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Por Jesús Alfaro Águila-Real

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“Preferiría no hacerlo”

Hermann Melville

Introducción: los contratos repugnantes

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En 2013 publiqué una entrada titulada “Lanzamiento de enanos” en la que resumía un trabajo de Alvin Roth titulado “ Repugnance as a Constraint on Markets” y cuya cita terminaba con esta frase

el lanzamiento de enanos es tan repugnante que impone una externalidad negativa al reducir el valor de la dignidad humana, un bien público

Y no hace mucho tratábamos de justificar una norma que prohibiese el burkini sobre la base de la externalidad moral que su uso podría generar. Además, nos hemos ocupado en otras ocasiones de los límites que el Derecho debería poner al mercado, esto es, a lo que puede o no puede intercambiarse por un precio. Pero en ninguna de las ocasiones anteriores habíamos examinado en detalle la idea de la externalidad moral, esto es, la consideración de que la existencia de contratos respecto de, por ejemplo, órganos humanos, o de renuncia a derechos a cambio de un precio pueda y deba ser prohibido porque reducen el bienestar social y lo hacen al imponer un coste a los que no participan en la transacción, de modo que, si tal coste o externalidad moral se incluyera en el cálculo, una posición utilitarista debería legitimar que se limitase la autonomía privada y se prohibiesen tales pactos (art. 6.2 CC). En lo que sigue, nos referiremos especialmente a la renuncia de derecho por contrato.

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Porat sobre Calabresi

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Porat dedica un trabajo a glosar las aportaciones a esta cuestión de Guido Calabresi. Nos dice que, según Calabresi, en el cálculo coste-beneficio de las reglas jurídicas o sociales hay que incluir el coste moral que una determinada regla impone a los terceros que “observan” la regla pero que no están afectados directamente por ella, es decir, el malestar que sufren porque esa regla esté en vigor en la Sociedad de la que esos terceros son miembros. Lo notable de la aportación de Calabresi y de la glosa de Porat es que no se refiere a casos como el del lanzamiento de enanos o la usura o la venta de órganos humanos que son los casos típicos que se analizan bajo la idea de la externalidad moral como límite a la autonomía privada. Calabresi hizo grandes aportaciones reconocidas en este ámbito – aunque las de Trimarchi no fueron inferiores –  y tiende a ver cualquier problema desde esta perspectiva, de modo que utiliza el caso del Derecho de la responsabilidad extracontractual para ilustra el problema de la externalidad moral.

Nadie admitiría – nos dice – que alguien pueda celebrar un contrato vinculante en virtud del cual se deje lesionar por otro a cambio de un precio. Pero nadie pone objeciones morales a que las normas legales establezcan el “precio” de un brazo o una pierna (los famosos “baremos”). El derecho de la responsabilidad extracontractual, al establecer cuantías indemnizatorias está permitiendo un cierto nivel de transacciones que, si se hicieran directamente, es decir, a través de un contrato, se considerarían prohibidas. Y prohibidas, precisamente, porque generan repugnancia – una externalidad moral – en los demás miembros de la Sociedad.

Porat dice que esta concepción del Derecho de la responsabilidad extracontractual como un sucedáneo de los mercados en los que se intercambiaría la seguridad física y la integridad corporal de los individuos tiene algunos límites. El primero es el de que tal concepción sólo vale para los casos en los que se aplica, literalmente, el art. 1902 CC, es decir, la indemnización de los daños causados por culpa o negligencia. Cuando el Derecho obliga a indemnizar los daños objetivamente (con independencia del cuidado o el nivel de actividad desplegados por el dañante) no puede decirse que estemos utilizando un sucedáneo del mercado permitiendo a los particulares ponderar la vida o la integridad física de alguien, esto es, ponerle un precio. En parte porque, si uno mata o hiere a otro dolosamente, no estamos ante un “accidente” cuyos daños hayan de ser indemnizados, sino ante una conducta necesariamente ilícita castigada con penas de cárcel y sin que los baremos indemnizatorios limiten en absoluto lo que haya de pagarse a la víctima.

Porat añade que tampoco se tiene en cuenta la riqueza de la víctima para determinar si el dañante actuó negligentemente aunque, conforme a las reglas de cálculo de la indemnización, el daño – lucro cesante – dependa de los ingresos que la víctima pierde como consecuencia del accidente, ingresos que son lógicamente mayores si atropello a Messi que si atropello a un pobre inmigrante irregular sin trabajo. Si la cuantía de los daños es relevante para determinar la existencia de negligencia (porque cuanto mayores sean los daños potenciales, mayor sentido tiene invertir en medidas de precaución para evitarlos), podría considerarse que un dañante actuó diligentemente en el segundo caso pero no en el caso de que la víctima del atropello fuera Messi. Lo paradójico, dice Porat, es que aunque los jueces no tengan en cuenta la riqueza de la víctima para determinar si el dañante actuó o no negligentemente, si los dañantes pueden hacer un cálculo, desplegarán más cuidado con los ricos que con los pobres (por ejemplo, conduciendo más despacio en un barrio rico que en un barrio pobre), “lo que resulta problemático no sólo desde el punto de vista de la justicia distributiva, sino también desde el punto de vista de la eficiencia”. Calabresi diría – nos dice Porat – que la externalidad moral impide al sistema jurídico imponer estándares de diligencia distintos para ricos y pobres aunque sea eso lo eficiente. O, incluso, ni estándares de diligencia ni cuantía de la indemnización. Una pierna de Messi vale lo mismo que la pierna del inmigrante irregular en paro. Al actuar así, el Estado elimina la indignación moral por parte de los terceros. Y remite a Messi a un buen seguro que le proteja de la pérdida de ingresos.

Los bienes “meritorios” en la terminología de Calabresi son aquellos que la mayoría de la sociedad no quiere que se intercambien por un precio en el mercado (asignación según la disposición a pagar de los consumidores por el bien) o la mayoría no quiere que se asignen en función del nivel de riqueza (o disposición a pagar).

Porat dice que el argumento de Calabresi – el de la externalidad moral – prueba demasiado poco. No prohibimos la esclavitud porque sintamos repugnancia ante la posibilidad de que alguien se venda como esclavo. Si tal fuera la razón, deberíamos permitirla si la mayoría de la población estuviera de acuerdo. Y, si uno atiende a las encuestas sobre valores que realiza periódicamente el Pew Institute, se nos pondrían los pelos de punta respecto de lo  que la mayoría de un grupo social puede considerar aceptable o incluso obligatorio.

Porat analiza el famoso intercambio de un soldado israelí hecho prisionero por centenares de presos palestinos en las cárceles de Israel. Los israelíes aceptaron el intercambio aunque éste suponía salvar una vida real a cambio de aumentar el riesgo para toda la población israelí de un aumento en el número de atentados (los que previsiblemente cometerían los presos liberados). Y, efectivamente, alguno de los liberados participó en atentados con posterioridad, lo que permitía poner “cara y ojos” a víctimas concretas de la decisión de intercambiar al soldado por los presos, lo que hace – dice Porat – que el intercambio no pudiera valorarse en los mismos términos que el pago de un rescate por el soldado que hubiera consistido en una cantidad de dinero por elevada que ésta fuera. El dinero – aún empleado en comprar armas – no mata por sí mismo. Los presos liberados, sí. Su conclusión es, sin embargo, que, adoptando una perspectiva ex ante, un observador imparcial habría aceptado el intercambio evaluando el coste de la liberación del soldado como un simple aumento del riesgo de la comisión futura de atentados y, por tanto, “exponiéndose ellos mismos (el resto de los israelíes) a una posibilidad entre un millón de morir asesinado en esos atentados”

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Moralidad de los actos o conductas y moralidad de las normas o reglas: el argumento de los grandes números

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Un mejor análisis de las externalidades morales en relación con el grupo de casos de la renuncia contractual a derechos (art. 6.2 CC) nos lo proporciona Basu en su libro Beyond the Invisible Hand sobre la base de distinguir entre actos y normas (pp 148 ss). Volveremos en otra ocasión al libro de Basu porque su análisis del Derecho y las normas jurídicas como “focal point” tiene gran interés.

Parte Basu de lo que llama el “argumento de los grandes números” que está inspirado en Parfit. Este argumento prueba que el hecho que un contrato voluntariamente celebrado entre dos personas no tenga efectos externos sobre terceros no justifica necesariamente que el Estado deba permitir su celebración. Hay situaciones – dice Basu – en las que cada acción de un tipo o clase (la celebración de un contrato individual) puede justificarse moralmente pero el tipo o clase en su conjunto puede ser inaceptable moralmente. O sea, pegar un cachete a un niño histérico puede tener una valoración moral determinada pero reconocer el derecho de los padres a pegar a sus hijos puede tener una bien distinta. Es decir, la valoración moral de un acto no tiene por qué ser la misma que la valoración moral de una norma o regla que, como tal, se aplica a una clase de actos o conductas. Basu proporciona la prueba de que este argumento no es ilógico o contradictorio. Pero aquí nos detendremos sólo en su aplicación a contratos concretos, es decir, al problema del que nos hemos ocupado muchas veces de si deben imponerse límites a la autonomía privada y a la libertad contractual basados en la idea de la externalidad moral que tales contratos generan.

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El caso de la cláusula contractual por la que el trabajador renuncia a afiliarse a un sindicato

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Basu analiza el caso de la prohibición legal recogida en el Derecho norteamericano según la cual un contrato de trabajo no puede incluir una cláusula por la que el trabajador renuncie a afiliarse a un sindicato (yellow dog contract). Es un caso semejante al de la prohibición del lanzamiento de enanos. En Derecho continental, esta prohibición se justifica señalando que no cabe la renuncia válida al ejercicio de un derecho fundamental, de manera que la renuncia a sindicalizarse es contraria al orden público. Pero, desde el punto de vista de la libertad contractual, hay que explicar algo más para argumentar por qué si un trabajador valora en 5 la posibilidad de afiliarse a un sindicato y el empleador – que valora en 10 no tener trabajadores afiliados a sindicatos en su plantilla – le ofrece 7 a cambio de que no lo haga, ese contrato no mejora la posición de ambas partes y, por tanto, contribuye al bienestar social. La única justificación para prohibir estas cláusulas – en estos términos – es que perjudiquen a terceros, es decir, a quienes no son parte del contrato. El código civil, sabiamente, limita la válida renuncia a un derecho a que “no contraríen el interés o el orden público ni perjudiquen a terceros” (art. 6.2). Son asombrosos los efectos de la falta de teoría jurídica en los EE.UU.

¿Cómo puede perjudicar a terceros un contrato que incluya una cláusula por la que el trabajador renuncia a afiliarse a un sindicato a cambio de una mayor remuneración por su trabajo? Basu lo explica diciendo que si estas cláusulas se incluyen en muchos contratos, aquellos trabajadores con una preferencia elevada por afiliarse a un sindicato recibirán condiciones mucho peores (no recibirán los 7) de manera que a los que tienen una preferencia intensa por la posibilidad de afiliarse a un sindicato, los contratos con dicha cláusula les perjudican.

La cuestión difícil es si este perjuicio para los terceros es un perjuicio que haya de incluirse en la “contabilidad” de los efectos del contrato o si debe despreciarse.

Es fácil argumentar lo primero en la medida en que se reconozca por la ley como derecho fundamental el de la libertad sindical. La extensión de ese tipo de contratos y la competencia en el mercado laboral conduciría, teóricamente, a que, a largo plazo, el salario de los trabajadores – incluido el de los que aceptan no afiliarse – bajara hasta su precio competitivo. La cláusula de no afiliación se convertiría en una cláusula de estilo carente de remuneración específica y los trabajadores, como clase, se habrían visto privados prácticamente del derecho a sindicarse. De forma que sí. La cláusula tiene efectos externos, sistémicos si se quiere, y reduce el bienestar social si suponemos que el derecho a afiliarse a un sindicato aumenta el bienestar de la Sociedad.

Este análisis puede aplicarse a otras cláusulas contractuales cuyo alcance u obligatoriedad queremos limitar, no necesariamente suprimir. Piénsese en las cláusulas de no competencia postcontractual que se incluyen en contratos de trabajo o de compraventa de empresas. Casi nadie discute su validez pero todos los Derechos imponen límites a su duración (dos años como máximo en el caso de los trabajadores y de los distribuidores)

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La prohibición de la tortura

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Basu utiliza otro ejemplo mucho más impactante. El de la tortura. Los filósofos – y los políticos – han imaginado supuestos en los que querríamos permitir el uso de la tortura. Imaginemos que se ha colocado una bomba por un terrorista que, de estallar, mataría a miles de personas y el terrorista – que tiene una motivación suicida – se niega a decir dónde está la bomba, pero podemos sacarle la información torturándolo (el caso del secuestrador de un niño que se niega a revelar en qué zulo lo ha enterrado y es cuestión de vida o muerte averiguar dónde está el zulo es otro ejemplo extremo). En tal caso, estaríamos ponderando el valor de la vida e integridad física del terrorista con el de la vida de esos miles de personas. Basu dice, a continuación que

Supongamos que vivimos en un mundo extraño donde la bomba ha sido colocada por un terrorista, pero la única manera de conseguir que el terrorista revele esta información es torturar a una persona inocente que no tiene conexión con la bomba o el terrorista. A través de alguna conexión mágica, infligir un dolor insoportable en esta persona inocente hace que el terrorista hable … muchas más personas se sentirán incómodas con la recomendación anterior en este caso”

O, hagamos el caso más real. Al que hay que torturar es al hijo pequeño del terrorista, a un niño de 3 años. ¿Alguien legitimaría emplear la tortura del niño en tal caso?

Pues bien, el acierto de Basu, a nuestro juicio, está en su afirmación de que no pueden equipararse los juicios morales sobre conductas y los juicios morales sobre las reglas jurídicas aplicables a esas conductas. O, en sus palabras, imaginar supuestos de hecho en los que la tortura puede estar justificada “no es equivalente a legalizar la tortura”. Ningún policía que hubiera torturado al terrorista sería condenado por torturas por un tribunal que, sin embargo, estaría obligado a aplicar la ley que prohíbe la tortura. El Derecho – que es muy antiguo – tiene herramientas para tratar tales casos y “derogar” la regla prohibitiva en un caso concreto o limitar su aplicación. Por ejemplo, porque se considere que el torturador actuó en estado de necesidad o porque aceptemos como eximente la inexigibilidad de una conducta conforme con la norma.

Lo propio respecto a la asunción individual de un riesgo: que un trabajador pueda asumir un riesgo – poner en peligro su vida – y que la recompensa prometida por tal conducta sea exigible legalmente y que la transacción correspondiente sea válida no significa lo mismo que legalizar las conductas que ponen en peligro la vida del trabajador.

En conclusión,

El argumento de los grandes números apunta a que el hecho de que muchos trabajadores acepten tales contratos pueden tener un impacto negativo en el bienestar de otros trabajadores -por ejemplo, aquellos que tienen una aversión especialmente fuerte al trabajo peligroso- y eso proporciona una justificación para prohibir tales cláusulas o contratos. Este no es un caso estándar de externalidad ya que la firma de cada uno de estos contratos no tiene efecto sobre otros trabajadores. Es solamente la firma de una clase de tales contratos la que tiene tal efecto.

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¿Qué criterio puede utilizarse para distinguir los casos en los que debe atenderse a la externalidad moral basada en el argumento de los grandes números y prohibir la renuncia al derecho por contrato?

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Como hemos adelantado, el carácter de derecho fundamental de la libertad de asociarse a un sindicato es un argumento potente para distinguir los casos en los que debe “contabilizarse” en la valoración de si aumenta el bienestar total limitar la autonomía privada. Es más deseable vivir en una Sociedad en la que los trabajadores pueden afiliarse a un sindicato libremente que en una Sociedad en la que los contratos de trabajo hacen inexistente prácticamente tal posibilidad, de forma que si la extensión de las cláusulas correspondientes tienen ese efecto, haremos bien en negar la validez porque aquellos que tienen una preferencia de menor intensidad (están dispuestos a renunciar a afiliarse a un sindicato a cambio de un precio) estarían afectando a los que tienen una preferencia intensa por conservar ese derecho.

En el extremo se encuentran los casos de los contratos de esclavitud o aquellos en los que, como el ejemplo del lanzamiento de enanos, la dignidad humana se ve implicada ya que ésta es la base del reconocimiento de los derechos fundamentales. Recuérdese el famoso caso alemán del Tribunal Constitucional en el que se discutía la constitucionalidad de una norma legal que autorizaba a la fuerza aérea a disparar contra aviones de pasajeros que hubieran sido secuestrados por terroristas para lanzarlos contra edificios públicos o centros urbanos. Los “acuerdos” correspondientes no son tolerables porque causan una externalidad moral que reduce el bienestar social. Es decir, el argumento de los grandes números permite reconciliar una aproximación consecuencialista y una aproximación deontológica a la cuestión o por qué la afirmación de la Constitución alemana que afirmar “la dignidad humana es inviolable” puede justificarse, también, desde una moral utilitarista una vez que atribuimos valores distintos a las distintas preferencias individuales.

Basu también tiene algo que decir al respecto. Para lo cual parte de la idea de la transitividad de las preferencias. Como es sabido, los economistas presumen que las personas tienen preferencias transitivas, esto es, que si Antonio prefiere X a Y e Y a Z, entonces, prefiere X a Z. Pero los economistas, normalmente, no realizan una comparación valorativa de las preferencias. Por ejemplo, – el ejemplo es de Basu –

  • Antonio prefiere las manzanas a las naranjas (Rosa prefiere las naranjas a las manzanas)
  • Cristina prefiere trabajar cuatro días a la semana en lugar de seis (Luisa prefiere distribuir sus cuarenta horas a la semana a lo largo de toda la semana descansando el domingo)
  • Esther prefiere no trabajar a hacerlo en una empresa donde los trabajadores aceptan ser objeto de acoso sexual

Un economista considera igualmente valiosas todas las preferencias y determina su valor por la disposición a pagar del sujeto que tiene la preferencia. Pues bien, dice Basu que debería ser obvio que nadie debería objetar que Antonio “pague” un precio por su preferencia y que, si las manzanas son más costosas de producir que las naranjas, pague un mayor precio que Rosa; o que Cristina pague en forma de un menor salario su preferencia por tener un largo fin de semana para el ocio, salario inferior al que el que recibe Luisa que trabaja de lunes a sábado. No tenemos ningún inconveniente en que Cristina sea más pobre que Luisa por su preferencia por no trabajar los viernes y los sábados. Es más, la libertad contractual maximiza el bienestar de la Sociedad al maximizar el bienestar de cada contratante. Por adición de bienestares, diríamos.

Pero cuando llegamos al caso de Esther, la intuición moral es que Esther no debería pagar un precio por su “preferencia”

Podemos considerar ciertas preferencias tan obvias que nadie debería tener que pagar un precio por tener esa preferencia

Los juristas sabemos que las preferencias son más o menos valiosas (más merecedoras de protección) porque su realización práctica favorezca más o menos las posibilidades de los individuos de llevar una vida digna y de desarrollar libremente su personalidad (art. 10 CE). Cuanto más próxima esté la preferencia a la posibilidad misma de vivir y de hacerlo dignamente (preferencia por no ser lesionado o sufrir daño físico o torturas o a que no nos impidan cualquier libertad de movimientos o preferencia por poder expresarnos más o menos libremente…) mayor será el “valor” que cabe atribuir a la preferencia y más nos aproximaremos a considerarla una preferencia “inviolable”.

Recuérdese lo que hemos dicho sobre el carácter inviolable de la dignidad humana y se entenderá perfectamente que cuanto más valiosa para una vida digna sea una preferencia, más razones habrá para considerar que un pacto contractual por el que se ponga un precio a la misma genera una externalidad sobre la población en su conjunto que reduce el bienestar general en la medida en que el nivel de «dignidad» de la población en general se verá reducido según se ha mostrado con el caso de la libertad de afiliación sindical. Basu lo explica como sigue

(si se admite la validez del pacto de renuncia a afiliarse a un sindicato) Esto dará lugar a dos tipos de empresas (para el mismo tipo de trabajo): algunas pagarán un salario más bajo pero no exigirán tal renuncia, y otras pagarán un mejor salario, pero requieren que las personas renuncien a su derecho a afiliarse a los sindicatos. Los trabajadores con preferencia por unirse a sindicatos trabajarán para las primeras. En otras palabras, por razón de su preferencia, tendrán que aceptar unos ingresos menores que sus comparables.

Pero si decimos que la preferencia por afiliarse a un sindicato es inviolable, esto no debería ocurrir. Si permitimos los pactos sobre tal derecho se está infligiendo un coste a algunas personas que tienen una fuerte preferencia por mantener estos derechos y si esta preferencia es inviolable, entonces el gobierno está obligado a proteger a las personas y a impedir que tengan que pagar un precio por tener esa preferencia

Como se deduce de la simple lectura del argumento de Basu, si la Sociedad considera que esas preferencias son “valiosas” y, en el caso de los derechos fundamentales, su mera consideración como tales así lo indica, la única forma de garantizar su vigencia social, esto es, que el mercado no termina con ellas poniéndoles un precio y suprimiendo su presencia práctica («todo por la pasta»), pasa por declarar las renuncias correspondientes como contrarias al orden público. Y, como no podía ser de otra manera, perjudiciales para terceros pero no terceros concreta e individualmente determinados sino para la Sociedad.


Foto: JJBose