Por Pablo Salvador Coderch

John Roberts, Jr. (1955), Chief Justice de la U.S. Supreme Court, ha sido socio de la firma de abogados antecesora de Hogan Lovells y abogado del gobierno federal. En esa condición, ganó 25 de los 39 casos que defendió ante el tribunal que ahora preside. Nadie duda que es un profesional de primera fila y que es una persona extraordinariamente trabajadora. Y  jamás ha ocultado su talante conservador.

Pero sobre todo lo anterior, Roberts es un patriota americano, esto es, alguien que, cuando se trata de defender los intereses de su país, ve más allá de su propia vida.

John Roberts, Jr. y otros cinco magistrados de la U.S. Supreme Court han salvado Obamacare (The Patient Protection and Affordable Care Act). Se veía venir: ya hizo algo semejante hace tres años con el primer envite contra la ley que define la presidencia de Barack Obama (National Federation of Independent Business v. Sebelius). Entonces hizo valer una tesis académica luminosa, que para algo sirven los profesores universitarios, para decidir que la opción legal entre contratar el seguro obligatorio o pagar una cantidad de dinero al fisco era un impuesto y no una sanción (Robert Cooter y Neil Siegel: Not the Power to Destroy). Ahora ha remachado el clavo.

En efecto, Roberts ha escrito la  opinión de la mayoría en la sentencia dictada el pasado 25 de junio. En ella ha forzado un texto aislado de la ley en pro de su contexto y del sentido común. Así, ha tendido un puente entre republicanos y demócratas y ha contribuido a cerrar la brecha que separa a unos americanos de otros, una honda herida cultural por la cual los Estados Unidos de América se desangran, su más grave riesgo de decadencia como nación, según los mejores analistas (Joseph S. Nye, Jr., Is The American Century Over?; Zbiginiew Brzezinsnki, Strategic Vision. America and the Crisis of Global Power).

Roberts ha creído, en suma, que la institución que preside está al servicio de los intereses del país y no a los de quienes le auparon y nombraron. Ve, como digo, más allá de su propia vida.

Disculpe usted que le dé mi vituperada opinión antes de la estricta narración de los hechos, pero estos son notorios:  el objetivo de The Patient Protection and Affordable Care Act es expandir la cobertura de seguros de salud en la sociedad americana, reduciendo así el número de ciudadanos sin seguro –en 2010, casi 50 millones de personas-. El pasado mes de junio, dos de mis estudiantes, Adrià Roca y Alexandre Codina, bordaron su examen de la asignatura de derecho de la empresa, en la facultad de económicas de la UPF, con un papel sobre Obamacare que habrá de publicarse pronto. Les cito:

“[A]ccording to the U.S. Department of Health and Human Services published on May 5, 2015, 14.1 milion adults have gained health insurance Access since October 2013, and the ininsured rate has dropped from 20.3% in 2012-2013 to 13.2% in the first quarter of 2015”.

Para conseguir lo anterior sin crear un sistema de seguros públicos –algo nada fácil en un país inmenso, muy diverso y con casi 320 millones de habitantes- la rede de seguros privados había de superar el problema de la selección adversa, es decir, la vieja y conocida realidad de que, en los seguros voluntarios, los malos riesgos expulsan a los buenos. Para ello, la ley hizo tres cosas:

Primera, obligó a los buenos riesgos, es decir, a los americanos jóvenes y sanos -quienes normalmente huirían del seguro– a pagar, si efectivamente lo hacen así, una cantidad a la hacienda pública (la cuestión discutida y resuelta en Sebelius).

Segunda, obligó a las compañías de seguros -las cuales, naturalmente, discriminarían entre riesgos buenos y malos- a asegurar a todo el mundo, con independencia del estado de su salud y de su predisposición a perderla.

Y tercera, concedió créditos fiscales a las personas de ingresos modestos para que pudieran asegurarse. A este último efecto, la ley previó la constitución de unos “Exchanges” en cada estado de la Unión, es decir, de unos mercados estatales en los cuales los residentes de cada estado podían ver, comparar y elegir entre alguna de las distintas ofertas disponibles de seguros.

La ley, de gestación torturada, dispuso que si un estado no establecía su propio “Exchange”, el gobierno federal podría hacerlo directamente.

Entonces, el país se dividió en dos mitades casi exactas, pues los estados de predominio republicano se negaron a constituir su propio mercado y el gobierno federal lo hizo en su lugar.

La cuestión legal planteada ante el Tribunal Supremo era si los créditos fiscales previstos por la ley estaban disponibles en los estados que no habían establecido un mercado y en los cuales tal mercado los había constituido el gobierno federal. Y se formulaba porque, para conseguir un crédito fiscal, un artículo de la ley requería que el ciudadano se hubiera registrado en “un mercado establecido por el Estado” (“an Exchange established by the State”, énfasis añadido: las disposiciones relevantes pueden consultarse en 26 U.S.C. § 36 B(a) y 42 U.S.C. § 18031).

Los demandantes, oponentes a la ley, argüían que si un estado se había negado a constituir un mercado y en su lugar había actuado el gobierno federal, entonces  había un mercado establecido “en” el estado, pero no “por” él. En consecuencia, en ese estado no cabrían créditos fiscales y, de ser así, pues, en el fondo tal era la pretensión, el sistema implosionaría en una “espiral de muerte”. Los demandantes ponían el énfasis en la diferencia de sentidos de dos preposiciones: “por”, que indica el agente en las oraciones pasivas, no significa lo mismo que “en”, que indica el lugar.

Por su parte, la agencia tributaria federal (Internal Revenue Service) había interpretado la ley en el sentido de que la circunstancia de que el mercado hubiera sido establecido por el gobierno federal y no por el estado no obstaba a que sus residentes pudieran solicitar el crédito fiscal.

Roberts y sus cinco colegas que formaron una mayoría holgada de seis magistrados contra tres resolvieron que, a pesar de que el discutido artículo concreto de la ley, literalmente entendido, daba pie a la posición de los reclamantes, su contexto no lo hacía: la ley, en muchos de sus disposiciones, presuponía claramente que todos los ciudadanos pobres o con ingresos modestos de todos los estados pudieran pedir un crédito fiscal y no solo aquellos que residieran en un estado que hubiera establecido el mercado correspondiente. No había que tomar, vino a decidir la mayoría, la parte por el todo -el rábano por las hojas-, ni había, por tanto, que entender que el legislador puso, sin decirlo así, una bomba trampa en una concreta disposición de la ley, menos todavía cuando nadie pensó nunca que la ley entera podría ser dinamitada desde una regla aislada y contextualmente ambigua por más que literalmente clara. Y si el legislador pensó tal cosa, no lo expresó así en el resto del texto de la ley, en el contexto de la disposición discutida.

El magistrado Antonin Scalia puso un voto particular en contra al cual se sumaron otros dos magistrados: “Las palabras”, escribió, “dejan de tener significado si un mercado que no es establecido por el estado es ‘establecido por el estado’”. Literalmente así es, sin duda, pero aunque la interpretación de las leyes comienza siempre con su sentido literal, casi nunca acaba ahí.

Las consecuencias económicas y sociales del fallo marcarán el destino de los Estados Unidos por una generación. El lector me permitirá que yo le remita ahora al artículo que pronto publicarán Adrià Roca y Alexandre Díaz. El futuro es más suyo que nuestro, acabo ahora contándole por qué.

Por segunda y espero que por última vez el Tribunal Supremo federal ha convalidado Obamacare. Ha hecho lo correcto. Pero las cosas podrían haber sido muy distintas si John Roberts, Jr. no hubiera alzado la vista para ver más allá de las disputas políticas cotidianas de quienes no siempre caen en la cuenta de que nunca jamás ninguna nación de verdad es realmente nuestra. Si acaso, de nuestros nietos.