Por Alejandro Huergo Lora

 

El martes 7 de mayo de 2019, quien presidía la CNMV cuando se autorizó la salida de Bankia a Bolsa, declaró lo siguiente en la Audiencia Nacional, en el juicio penal del caso Bankia: “Que la CNMV autorice un folleto no quiere decir que sea correcto”. En otras palabras, que no le parece imposible ni contradictorio que el folleto una oferta pública que supere el control de la CNMV contenga en realidad información falsa, hasta el punto de que se abra juicio oral por estafa a quienes la impulsaron.

Teóricamente, los controles administrativos (como el de la CNMV sobre los folletos de emisiones de valores negociables) son un mecanismo preventivo y adicional, porque otros instrumentos jurídicos, como el Derecho penal o el Derecho de daños, que también se aplican (como se comprueba precisamente en el caso Bankia) son sistemas curativos que actúan a posteriori, y resulta imprudente asumir determinados riesgos cuando los daños posibles son muy graves.

Dicho de otro modo: ante el riesgo de resultar envenenado por consumir comida en mal estado, el Derecho penal amenaza al responsable con penas graves, confiando en que las penas serán disuasorias y que no será necesario imponerlas porque servirán para que nadie venda comida en mal estado. El Derecho de daños también amenaza al responsable, en este caso con la posibilidad de ser condenado a pagar indemnizaciones muy cuantiosas. Pero, como el riesgo es alto y ni las penas ni las indemnizaciones conseguirán devolver la vida o la salud a los envenenados, el Derecho administrativo establece unas reglas sobre la composición y la preparación de los alimentos y unas inspecciones que intentan evitar la puesta en circulación de alimentos en mal estado. Teóricamente, la regulación administrativa debería impedir que llegasen a aplicarse el Derecho penal o el de daños.

Lo sorprendente es que se produzcan daños a pesar de la regulación administrativa, es decir, que haya un envenenamiento aunque se cumplan todas las medidas de seguridad, o, dicho de otro modo, que éstas se revelen insuficientes. El caso de la CNMV y la salida de Bankia a Bolsa no es el único ejemplo. No se trata de que alguien burle o incumpla la regulación, sino de que ésta se demuestre insuficiente en el sentido de que, aunque se cumpla, se produzcan daños. Lo primero supone un fallo en la aplicación (law enforcement); lo segundo, un fallo más grave de diseño.

Los Ayuntamientos y las comunidades autónomas han aprobado normas sobre el tamaño mínimo de las plazas de garaje, que deberían proteger a los consumidores y evitar que les vendan plazas demasiado pequeñas. Sin embargo, un consumidor que compra una plaza de garaje y que considera que, aunque la misma cumpla esas normas administrativas, es demasiado pequeña para las medidas habituales de los vehículos actuales, puede presentar una demanda civil para que le devuelvan el precio o le hagan un descuento, porque el objeto que le han vendido no reúne los requisitos mínimos para cumplir la función de una plaza de garaje, y en muchos casos los tribunales declaran que la plaza no es apta para su uso, aunque cumpla las normas administrativas, y obligan al vendedor a devolver el precio.

Como dice una sentencia de 9 de julio de 2007 (ECLI: ES:TS:2007:4823),

“frente a las constatadas circunstancias que, en el plano material, convierten en inhábiles las plazas de aparcamiento adquiridas para cumplir con su finalidad, no es dable oponer (…) el cumplimiento de las exigencias urbanísticas y las formalidades administrativas requeridas para su utilización, toda vez que (…) la consideración de la inhabilidad del objeto de la compraventa es producto de una valoración jurídica que, ante todo, tiene un componente fáctico, y que resulta de la empírica constatación de las circunstancias que, conforme a la caracterización jurisprudencial, conducen a apreciar tal condición de inhabilidad o de impropiedad del objeto para su habitual destino, para lo cual es suficiente una cierta gravedad obstativa para el normal disfrute de la cosa con arreglo al mismo (…), o que se convierta el uso en gravemente irritante o molesto”.

O, como dice otra sentencia de la AP de Barcelona de 31 de mayo de 2018 (ECLI: ES:APB:2018:5795),

a los efectos de este pleito, resulta irrelevante si el aparcamiento cumple o no la normativa urbanística administrativa, ya que no se trata de revisar dicha legalidad sino [que], desde una óptica civil, lo que resulta importante es la adecuación de la plaza al fin que le es propio para determinar si la vendedora, demandada en este caso, ha dado satisfactoriamente cumplimiento a la prestación a la que venía obligada en virtud del contrato”.

En 1994, el Gobierno aprobó una norma de protección de los consumidores ante la firma de créditos hipotecarios (Orden de 5 de mayo de 1994 sobre transparencia de las condiciones financieras de los préstamos hipotecarios), con la que pretendía garantizar transparencia y claridad en sus cláusulas. Esa norma -hoy derogada- fue utilizada por las entidades de crédito para la redacción de los contratos. Sin embargo, años después comenzaron a presentarse demandas alegando que determinadas cláusulas (por ejemplo, las cláusulas suelo) eran abusivas al establecerse de forma opaca, a pesar de que se había cumplido la norma administrativa de transparencia. Como dice la sentencia de 9 de mayo de 2013 (ECLI: ES:TS:2013:1916), “la finalidad tuitiva que procura al consumidor la Orden de 5 de mayo de 1994 en el ámbito de las funciones específicas competencia del Banco de España, en modo alguno supone la exclusión de la Ley 7/98 a esta suerte de contratos de consumidores, como ley general”. Como todo el mundo sabe, los tribunales dieron la razón a estas demandas, poniendo en marcha un imponente proceso de devolución de cantidades.

En definitiva, tanto en un caso como en otro los jueces civiles acaban decidiendo, a golpe de sentencias individuales, cuál es el nivel de protección que merece el consumidor, y lo hacen al margen de lo que previamente ha dicho el Gobierno en un reglamento. Teóricamente los Gobiernos intervienen para proteger al consumidor y no dejarlo solo en un pleito contra un empresario, y sin embargo el nivel de protección alcanzado en esos pleitos acaba siendo superior al fijado en normas administrativas. Motivo suficiente para la reflexión, porque es como si alguien compra un paraguas y descubre que se está mojando más aún que quienes no lo llevan.

En Skin in the game, Nassim Taleb toma partido por el Derecho de daños frente a la regulación, porque el primero está en manos de los jueces, es decir, de una pluralidad de órganos, no de un Gobierno que puede acertar o fallar con su regulación. Además, y en el mismo sentido, el Derecho de daños es impulsado por miles de afectados que presentan demandas, lo que garantiza mucha más capacidad de innovación en los argumentos o en las pruebas (“selección competitiva”) que cuando el esfuerzo dirigido a hacer cumplir la regulación recae sólo en una organización administrativa jerarquizada. Para los lobistas, que pretenden “aguar” los límites jurídicos para que no reduzcan los beneficios de las empresas, es más fácil capturar a un regulador que a centenares de jueces. De hecho, a veces los lobistas presionan para conseguir que la regulación limite o restrinja el papel del Derecho de daños, como se ha pretendido con el movimiento de la tort reform.

Estos argumentos admiten algunas respuestas. Aunque la independencia de los jueces individuales los hace más resistentes a la presión, es cierto que al final la doctrina jurisprudencial la lidera un órgano único (recordemos la sentencia del Pleno de la Sala Tercera del Tribunal Supremo sobre los gastos hipotecarios). Sin embargo, la vinculación de los órganos judiciales a la jurisprudencia del TS siempre es más flexible, y además en estos momentos el papel del Tribunal de Justicia de la UE reequilibra el sistema, que es más “policéntrico” que jerárquico. Por otro lado, también es verdad que en un Estado federal puede haber concurrencia y emulación entre distintas Administraciones, lo que puede mejorar su actuación dirigida a hacer cumplir las normas (law enforcement), porque existen distintos centros en los que pueden surgir prácticas diferentes (no una única Administración jerarquizada), y las mejores prácticas tenderán a extenderse porque los ciudadanos lo exigirán.

Antes de aprobar normas administrativas (es decir, preventivas), es necesario preguntarse por su interacción con otros mecanismos jurídicos dirigidos a conseguir el mismo resultado, como el Derecho penal o el de daños. ¿Es que no existen en el sector en cuestión? ¿Es que los posibles daños son tan graves que no se puede asumir el riesgo de que las normas penales o de daños carezcan de efecto disuasorio y no eviten los daños? ¿Merece la pena aprobar normas administrativas o es preferible ajustar mejor las penales?

En segundo lugar, hay que afinar y actualizar la regulación administrativa para evitar que, como hemos visto con algunos ejemplos, se quede por detrás del nivel de protección que se exige por otras vías jurídicas. Entre otras cosas porque, aunque en el campo civil ello no tiene consecuencias (más allá del absurdo de que el nivel de protección de la norma “preventiva” y “especial” sea inferior al de la ordinaria), en el campo penal sí podría tenerlas, en la medida en que el cumplimiento del estándar de protección de la norma administrativa podría limitar o incluso descartar la responsabilidad penal.

Por último, es preciso replantearse si la Administración puede mantener la pretensión de encargarse en exclusiva de la tarea de hacer cumplir las normas que regulan todo tipo de actividades sectoriales, empresariales o de otra naturaleza. La regulación crece y se hace más compleja, pero los medios puestos al servicio de su aplicación no crecen -ni pueden hacerlo- al mismo ritmo. Del mismo modo que el Derecho de daños o el penal cuentan con un ejército de agentes privados que colaboran gratuitamente (aunque no desinteresadamente) en su aplicación (me refiero a todos los demandantes, querellantes, denunciantes, etc.), tal vez haya que abrirse a técnicas similares, ya ensayadas en Estados Unidos, por ejemplo, en contratación pública o en el control de las malas prácticas financieras.