por entender que su conducta no es digna de protección por vulnerar un criterio de equidad no explicado y distinto al reflejado por los principios de buena fe, abuso de derecho, fraude de ley, etc.; finalmente, suele omitirse en supuestos triangulares en los que el demandante cuenta con una acción contractual, aunque sea contra un contratante insolvente. Esta es una síntesis esquemática y los esquemas adolecen siempre de cierta simplificación, pero parece claro que esta situación no es en absoluto deseable.

Por ello considero llegado el momento de prescindir del mencionado requisito de subsidiariedad, o si se quiere, de reducirlo a la idea sensata (en la que todos –doctrina y jurisprudencia- están de acuerdo) de que la existencia de un precepto específico excluye el recurso al principio general. En realidad, es la visión del principio de enriquecimiento injustificado como principio general único, y la propia aceptación de que existe un pretendido principio por el que los enriquecimientos deben restituirse –como punto de partida- salvo que haya motivos serios para retenerlos, las que deberían abandonarse para aceptar, con la mejor doctrina, que la fenomenología de “enriquecimientos injustificados” presenta tantas variables y conflictos que resulta inadecuado pretender que un principio único pueda solucionarlos. Los principales conflictos típicos demandan su propio principio o ratio, y a cada principio corresponde una acción restitutoria o condictio cuyo contenido estaría inducido de los preceptos concretos que el Código Civil dedica a ese conflicto. Además, como el planteamiento tipológico no evita ni resuelve por sí las relaciones triangulares en las que se plantea la oportunidad de conceder una acción por enriquecimiento “indirecto”, parece razonable que esas relaciones –al menos, las que hayan generado verdaderos conflictos socialmente típicos- se consideren aparte y se les dé un tratamiento ad hoc adecuado.

Desde esta perspectiva, ¿en qué debería transformarse el principio de interdicción de enriquecimientos injustificados y su acción general? La primacía de la ley obliga a solucionar los problemas de “enriquecimiento injustificado” con los preceptos específicos que prevén y regulan la pretensión restitutoria aplicable al caso: arts. 360 y ss., 451 y ss., 1303 y ss., 1895 y ss., 1158, etc., todos ellos del Código civil. Bien podría ocurrir que nos encontremos con un concurso de normas –de distintos preceptos o bloques de preceptos, o de un precepto y un principio general-, o con un concurso de pretensiones –acumulativo o alternativo-, o con que un precepto excluye la acción para cualquier otro supuesto que no sea el previsto en la norma. Cuando los preceptos no sean aplicables directamente (tampoco en su labor “negativa” de exclusión) y nos encontremos por tanto ante una verdadera laguna, la primera solución para integrarla será acudir a la analogía legis con preceptos concretos, procediendo de lo particular a lo particular entre casos que presenten una misma ratio legis. Solo después de descartar razonablemente esta posibilidad, procedería acudir a la analogía iuris, con la que se induce un principio a partir de la ratio común apreciable en ciertos preceptos encargados de la resolución de un supuesto típico; esto es, no se trataría de buscar un principio general único para todos los supuestos de enriquecimiento injustificado no contemplados por normas, sino un principio para el grupo de casos que merezcan el mismo trato por compartir el mismo conflicto. Así, podríamos llegar a un principio de enriquecimiento injustificado por intromisión que se informe de los arts. 451 y 455 (intromisión en el goce de cosa ajena), 360, 375, 379.II y 383.I CC (intromisión por incorporación, consumo o disposición de cosa ajena); un principio de enriquecimiento injustificado por impensas en patrimonio ajeno construido a partir del tratamiento de las mejoras (principalmente en torno al derecho de accesión y de la liquidación del estado posesorio); un principio por enriquecimiento impuesto conforme a lo extraído de los arts. 361 (con su remisión a los arts. 453 y 454), 375, 383.II, etc. Se evita de este modo el recurso a un principio que en su excesiva generalidad solo puede encubrir soluciones de equidad al margen de los límites fijados para ésta (art. 3.2 CC), y se promueve el recurso a principios elaborados –mediante analogía iuris– para cada tipo de conflicto que tenga una fisonomía propia.

La conclusión es, por tanto, que la analogía –entendida en dos fases, como se acaba de explicar- es preferible al recurso a una acción general única, pues permite una aproximación más segura a la estructura de la norma –supuesto de hecho y consecuencia jurídica- que la que proporciona ésta. La acción general abarca demasiados supuestos y carece de una doctrina suficientemente matizada y predecible sobre los supuestos amparados (especialmente en las relaciones triangulares) y sobre el alcance de la restitución. Debería reconocerse que los problemas de enriquecimiento injustificado no pueden ser abarcados desde una perspectiva unitaria, de manera que habría que prescindir del espejismo de una acción general para dar solución a todos los casos no subsumibles en preceptos. En el proceso de construcción por inducción propio de la analogía iuris debería llegarse a varios principios, por “tipos”, lo que permitiría una mejor determinación del supuesto de hecho (prestación-intromisión-mejora) y de la respuesta jurídica (alcance de la responsabilidad, con un tratamiento diferenciado para cada tipo).

La subsidiariedad ha servido bien como expediente para resolver las relaciones entre una acción “general” de origen jurisprudencial y las acciones “específicas” previstas en preceptos; pero ni se ha limitado a ello (se le hacen jugar otros papeles que debería rechazar), ni lo ha llevado a cabo siempre que debería haberlo hecho (por ejemplo, en algunas relaciones triangulares). Por este motivo, y porque de alguna manera entorpece una mejor visión de esa realidad compleja que se oculta en torno a ella, resulta preferible prescindir de ella. Para lograr aquella meta que parece a todos razonable, bastaría con decir que el precepto que actualiza la decisión tomada por el legislador no puede vaciarse invocando un principio general con el que el juez arropa su propia decisión. Sería subversivo. Además, prescindir del requisito de subsidiariedad ayuda a analizar con mayor claridad las relaciones entre las acciones de daño y enriquecimiento, reivindicatoria y de enriquecimiento.

 

Bibliografía esencial

 

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* Esta es una síntesis del artículo del mismo nombre publicado en la Revista de Derecho civil, vol. VI, núm. 2 (abril-junio, 2019), pp. 99-167, realizado en el marco del Proyecto de Investigación “Las fronteras del Derecho de Enriquecimiento injustificado en el Derecho Privado” (DER2017-85594-C2-2-P MINECO), del que es IP el autor. Dicho proyecto está coordinado con otro del mismo nombre a cargo del Profesor Pedro del Olmo en la Universidad Carlos III de Madrid.

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