Por José María Rodríguez de Santiago

Las oportunidades perdidas

Un código del calado de una Ley de procedimiento administrativo común hubiera requerido de tiempo, esfuerzo y ambición suficientes para identificar problemas necesitados de reforma, debatirlos en profundidad y encontrar fórmulas regulativas adecuadas. Casi nada se ha hecho en la medida en que la ocasión lo demandaba. Es obvio que cada uno tendrá su propio listado personal de cuestiones que hubieran merecido ser repensadas y abordadas en la reforma. Yo expongo aquí algunas de las mías.

La reforma del silencio administrativo

El silencio administrativo es, antes que nada, una realidad demasiado cotidiana y sorprendentemente normalizada y aceptada por los ciudadanos: pedida una licencia de edificación, el Ayuntamiento no responde; solicitada una acreditación como Profesor titular de Universidad, el procedimiento no se resuelve en el plazo establecido; interpuesto un recurso administrativo, la Administración no lo resuelve. Estos supuestos encuentran una solución invariable en nuestro Derecho: considerar que, transcurrido un determinado plazo, el silencio de la Administración debe entenderse como positivo, en unos casos, y como negativo, en otros. Me atrevo a afirmar que el frecuentísimo incumplimiento en la práctica del deber de resolver en plazo por parte de la Administración está causado, en parte, por la minuciosa regulación de esta institución del silencio administrativo, con la que la Administración se siente cómoda y los interesados, en general, favorecidos; y de la que, sobre todo, salen perjudicados los intereses generales y los derechos de terceros que no iniciaron el procedimiento.

En las últimas décadas el silencio administrativo ha sido objeto preferente de la política legislativa de los distintos Gobiernos. El silencio administrativo fue una de las cuestiones fundamentales de la Ley 30/1992 y volvió a serlo en la reforma parcial de la LRJPAC llevada a cabo por la Ley 4/1999. Planteada la necesidad de afrontar una reforma del procedimiento administrativo, lo que habría que haberse cuestionado es la necesidad de la existencia de la institución del silencio con los perfiles que tiene, sobre todo, desde 1992. Porque institucionalizar el silencio lo que de hecho provoca es la “normalización” de un incumplimiento de la legalidad por parte de la Administración. La Administración está obligada a resolver sobre las solicitudes que presenten los interesados, y lo que debería ser normal es que esa obligación se cumpliera. En los supuestos, que deberían ser excepcionales, en los que eso no sucediera, la vía de actuación debiera ser, también, la normal ante las ilegalidades administrativas: la condena a la Administración por los órganos judiciales a cumplir con las obligaciones que tiene impuestas legalmente o la exigencia de responsabilidad a las autoridades y funcionarios a quienes sea imputable el incumplimiento.

Me dice Gabriel Doménech (que ha leído esta entrada) que otra solución sería la sistemática condena en costas a la Administración cuando se resuelven recursos contencioso-administrativos contra actos producidos por silencio. Y yo estoy de acuerdo.

Institucionalizar el silencio con una regulación minuciosa supone otorgarle un carácter de normalidad que no le corresponde. La posibilidad legal de resolver o no resolver (para entender, en ese caso, que la solicitud ha sido estimada o desestimada) podría llegar a suponer un espaldarazo a hábitos de nuestra Administración que de ninguna manera pueden considerarse aceptables hoy día. Como es evidente, en los supuestos de silencio administrativo negativo, para el ciudadano no es lo mismo obtener una resolución denegatoria expresa (que lleva consigo una motivación frente a la que dirigirse –en caso de recurso-, un dies a quo preciso para la interposición de recurso y una información procesal que debe facilitar la Administración) que tener por respuesta un silencio que se interprete como “ficción denegatoria” (que ni se notifica, ni se motiva, ni contiene información procesal, etc.). Lo que para épocas anteriores podría considerarse una garantía del ciudadano (entender la solicitud desestimada para poder acceder a la vía jurisdiccional), con estándares actuales, hoy puede verse como aceptación de algo que debiera considerarse inadmisible.

Pero es que, además, yo creo que hay motivos para criticar la regla general que a favor del silencio administrativo positivo se estableció en la Ley 30/1992. Si la Ley decide valerse de la institución del silencio (lo que, según se ha dicho, a mi juicio es criticable), existen razones para pensar que es más correcta la regla general inversa: la del silencio negativo salvo disposición expresa en contrario, por mucho que la regulación vigente cuente, como es evidente, con una aceptación más favorable por parte de la opinión pública (lo que para el legislador parece haber sido desde 1992 determinante en este punto). En definitiva, considero más acertada en este punto la regulación de los arts. 94 y 95 de la LPA de 1958 que la de las leyes que la sustituyeron.

Desde la perspectiva del principio de legalidad de la Administración (arts. 9.3 y 103.1 CE) avala la opinión anterior la consideración de que el silencio administrativo negativo es una pura ficción procesal (sin efectos materiales) para permitir el acceso a la vía de recurso, mientras que el silencio positivo se considera “a todos los efectos” como un verdadero “acto finalizador del procedimiento” (arts. 43.3 de la Ley 30/1992 y 24.2 LPAC) que, como se sabe, en algunos casos, puede ser contrario a Derecho si lo que se solicitó no es conforme con él. La Administración no puede denegar algo debido al ciudadano según la norma aplicable, pero tampoco puede dar algo a lo que no se tiene derecho. Pues bien, mientras que con el silencio negativo, en puridad, sólo se “finge” la denegación para permitir que se formule la solicitud en otra instancia, a través del silencio positivo (verdadero acto) pueden consagrarse situaciones jurídicas materialmente ilegales, frente a las que, además, difícil será creer que reaccionará (utilizando la revisión de oficio o el recurso de lesividad) la misma Administración que las provocó por omisión.

Brevemente expuesto: la regla general del silencio negativo puede retrasar la obtención de aquello a lo que el ciudadano cree tener derecho (a lo que, en su caso, podrá ponerse remedio mediante la acción de responsabilidad patrimonial por daños derivados del retraso), pero no entraña peligro alguno desde el punto de vista de la legalidad material de las resoluciones administrativas; por el contrario, la regla general del silencio positivo posibilita peligrosamente el surgimiento de situaciones jurídicas materialmente ilegales que perjudiquen los intereses públicos o los derechos de otros ciudadanos. Si alguien gana por silencio algo a lo que no tiene derecho, el exceso se lo está quitando al interés público o a derechos de terceros.

Esta es la idea que está detrás de la nueva excepción a la regla del silencio positivo introducida por el art. 24.1 (segundo párrafo) LPAC: junto a los supuestos ya tradicionales, también se entenderá que el silencio es desestimatorio cuando lo contrario implicara “el ejercicio de actividades que puedan dañar el medio ambiente”. La falta de precisión en la delimitación de este supuesto de hecho normativo es muy criticable desde el punto de vista de la seguridad jurídica (art. 9.3 CE). Como ha escrito Santamaría Pastor,

“¿es que hay alguna actividad, aparte del pensamiento puro, que no sea susceptible de causar algún daño al medio ambiente?”

Desde el punto de vista teórico, sin embargo, la excepción es muy gráfica para destacar que la reacción del ordenamiento jurídico-administrativo consistente en considerar que se otorga algo si la Administración no dice nada no “sanciona” ni “presiona” en realidad a la Administración, sino que tiene normalmente como consecuencia la desprotección de los intereses públicos a los que sirve el establecimiento normativo de la necesidad de obtener el acto administrativo de que se trate.

Por otra parte, si bajamos al terreno de la práctica, es conocido que la consagración de la regla general del silencio positivo determinó que el legislador se apresurara a determinar caso por caso los numerosos supuestos (con lo que eso supone de inseguridad) en los que el silencio debía entenderse como desestimatorio, lo que ha conducido a un falseamiento en la práctica de la regla teórica.

La LPAC hubiera podido volver (como mal menor) a la más realista regla general del silencio administrativo negativo en términos parecidos (y con excepciones equivalentes) a los que preveía la LPA de 1958. En este contexto se sitúan, por cierto, las actividades afectadas por la regulación de la Directiva de servicios y las leyes por las que ha sido traspuesta en el ordenamiento jurídico interno. Por exigencias del Derecho Europeo, es correcto que, en estos supuestos, la regla general para el acceso a dichas actividades o su ejercicio sea la del silencio positivo; y que “la ley que disponga el carácter desestimatorio del silencio [tenga que] fundarse en la concurrencia de razones imperiosas de interés general” (art. 24.1, primer párrafo, LPAC).

Desde el punto de vista teórico, como se sabe, la institución del silencio estaba vinculada al denominado principio del acto previo (o carácter revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa): como no había posible control jurisdiccional sin acto administrativo previo, la LPA del 58 fingía que una inactividad era un acto para permitir el acceso al juez. Entonces podía explicarse la institución del silencio como una “garantía del administrado”. Pero hoy, cuando el acto administrativo ya no es presupuesto del acceso al control judicial de la Administración, mantener la regulación del silencio ya no supone, sobre todo, una garantía para el ciudadano, sino abrir un camino para que la Administración pueda incumplir, con pocas consecuencias, un deber impuesto por las leyes: el de resolver en plazo.

La regulación de la revocación de los actos administrativos declarativos de derechos

De nuevo se ha dejado pasar una oportunidad para introducir en la LPAC una regulación general de la revocación de los actos administrativos (conformes a Derecho) declarativos de derechos. Hubo una audaz regulación de esta cuestión en el ámbito local en 1955: el art. 16 RSCL. Y ahora existen bastantes ejemplos de revocación de actos administrativos favorables en la legislación sectorial: vid. arts. 77, 78 y 89 de la Ley de Costas (sobre la modificación y la revocación o rescate de autorizaciones y concesiones de dominio público marítimo-terrestre); arts. 64 y 65 del Texto Refundido de la Ley de Aguas (sobre modificación y revocación –aunque el art. 65 utilice incorrectamente el término “revisión”- de concesiones de dominio público-hidráulico); art. 48 c) del Texto Refundido de la Ley del Suelo de 2015 (indemnización por revocación de licencias); etc.

De los preceptos mencionados podrían haberse abstraído unos criterios generales que permitieran cubrir una laguna tradicional en la legislación general sobre procedimiento administrativo. Por ejemplo, me atrevo a formular estos: los actos administrativos (conformes a Derecho) declarativos de derechos son revocables para evitar un perjuicio al interés público; si la modificación o revocación procede de un cambio objetivo de las circunstancias (por ejemplo, modificación de una concesión de aguas en caso de sequía) o el título se otorgó en precario (por ejemplo, autorización para la instalación de obras desmontables en la ribera del mar) podrán ejercerse esas facultades por la Administración sin necesidad de indemnizar al destinatario del acto perjudicado por esta decisión administrativa revocatoria; si la revocación o la modificación derivan de un cambio en la apreciación del interés público por la Administración (lo que se ha denominado tradicionalmente “cambio de criterios subjetivos” de oportunidad: por ejemplo, revocación de una licencia como consecuencia de que un nuevo plan urbanístico ya no permite la edificación tal y como se preveía en el plan anterior) aquellas exigirán que se indemnice al titular del derecho que se revoca total o parcialmente.

Existe también un modelo regulativo muy interesante diseñado para ser aplicado por la Administración de la Unión Europea y que ha sido elaborado teniendo en cuenta diversas regulaciones nacionales y los dos principios que (de forma evidente) están detrás de la cuestión que se regula: la protección del interés público y la de la confianza legítima del interesado. Me refiero al art. III.36.3 del Código ReNEUAL de procedimiento administrativo de la Unión Europea (elaborado por un equipo dirigido por Oriol Mir y Jens-Peter Schneider), que se trascribe en lo que nos interesa:

“La autoridad pública podrá modificar o revocar una decisión adoptada conforme a Derecho que tenga efectos favorables para una parte. Podrá ejercer dicha facultad de oficio o a instancia de cualquier otra parte. Dicha facultad podrá ejercerse, fuera de los plazos establecidos para la interposición de un recurso, en los siguientes supuestos:

  1. cuando lo permita el Derecho sectorial de la UE;
  2. cuando la parte no haya cumplido con una obligación establecida en la decisión o no lo haya hecho dentro de un plazo fijado al efecto (es posible que en el Derecho español este supuesto debiera calificarse más bien como de caducidad del acto administrativo declarativo de derechos);
  3. con la finalidad de prevenir o eliminar un daño grave. La autoridad pública deberá compensar, a instancia de la parte afectada y en la medida en que merezca protección, el perjuicio que le haya causado derivado de la confianza legítima de esta en el mantenimiento de la vigencia de la decisión”.

En definitiva, el problema parece, por tanto, que no era el de la inexistencia de material sobre el que trabajar para la adopción de una buena regla, sino el de la falta de ambición de la nueva Ley.

¿Supresión o reforma de los recursos administrativos?

El juicio sumamente negativo que el recurso administrativo ha merecido por parte de la doctrina española del Derecho administrativo está seguramente justificado por la práctica que de él ha hecho la Administración. El porcentaje de los que no se resuelven o se desestiman les ha ganado un merecido desprestigio como remedios inútiles. Si se pone el acento solo en la consideración del recurso administrativo como privilegio para la Administración y correlativa carga para que los ciudadanos alcancen la única tutela que importa, que sería la judicial, puede perderse de vista que hay cuestiones a las que sí llega el control en vía de recurso administrativo y a las que nunca alcanzará la revisión judicial.

Esto hay que destacarlo: el recurso administrativo ofrece una oportunidad de defensa y de control distintos y más intensos que los que proporciona el control judicial. El órgano que conoce de un recurso administrativo no limita su enjuiciamiento a cuestiones de Derecho, sino que abarca también los criterios adicionales de oportunidad con los que se ha ejercido un poder discrecional.

Esto es relevante si se tiene en cuenta la tendencia actual de ampliar los márgenes de discrecionalidad de la Administración, tendencia que necesariamente lleva consigo una reducción del alcance efectivo del control judicial por falta de parámetros jurídicos con los que llevar a cabo la revisión de legalidad de la decisión.

Cualquier conocedor del funcionamiento de la jurisdicción contencioso-administrativa sabe que hay discrepancias del interesado con la decisión (piénsese, por ejemplo, en los casos de la denominada “discrecionalidad técnica”) que o son estimadas en vía administrativa de recurso o nunca serán estimadas. Sin que en esto exista nada anómalo: los órganos judiciales no pueden valerse de criterios de mera oportunidad para corregir la actividad administrativa. Su norma de control solo incluye los criterios de legalidad (art. 106.1 CE).

Pero, desde la perspectiva que aquí nos interesa, sí que es muy relevante que exista la posibilidad de reconsiderar una decisión administrativa en todos sus aspectos (de legalidad y oportunidad) como garantía efectiva del recurrente. Y lo que puede carecer de sentido es pretender acelerar la llegada supuestamente salvadora al recurso judicial, cuando lo que se discute de la decisión administrativa (criterios técnicos, por ejemplo, de los que se discrepa, pero sobre los que ha decidido de forma no incorrecta la Administración) no es algo que pueda ser examinado y corregido por el juez.

En todos los sistemas jurídico-administrativos con los que solemos comparar el nuestro parece que los recursos administrativos ofrecen una oportunidad de defensa y control distinta y más intensa que la de mera legalidad que prestan los órganos judiciales. Hay aquí una función de defensa material del interesado a la que no debería renunciarse solo por la circunstancia de que tradicionalmente la Administración haya hecho un pésimo ejercicio de ella. Yo pienso que, como –según se acaba de exponer- sucede con el régimen español del silencio administrativo, la tarea relevante no debería ser idear soluciones partiendo de la base de que la Administración incumple sus obligaciones, sino no permitir que las incumpla.

Quizás la mejor solución la hubiera encontrado una ley más ambiciosa en los modelos existentes de recursos administrativos cuya resolución está atribuida a órganos administrativos independientes que cumplen esta única función: los Administrative Tribunals del Reino Unido (puede verse sobre esto el trabajo de Agustín García Ureta en esta obra colectiva) o los órganos que resuelven los recursos especiales en materia de contratación pública.