Julia Ortega Bernardo*

 

Podría definirse la autonomía universitaria (art. 27.10 CE) como el derecho de cada Universidad a autogobernarse; esto es,  a decidir y regular con cierto margen de libertad su funcionamiento en sus dimensiones organizativa, académica, financiera y de personal. El mayor o menor grado de libertad en cada uno de estos aspectos sería lo que entendemos por mayor o menor autonomía. En efecto, estas cuatro manifestaciones como objeto de análisis y evaluación en los distintos informes de la European University Association (EUA)). Señaladamente, de su último estudio-informe de 2017 – Bennetot Pruvot, E., ESTERMANN, T. University Autonomy in Europe III. The scorecard 2017 – se desprende el dato de que el nivel de autonomía de las universidades españolas medido en estas cuatro dimensiones y comparado con el de otros 29 países europeos merece una calificación de medio bajo.  Aprobamos por los pelos.

Las malas notas nos plantean un problema, atendiendo al contexto internacional.

A la vista de ello conviene plantearse cuáles son las causas y las soluciones de este problema (y si lo consideramos decididamente como tal). Este déficit en autonomía universitaria puede deberse tanto a una mala praxis legislativa, bien a una opción voluntariamente dispuesta por el legislador estatal: en todo caso parece causada por un modelo regulativo que no reconoce en los elementos estructurales (organizativos, financieros, académicos y de personal) del funcionamiento de las instituciones públicas de enseñanza superior un espacio óptimo para la libre autodeterminación de las Universidades.

El planteamiento de esta cuestión como problema resulta además casi inevitable si se atiende a los datos que en la actualidad proporcionan los estudios empíricos sobre Universidades y la literatura económica y de ciencia política sobre la materia. De ellos se extrae que una mayor autonomía comporta mayores niveles de eficiencia de cada concreta Universidad y del sistema universitario nacional en su conjunto, lo que es más que deseable dentro de un entorno competitivo que se extiende desde hace tiempo, sin lugar a dudas, a escala internacional.

Como primera idea, creo que hay que aventurar que un modelo de autonomía universitaria de baja intensidad no parece conveniente atendiendo a nuestro desarrollo presente y potencial en este campo. Para ello habría que tomar en consideración otro Informe reciente (The European Higher Education Area in 2018: Bologna Process Implementation Report de la Red Eurydice) sobre la implementación del proceso de Bolonia en el espacio europeo que contiene datos cuantitativos de interés a los efectos de nuestro análisis. Entre ellos destaca que el servicio público que las Universidades prestan en nuestro país alcanza, comparativamente, a un elevado número de estudiantes. Así, solo cuentan con un mayor número de estudiantes grandes países como Rusia, Turquía, Francia, Gran Bretaña y Alemania. A lo que se une el dato de que nuestra oferta de postgrado, aunque fuera impartida exclusivamente en español, se dirige a una demanda potencial de estudiantes muy amplia, teniendo en cuenta que el español es segunda lingua franca, después del inglés, con un total de más de 470 millones de habitantes repartidos en 21 Estados; y se espera que la diferencia en un futuro se amplíe claramente a nuestro favor.

La cuestión de la autonomía universitaria sigue, por tanto, encontrándose particularmente necesitada de clarificación, estudio y debate. No ayuda a ello que muchas veces se emitan opiniones, dentro y fuera de la Universidad, con cierta superficialidad, desde máximas de arriesgada autocomplacencia a una exacerbada e implacable crítica a la totalidad de las Universidades ante concretos supuestos muy claros (y lamentables) de malas prácticas o de ilegalidades. A ello hay que sumar nuestra evolución histórica en este sentido. 

La senda evolutiva de la autonomía universitaria en España

En un contexto social y jurídico como el que rodeó a la Universidad española en la segunda mitad del siglo pasado es bastante explicable que se percibiera en su momento como un gran logro el nivel de autonomía que se alcanzó tras la promulgación de la Constitución de 1978. No es nada sorprendente si se tiene en cuenta que procedíamos de una etapa de graves y desproporcionadas injerencias administrativas y políticas en la actividad universitaria. Ante el panorama anterior, la recién estrenada libertad de las Universidades seguramente se percibió, en consecuencia, como un éxito histórico.

Pero pocas décadas después aparecería también la lógica decepción y una mirada escéptica, que seguramente recogía en parte el sentir general, la convirtió en un mito (según la ya famosa y algo perniciosa expresión acuñada por Sosa Wagner en su monografía sobre el mito de la autonomía universitaria de 2004).  Conectado con esto mismo, no creo que pueda ignorarse que la descentralización que ha tenido lugar desde hace cuatro décadas en el sistema jurídico-político español, que ha conducido a una proliferación en el número de Universidades también ha propiciado su mayor regulación, y con ella se ha intensificado la vinculación y dependencia del poder político y financiero que se ejerce por las respectivas Administraciones de las Comunidades Autónomas. En este sentido podría resultar conveniente plantearse si es saludable el nivel de autonomía del sistema universitario español desde la perspectiva de su ejercicio frente a influencias políticas y económicas procedentes del poder público más cercano, del autonómico. Pero además esto mismo podría decirse también en relación con el poder del Estado – entendido como Administración central -. No se puede desconocer cómo, por efecto de la europeización desde hace décadas (al respecto Boix Palop), y en los últimos tiempos por efecto de la crisis económica, se detecta una cierta tendencia a la recentralización de competencias a favor del Estado en diversos sectores de la actividad jurídica y administrativa (Lucía Casado), de las que también pueden observarse indicios en el ámbito universitario. Un ejemplo palmario de ello es el Decreto-Ley 14/2012 cuando determina en créditos por semestre la dedicación docente de todo el profesorado funcionario universitario en función de su investigación y lo hace por igual para todas las Universidades españolas, – considerado en este punto constitucional por la STC 26/2016, FJ 5.c) -, con independencia del planeamiento estratégico en materia académica y de personal por el que se opte en cada institución universitaria.

Las limitaciones de la autonomía universitaria proceden lógicamente en su mayoría de las decisiones regulativas y ejecutivas de los niveles territoriales superiores del poder público en la medida que son obviamente ellos, el Estado y las Comunidades Autónomas (arts. 149.1.15ª y 148.1.17ª  CE respectivamente), quienes configuran el diseño institucional de la organización y la financian, respectivamente. Si la financiación e institucionalización pública de las Universidades españolas son los factores que conducen fundamentalmente a una baja intensidad en el margen de autodeterminación propio de la autonomía universitaria, ¿en qué medida deberían éstos modificarse? 

La configuración jurídico-constitucional de la autonomía universitaria

Para valorar sintéticamente las líneas generales de nuestro modelo de autonomía universitaria habría que partir de que nada cabe objetar a la actual configuración jurídico-constitucional de la misma. La Constitución la reconoce y garantiza como un derecho fundamental propio de cada Universidad (Una de las últimas sentencias del Tribunal Constitucional, la STC 26/2016, FJ 8, reproduce en este punto el primer pronunciamiento que lo declaró como tal: la STC 26/1987). De modo que, al igual que cualquier otro derecho, la autonomía universitaria es limitable y no funciona – en palabras de Rodríguez de Santiago 2013) – como “una cápsula de ultra protección que impida al poder legislativo (estatal o autonómico) entrar en el mundo de los derechos fundamentales que se ejercen dentro de ella”.

Ahora bien, cualquier decisión regulativa que interfiera dentro del núcleo de la autonomía universitaria (art. 27.10 CE y el propio art. 2.2. LOU) debe justificarse en la satisfacción de algún bien jurídico-constitucional. Conforme a la doctrina constitucional tradicional -así  en STC 26/2016, FJ 8, siguiendo también en esto a la STC 26/1987, de 27 de febrero, FJ 4.a) -, las razones por las que cabe su limitación serían cualquiera de las siguientes: a) derechos fundamentales (igualdad de acceso al estudio, a la docencia y a la investigación); b) la existencia de un sistema universitario nacional que exige instancias coordinadoras; y c) las limitaciones propias del servicio público que la Universidad presta. Esta idea de que la eficaz prestación del servicio público podía suponer un límite a la autonomía universitaria fue originalmente lanzada por el profesor Alejandro Nieto ya en 1979.

De forma sintética y a la vez gráfica podría decirse que la autonomía universitaria vendría limitada desde arriba por el legislador para la efectividad de la propia garantía de prestación del servicio público universitario y por abajo por los derechos fundamentales que dentro de la organización se ejercen y que la propia Universidad en el ámbito de su autonomía y competencias coordina. Esta coordinación se realiza con el fin de asegurar su ejercicio cooperativo para el cumplimiento conjunto y eficaz de las distintas funciones y objetivos previstos en materia de docencia, investigación científica y transferencia del conocimiento (las tres misiones actuales de la Universidad ex arts. 1 y 39.1 LOU).

Que la autonomía universitaria sea limitada por razón de la necesidad de garantizar a través de parámetros legales la prestación eficiente de un servicio público en condiciones de calidad e igualdad, de modo que la configuración de su prestación no resulte de la captura de la institución por intereses corporativos nos puede parecer del todo punto conveniente. El problema está en la densidad de esos parámetros y si no son más acordes y oportunos controles individualizados a partir de unos mecanismos articulados y configurados para todas las instituciones universitarias por ley.

En relación con los profesores las decisiones que las Universidades adoptan son más bien, por tanto, limitadoras de sus derechos fundamentales, aunque en sentido estricto no pueden ir más allá, lo que no es poco, de su función de coordinación eficaz de la prestación conjunta y efectiva de las actividades docentes, investigadoras y de transferencia. Ello ha justificado tradicionalmente, por ejemplo, y entre otras cosas, que desde hace décadas se considerase (así expresamente en la jurisprudencia constitucional española, STC 217/1992, de 1 de diciembre, FJ 2 y 3) que los criterios de evaluación de los resultados del aprendizaje de los estudiantes puedan ser fijados por la unidad de organización universitaria competente y no individualmente por el profesor que imparte la docencia. De la autonomía universitaria se derivan más bien injerencias en las libertades académicas y profesionales del personal docente e investigador, eso sí, justificadas y proporcionadas en el fin de la prestación eficaz del servicio universitario.  No conviene ignorar, por ello, que la Universidad viene en este sentido abocada a un ejercicio de self-restraint en lo que respecta a los derechos de libertad de cátedra e investigación de los profesores; y, no está de más recordarlo, también este autocontrol se traduce en una garantía de neutralidad en relación con el ejercicio no neutral de los derechos a la libertad de pensamiento y de expresión de profesores y estudiantes, acorde con el ámbito de pluralismo con el que se identifica el espacio universitario. Tal vez hoy las amenazas y riesgos mayores para un ejercicio responsable de las funciones del profesorado universitario pueden encontrarse más bien extra muros de la Universidad; en un sistema de calidad que a través de los instrumentos de soft law en materia de profesorado universitario elaborados por la CNEAI, y por la ANECA– conforme a lo dispuesto en Real Decreto 415/2015, de 29 de mayo, por el que se modifica el Real Decreto 1312/2007, de 5 de octubre, por el que se establece la acreditación nacional para el acceso a cuerpos docentes universitarios – presiona en exceso hacia la obtención de puntos y chiquipuntos procedentes en ocasiones de la suma de tareas universitarias secundarias y conduce a la prevalencia de la producción en “cantidad” de publicaciones y a que éstas se difundan en revistas de reconocido prestigio según estándares de conocimiento y de ciencia en ocasiones sesgados (al respecto Darnaculleta y la crítica en este mismo blog de Rodríguez de Santiago).

En todo caso la autonomía de las Universidades no es más que, en lo esencial, un mero presupuesto para el ejercicio dentro de la organización universitaria de derechos fundamentales individuales de mayor peso y calado – los reconocidos en el art. 20.1.b) y c) de la CE), la libertad de cátedra y la libertad investigadora de los profesores -. También resulta incuestionable que la autonomía ha de limitarse responsablemente a partir de la articulación de los oportunos controles y conviene plantearse cuáles son nuestros fallos en esta materia y nuestra posibilidad de mejora, al menos desde la perspectiva jurídico-administrativa.

Normalmente se subraya la falta de esos necesarios controles efectivos, pero no se incide en el presupuesto de los mismos. En este ámbito es de lectura obligada la tercera edición (2015) del libro de un experto en la gestión universitaria como Antonio Arias sobre los controles internos y externos que habría que mejorar o implementar cuánto antes.

Autonomía universitaria y subsidiariedad

Teniendo en cuenta que, nos coja por sorpresa o no, el nivel de autonomía universitaria articulado en nuestra legislación no está a la altura del contexto en el que nos movemos en la actualidad, pudiera resultar conveniente abogar por la entrada en nuestro modelo regulativo de sistema universitario de un principio como el de subsidiariedad. Alude expresamente a él un Informe del año 2000 sobre las Universidades alemanas emitido por el Consejo científico asesor del Estado alemán, por el Wissenschaftsrat, Thesen zur künftigen Entwicklung des Wissenschaftssystems in Deutschland. Habría que plantearse si la regulación detallada y pormenorizada es compatible con este principio, conforme al cual no hay que desapoderar a las organizaciones universitarias de los ámbitos de decisión que les corresponde atendiendo a las características del servicio que prestan cuando resultan idóneas para decidir. La idoneidad implica atribuirles los recursos materiales necesarios, y si por razones de interés general es necesario atender a otros intereses concurrentes, como la garantía en la igualdad de acceso, cierta homogeneidad para asegurar ésta, transparencia y excelente calidad del servicio habrá de hacerse con los controles y mecanismos más adecuados para ese propósito y que impliquen a su vez una reducción de la autonomía solo cuando resulte estrictamente indispensable.

En la búsqueda de este equilibrio entre la necesaria garantía de prestación de un servicio público por parte de una institución que, por un lado, ha de preservar el saber, avanzar en nuevos conocimientos científicos, sociales y técnicos y posibilitar críticamente la transmisión de la cultura, y que al mismo tiempo debe responder  de forma casi inmediata, a las necesidades técnicas y profesionales que impone un sistema de mercado, se encuentra la difícil tarea de dar con el diseño normativo más apropiado a los desafíos del momento.


* Este texto es un breve resumen de la ponencia que presenté al Congreso internacional de Malas prácticas universitarias organizado en la Universitat de Valência-Facultat de Dret, los días 21 a 23 de noviembre pasado. Muchas gracias a los organizadores, los profesores Doménech, Boix y Marzal por la invitación y por la oportunidad de debatir sobre Universidad.

Foto: @thefromthetree