Por José María Miquel

Con alguna actualización, el texto de esta lección está extractado del artículo publicado en la RJUAM, nº 27, 2013-I, pp. 223-252

Introducción

Los problemas que originan las condiciones generales de los contratos han merecido la atención de los legisladores especialmente en el último cuarto del siglo pasado. En España, aunque ya antes de la Directiva europea de 1993, la ley general de defensa de los consumidores y usuarios de 1984 trató de las condiciones generales en los contratos entre empresarios y consumidores, puede decirse que existe todavía una incomprensión bastante extendida en la práctica sobre los problemas que origina el procedimiento que establece la regla contractual mediante condiciones generales.

La protección de los consumidores y usuarios frente a los contratos con condiciones generales no ha calado del todo en la cultura jurídica española a todos los niveles, legislativo, judicial, institucional y doctrinal. Es verdad que existe un sentimiento generalizado sobre la necesidad de protección de los consumidores ante las condiciones generales, pero es necesaria una mejor formación de los juristas en esta materia, pues ideas básicas son frecuentemente ignoradas. Ojalá que las malas experiencias de estos últimos tiempos estimulen la mejora de esa formación.

La palabra “abusiva” no es afortunada, porque centra su fuerza de significación en el contenido de la cláusula contractual, y oculta que la nulidad de las llamadas cláusulas abusivas no depende solamente de su contenido, sino además y de modo esencial del procedimiento por el que se establece la regla contractual y de la cualidad de empresario y consumidor de los contratantes. Esta precisión es fundamental, porque unos mismos contenidos contractuales en condiciones generales o cláusulas predispuestas son válidos entre empresarios y nulos en contratos entre empresarios y consumidores. También una misma cláusula puede ser válida si ha sido negociada individualmente entre empresario y consumidor y nula si se contiene en condiciones generales o ha sido predispuesta por el empresario.

La palabra abusiva no da cuenta de la importancia de estos factores y da lugar a que se interprete más laxamente e indebidamente el control que la ley efectúa. No se trata de un control excepcional y solo por razón del contenido inicuo de la cláusula, sino de un control que toma en cuenta un procedimiento contractual típicamente desequilibrador de derechos y obligaciones de las partes respecto del que existiría si la cláusula no existiera.

En efecto, cuando la ley considera nulas las llamadas cláusulas abusivas no lo hace sólo por su contenido, sino por el procedimiento contractual y la condición de los contratantes. Se trata de un control específico de validez que efectúa la ley por razón del procedimiento empleado al establecer los derechos y obligaciones de las partes y por razón de las personas de los contratantes. Este control es más riguroso que el general. El control general de validez de los contenidos contractuales se efectúa por medio de las leyes imperativas, la moral y el orden público (art. 1255). En el control de las llamadas cláusulas abusivas tienen importancia decisiva el derecho dispositivo y la buena fe.

Ese específico control de validez se debe a que las condiciones generales o cláusulas predispuestas por el empresario son “impuestas” al consumidor, como la misma ley dice. La “imposición” es presupuesto de un régimen jurídico específico, que establece un control de validez diferente del general para los contenidos impuestos en condiciones generales. Si algo se “impone”, por una parte contratante a la otra, parece claro que su obligatoriedad no se puede justificar por ser un acto de autonomía privada, o, al menos un acto de autonomía privada igual a aquellos en que no exista imposición. Supuesto que los empresarios no tienen una potestad creadora de normas, y supuesto que las condiciones generales se “imponen” como la ley dice y la doctrina repite, ese contenido contractual debe merecer un tratamiento diverso del general aplicable a los otros contenidos contractuales.

¿Por qué obligan entonces las condiciones generales?

Esta pregunta lejos de estar fuera de lugar, como alguno cree, es esencial. La libertad contractual es uno de los valores fundamentales de una economía de mercado liberal, pero puede concebirse de manera muy diferente según se entienda en sentido formal o en sentido material.

Quienes conciben la libertad contractual desligada de los valores materiales encarnados en el libre desarrollo de la personalidad no otorgan demasiada importancia al procedimiento contractual a través del que se ejerce. Se utiliza entonces el concepto de autonomía de la voluntad como un concepto casi vacío que se aplica tout court a figuras tan dispares como el testamento, la letra de cambio, los contratos que son objeto de detenidas negociaciones, y las condiciones generales de los contratos entre empresarios y consumidores. Todos estos actos y contratos producen efectos jurídicos, se dice, por haber sido queridos. El control de las llamadas cláusulas abusivas aparece entonces como algo excepcional determinado por el contenido de la concreta estipulación. Algunos planteamientos de este signo parten de una concepción de la autonomía privada meramente formal, propia más bien del siglo XIX, para someterla después de manera excepcional a un intervencionismo característico de ciertas épocas del siglo XX.

Las condiciones generales ponen de manifiesto, si se analizan a fondo como fenómeno social, gravísimas objeciones a la teoría liberal de los contratos, porque su admisión trae consigo imposiciones del contenido contractual que son inconciliables con la verdadera libertad contractual. Se trata de una grave contradicción que ha de ser destruida mediante un específico control de contenido y la explicación de las condiciones generales como contenidos contractuales diversos.

Para la coherencia de la doctrina liberal de los contratos, los contratos con condiciones generales han de ser segregados de los contratos en general y tratados en alguna medida de manera diferenciada. Solamente desde posiciones ultra-liberales, puede desconocerse la necesidad de un control de contenido de las condiciones generales diferenciado del aplicable al resto de los contenidos contractuales.

Desde una perspectiva intervencionista, un control de contenido muchas veces se considera normal y no se plantea, al menos de modo tan imperioso, la necesidad de fundamentarlo y diferenciarlo de los generales. Mas la aplicación del control específico al que se someten las condiciones generales y cláusulas predispuestas exige establecer esa diferencia para su debida concreción. No es indiferente partir de unas u otras ideas a la hora de determinar el control de contenido de las condiciones generales y cláusulas predispuestas.

Un ejemplo muy relevante puede encontrarse en la ya superada reticencia jurisprudencial a estimar la nulidad de las condiciones generales de sumisión expresa. A pesar de contar en la LGDCU con la cláusula general de la buena fe desde 1984, los Tribunales no declararon la nulidad de dicha sumisión hasta que apareció la Directiva. Las diversas sentencias que declararon su validez se enfrentaron con la cuestión desde gélidos planteamientos contractualistas desde los cuales era difícil declarar su nulidad. Esta jurisprudencia es un ejemplo de que el descuido de las cuestiones básicas acarrea malos resultados. El control de contenido depende en gran medida de ellas y más aún cuando se trata de concretar la cláusula general de la buena fe y equilibrio de derechos y obligaciones, que no es un elemento decorativo y meramente retórico, sino herramienta fundamental para obtener una finalidad de política legislativa definida constitucionalmente (art. 51 CE).

La libertad para vincularse y la igualdad ante las reglas jurídicas se ven seriamente afectadas por un procedimiento contractual que establece el contenido del contrato mediante condiciones generales o cláusulas predispuestas, más aún cuando se trata de contratos con consumidores.

Proteger la confianza de los consumidores

Por otra parte, la sociedad moderna de consumo exige imperiosamente la protección de la confi anza del consumidor. Éste no puede determinar el contenido contractual y cómo no tiene posibilidades de elegir, porque la selección de condiciones generales entre las de los diversos competidores es prácticamente imposible por ineficiente, solamente le quedaría como alternativa abstenerse de contratar.

La renuncia a contratar no puede ser una alternativa aceptable, porque desde un punto de vista de protección de la libertad individual el Ordenamiento jurídico debe garantizar el desenvolvimiento de una actividad contractual en condiciones adecuadas, y porque la sociedad de consumo no puede admitir que la renuncia a contratar sea una opción generalizada.

De la misma manera que se ha dicho que la transformación del Derecho de la competencia desleal procede de la idea de la protección de los consumidores, puede decirse que el control de las condiciones generales en beneficio de los consumidores es un problema relacionado con la ausencia de competencia entre los empresarios en lo que se refiere al contenido contractual establecido mediante ellas. También se ha dicho, con razón, que hoy la libertad y la justicia contractuales sólo pueden ser concebidas bajo referencia constante a los efectos de la competencia.

Esto tiene importancia, como se puede comprender fácilmente, porque el control de las condiciones generales y cláusulas predispuestas depende, para unos, de los límites de la autonomía privada, y, para otros, además y sobre todo, de la naturaleza del procedimiento por el que se establece la regla contractual.

En nuestro Derecho, además depende de la condición de profesional y consumidor de las partes. Algunas sentencias, al controlar las condiciones generales, todavía fundan sus decisiones en la voluntad del adherente sin tener en cuenta la peculiaridad de un procedimiento contractual en el que disminuye la relevancia de esa voluntad en lo relativo al contenido predispuesto. Así por ejemplo, la importante sentencia del Tribunal Supremo de 16 de diciembre de 2009, en su fundamento séptimo apela a la libertad contractual del consumidor para considerar válida una condición general que, al alterar las reglas de la compensación de los arts. 1196 y ss. le privaba de los derechos que le confieren normas dispositivas y es, por tanto, nula conforme al art. 86 del TR-LGDCU.

La libertad contractual en serio

A lo largo del siglo XX se han producido profundos cambios y en él se han manifestado ideologías muy diversas que se reflejan en las doctrinas sobre el contrato, pero si algo parece claro hoy es que ya no se puede hablar ni de crisis o muerte del contrato (GILMORE, The Death of Contract, 1974) ni del predominio de una ideología intervencionista, sino más bien del retorno de las doctrinas liberales, aunque en un contexto muy diferente y por tanto con significado y alcance distintos a los que tuvieran inicialmente. El libro de ATIYAH, Rise and Fall of Freedom of Contract, 1980, según reconoce el mismo autor, se cierra cuando comienza un resurgimiento de las doctrinas liberales de la mano de la que llama nueva derecha a partir de la llegada al poder de M. Thacher en 1979 (v. ATIYAH, “Freedom of Contract and the New Right”, en Essays on Contract, Oxford 1990, p. 355 y ss.).

Cuando se parte de una concepción del negocio jurídico que disminuye la importancia de la voluntad, el centro de gravedad del control se desplaza hacia el contenido y se desdibuja la importancia del procedimiento contractual. Si lo que importa es el contenido de la cláusula, entonces no aparece claro por qué se someten al control sólo las cláusulas predispuestas y no también las cláusulas negociadas individualmente.

Las concepciones que dan por supuesta la obligatoriedad de las condiciones generales, como algo absolutamente natural, sin separar esta cuestión de la obligatoriedad del contrato, olvidan que la justicia contractual es en gran medida una cuestión de procedimiento. Desde un punto de vista sustancial de la libertad contractual, se refiere al carácter fundamentalmente “procedimental” (“prozedural”) de la justicia conmutativa en el actual Derecho contractual: en un Ordenamiento jurídico en el que el principio de la libertad contractual sea uno de sus valores centrales, el criterio más importante para garantizar la justicia conmutativa consiste en la voluntariedad del vínculo contraído por las partes. Esto es coherente con la máxima “volenti non fit iniuria”, que expresa una idea fundamental de la justicia, en cuanto respeta la autonomía de la persona y su dignidad. Según esto no se atiende a una cierta corrección substancial o del contenido. Consecuentemente no se plantea, en contra de una tradición centenaria, el famoso y muy tratado problema del justo precio. Subyace a este tipo de justicia el principio de equivalencia formal o subjetiva, según el que el Ordenamiento jurídico reconoce como contraprestación justa la que las partes hayan acordado. Aparte de ello, no es necesaria ni siquiera una contraprestación, como muestra

el ejemplo de la donación

Este ejemplo prueba de manera especialmente convincente que el juicio acerca de la justicia del acuerdo se ha de construir ante todo sobre la voluntariedad de la celebración del contrato y no sobre cualquier clase de corrección del contenido. Pues si la donación verdaderamente se ha efectuado libremente, sería completamente absurdo considerarla “injusta”, porque el donante no obtiene ninguna contraprestación. En consecuencia, entonces ha de ser ciertamente una tarea central del Derecho contractual, asegurar la voluntariedad de la perfección del contrato”.

Equilibrio entre derechos y obligaciones vs equivalencia de las prestaciones

Algunas posiciones doctrinales, por el contrario, se atienen a una concepción meramente formal de la autonomía privada, sin asegurarse de la plena voluntariedad del acuerdo, y dan importancia –erróneamente– a la equivalencia de las prestaciones, sin tener en cuenta, además, que el equilibrio que se persigue es de derechos y obligaciones (art. 82 TR-LGDCU) no el equilibrio económico entre las prestaciones de cada una de las partes. Pero hay que partir de otros presupuestos, porque es injusto un contenido contractual establecido con engaño o intimidación, aunque no exista lesión (art. 1300 Código civil), mas no contravienen la justicia conmutativa ni una donación ni una venta con precio inferior al de mercado por diversas razones como amistad, parentesco o conveniencia.

No se debe marginar la importancia de la voluntad en los contratos en una economía de mercado, que es la que ahora prevalece. Si se justifica un control de contenido de las condiciones generales y cláusulas predispuestas es porque, en estos contratos, la regla contractual se establece a través de un procedimiento en el que típicamente la voluntad del adherente no tiene ningún protagonismo y, por tanto, hay un déficit de libertad contractual. No debe perderse de vista que es presupuesto de aplicación de la cláusula general de la buena fe y equilibrio de derechos y obligaciones que las estipulaciones no hayan sido negociadas individualmente. También depende de este presupuesto la aplicación de las listas que se contienen en los artículos 85 a 90 del TR-LGDCU, en la medida en que no contengan normas imperativas de aplicación general.

En cualquier caso,

las condiciones generales o cláusulas predispuestas no tienen fuerza de ley entre las partes (art. 1091 CC) por la mera adhesión,

si no superan un control al que no están sometidos otros contenidos contractuales. Aunque se ha discutido mucho sobre la naturaleza contractual de las condiciones generales, no puede discutirse que sean contractuales en el sentido de que pretendan regular un contrato y por ello ser regla contractual. Pero la regla contractual procede de fuentes distintas y cuando no procede de la voluntad de ambos contratantes, debe proceder de una fuente que tenga eficacia normativa. Si, como en frase célebre ya puso de manifiesto Durkheim, en los contratos hay muchos elementos no contractuales (“car tout n’est pas contractuel dans le contrat”), se puede decir que la vigencia de las condiciones generales no se legitima solamente por el consentimiento contractual, sino por su conformidad con un equilibrio que no se exige a las reglas contractuales que proceden de la voluntad de ambas partes.

Les seuls engagements que méritent ce nom (contractuel) sont ceux qui ont été voulus par les individus et qui n’ont pas d’autre origine que cette libre volonté. Inversement, toute obligation qui n’a pas été mutuellement consentie n’a rien de contractuel”. DURKHEIM, E., De la division du travail social, 7ª París 1960, p.189.

Las condiciones generales son contractuales, sin duda, si llegan a ser regla contractual, pero para ello deben cumplir requisitos de validez extraños a otros contratos, si es que se las somete, como en el TR-LGDCU, a un control de contenido específico. Ese control se justifica precisamente por haber sido consentidas de manera diferente y entre sujetos determinados (predisponente profesional y adherente consumidor). No cabe decir: la voluntad no importa, el adherente las ha consentido mejor o peor, por eso las condiciones generales son vinculantes para él. Si las ha consentido peor que otros contenidos contractuales, o si su voluntad no importa en cuanto a esas cláusulas, eso introduce justamente la razón de un control de contenido más intenso que el general, porque la justicia contractual es una cuestión en gran medida de procedimiento y en ese procedimiento la voluntad es esencial.

El art. 86 TR-LGDC limita extraordinariamente el ámbito de la obligatoriedad de las condiciones generales y cláusulas predispuestas en los contratos entre empresarios y  consumidores al decir: “En cualquier caso serán abusivas las cláusulas que limiten o priven al consumidor y usuario de los derechos reconocidos por normas dispositivas…”. De acuerdo con esta norma, son abusivas cláusulas que están permitidas por la mayoría de las normas del Derecho de Contratos, pues éstas son generalmente de Derecho dispositivo. La trascendencia de esta norma es enorme. Como ya he dicho, las clausulas de compensación sometidas al control por la STS 16.12.2009 son nulas conforme a ese artículo, pues privan al consumidor de derechos reconocidos por normas dispositivas, al admitir compensar obligaciones no homogéneas (dinero con valores) y con obligaciones no vencidas. La apelación que hace la sentencia a la libertad contractual del consumidor olvida precisamente que el Derecho dispositivo deja de serlo cuando condiciones generales o cláusulas predispuestas privan de derechos al consumidor.

El control de las cláusulas predispuestas no es control judicial del contenido de los contratos, es control de legalidad

Aunque se habla constantemente de control judicial de contenido de las condiciones generales o cláusulas predispuestas, en realidad, el control del que tratamos es un control de legalidad que incumbe a todo aquel que deba aplicar la ley. Se trata ante todo de un control de validez de las condiciones generales o cláusulas predispuestas que realiza la ley y cuya consecuencia es la nulidad de pleno derecho (art. 83 TR-LGDCU). Es decir, ni los jueces tienen un poder configurador del contenido contractual, ni es necesaria una sentencia para que se produzca la nulidad, porque ésta es de pleno derecho. La STJUE de 4 de junio de 2009 (caso Pannon, C-243/08) confirma que la apreciación de la nulidad no requiere una declaración judicial y con ello desautoriza una interpretación a sensu contrario del art. 84 TR-LGDCU y que el control de legalidad de las cláusulas predispuestas corresponda solamente a los jueces.

Ahora bien, el control abstracto del contenido de las condiciones generales, por medio de las acciones colectivas, sí es, en cierto sentido, un control judicial, si lo designamos así justamente por oposición a un hipotético control administrativo, es decir, en el sentido de que no existe un control administrativo que someta las condiciones generales a un control abstracto de validez por un órgano de este tipo. Pero ese control judicial efectuado en abstracto sigue siendo un control legal de validez, porque los Tribunales al ejercer ese control lo hacen exclusivamente en aplicación de la ley. Es importante reconocer el carácter de control de legalidad del control del contenido de las condiciones generales o cláusulas predispuestas y negar que pueda entenderse como un control judicial de equidad. Esto es importante en la Ley de Condiciones Generales para poner de manifiesto que los jueces no cuentan con normas específicas que les autoricen a controlar las condiciones generales de los contratos entre empresarios. En el TR-LGDCU hay que precisar que el control es un control de legalidad para rechazar de plano que pueda existir un control de contenido sobre extremos como los precios no sometidos a disposiciones jurídicas. En los dos ámbitos, que se trate de un control de legalidad, es importante para afirmar la posibilidad de apreciar una nulidad de pleno derecho, no sólo por los jueces, sino también por los funcionarios dentro de sus competencias.


Foto: JJBose