Por José María Rodríguez de Santiago

Mucho ruido y pocas nueces

Introducción: ¿una reforma integral?

Es posible que, cuando el profesional del Derecho administrativo que pretende estar atento a lo que publica el BOE termina la lectura reflexiva de las Leyes 39 (en adelante, LPAC) y 40/2015 (en adelante, LRJSP), de 1 de octubre, surja la pregunta: ¿por qué se ha hecho esto?, o ¿qué necesidad había de aprobar estas dos leyes? Desde luego, eso me ha pasado a mí.

En términos generales, creo que no es desacertado afirmar que la aprobación de ambos textos legislativos constituye poco más que una reordenación y refundición de la materia siguiendo el criterio (tan discutible o acertado como el anterior) de separar, dentro del contenido de las normas hasta ahora vigentes (Ley 30/1992, normas legales y reglamentarias sobre la Administración electrónica, LOFAGE, etc.), la regulación de las relaciones ad extra entre la Administración y el ciudadano (para situarla en la LPAC) de la regulación ad intra de lo que no sale de la propia organización administrativa o de las relaciones entre Administraciones públicas (que se ubica en la LRJSP).

Por lo que se refiere a la Ley que nos interesa, la LPAC, tampoco me parece injusto decir que

“no hay un solo replanteamiento en profundidad de ninguna institución vertebral; solo pequeñas reformas, puntualizaciones, aclaraciones y desarrollos de lo que ya [estaba] vigente” (Santamaría Pastor).

Y, por el contrario, me parece una exageración desproporcionada calificar la aprobación de la nueva Ley como una “reforma integral y estructural” (entre otras cosas) del procedimiento administrativo, que son los términos que utiliza el Preámbulo de la Ley 39/2015. Desde el punto de vista de la política legislativa, creo que hubiera sido más correcto aprobar una ley que modificara punto por punto, sobre los textos vigentes, lo que se hubiera considerado como necesitado de reforma (como se ha hecho, por ejemplo, con la Ley del Gobierno de 1997): algo más modesto y, por ello, más adecuado a la realidad del alcance efectivo de las nuevas leyes sobre los contenidos que se reforman, que no son tan relevantes –a mi juicio- como la idea de la “reforma integral y estructural” podría inducir a pensar.

Puedo asegurar, por ofrecer un ejemplo gráfico y concreto, que en las presentaciones power point que contienen los esquemas con los que imparto las clases teóricas de las dos asignaturas obligatorias de Derecho administrativo del Grado en Derecho de la UAM solo he tenido que cambiar la numeración de los preceptos legales a los que allí se remite, salvo –por decirlo todo- en la clase en la que se explica la Administración institucional (título II de la LRJSP), cuya nueva regulación sistemática me ha merecido un juicio positivo.

Es el propio Preámbulo citado el que, al hablar de esa pretensión de llevar a cabo una “reforma integral y estructural”, hace pensar en las cuestiones que una verdadera reforma de ese tipo debería haber abordado (y no lo ha hecho). A esto me voy a referir en primer lugar bajo el título “las oportunidades perdidas”. Después voy a hacer una selección de las efectivas reformas, algunas de ellas muy desafortunadas. De forma provocativa las voy a denominar “sorpresas de la nueva regulación”.

He optado, sin embargo, por no hacer referencia a dos cuestiones escurridizas que han suscitado muchos comentarios durante el proceso de elaboración de la LPAC y después de su aprobación: el concepto de procedimiento administrativo común (que delimita la competencia normativa estatal en el art. 149.1.18 CE); y los títulos competenciales invocados por el Estado como soporte de su nueva legislación, entre los que resultan (por lo menos) chocantes “las bases y coordinación de la planificación general de la actividad económica” (art. 149.1.13 CE) y la “Hacienda general” (art. 149.1.14 CE) (DF 1ª.2 LPAC), de los que, por lo menos, puede decirse que están cogidos por los pelos [puede verse sobre esto el Dictamen del Consejo de Estado emitido sobre el anteproyecto de ley, III, C)]. Y tampoco voy a aludir a la regulación de la Administración electrónica –una de las protagonistas de la nueva Ley-, cuyo comentario dejo a los expertos, entre los que no me encuentro.

Una primera oportunidad perdida: la actualización del concepto de procedimiento administrativo

Una verdadera “reforma integral” de la regulación española del procedimiento debería haber prestado, al menos, alguna atención a la evolución del mismo concepto de procedimiento administrativo. Quiero hacer referencia aquí a dos cuestiones, suficientemente conocidas a estas alturas, que quedan casi por completo o por completo sin tratar en la nueva ley: las diversas manifestaciones de privatización del procedimiento administrativo; y la extensión de ciertas reglas procedimentales a actuaciones materiales de la Administración que no adoptan la forma de acto, de contrato o de disposición administrativa.

En el Derecho administrativo actual se llama la atención con frecuencia (aunque el legislador no parece haber leído nada al respecto) sobre diversos modelos legislativos que tienen en común la atribución de un papel de liderazgo a algún sujeto privado que, más o menos intensamente, comparte con la Administración la posición de dirección del procedimiento administrativo. Se ha hablado en esos casos de una “privatización del procedimiento” y se ponen como ejemplos diversos supuestos de control, inspección y certificación realizados por empresas privadas, la auditoría ecológica, etc. A la necesidad de delimitar el reparto de responsabilidades entre la Administración y los mencionados sujetos privados en esos casos, de garantizar que la información con la que se decide es completa y objetiva y está suficientemente distanciada del interés propio del sujeto privado se puede responder con una regla relativa a un eficiente control administrativo de la instrucción realizada por dicho sujeto. Hubiera sido oportuno tratar la cuestión en la ley reguladora del procedimiento administrativo común, con independencia de las regulaciones más detalladas de la legislación sectorial.

Por otra parte, es excesiva la vinculación conceptual que todavía existe entre procedimiento y forma administrativa resolutiva, contractual o normativa. Se ha destacado ya por la doctrina desde hace años que la idea de procedimiento también es la que mejor explica algunas relaciones entre la Administración y el ciudadano que no están dirigidas a la aprobación de un acto administrativo (ni de una norma, ni un contrato). Puede verse sobre esto este trabajo de Marcos Vaquer. No existe ningún motivo dogmático convincente para limitar el concepto de procedimiento administrativo al tipo del que se resuelve mediante una decisión formal. Como en el “procedimiento decisorio”, se da en el procedimiento a través del que se llevan a cabo ciertas prestaciones “reales” o “materiales” (asistencia sanitaria, atención a una persona dependiente, etc.) un proceso de obtención y elaboración de información dirigido a la consecución de un fin perteneciente al ámbito de la actuación administrativa, por mucho que ese fin no consista en la adopción de una decisión en forma de acto administrativo.

La idea directiva del concepto de procedimiento administrativo sirve, en primer término, para reconducir a una unidad los múltiples contactos que la Administración entabla con un ciudadano (o con otro sujeto jurídico-público) para la consecución de un fin concreto. En torno a esa misma construcción de la idea de procedimiento se han articulado las garantías para la defensa de los derechos e intereses de los ciudadanos: el concepto de procedimiento administrativo es, en cuanto a su existencia y a su configuración, una derivación de los principios propios del Estado de Derecho para el ámbito de la actuación administrativa; en el desarrollo de ese expediente muestra expresamente la Administración al interesado que la manera de afectar a sus derechos se mantiene en el marco de lo que exige la vinculación a la ley y al Derecho. Las reglas del procedimiento administrativo disciplinan, además, la obtención y el tratamiento de la información necesaria para decidir correctamente: qué información puede o debe utilizarse y con qué requisitos, quién debe suministrar ese material instructorio y por qué cauces, a quién corresponde la carga de acreditar lo que se alega y a quién se atribuye la competencia de valorar la información, qué datos deben suministrarse al ciudadano, etc.

Ninguna de las finalidades destacadas remite a aspectos que no sea necesario disciplinar en la actuación administrativa de prestación de servicios o material. También la multiplicidad de los contactos entre la Administración social prestadora y el destinatario de una concreta prestación deben reconducirse a una unidad ideal de actuación para poder ser manejable jurídicamente. Así mismo, deben ser reguladas las garantías del ciudadano en el contexto de estas actuaciones materiales de la Administración, que pueden introducirse de forma mucho más incisiva en esferas de autodeterminación del individuo que el acto administrativo formal. De la misma manera que también estas relaciones prestacionales pueden concebirse teóricamente como procesos de intercambio y elaboración de información que deben ser regulados por normas de Derecho.

En definitiva, no parece posible –a mi juicio- invocar fundamento sólido alguno para reducir el concepto de procedimiento administrativo exclusivamente al conjunto de actuaciones que preceden a la decisión formalizada, si se tiene en cuenta que

la Administración no actúa frente al ciudadano sólo mediante actos que adopten la forma de acto administrativo; y que esa otra clase de actividad administrativa, material –no formalizada-, muestra en su forma de llevarse a cabo las mismas necesidades regulativas que la que tradicionalmente se ha construido dogmáticamente a través de la figura del acto administrativo.

Salvo por lo que se refiere a algunas reglas generales que pueden considerarse también aplicables en estos ámbitos (lengua de las comunicaciones, derechos de los ciudadanos, soportes documentales, etc.), la idea de un concepto más amplio del procedimiento administrativo que dé cabida a las prestaciones materiales no parece que esté ni intuida en la nueva LPAC.