Por José María Rodríguez de Santiago

De nuevo escribo sobre un libro cuya lectura acabo de terminar. Es esta –lo digo por lo que a mí me sucede- una de las tareas de verano para los profesores universitarios: acabar de leer lo que lleva meses encima de la mesa, pero debajo de lo más urgente. En esta ocasión se trata de Franz Reimer, Juristische Methodenlehre, Baden-Baden, 2016, 346 pp.

Alemania es, seguramente, el país de la metodología del Derecho. Con un relato en el que existe algo de exageración y estereotipo, varias veces he explicado a mis estudiantes que la aguda intuición de un profesor norteamericano como Ronald Dworking, que en 1977 distingue entre reglas y principios para que el súper juez Hércules resuelva con estos segundos los casos difíciles, se convierte, con el trabajo intelectual de un profesor alemán, Robert Alexy, en 1986, en un sistema completo, casi hermético, sobre la ponderación, los principios como mandatos de optimización, la regla de prevalencia condicionada entre los principios en conflicto, etc. Con una buena idea un intelectual alemán hace un sistema. Sobre las bondades prácticas de la aplicación de los sistemas históricamente ideados en Alemania y, en especial, sobre su idoneidad para conectar y trabajar con la realidad ya puede discutirse…

En alemán existe un refrán que se utiliza con frecuencia para apuntar a la idea de la imprevisibilidad de las decisiones judiciales: vor Gericht und auf hoher See ist man in Gottes Hand (ante los tribunales y en alta mar estamos en las manos de Dios). Pero yo tengo la impresión de que la obsesión alemana por la racionalidad en la aplicación del Derecho –que eso es, en esencia, el objeto de la metodología de la Ciencia del Derecho de la que aquí se trata- hace de ese ordenamiento el más científico de los grandes sistemas jurídicos, si se utiliza como rasero de lo científico el de la posibilidad del control intersubjetivo. Estoy seguro que esto guarda relación con el rigor de la crítica a la que la comunidad académica del Derecho somete todo lo que publica cada uno de sus miembros (algo bastante alejado de las malas prácticas universitarias a las que Gabriel Doménech se refirió); y con el seguimiento y el control que los profesores llevan a cabo de las decisiones judiciales (no solo las del Tribunal Constitucional Federal), que necesariamente influyen sobre la disciplina metodológica de los jueces.

Aunque Reimer es iuspublicista, su trabajo se refiere a la adopción (por órganos judiciales o administrativos) de decisiones aplicativas de todas las ramas del Derecho. El aparato crítico con el que construye es inabarcable. Y, aunque las páginas de la obra son densas en su contenido, permanentemente acompaña el autor sus tesis de ejemplos, clásicos algunos y recientísimos otros. El esquema expositivo responde, en lo sustancial, al típico de las obras metodológicas alemanas: “entender los hechos” (el autor advierte de que a este aspecto se ha prestado poca atención hasta ahora), “entender el Derecho” (aquí se sitúa, por ejemplo, la exposición de los criterios tradicionales de la interpretación: gramatical, histórica, sistemática…), “concretar la norma aplicable” (este capítulo aborda la ponderación desde la perspectiva metodológica y el ejercicio de la discrecionalidad administrativa), “desarrollar el Derecho” (en el sentido alemán de la Rechtsfortbildung: analogía y creación y aplicación de principios generales) y “modificar y corregir el Derecho” (reducción y extensión teleológicas, y diversos tipos de interpretación conforme con normas dotadas de supremacía jerárquica o primacía aplicativa).

No es este, obviamente, el lugar adecuado para exponer con detalle y, mucho menos, para debatir las tesis de Reimer en esta magnífica obra. Voy a limitarme a hacer una sucinta referencia a tres interesantes cuestiones planteadas por el autor: 1) su audaz apuesta por la primacía de la interpretación histórico-subjetiva de la norma; 2) su explicación metodológica del ejercicio de la discrecionalidad de la Administración; y 3) su convincente llamada de atención sobre la necesidad de un cambio de rumbo en la práctica actual de la denominada “interpretación conforme con la Constitución”.

La primacía de la interpretación histórico-subjetiva de la norma

Una de las más conocidas cuestiones en el ámbito de la teoría de la interpretación de la norma es la que pregunta por el fin de esa operación racional: ¿qué ha de encontrar el intérprete? ¿Hay que buscar lo que en su momento pretendió el autor de la norma; o debe, más bien, descubrirse lo que la norma manda objetivamente en el sistema o contexto intelectivo actual? Yo escuché durante mis estudios universitarios la conocida frase de Gustav Radbruch sobre que “la ley es más lista que el legislador” y, desde entonces, la prevalencia de la interpretación actual-objetiva ha tenido para mí la evidencia de un tabú.

Reimer apuesta decididamente por cuestionar el tabú e invoca en su apoyo una reciente rehabilitación en la doctrina y en la práctica de los órganos judiciales de la interpretación histórico-subjetiva (p. 126). Cuando sea posible constatar con la suficiente seguridad la intención regulativa del legislador del momento, el intérprete está vinculado a ella (p. 127).

“En el Derecho positivo constitucional de la República federal son, en especial, el principio democrático y el de separación de poderes los que prohíben al aplicador ignorar la intención regulativa constatable del autor de la norma” (p. 129).

Es muy conocido el reparo que se opone comúnmente a esta tesis relativo a que la voluntad del legislador sería, en realidad, una pura ficción. El recientemente fallecido Juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos Antonin Scalia, el más conocido de los detractores de la metodología de la living constitution (que en la clasificación alemana sería un tipo de interpretación constitucional actual-objetiva), después de expresar su apoyo al textualismo (“las palabras significan lo que transmitían a la gente razonable en el momento en que fueron escritas”), califica como “pura fantasía” que el legislador tuviera una intención sobre una cuestión que debe resolverse hoy (puede verse Antonin Scalia y Brian A. Garner, Reading Law: The Interpretation of Legal Texts, 2012, pp. 16 y 376). Para Reimer el legislador no es un fantasma, sino una denominación que abarca por integración una actividad colectiva intencional, que solo puede calificarse de ficción si también se acepta que remiten a ficciones otras imputaciones de voluntad (de las que parte la propia Constitución) a otros sujetos colectivos como el Estado mismo (pp. 127-128).

A mí los argumentos de Reimer en este punto no me parecen convincentes. También desde el punto de vista del principio democrático considero más correcta la interpretación actual-objetiva: al corregir la voluntad histórico-subjetiva del legislador mediante la integración de esas “piezas” más antiguas del ordenamiento en el sistema objetivo que van generando los legisladores posteriores, hasta llegar al actual, el pueblo legitimador de la decisión normativa se acerca al pueblo legitimador del momento en que la norma va a ser utilizada para decidir sobre el caso concreto. Por otra parte, en el ordenamiento jurídico español, la cuestión está resuelta por un precepto con rango de ley (el art. 3.1 CC) que se impone a todos los órganos aplicadores del Derecho (dejemos de lado aquí solo la posición del Tribunal Constitucional) para ordenarles que den primacía (“fundamentalmente”) al criterio teleológico (se entiende, objetivo) sobre los “antecedentes históricos y legislativos”.

Rechtlich, allzu rechtlich

Con esto hago un juego de palabras con el “menschlich, allzu menschlich” (humano, demasiado humano) de Nietzsche, para expresar mi opinión relativa a que el tratamiento que Reimer dispensa al ejercicio de discrecionalidad por la Administración es “jurídico, demasiado jurídico”. En el capítulo que Reimer dedica a la “concreción del Derecho” y al “aprovechamiento de los márgenes de discrecionalidad” (Spielräume nutzen) (pp. 219-246) casi todo me suena demasiado a límites jurídicos del ejercicio del arbitrio judicial o de la discrecionalidad de la Administración. Por lo que se refiere a lo segundo (la discrecionalidad de la Administración) yo creo que su exposición deja de lado una parte importante de lo que significa que la norma otorgue a la Administración un poder discrecional.

Por una parte, no creo que cualquier margen de indeterminación normativo que deba ser concretado por la Administración para adoptar una decisión remita a un juicio de ponderación, con todas sus sutilezas (como insinúa Reimer, p. 221). Esto sucederá cuando en ese margen de indeterminación estén implicados dos (o más) principios en conflicto. Ese es el verdadero presupuesto de la necesidad de un juicio de ponderación (el conflicto entre principios), no la indeterminación o la discrecionalidad en sí mismas. Cuando se subsume, por ejemplo, bajo el concepto “méritos docentes e investigadores de calidad suficiente” al decidir sobre la acreditación de un Profesor de Universidad, no creo que de los criterios de soft law con los que se completa el enorme margen de indeterminación, la extensa zona de penumbra, del concepto pueda decirse que han sido fijados mediante juicios de ponderación, sino, simplemente, mediante un juicio técnico estandarizado por un grupo de expertos sobre lo que puede esperarse de una carrera profesional universitaria en cada uno de sus estadios.

Por otra parte, las normas jurídico-administrativas otorgan en muchas ocasiones (hoy, seguramente, podría decirse que en la mayor parte de los casos de un inventario imaginario de las tareas que desempeña la Administración) al órgano administrativo poderes discrecionales para que complete o integre el supuesto de hecho normativo con criterios adicionales “de oportunidad”, no jurídicos: técnicos (guías de mejores técnicas disponibles o criterios para la decisión sobre una licitación en un contrato público, por ejemplo), de la lex artis (al decidir sobre el mejor tratamiento de una persona mayor en una residencia), de eficiencia (criterio que ha cobrado importancia determinante, por ejemplo, para la decisión sobre la remunicipalización de un servicio, como argumentó Julia Ortega) o, incluso, políticos (selección de unos fines de interés general, a costa de otros, para integrar la norma de acuerdo con ellos). Se entrega a la Administración, con ello, el poder de construir con dichos criterios adicionales un programa normativo completo (sin margen de indeterminación), previo en el plano de la lógica a la adopción de la decisión, que justifique por qué al caso concreto al que se aplica la norma se vincula o no la consecuencia jurídica prevista normativamente.

La alusión casi exclusiva de Reimer a los límites jurídicos de la discrecionalidad (necesidad de identificar los criterios normativos relevantes para el ejercicio de la discrecionalidad, datos jurídico-positivos del Derecho europeo o constitucional, valoración del grado de afección de diversos bienes jurídicos, etc., pp. 240-241) solo atiende a la garantía de que la decisión administrativa no sea disconforme a Derecho, pero no presta la suficiente atención a la utilización de otros criterios que favorezcan que la discrecionalidad termina en la más adecuada de las decisiones. Su análisis parece seguir anclado en la perspectiva hasta ahora dominante de la “norma de control judicial” de la Administración, no en la de la “norma de conducta administrativa” que permite analizar diversos grados de corrección en el resultado del ejercicio de la discrecionalidad. Me permito remitir sobre esto, por ejemplo, a mi Metodología del Derecho administrativo, 2016, en especial, pp. 110 y ss.

Crítica a la práctica actual de la interpretación conforme con la Constitución

Es esta, a mi juicio, una de las cuestiones en las que Reimer (pp. 276-282) se separa más críticamente de la metodología tradicional alemana del Derecho público. En su resultado, su exposición supone una marcha atrás en la tesis ya clásica que ve en la Constitución una norma de potencia regulativa casi ilimitada para resolver, incluso, hasta las pequeñas controversias del Derecho ordinario; tesis que ha conducido a lo que podría denominarse como una “súper-constitucionalización” del Derecho de rango legal o inferior, y que ha constituido una verdadera “forma de construir” el Derecho público durante décadas.

En el punto de partida de la cuestión insta Reimer a plantear crítica y seriamente un presupuesto lógico de la interpretación conforme, que es el de la “pretensión regulativa” de la Constitución (p. 281). ¿De verdad cabe deducir de los poco densos mandatos constitucionales que estos tengan la pretensión de prohibir el tipo de regulaciones de detalle del Derecho ordinario que muchas veces llegan al Tribunal Constitucional?

El peligro de la interpretación conforme es –esto es conocido- el riesgo de falsificar la decisión del legislador, de hacer que el texto normativo pierda su función orientativa y de atribuir al órgano legislativo decisiones que él no ha adoptado, en contra de las exigencias del principio democrático y de separación de poderes (pp. 289-280). Lo explico yo con mis palabras: si bajo el margen de indeterminación de un precepto legal caben, por ejemplo, diez grupos de casos, sería una “falsificación” salvar esa norma con una interpretación conforme que asumiera que para ocho de esos grupos el precepto es inconstitucional y que el precepto debe ser interpretado en el sentido de los dos grupos marginales de casos en los que no es inconstitucional. Con eso, el Tribunal Constitucional no está aceptando un minus de la ley, está decidiendo un aliud (p. 281). Me viene a la memoria el ejemplo de la jurisprudencia constitucional española (con el que no quisiera herir la sensibilidad ideológica de nadie, sino centrarme solo en su perspectiva metodológica) que, en síntesis, declaró que el precepto

“los ciudadanos de Cataluña tienen el deber de saber catalán” no es inconstitucional si por ciudadanos se entiende “profesores y funcionarios” [STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 14 b)].

Solo cuando la corrección que se hace a la decisión del legislador afecta a un grupo de casos que, por su número o su marginalidad, se pueden calificar como de importancia realmente menor, tiene sentido hacer la interpretación conforme. En caso contrario, hay que declarar la norma inconstitucional, para que sea el legislador quien configure democráticamente el contenido del precepto (p. 280).

A mi juicio –y con este comentario mío termino-, cabe poner esta idea en conexión con el poder de cuestionamiento de la voluntad del legislador que tienen diversos órganos del Estado: Tribunal Constitucional, órganos judiciales y Administración. La tesis sería: cuanta más facultad de cuestionamiento de la ley, más declaración de inconstitucionalidad y menos interpretación conforme; cuanto menor sea el poder de cuestionar la voluntad del legislador, más deber existe de llevar a cabo la interpretación conforme. Es fácil caer en la cuenta de que esta regla limitaría solo a casos marginales la interpretación conforme por parte del Tribunal Constitucional; impondría sobre la Administración un deber de máxima intensidad de interpretar conforme a la Constitución una ley que no puede cuestionar; y situaría a los órganos judiciales en un punto intermedio entre los otros dos descritos a la hora de adoptar la decisión de plantear o no la cuestión de inconstitucionalidad.

Ese punto intermedio, por cierto, parece corresponderse con el estado actual en España de la relación entre obligación de la interpretación conforme para el juez y planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad. Como es sabido, el Tribunal Constitucional, a pesar de la literalidad del texto del art. 5.3 LOPJ (procederá el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad cuando no sea posible la interpretación conforme), no ha exigido agotar las posibilidades de interpretación conforme de la ley para considerar admisible el planteamiento por un órgano judicial de la cuestión de inconstitucionalidad con respecto a ella. Se ha dicho, incluso, que se ofrece a los jueces la “alternativa entre llevar a cabo la interpretación conforme a la Constitución o plantear la cuestión de inconstitucionalidad” (STC 105/1988, de 8 de junio, FJ 1).