Por Norberto J. de la Mata Barranco

 

La diferencia entre el Derecho penal del hecho y el Derecho penal de autor es clara. O debería serlo. Sin embargo, cada vez nos molesta más lo que dicen los del otro bando. Y tendemos a justificar lo que se expresa desde esta orilla ofendiéndonos y exigiendo respuestas contundentes (penales) para lo que se dice desde la otra. Es que no es lo mismo, se repetirá. Y no parece que se actúe de modo muy diferente en función de la ideología de adscripción. ¿Hasta dónde llega la libertad de expresión? ¿En qué momento una posible ofensa personal merece la respuesta del Derecho penal?

Y aquí surge el denominado delito de odio, seguramente el delito más odioso (al menos, uno de los más odiosos) del Código penal español. Un delito que se ha ido reformando y que se va a seguir reformando, según vienen los tiempos, dudo que para mejorarlo desde su previsión inicial. Un último intento a través de la Proposición de Ley 122/000157, de 22 de diciembre de 2017, para la reforma de la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura, presentada por el Grupo Parlamentario Socialista, cuya Disposición adicional segunda añade un artículo 510 bis a la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre. Dignidad, hostilidad, discriminación, humillación, menosprecio, descrédito. Términos que se repiten.

De nuevo lo mismo de siempre. ¿Qué queremos que sea el Derecho penal? Me parece que puede aportar algo de luz el Manifiesto aprobado por el Grupo de Estudios de Política Criminal aprobado a finales del pasado año en Madrid que se transcribe a continuación.

“En el delicado equilibrio entre libertad de expresión y otros intereses dignos de tutela, en las últimas décadas se ha optado por una vía claramente expansiva tanto en el plano normativo como en el de la interpretación judicial de los preceptos penales.

Esta expansión legislativa (bajo la excusa del cumplimiento de la normativa internacional) se ha concretado, por una parte, en un sucesivo incremento de los tipos penales que sancionan conductas de expresión, y, por otra, en la utilización en aquellos de conceptos metajurídicos, de difícil definición, como “clima”, “hostilidad”, o incluso “odio” que han facilitado interpretaciones extensivas. Esta tendencia ha derivado incluso en la creación de preceptos penales omnicomprensivos -como el artículo 510 del Código Penal- en los que se incluyen todas las fases de realización e intervención delictiva con la intención de evitar eventuales interpretaciones restrictivas.

Por su parte, a nivel judicial, aun en aquellos casos en los que resultaba posible una exégesis restrictiva de los tipos penales, la tendencia de gran parte de los tribunales ha ido en la línea de restringir los márgenes de la libertad de expresión. 

Todo esto se ha puesto especialmente de manifiesto en los últimos años, particularmente en relación con la persecución penal de expresiones ofensivas y de mal gusto proferidas a través de las redes sociales. La gran repercusión pública de algunos de estos casos ha generado una falsa percepción del riesgo que la comunicación en las redes sociales tiene para los valores de la moral colectiva y para la propia seguridad pública. Sin embargo,  los datos empíricos existentes no solo no avalan la relación entre este tipo de publicaciones y la efectiva perpetración de delitos de odio, sino que tampoco muestran una alta prevalencia de estas formas de comunicación.

Esta expansión de los márgenes de la intervención penal frente a este tipo de conductas afecta significativamente a la libertad de expresión en un Estado social y democrático de Derecho. El Estado no debe limitar coactivamente el contenido del discurso ideológico, pues la legitimidad de las decisiones democráticas se sustenta en el debate, la crítica libre y el pluralismo ideológico. Conforme a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, la democracia, como espacio de juego político y como sistema que respeta la autonomía de los ciudadanos, no solo debe tolerar todas las ideologías y planteamientos sino que exige la libertad de expresión también frente a cualquier discurso que conlleve una intervención en el espacio público, por ofensivo o molesto que pueda resultar (sin perjuicio de la implementación de políticas públicas que promuevan la tolerancia y el respeto a los derechos de todos los ciudadanos).

Por ello resulta tan preocupante la tendencia actual a restringir ideológicamente el discurso por medio del Derecho penal, la imposición de narrativas oficiales por medio de la eliminación de discursos disidentes y todo bajo la excusa de la protección de colectivos afectados por conductas discriminatorias o de la necesidad de tutela de la seguridad ciudadana.

Si, como señala la sentencia 6/1981 de 16 de marzo del Tribunal Constitucional “sin libertad de expresión quedaría absolutamente falseado el principio de legitimidad democrática” resulta básico definir los límites a los que puede someterse un derecho tan esencial para el mantenimiento del pluralismo político y social y, por tanto, para la propia democracia.

No es discutible que la libertad de expresión, como cualquier otro derecho, pueda ser limitada. Ahora bien, deben precisarse sus límites teniendo presente que hay que aceptar la existencia de un núcleo esencial que tendría que resultar intangible y es aquel que afecta a la propia configuración del pluralismo político en un Estado democrático.

Tanto el Tribunal Europeo de Derechos humanos como el Tribunal Constitucional han ido perfilando una doctrina definitoria de tal núcleo, describiendo, además, los supuestos en los que puede limitarse tal libertad.

En particular, se admite la limitación de la libertad de expresión cuando el acto de expresión 

a) Implique la limitación de un derecho constitucional, en el sentido de un daño o lesión de un bien relacionado con la autonomía personal. 

b) Incluya amenazas o intimidaciones a personas concretas.

c) Represente una incitación a la comisión de un delito.

Por otro lado, a estos tres límites se ha añadido el concepto del “discurso del odio”, de modo que todo lo que sea etiquetado como tal queda automáticamente fuera del amparo de la libertad de expresión.

Estos límites plantean números problemas: ¿qué lesiones y qué derechos justifican la intervención penal? ¿es legítima la protección de sentimientos o la criminalización de emociones como el odio?

Por ello, entendemos que resulta esencial que la intervención penal en este ámbito, como debe hacerlo en todos, se guíe por los siguientes principios:

1.- Intervención mínima (evitando acudir al Derecho penal cuando resulten suficientes, p. ej., el Derecho privado o medidas de prevención primaria).

2.- Legalidad y taxatividad (evitando preceptos vagos y omnicomprensivos, como el actual 510 CP).

3.- Lesividad y materialidad de la acción (más que discutible en preceptos como el art. 578 CP).

4.- Proporcionalidad (evitando acudir a penas privativas de libertad para la punición de esta clase de conductas).

De todo ello se deriva la necesidad de una profunda reforma del Código penal, en la línea de despenalizar o modificar todos aquellos delitos de expresión que no superen estrictamente el test de los mencionados principios.

La compleja situación que atraviesa en nuestro Estado la libertad de expresión, clave de bóveda de toda sociedad democrática, requiere, sin duda, una apuesta decidida por la maximización de dicha libertad.”

Creo que puede compartirse. No todo es Derecho penal.


Protomártires dominicos, Nápoles