Por Alejandro Huergo Lora

Mérito y capacidad frente a nombramientos políticos

Una de las especificidades del régimen jurídico de las Administraciones Públicas (AAPP) es la obligación de seleccionar a su personal con arreglo a criterios de mérito y capacidad, respetando el derecho de todos los ciudadanos a acceder a las funciones y cargos públicos en condiciones de igualdad (artículos 23.2 y 103.3 de la Constitución).

Esta exigencia, que supone para las AAPP una carga que no pesa sobre el sector privado, se justifica no sólo por su evidente conveniencia para los intereses públicos, sino porque las AAPP manejan fondos públicos (lo que significa que tienen que justificar el uso que hacen de los mismos) y porque no están sometidas a la presión del mercado y de la competencia, que supone para las empresas privadas un incentivo hacia la selección de los mejores aspirantes.

Sin embargo, los principios de publicidad y concurrencia se encuentran seriamente limitados en su aplicación práctica, tanto en el plano horizontal (entes que pertenecen al sector público pero no a la Administración, en los que muchas veces se elude el cumplimiento de estos principios mediante una “huida al Derecho privado”) como en el vertical (cargos de especial relevancia que están exentos de procedimientos de selección que garanticen el cumplimiento de los principios de mérito y capacidad).

No hay que olvidar que, junto a los parámetros jurídicos internos (artículos 23.2 y 103.3 de la Constitución), el principio comunitario de libre circulación de los trabajadores, puede llevar consigo la exigencia de mecanismos de selección de personal que garanticen la racionalidad en la toma de decisiones (como estudia García Luengo). Del mismo modo que, en el ámbito de la contratación pública, la Unión Europea ha obligado, sobre la base de la libre prestación de servicios, a abrir los procedimientos de contratación pública, lo mismo puede suceder en el ámbito de la selección del personal del sector público. Es verdad que la libre circulación de trabajadores no se aplica a los puestos que suponen el ejercicio de potestades públicas (como son buena parte de los que aquí se analizan), pero en todo caso constituye un argumento importante en la discusión sobre la apertura de todo el sector público (no sólo los puestos funcionariales) a los principios de mérito y capacidad.

En fin, el cumplimiento de los principios constitucionales y comunitarios constituye un mínimo, que no impide al legislador ir más allá.

El objetivo sería favorecer la meritocracia, de modo que el acceso a los altos cargos del sector público dependa menos de los contactos políticos y más de los méritos (en sentido amplio) de los candidatos. Partimos de una situación en la que los partidos políticos (y, en particular, los partidos con posibilidades efectivas de alcanzar el Gobierno estatal o Gobiernos autonómicos o locales) tienen la llave del acceso a miles de cargos públicos (o en el sector público), sin más cortapisa que el cumplimiento de los requisitos legales mínimos para el acceso al cargo, normalmente muy livianos. Esto afecta no sólo a los escalones más altos de las respectivas estructuras administrativas, así como a los cargos de estricta confianza (gabinetes), sino también a muchos cargos de gestión (por ejemplo, directivos de entes del sector público) e incluso también, de forma sorprendente, a los cargos más importantes de entes supuestamente independientes (los reguladores y supervisores), de entes dirigidos a controlar al ejecutivo (por ejemplo, el Tribunal de Cuentas) e incluso de órganos judiciales (en este caso a través del CGPJ) y fiscales.

Si en estos casos se introdujeran mecanismos que garantizasen el cumplimiento de los principios de mérito y capacidad en los procesos selectivos, mejoraría la calidad de la gestión pública al tener a responsables (1) mejor preparados y (2) que podrían ejercer mejor sus funciones, al encontrarse menos sometidos a la presión de los partidos políticos, a los que no deberían su nombramiento. Esto es especialmente claro en el caso de los órganos dedicados al control del Gobierno o necesitados de independencia frente a él (órganos judiciales, fiscales, autoridades independientes). Por otro lado, aumentarían los incentivos para los profesionales, que tendrían la expectativa de acceder también a puestos relevantes en el sector público, mientras que ahora existe una barrera en la carrera profesional, por encima de la cual el progreso depende fundamentalmente del favor de un partido político. Lo mismo se aplica a los funcionarios, cuyas posibilidades de promoción tienen actualmente el mismo límite político.

El abandono de la idea de que cada cargo gubernamental debe poder nombrar con criterios de confianza a todos los responsables que dependen de él, y su sustitución por un esquema más meritocrático, en el que se vea obligado a contar con colaboradores que no le deben su nombramiento, exige el respeto por todos (también por estos colaboradores) de principios básicos de lealtad institucional (conocidos de antiguo en el civil service) que demuestren que para el buen funcionamiento de una Administración no es necesario dejar en suspenso los principios de publicidad y concurrencia y sustituirlos por la simple confianza.

Formas de asegurar el respeto a los principios de mérito y capacidad

Existen dos grados en el control de la discrecionalidad en los nombramientos: el primero de ellos consiste en establecer requisitos para el desempeño del cargo (por ejemplo, la condición de “jurista de reconocido prestigio” con un número de años de experiencia). En segundo lugar, se puede establecer además un procedimiento que sirva para seleccionar al candidato más adecuado de entre todos los que, cumpliendo los requisitos, hayan solicitado el nombramiento. Si sólo se fijan requisitos, pero el nombramiento es libre, no se respetan los principios de mérito y capacidad.

El cumplimiento de los requisitos legales mínimos para el desempeño del cargo se controla actualmente por los tribunales contencioso-administrativos (además de, en su caso, por las instancias internas de control que operen en cada caso). Es verdad que, sobre todo tratándose de cargos de gran relieve (Fiscal General del Estado, por ejemplo), éstos aplican criterios de “deferencia” hacia las decisiones gubernamentales, por lo que sólo anulan los nombramientos en los que claramente se incumplen los requisitos mínimos. Si por Ley se implantaran mecanismos de control por parte de entes (administrativos) independientes dotados de esta misión, éstos no tendrían por qué observar, necesariamente, deferencia alguna. En todo caso, estos requisitos, apenas limitan la discrecionalidad de los que efectúan los nombramientos.

En cuanto a los procedimientos dirigidos a garantizar que la selección entre los distintos aspirantes se lleve a cabo siguiendo los principios de mérito y capacidad, el principal es la oposición como forma de acceso a un cuerpo funcionarial, que a su vez es requisito necesario para acceder a determinados puestos. Hasta los años ochenta del siglo XX, la oposición no sólo era un punto de partida, sino que resultaba determinante en la posterior carrera profesional del funcionario, porque muchos puestos se cubrían en función del “escalafón”, es decir, por antigüedad. Ahora, en cambio, la oposición se convierte en un simple requisito de acceso, pero la atribución de puestos concretos se hace mediante concurso o por libre designación. Por tanto, cuando un puesto de trabajo puede ser ocupado por un número potencialmente muy amplio de funcionarios (por ejemplo, sólo se exige ser funcionario del grupo A1), el papel de la oposición queda muy desdibujado. Si el puesto de trabajo sólo puede ser ocupado por funcionarios de un cuerpo muy restringido, el papel de la oposición sigue siendo importante.

El concurso de méritos es el procedimiento de provisión de puestos de trabajo más respetuoso con los principios de mérito y capacidad. En él, la discrecionalidad queda limitada por la publicación de un baremo de méritos, que será aplicado por un órgano colegiado, cuya actuación se encuentra sometida finalmente al control de los tribunales contencioso-administrativos (Artículo 79 del Estatuto Básico del Empleado Público -EBEP- Texto Refundido aprobado por Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre). La decisión del concurso se realiza en el ámbito interno del ente al que pertenece el órgano competente para nombrar al funcionario, sin intervención de entes externos.

Aplicando estos dos criterios, vamos a analizar los distintos tipos de cargos y puestos del sector público:

  1. Puestos puramente políticos (Presidente del Gobierno, Ministros, Secretarios de Estado), para los que sólo se exige la confianza (en el primer caso del Congreso de los Diputados, en los otros del Presidente del Gobierno). Su legitimación es democrática, en una cadena que va desde el Congreso de los Diputados (elegido directamente por los ciudadanos), pasa por el Presidente del Gobierno (investido por el Congreso) y sigue hasta los Ministros y Secretarios de Estado.
  1. Órganos directivos de los Ministerios (Subsecretarios, Directores Generales), para los que se exige ser funcionario del Grupo A1 (es decir, haber superado una oposición), aunque el nombramiento se hace por Real Decreto, sin procedimiento de selección y, por tanto, sin que puedan presentarse varios candidatos ni haya que motivar la elección. Los Secretarios Generales (muy pocos) son un caso aparte porque se exige tener experiencia de gestión, no necesariamente funcionarial. En este caso, por lo tanto, existen requisitos mínimos para el desempeño del cargo, pero no hay procedimiento de selección. No hay que olvidar que en este caso ya no estamos en el Gobierno, sino en la Administración (en sus escalones más altos), que ya no es una estructura política, sino que tiene que operar con objetividad y pleno sometimiento a la Ley y al Derecho (artículo 103.1 de la Constitución).
  1. Puestos reservados a funcionarios que se proveen por el procedimiento de “libre designación con convocatoria pública”, que son los de Subdirector General y otros puestos “de especial responsabilidad y confianza” (artículo 80 del EBEP). En este procedimiento existe una convocatoria pública, pero la elección entre los candidatos la toma el órgano competente en función de su “apreciación discrecional de la idoneidad de los candidatos en relación con los requisitos exigidos para el desempeño del puesto”. En principio no hace falta motivación en el sentido de razonar la superioridad de los méritos del elegido frente a otros candidatos, de modo que el único límite efectivo es el cumplimiento de los requisitos mínimos de acceso al cargo. Por tanto, y de modo similar al caso anterior, el órgano competente para el nombramiento goza de plena libertad para la elección entre los distintos solicitantes del puesto.
  1. El resto de los cargos funcionariales deben proveerse mediante concurso de méritos entre funcionarios que ya pertenezcan al cuerpo o cuerpos de los que deban proceder los candidatos. Aquí tenemos requisitos mínimos y un procedimiento que limita la libertad de elección.
  1. Fuera de la Administración (y del régimen funcionarial), pero dentro del sector público (y, por tanto, con manejo de fondos públicos y sin el mecanismo controlador de la competencia en el mercado) nos encontramos múltiples entes a los que ahora el Estatuto Básico del Empleado Público impone el cumplimiento de los principios de mérito y capacidad, aunque sin concretar las reglas para hacerlo efectivo (Disposición Adicional 1ª del EBEP). Como he comentado en otro lugar, algunas sentencias han aplicado directamente el artículo 23.2 de la Constitución, interpretando que, incluso en aquellos casos en que la Ley dispone que el nombramiento de un cargo directivo de un ente del sector público se efectúe “mediante Decreto”, sin procedimiento selectivo alguno (es decir, del mismo modo que ocurre en los apartados 1 y 2 de esta lista), deberá aplicarse previamente un procedimiento selectivo que garantice la publicidad y concurrencia.

La falta de sometimiento a los principios de publicidad y concurrencia de los nombramientos de altos cargos “técnicos” que no forman parte de una estructura administrativa jerarquizada

En la España actual, el problema más grave consiste en que, a caballo entre los apartados 2 y 3 tenemos muchos puestos respecto de los cuales, existe un control en forma de requisitos mínimos, pero no un procedimiento que garantice el mérito y la capacidad como criterio de selección entre los aspirantes. De hecho, en muchos casos ni siquiera existe la posibilidad de solicitar formalmente el nombramiento. El único contrapeso a la libre elección del órgano competente para el nombramiento es, en algunos casos, la obligación de comparecer ante las Cortes (modelo norteamericano), como por ejemplo en el artículo 15.1 de la Ley 3/2013, de 4 de junio, de creación de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia (“Los miembros del Consejo, y entre ellos el Presidente y el Vicepresidente, serán nombrados por el Gobierno, mediante Real Decreto, a propuesta del Ministro de Economía y Competitividad, entre personas de reconocido prestigio y competencia profesional en el ámbito de actuación de la Comisión, previa comparecencia de la persona propuesta para el cargo ante la Comisión correspondiente del Congreso de los Diputados. El Congreso, a través de la Comisión competente y por acuerdo adoptado por mayoría absoluta, podrá vetar el nombramiento del candidato propuesto en el plazo de un mes natural a contar desde la recepción de la correspondiente comunicación. Transcurrido dicho plazo sin manifestación expresa del Congreso, se entenderán aceptados los correspondientes nombramientos”).

Se trata de cargos que exigen conocimientos técnicos o científicos propios de una determinada profesión o rama del saber. Las normas aplicables utilizan expresiones como “reconocido prestigio” y/o “competencia profesional”, acompañadas en ocasiones del requisito de un determinado número de años de experiencia.

Se trata de cargos de gran relevancia, pero no son puestos que se integren en la estructura jerarquizada del Gobierno y de la alta Administración. Por tanto, no resulta admisible el argumento de que el nombramiento debe realizarse en función de criterios de confianza del órgano que lo realiza (un argumento que puede valer para Directores Generales, Subsecretarios, etc.). De hecho, en algunos casos se trata de órganos dirigidos al control del Gobierno o dotados legalmente de un estatuto de independencia frente a él.

En esta categoría entran los miembros de algunos órganos constitucionales, designados por el Gobierno o por las cámaras parlamentarias (Magistrados del TC, Vocales del Tribunal de Cuentas), los principales órganos del poder judicial y de la Carrera Fiscal (todos los que no se cubren por la pura y simple antigüedad), los vocales de las autoridades independientes (Banco de España, CNMC, Consejo de Seguridad Nuclear, CNMV) o incluso propuestas de nombramientos que corresponden a España en órganos de la UE (Magistrados del Tribunal de Justicia y del Tribunal General, Abogados Generales). Estos cargos existen tanto en el ámbito estatal como en el autonómico (incluido, en este caso, el nombramiento de uno de los Magistrados de la Sala de lo Civil y Penal del TSJ, que corresponde al CGPJ a partir de una terna propuesta por la Asamblea de la Comunidad Autónoma, de acuerdo con el artículo 330.4 de la LOPJ).

Hay que destacar el caso de los nombramientos judiciales, en el que la jurisprudencia contencioso-administrativa ha interpretado que es necesario respetar los principios de mérito y capacidad, al no tratarse de órganos directivos o de confianza, lo que significa obligar al órgano competente a motivar su elección, facilitando el control judicial (como ha estudiado Soriano y defendí hace bastantes años).

La Ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado, que se aplica sólo a la Administración estatal, no añade nada a los requisitos y procedimientos de nombramiento ya establecidos en la normativa aplicable a cada supuesto.

¿Existen argumentos que justifiquen esa falta de aplicación a estos cargos de los principios de mérito y capacidad?

Ya se han visto previamente las ventajas de un sistema meritocrático. En el caso español, los políticos, que son los autores de la regulación legal del nombramiento de estos cargos, han extendido a ellos los sistemas de designación de altos cargos del Gobierno y de la Administración, que son precisamente los que atribuyen mayor poder a los propios partidos políticos. Es comprensible que hayan actuado así, maximizando su propio poder, pero lo cierto es que carece de justificación.

Se ha insistido más arriba en que estos cargos no forman parte de la estructura jerarquizada del Gobierno. No se trata de “cargos de confianza” de los Ministros. De hecho, en algunos casos forman parte de otro poder, o tienen la función de controlar al ejecutivo, o su propia existencia se debe a la intención legal de “independizar” del Gobierno a un sector de la Administración, de modo que no está justificada esa dependencia política en su nombramiento.

Precisamente por esta razón, no debe establecerse una analogía -excesivamente simplista- con la libre designación. A primera vista podría parecer que, si cargos relativamente poco importantes como los Subdirectores Generales se proveen mediante libre designación, deberá aplicarse un procedimiento con el mismo grado de discrecionalidad para la designación de estos otros cargos, no menos importantes. Sin embargo, con independencia de las críticas que puede merecer la libre designación tal como se aplica actualmente (por ser excesivamente “libre”), en estos casos no nos encontramos ante cargos de confianza.

Existen también factores “culturales”. Junto a la creencia en que un Ministro necesita que todos sus colaboradores hayan sido nombrados con criterios de exclusiva confianza (porque, de no ser así, no colaborarán lealmente con él), existe la desconfianza en cualquier forma de “independencia” y la opinión de que un cargo de un nivel relativamente alto no puede resultar seleccionado a través de ninguna forma de concurso o examen previo, que no valdrían para identificar las aptitudes necesarias para su desempeño, o serían contraproducentes para su dignidad o prestigio. Frente a estas ideas, es necesario recordar que existen muchos procedimientos intermedios entre la absoluta discrecionalidad y un sistema rígido de oposiciones (por ejemplo, entrevistas con comisiones de expertos, publicidad de los currículos, etc.), procedimientos intermedios que por otro lado se están aplicando cada vez más en todo el mundo (sin ir más lejos, para la elección del Secretario General de la ONU).

Además, en algunos supuestos, de entre los que destaca el nombramiento de los Magistrados del TC, las reglas de designación contenidas en la Constitución pueden ser interpretadas en el sentido de que se ha querido que los órganos competentes puedan tener en cuenta la sensibilidad política o ideológica de los candidatos. Cuando se establecen unos requisitos mínimos y se establece una mayoría reforzada o se distribuye la capacidad de nombramiento entre varios órganos (como ocurre en el caso del TC), parece que se ha querido establecer un equilibrio dentro del órgano mediante la confluencia de vocales elegidos por distintos órganos. Esto ayuda a justificar la discrecionalidad de los distintos órganos competentes para el nombramiento. Si se hubiese querido que el nombramiento recayese en el “mejor” jurista, el procedimiento elegido habría sido otro. En estos casos puede ser inconstitucional establecer un sistema que reduce significativamente la capacidad de elección del órgano competente. De todas formas, hay que tener en cuenta lo dicho por el propio TC en su sentencia 49/2008, en la que (por cinco votos contra tres) desestimó el recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra la Ley Orgánica 6/2007, de modificación de la LOTC, que entre otras cosas limitaba la potestad del Senado de proponer cuatro Magistrados del TC (art. 159.1 CE), estableciendo una potestad de propuesta de las Comunidades Autónomas. En el FJ 10, el TC comienza diciendo que

“la elección de los Magistrados del Tribunal Constitucional por parte del Senado es un aspecto que requiere necesariamente desarrollo normativo y que, por tanto, puede verse limitada tanto material como procedimentalmente”.

Si esto sucede en el caso del TC, que es un órgano constitucional en el que la propia CE atribuye la potestad de propuesta de sus miembros a determinados órganos (sin que puedan establecerse por otros órganos regulaciones que supongan desconocer o cercenar esas competencias), el panorama se muestra despejado en el resto de órganos, cuya regulación es de rango legal.

Vías para incrementar la meritocracia en el nombramiento de esta clase de cargos

Esta reforma podría llevarse a cabo mediante una Ley estatal, sin necesidad de reforma constitucional. Sería necesaria una Ley Orgánica para modificar o complementar el sistema de nombramiento de los titulares de aquellos órganos cuya regulación esté sometida a reserva de Ley Orgánica (por ejemplo, la LOPJ).

Por lo que respecta a las cuestiones competenciales, es claro que las Cortes pueden regular (siempre respetando la Constitución) el nombramiento de los titulares de cualesquiera órganos estatales. En cuanto a la extensión de estos procedimientos de selección a los órganos autonómicos o locales, el Estado podría invocar su competencia sobre “bases del régimen jurídico de las Administraciones públicas y del régimen estatutario de sus funcionarios” (art. 149.1.18ª CE) e incluso, en la medida en que se está dando cumplimiento al artículo 23.2 CE, la competencia sobre “condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales” (art. 149.1.1ª CE).

Lo que no puede hacer el legislador estatal, porque afectaría a las competencias autonómicas sobre organización de sus propias instituciones, es obligarlas a que sus nombramientos sean intervenidos por un órgano estatal (aunque en él tengan una participación minoritaria las propias CCAA). Sí podría imponerles la creación de una estructura organizativa que cumpliera los mismos criterios que la prevista para el Estado. Sin embargo, como en esta materia es fundamental la existencia de una “distancia” entre el controlador y el controlado, se puede fomentar que mediante acuerdo entre el Estado y las CCAA (sólo mediante acuerdo), se cree una instancia común que sea la que intervenga en los procesos de nombramiento y selección.

En cuanto a la forma más adecuada para garantizar la aplicación de los principios de publicidad y concurrencia en aquellos nombramientos en los que ahora sólo se establecen requisitos mínimos de desempeño del cargo, se pueden hacer algunas reflexiones.

La primera es que cualquier forma de incrementar la meritocracia tendría que basarse en los dos mecanismos de limitación de la discrecionalidad que ya existen: requisitos mínimos de acceso al cargo y un procedimiento de publicidad y concurrencia que facilite la elección de alguien que no sólo cumpla los requisitos, sino que sea el mejor de los aspirantes.

En segundo lugar, existe la posibilidad de generalizar el procedimiento de concurso, al modo que se aplica en la designación de los titulares de altos órganos judiciales. Se exige al órgano de selección que realice una convocatoria pública (en algunos casos con baremo) y que motive la elección de entre los aspirantes presentados.

En cuanto a la forma de articular ese concurso, tendría que diferenciarse de los concursos de méritos que se aplican ordinariamente en el ámbito de la función pública, en dos aspectos: la previsión de un baremo necesariamente amplio (que se limitaría a señalar unos determinados méritos que se consideren relevantes, sin asignación de puntos) y la participación de personas ajenas al órgano competente para efectuar el nombramiento, a diferencia de lo que sucede en los concursos para la provisión de puestos de trabajo de funcionarios, donde el concurso es “interno”, sin participación de personas ajenas. Podría tratarse de un órgano especializado en estas tareas de selección, que combine una comisión del máximo nivel con los asesoramientos externos que precise.

En efecto, la creación de una especie de “comisión de selección” de ámbito estatal, que sería deseable que fuera aceptada por las CCAA como órgano común, dirigida por un órgano colegiado de personas independientes y de prestigio y que estuviera dotada de unos servicios propios especializados y de asesoramientos externos, podría ser un avance importante. Esta comisión podría tener una intervención variable, decidida por la Ley de nombramiento de altos cargos. Así, en algunos casos podría ser una competencia de propuesta vinculante, o de propuesta de una terna vinculante, o de informe preceptivo y vinculante sobre la propuesta presentada por el órgano gubernamental competente para efectuar el nombramiento.

En particular, podría ser necesaria una regulación diferenciada para los cargos judiciales, aun basada en los mismos criterios.

En fin, pasar a un sistema basado en que una empresa privada efectúe la selección con sus procedimientos internos, no tiene fácil justificación, sobre todo cuando no es fácil saber cómo se va a controlar después el éxito de la elección realizada y cuando, como hemos visto, brilla por su ausencia el factor del mercado y la competencia como elemento que incentiva las buenas elecciones y priva de importancia a las malas.


Foto: JJBose