Por Jesús Alfaro Águila-Real

   A propósito de algunas decisiones recientes del Tribunal de Justicia de la Unión Europea

Introducción: el papel de las doctrinas en el análisis del Derecho

Una de las afirmaciones más iluminadoras del libro de Rodrik sobre teoría económica es la distinción que realiza entre las ciencias “duras” y las ciencias sociales en lo que al papel de las teorías se refiere. En Ciencias Sociales, no deberíamos llamarlas “teorías” sino más modestamente, modelos o doctrinas. Dice Rodrik que las ciencias sociales avanzan “horizontalmente” en el sentido de que los modelos o doctrinas que cumplen los requisitos que exige la lógica no se refutan y se arrumban, sino que, simplemente, ven modificado su campo de aplicación. Su aplicación al análisis de un fenómeno concreto puede demostrar su utilidad para explicar la realidad o puede demostrar su inadaptación para hacerlo en relación con unos hechos (la Revolución Industrial, la infravaloración de las acciones en el caso de ofertas públicas de emisión; la afición de la gente por jugar a la lotería; los suicidios de los campesinos indios; las quiebras de Felipe II; la hegemonía holandesa en el siglo XVII o las diferencias regionales en prosperidad en Italia). Pero que un modelo o una doctrina no explique un fenómeno o unos hechos, no significa que sea inútil. Queda en la “caja de herramientas” de los estudiosos – siempre que sea coherente en términos lógicos – para ser utilizado en otro contexto donde pueda demostrar su utilidad.

En el ámbito del Derecho, las doctrinas juegan un papel semejante al de los modelos en la Economía. Es cierto que el uso que se hace de la “teoría” es, a menudo, abusivo y que se denomina teoría a cualquier afirmación simple. Por ejemplo, la “teoría del vínculo” o la “teoría orgánica” para explicar las relaciones del administrador con la sociedad que gestiona; la teoría de la emisión o de la recepción en la formación de los contratos; la teoría de la ventaja compensatoria en el Derecho de grupos etc. Estas “teorías” no tienen envergadura como para merecer tal denominación. Usemos, en Derecho, la expresión “doctrina” que es, cuanto menos, más modesta y no le hace competencia a las teorías científicas.

El problema en Derecho es, a mi juicio, justo el contrario que en Economía u otras Ciencias Sociales. La utilidad práctica del Derecho ha conducido a una insuficiente teorización. Los académicos se han dedicado más a menudo a resumir, ordenar y exponer el contenido de las normas – al sistema “externo” – que a la mucho más difícil tarea de construir el edificio jurídico. Las herramientas teóricas utilizadas han sido casi exclusivamente las de la dogmática – análisis de textos – y, según las ramas del Derecho, las de la Filosofía analítica (esto es, la del lenguaje). Exagerando, el Derecho parece haber aportado a la teoría sólo la analogía (y su simétrico la reducción teleológica). Además, en los últimos cincuenta años se ha recuperado la tradición económica de los juristas, esto es, el análisis de las reglas de acuerdo con criterios funcionales. Los juristas previos a la Codificación hacían análisis de este tipo. Ihering abordaba así las instituciones del Derecho Romano y todos los grandes economistas del XIX tenían formación jurídica.

Los juristas, en el Common Law, han huido de la teoría y solo desde hace unas décadas se hace teoría, por ejemplo, en el ámbito del Derecho Privado. En Europa Continental, la división del trabajo dentro de las facultades de Derecho ha favorecido al jurista dedicado al sistema externo del Derecho en el sentido antes indicado. Algunos juristas estudian Economía y Finanzas. Otros pocos, Historia y casi ninguno está al tanto de lo que ocurre en ramas como la Ciencia Política, la Psicología Evolutiva, la Antropología, la Historia Económica o la Biología. Si el Derecho es el principal mecanismo para articular la cooperación en grupos de tamaño superior a una tribu, no parece que podamos entenderlo bien sin arrimarnos a esas otras Ciencias Sociales.

En el ámbito de los “modelos jurídicos”, o sea, de las doctrinas jurídicas, voy a referirme aquí a una herramienta o idea potente teóricamente que creo que está insuficientemente aplicada, esto es, que puede iluminar y resolver problemas prácticos en mayor medida de lo que lo hace: la disociación entre el estándar de diligencia y el estándar de responsabilidad. Su formulación se debe, en lo que uno sabe, a Eisenberg en el marco del análisis de la business judgment rule. En los términos más simples, esta tesis o doctrina afirma que el legislador o la jurisprudencia pueden establecer un estándar más exigente en el supuesto de hecho de una norma que en el plano de la consecuencia jurídica.

El privilegio romano

El ejemplo en nuestro Derecho es el artículo 144 del Código de Comercio 

El daño que sobreviene a los intereses de la compañía por malicia, abuso de facultades o negligencia grave de uno de los socios, constituirá a su causante en la obligación de indemnizarlo, si los demás socios lo exigieren, con tal que no pueda inducirse de acto alguno la aprobación o la ratificación expresa o virtual del hecho en que se funde la reclamación.

La doctrina que se ha ocupado del precepto dice que la norma obliga a distinguir, en esta materia, el patrón (o estándar) de diligencia exigible en el desempeño del cargo y el patrón (o estándar) de culpabilidad necesario para fundamentar la responsabilidad. El patrón de diligencia exigible a un administrador de una sociedad colectiva viene determinado por los criterios usuales del tráfico mercantil: el administrador ha de desempeñar el cargo con la diligencia de un ordenado empresario y de un representante leal (arts. 225-226 LSC). El patrón de culpabilidad es el expresamente previsto en el artículo 144 C de c: “malicia, abuso de facultades o negligencia grave...”. Observamos, en consecuencia, la existencia de un desfase entre la delimitación del deber de prestación del administrador (cuándo podemos decir que el administrador ha incumplido su contrato con la sociedad) y la definición del criterio de imputación (dolo o culpa grave), esto es, cuándo podemos decir que el administrador debe responder – indemnizar – a la sociedad por los daños que su incumplimiento ha causado, que representa un privilegio respecto del régimen general previsto en el derecho común (art. 1104 CC), de forma que existen casos en los que, aunque el administrador ha incumplido sus deberes, no viene obligado a indemnizar a la sociedad los daños que su incumplimiento haya causado.

El privilegio no parece, sin embargo, odioso. Seguramente puede justificarse desde el punto de vista de la necesidad o conveniencia de reducir los costes de decisión en un entorno sujeto a tanta incertidumbre como es el entorno empresarial. El administrador de una sociedad colectiva tiene incentivos para ser diligente porque se juega su propio patrimonio, de manera que no es eficiente aumentar aún más su aversión al riesgo imponiéndole responsabilidad por los daños o pérdidas sufridas por los demás socios.

Una regla semejante se aplica en el caso de las sociedades civiles. El socio que causa un daño a otro socio en el marco de la actividad social, no ha de indemnizar si actuó negligentemente (omitió la diligencia que exigiríamos a cualquier persona en su situación) pero desplegó la diligencia con la que actuaba, normalmente, en sus propios asuntos (quam in suis). El caso de las gafas rotas en el accidente de circulación cuando conducía el vehículo el socio que era conductor novel es un buen ejemplo. Los socios se eligen recíprocamente y se eligen “tal cual son”, con sus habilidades y sus ligerezas, de manera que bien puede decirse que asumieron el riesgo añadido de sufrir daños por la escasa experiencia del socio que conducía ya que, sabiéndolo, consideraron en su interés que fuera ese socio el que guiara el vehículo.

La business judgment rule

Esta idea es la que explica también la business judgment rule. En el caso de los administradores de sociedades de capital, a diferencia del típico socio-administrador de una sociedad colectiva, la “exención” de responsabilidad se funda en la incertidumbre que rodea la actuación gestora de los administradores. El objetivo de maximizar el valor de la compañía no es un resultado que pueda obtenerse indefectiblemente aplicando determinadas reglas de conducta. Los administradores asumen riesgos y toman decisiones en un entorno incierto. La regla trata de evitar convertir la prestación de los administradores de una obligación de medios (desempeñar su cargo de forma que se logre el éxito de la empresa) en una obligación de resultado (lograr efectivamente el éxito de la empresa). Es decir, la regla consagrada en el art. 226 LSC no supone incorporar una exclusión o limitación de responsabilidad de los administradores como lo demuestra que, antes de su incorporación a la Ley, los tribunales la consideraban “vigente” cuando afirmaban que la responsabilidad de los administradores no es una responsabilidad por el resultado. La norma del art. 226.1 LSC limita el supuesto de hecho de la infracción del deber de diligencia recogido en el art. 225.1 (“el estándar de diligencia de un ordenado empresario se entenderá cumplido”) aclarando que no hay tal infracción de su deber de diligencia (y, por tanto, no hay responsabilidad sin que sea necesario preguntarse si el daño es imputable subjetivamente al administrador) cuando los daños han resultado de una decisión de los administradores adoptada desinteresadamente y con la información adecuada y se trata de un ámbito donde las decisiones de los administradores son discrecionales. Una vez determinado que la conducta del administrador está cubierta por la regla, le está vedado al juez examinar el contenido de la decisión dañosa, esto es, si, no obstante, se infringió el deber de conducta (si un ordenado empresario hubiera actuado de otra forma).

En otros términos, la regla del art. 226.1 LSC puede entenderse como una “concretización legal del deber de diligencia objetivo del administrador cuando adopta una decisión que no viene determinada por la Ley” o, en los términos que señalamos más arriba y de forma semejante – pero no idéntica – al privilegio romano (quizá en EE.UU, sí) para los socios-administradores de la sociedad colectiva, como una disgregación entre el estándar de conducta o antijuricidad – diligencia – y el estándar de responsabilidad o de culpabilidad – actuación informada y desinteresada en el ámbito de decisiones discrecionales – lo que significa que el estándar de conducta se deja incólume pero su infracción solo genera responsabilidad fuera del ámbito de aplicación de la business judgment rule. De este modo, la regla limitaría el ámbito de aplicación de la responsabilidad por negligencia. El juicio acerca de si el administrador actuó diligentemente no procede si actuó informada y desinteresadamente y se trataba de una decisión “estratégica o de negocio”. El administrador pudo haber actuado negligentemente, pero es irrelevante. En esta medida, la regla actúa como un “puerto seguro” para los administradores.

Análisis

En términos lógicos, esta disociación entre el patrón o estándar de conducta y el estándar o patrón de responsabilidad puede formularse como una modificación de la teoría de la norma jurídica. Lo normal es que el legislador establezca una relación unívoca entre el supuesto de hecho y la consecuencia jurídica, de modo que siempre que se da el supuesto de hecho, se sigue la misma consecuencia jurídica. Si se afirma que el administrador debe gestionar la compañía diligentemente, debe seguirse que si actúa negligentemente, ha de responder (indemnizar a la sociedad, anularse el negocio jurídico celebrado negligentemente, restituir la retribución recibida etc). El legislador puede, sin embargo, desmenuzar el supuesto de hecho, dividiéndolo en distintos supuestos de hecho para anudar consecuencias jurídicas más leves o más graves. Por ejemplo, distinguir entre negligencia leve y grave o equiparar la negligencia grave al dolo a efectos de aplicar, en este segundo caso, consecuencias jurídicas más onerosas (indemnizar todos los daños que conocidamente se deriven de la conducta gravemente negligente que se equipara al dolo o aligerar la responsabilidad indemnizatoria cuando el mandatario actuó sin recibir retribución alguna por su gestión).

Este análisis teórico, para no ser puramente arbitrario (el legislador puede hacer lo que quiera), requiere, en primer lugar, de una explicación funcional como la que hemos expuesto, tanto respecto del privilegio romano como de la business judgment rule. En último extremo, esta doctrina aligera las consecuencias jurídicas (garantizando la inmunidad del agente) porque así mejoramos el bienestar social, es decir, facilitamos la cooperación entre los individuos o reducimos, si se quiere, los costes de transacción bien porque evitamos a las partes incurrir en costes evitables: poner a conducir a otro socio que prefiere no hacerlo porque tiene ventajas comparativas desempeñando otras funciones en el seno de la cooperación social y al que habría que “pagar más” por hacerlo; bien porque reducimos la aversión al riesgo cuando ésta lleva a dejar “billetes de cien euros en el suelo”; bien porque reducimos las conductas oportunistas – rent seeking – etc.

En segundo lugar, esta doctrina requiere decir algo más que estamos ante una ampliación de las consecuencias jurídicas para un mismo supuesto de hecho. Porque si sólo decimos eso, podría responderse que lo que sucede es que no hay alteración alguna de la teoría de la norma. Simplemente se ha especificado el supuesto de hecho. Es decir, el supuesto de hecho del art. 1104 CC (se responde contractualmente de la negligencia) o del 1902 CC (se responde extracontractualmente de la negligencia) es distinto del supuesto de hecho del art. 144 C de C (el administrador de una sociedad colectiva que actúa negligentemente no responde) y que la regla del art. 144 C de c o la business judgment rule no son mas que reglas especiales respecto de las reglas generales sobre las consecuencias del actuar negligente que causa daño a otro del Código Civil.

Actuar así no ilumina sobre el sentido de estas reglas y no permiten su extensión a otros supuestos, supuestos en los que el legislador no ha previsto expresamente la disociación entre el patrón de conducta y el patrón de responsabilidad pero en los que, bien de lege ferenda, bien de lege data, debe excluirse la aplicación de la consecuencia jurídica prevista con carácter general.

Veamos dos grupos de casos en los que esta doctrina de la disociación entre el patrón de conducta y el patrón de responsabilidad puede aplicarse útilmente.

Las multas por exceso de velocidad

Las normas de circulación prevén que la velocidad máxima permitida en las zonas urbanas es de 50 kilómetros por hora. De donde se sigue que si alguien circula a más de esa velocidad, ha de ser sancionado con una multa por exceso de velocidad.

La regla es, necesariamente, inadecuada – no está adaptada – a todas las zonas urbanas imaginables. Ir a 60 km por hora en una calle estrecha, con cruces perpendiculares cada pocos metros y con peatones que invaden fácilmente la calzada es un comportamiento claramente peligroso por parte de un conductor y la ley prevé que pueda reducirse la velocidad máxima permitida por debajo de los 50 km/hora. Ir a 60 kilómetros por hora en una avenida de cinco carriles sin semáforos en la periferia de la ciudad no es un comportamiento peligroso. La ley dice, respecto de la velocidad, que se actúe prudentemente pero el reglamento establece límites rígidos de velocidad. Sin embargo, la norma ordena que se sancione con 100 euros de multa al que supere los 50 kilómetros en cualquier vía urbana.

No disociar el estándar de conducta y el estándar de responsabilidad en estos casos conduce a un exceso punitivo. A pesar de que el que conduce a 60 kilómetros por hora por una amplia avenida sin semáforos no actúa negligentemente (conducir a 60 kilómetros por hora es una conducta adecuada a las condiciones y estado de la vía), recibe la sanción. El legislador podría disociar el estándar de diligencia y el estándar de responsabilidad estableciendo que, aunque se haya infringido la norma (porque se ha superado la velocidad máxima permitida), no procederá la imposición de la sanción cuando, por las características, condiciones y estado de la vía, no pueda decirse que el conductor haya actuado “imprudentemente”. Así, un comportamiento contrario a la norma (que entra dentro de su supuesto de hecho) no recibiría sanción.

El argumento más simple en contra de este análisis sería el siguiente: el legislador debería cambiar la norma y elevar el límite de velocidad porque la propuesta de disociar el estándar de diligencia y el de responsabilidad conduce a crear normas sin sanción, es decir a “words without swords” que – decía Hobbes – no eran más que palabras.

Pero este argumento no es de recibo. En primer lugar, dejar sin sancionar los comportamientos contrarios a la norma pero no imprudentes genera los incentivos adecuados en la autoridad pública al reducir la tentación de convertir la imposición de sanciones en una mera técnica “recaudatoria”, en contra de la función de prevención general que tienen, normalmente, las sanciones administrativas. Esta tentación distorsiona la conducta de la Administración y la lleva a concentrar (el enforcement de) las sanciones en aquellas vías urbanas en las que, precisamente, la probabilidad de que se exceda el límite de velocidad por los conductores es mayor pero, simétricamente, la probabilidad de que se produzcan accidentes debidos a que se circule a 60 kilómetros por hora – esto es, por encima de la velocidad máxima permitida – son menores. Precisamente porque el límite de velocidad es muy bajo, son mucho más probables las conductas infractoras que se produzcan por inadvertencia del conductor o porque sea difícil resistir la tentación de conducir un poco más rápido dadas las características y condiciones de la vía.

En segundo lugar, dejar sin sancionar los comportamientos contrarios a la norma pero no imprudentes no convierte a la norma en “meras palabras” porque sólo excluye una consecuencia jurídica concreta: la legitimidad de la sanción administrativa consistente en una multa. Por ejemplo, si se produce un accidente, el hecho de que se haya superado la velocidad máxima permitida será relevante a efectos de la indemnización (habría “infracción de reglamentos”). Es decir, los demás incentivos para la conducta conforme con la norma siguen incólumes (como los incentivos del socio colectivo para evitar las negligencias siguen incólumes puesto que las pérdidas que deriven de su negligencia las sufre en su propio patrimonio)

En definitiva, disociar el patrón de conducta – no circular a más de 50 kilómetros por hora – y el patrón de responsabilidad – no se sanciona mas que a los que superen los 70 u 80 kilómetros por hora – permite, al igual que en los casos de los socios o administradores sociales, aumentar el bienestar social.

La sanción por intransparencia de las cláusulas predispuestas que regulan el objeto principal del contrato

El segundo ejemplo puede extraerse del Derecho de las cláusulas predispuestas. Utilizaremos la exposición que hace Cámara de la cuestión. Como hemos expuesto en esta otra entrada, creemos que el Tribunal de Justicia en la sentencia de 26 de enero de 2017  comete un error al afirmar que, si se declara por el juez que una cláusula referida al objeto principal del contrato es intransparente, el juez ha de proceder a examinar, a continuación, si es abusiva y, en tal caso, declararla no vinculante. Cámara dice que, en realidad, la Directiva 13/93 sobre cláusulas abusivas en contratos con consumidores no contiene “las consecuencias jurídicas del incumplimiento de los deberes de transparencia del predisponente”, de manera que, o bien interviene el legislador europeo, o ha de entenderse que la cuestión queda a lo que digan los Derechos nacionales. Y en el Derecho español hay que entender que la cláusula predispuesta que regula el objeto principal del contrato que no sea transparente en sentido material se entiende no incorporada al contrato.

Pues bien, analizada la cuestión en términos de disociación entre el patrón de conducta y el patrón de responsabilidad, la cuestión quedaría como sigue. El legislador europeo ha prohibido la utilización de cláusulas abusivas, es decir, ha ordenado la “no vinculación” – consecuencia jurídica – de las cláusulas predispuestas que perjudiquen a los consumidores porque distribuyan los derechos y obligaciones de las partes separándose de la distribución que resulta de aplicar las normas jurídicas que serían aplicables a falta de pacto.

El supuesto de hecho es, pues, el de que se trate de una cláusula predispuesta que “derogue” el derecho supletorio y que se incluya en un contrato con un consumidor. Esta definición excluye del supuesto de hecho a las cláusulas que definen el objeto principal del contrato porque, respecto de éstas, no hay derecho supletorio que aplicar a falta de pacto.

Sin embargo, respecto de las cláusulas predispuestas que definen el objeto principal del contrato el legislador europeo no sólo no las ha excluido del ámbito de aplicación de la Directiva sino que las ha incluido aunque de forma limitada y sin ordenar expresamente la consecuencia jurídica que deriva de la “intransparencia”. En efecto, el art. 4.2 de la Directiva dice que

La apreciación del carácter abusivo de las cláusulas no se referirá a la definición del objeto principal del contrato ni a la adecuación entre precio y retribución, por una parte, ni a los servicios o bienes que hayan de proporcionarse como contrapartida, por otra, siempre que dichas cláusulas se redacten de manera clara y comprensible.

La cuestión se complica porque la Directiva utiliza la expresión “transparencia” en un sentido formal (en el art. 5) y en sentido formal y material (que el consumidor pueda hacerse una composición de lugar sobre el significado y los efectos de la cláusula sobre el equilibrio económico “pactado”) en el art. 4.2.

El Tribunal de Justicia parece entender que si una cláusula predispuesta que regula el objeto principal del contrato es intransparente, hay que examinar, a continuación si es abusiva y, en caso de que lo sea, declararla no vinculante. Esto es absurdo y sólo se justifica sobre la base de un argumento a contrario extraído del art. 4.2 de la Directiva, en concreto, cuando dice que no hay control de contenido – de “abusividad” – de las cláusulas que definen el objeto principal del contrato “siempre que” estén redactadas de forma clara y comprensible lo que significaría que si no son transparentes, entonces no se aplicaría la exención del control del contenido que constituye el contenido de la norma del art. 4.2. Como siempre, el argumento a contrario es una herramienta peligrosa que debe utilizarse sólo por manos expertas, para evitar sacar conclusiones disparatadas pero dejaremos la cuestión aquí. Lo que es importante señalar es que el Tribunal de Justicia dice lo que dice para «salvar» el obstáculo que supone que el art. 6 de la Directiva – que es el que ordena la consecuencia jurídica (Los Estados miembros establecerán que no vincularán al consumidor, en las condiciones estipuladas por sus derechos nacionales, las cláusulas abusivas) – lo hace exclusivamente para las «cláusulas abusivas», es decir, para las cláusulas predispuestas que no se refieren al objeto principal del contrato. El Tribunal de Justicia no puede, pues, extender esa consecuencia jurídica a las cláusulas predispuestas que regulan el objeto principal del contrato sin mayor justificación.

Naturalmente, si el consumidor no sufre ningún perjuicio económico (¡no jurídico!) como consecuencia de la intransparencia de la cláusula, la cuestión no debe ni plantearse. Es presupuesto de la aplicación de la regla que prohíbe las cláusulas intransparentes en sentido material que la falta de transparencia “decepcione” al consumidor, es decir, provoque que la ejecución del contrato no se corresponda con las expectativas razonables que se hubiera hecho al celebrarlo. Pero si la falta de transparencia es inocua en términos económicos o beneficia al consumidor, es absurdo hablar, en tal caso, de una cláusula predispuesta intransparente en el sentido de la Directiva. Si el consumidor se encuentra con la sorpresa de que recibe por su dinero un producto de mayor calidad o con mayores prestaciones de las que esperaba, es obvio que el cliente podrá exigir el derecho que le atribuye la cláusula predispuesta por muy intransparente que sea ésta. Imagínese, por ejemplo, que adquiere un billete de avión de clase turista y hay una cláusula en el mismo que dice que, en caso de que haya asientos libres en el vuelo, el cliente tendrá derecho a acceder a la clase superior, pero esta cláusula está escondida y redactada de forma oscura y en un tamaño de letra minúsculo,

La solución correcta se alcanza si separamos el supuesto de hecho – el patrón de conducta – y la consecuencia jurídica – el patrón de responsabilidad. Como ha propuesto Cámara, lo razonable es entender que, aunque el legislador europeo ha ordenado que las cláusulas predispuestas que regulan el objeto principal del contrato estén redactadas de forma clara y transparente, no ha establecido la consecuencia jurídica que debe seguirse de la falta de transparencia de modo que la establecida en el art. 6 (“las cláusulas abusivas no vincularán al consumidor”) no se aplica a las cláusulas referidas al objeto principal del contrato que sean intransparentes. Las consecuencias jurídicas las debe determinar el legislador nacional respetando los principios de equivalencia y efectividad. Es decir, es preferible dejar al legislador nacional o al juez nacional la determinación de las consecuencias de la intransparencia mejor adaptadas al caso concreto. En nuestro Derecho, ha de entenderse – como bien resume Cámara – que la consecuencia jurídica es la “no incorporación” de la cláusula al contrato, es decir, la misma que en el caso del carácter abusivo. Esta interpretación de la Directiva reforzaría las Conclusiones del Abogado General en el caso de la cláusula-suelo. La cuestión de las consecuencias de la declaración de su carácter intransparente era una cuestión de Derecho español (aunque consideremos que el Supremo infringió el Derecho español al limitar la retroactividad).

Pero, de nuevo y como hemos expuesto en relación con las sanciones por exceso de velocidad, el hecho de que no apliquemos la consecuencia jurídica («no vinculación») a las cláusulas referidas al objeto principal del contrato que sean intransparentes no significa que el mandato del legislador europeo de que estas cláusulas, cuando sean predispuestas, sean transparentes sean merely words.

En efecto, a diferencia del caso de la nulidad por tener carácter abusivo, la cláusula predispuesta referida a los elementos esenciales del contrato que no quede incorporada al contrato no vincula al consumidor pero su no incorporación al contrato no provoca una laguna en el mismo que haya que integrar, integración que, por el contrario, puede ser necesaria cuando una cláusula predispuesta accesoria (no referida al objeto principal del contrato) es considerada abusiva y declarada nula (no vinculante para el consumidor). Por ejemplo, si la cláusula declarada abusiva es la cláusula sobre el plazo de entrega, habrá que integrar el contrato para determinar cuándo tiene obligación de entregar la prestación el empresario.

Se comprueba así, una vez más, que el hecho de que una norma no vaya acompañada de la “sanción” (de la consecuencia jurídica) prevista para los comportamientos de ese tipo de carácter general no convierte a la norma en inane, en “meras palabras”. Sólo indica que hay que continuar el análisis para determinar las consecuencias jurídicas más adaptadas a la finalidad (a la función social) que cumple la norma.


Foto: Santiago de Chile, JJBose