Por Juan Antonio García Amado

 

Comentario a la Sentencia de la Corte Suprema de México, Amparo en revisión 237/2014

 

El asunto

 

Los recurrentes reclamaban la inconstitucionalidad de varios artículos de la Ley General de Salud. En dicha ley, el cannabis sativa, índica y americana o marihuana son estupefacientes. Se declaraba igualmente en tal ley que todo acto relacionado con estupefacientes o psicotrópicos o cualquier producto que los contuviera requiere “autorización de la Secretaría de Salud y solo puede otorgarse con fines médicos o científicos (artículos 235 y 247). Además, la ley, en sus artículos 237 y 248, prohibía expresamente que se otorgara autorización para ciertos estupefacientes o psicotrópicos, entre los que se encontraba la marihuana o cannabis. Así pues, y como resume la sentencia, “de conformidad con los artículos 235 y 247, así como con el artículo 44 del Reglamento de Insumos para la Salud, cualquier persona que pretenda sembrar, cultivar, elaborar, preparar, acondicionar, adquirir, poseer, comerciar, transportar, prescribir médicamente, suministrar, emplear, usar, consumir y, en general, realizar cualquier acto relacionado con las substancias listadas en los artículos 234 y 245 de la Ley General de Salud, o con cualquier producto que los contenga, deberá contar con una “autorización” de la Secretaría de Salud y solamente podrá realizar dichas acciones si las mismas tienen fines médicos y/o científicos”. Explica también la sentencia que la razón de esa prohibición está en que el legislador considera que las sustancias en la ley enumeradas como estupefacientes o psicotrópicos, y entre ellas la marihuana, suponen un problema para la salud pública.

La Sala, en esta sentencia, falla que, en efecto, son inconstitucionales los preceptos impugnados y lo son porque esta prohibición de que la Secretaría de Salud autorice el uso personal (cultivo, transporte, tenencia, consumo…) de marihuana atenta contra el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Hay que empezar por subrayar aquí que el del libre desarrollo de la personalidad no es un derecho expresamente mencionado en la Constitución mexicana, razón por la que importará mucho resaltar cómo lo explica y lo fundamenta la Corte.

Lo que en la sentencia se dirime, en razón del objeto del recurso, no es el tratamiento penal del consumo de marihuana, sino si son o no constitucionales las referidas prohibiciones administrativas a que remite la Ley General de Salud, sistema de prohibiciones administrativas que “constituye un obstáculo jurídico para poder realizar lícitamente todas las acciones necesarias para poder estar en posibilidad de llevar a cabo el autoconsumo de marihuana (siembra, cultivo, cosecha, preparación, acondicionamiento, posesión, transporte, etc.)”.  En otras palabras, se trata de ver si es constitucional esa prohibición de que la marihuana sea usada por los ciudadanos con “fines lúdicos o recreativos”. Eso, según los recurrentes, y según esta sentencia concede, vulnera inconstitucionalmente el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Se puntualiza que “En este orden de ideas, es importante señalar que si bien el artículo 478 de la Ley General de Salud, en relación con el artículo 479, señala que el Ministerio Público no ejercerá acción penal en contra de quien posea hasta cinco gramos de marihuana, esta Suprema Corte ha interpretado que dicha disposición contiene una excluyente de responsabilidad, lo que únicamente significa que en esos casos no debe aplicarse la pena a quien haya cometido el delito en cuestión, pero no consagra de ninguna manera una autorización o un derecho al consumo personal en los términos en los que lo solicitan los quejosos, puesto que además de que únicamente se limitan a despenalizar el consumo en una cantidad muy pequeña, dichos preceptos no permiten de ningún modo la realización de las otras actividades correlativas al autoconsumo, como siembra, cultivo, cosecha, preparación, transporte, etc.”.

 

Libre desarrollo de la personalidad, un cajón de sastre

 

Los recurrentes habían alegado que eran varios los derechos constitucionales dañados por las mentadas prohibiciones, además del de libre desarrollo de la personalidad, concretamente los de identidad personal, propia imagen, privacidad y dignidad humana. Pero puntualiza la sentencia que cualesquiera eventuales vulneraciones de esos derechos “quedan comprendidas en el derecho al libre desarrollo de la personalidad”, por lo cual lo que procede antes que nada, según la Sala, es analizar cuál es “el contenido prima facie de este derecho, para luego resolver si los artículos reclamados inciden en dicho derecho”.

Este detalle me produce una primera perplejidad. ¿Es el derecho al libre desarrollo de la personalidad una especie de macroderecho o supraderecho que abarca dentro de sí derechos tan dispares como el de identidad, propia imagen, privacidad y dignidad? Si respondemos que no, nos alejamos de la óptica de la Sala y no estaría justificado que esta, en la sentencia, se abstenga de analizar si hay o no afectación o vulneración de esos cuatro derechos. Pero si contestamos que sí y nos alineamos en esta cuestión con la Sala, deberíamos interrogarnos acerca de cuáles otros derechos fundamentales son parte integrante del derecho al libre desarrollo de la personalidad y cuáles quedan fuera. ¿Lo será el derecho de propiedad? ¿Y el derecho a la educación? ¿Y qué hay de la inviolabilidad del domicilio -han dicho que el de privacidad cae dentro del libre desarrollo de la personalidad-, la libertad de expresión, la libertad ideológica, etc.? ¿Acaso se trata de un expediente para que, cuando se invoque en un recurso la vulneración de cualquiera de esos plurales derechos que quedan abarcados dentro del de libre desarrollo de la personalidad no tenga el tribunal que entrar en el análisis de los mismos y de su posible afectación y baste con reconducir cualquier problema así al cotejo con el libre desarrollo de la personalidad? ¿No sería mejor y hasta argumentativamente más razonable que cuando los recurrentes invocan varios derechos, y entre ellos el libre desarrollo de la personalidad, el tribunal argumentara sobre todos ellos en lugar de decir que todos se suman en uno y nada más que de ese uno, el libre desarrollo de la personalidad, merece la pena hablar?

Ciertamente, se puede aducir que basta con que uno de esos derechos sea vulnerado sin justificación constitucional para que se declare inconstitucional la norma impugnada y que para qué perder más tiempo analizando la afectación posible de los otros derechos invocados. No es mala razón esa, pero lo que choca un tanto es que, frente a los derechos mencionados que tienen expreso anclaje en el texto constitucional, sea el derecho constitucionalmente innominado el que se lleve la palma y los argumentos, so pretexto de que todos los otros quedan en él acogidos.

Según la sentencia, “la moderna teoría de los derechos fundamentales” distingue entre alcance de un derecho fundamental y extensión de su protección, razón por la que el examen de constitucionalidad de una medida legislativa debe hacerse en dos etapas. En la primera etapa “debe determinarse si la norma impugnada incide en el alcance o contenido prima facie del derecho en cuestión. O, dicho en otros términos, debe establecerse si la medida legislativa impugnada limita el derecho fundamental”. Para ello, hay que interpretar la disposición normativa objeto de la impugnación, así como la norma constitucional de referencia, para precisar si la conducta regulada por la norma que se cuestiona cae dentro de las conductas en principio cubiertas por el derecho constitucional invocado. Si la conclusión es afirmativa, se pasa a la fase segunda, en la que se ha de ver si es constitucional la norma discutida y que afecta negativamente al derecho fundamental. “Así, en esta fase del análisis debe examinarse si en el caso concreto existe una justificación constitucional para que la medida legislativa reduzca la extensión de la protección que otorga inicialmente el derecho. Este ejercicio implica que se analice si la intervención legislativa cumple con las exigencias derivadas del principio de proporcionalidad: una finalidad constitucionalmente válida, idoneidad, necesidad y proporcionalidad de en estricto sentido de la medida”. Se aprecia la fidelidad con que la Sala se ciñe al modelo propuesto por Alexy.

Empieza, pues, la Sala con la primera etapa, la de delimitar el alcance del derecho al libre desarrollo de la personalidad, y es aquí donde brinda su caracterización de tal derecho. Explica que la Constitución mexicana protege ampliamente la autonomía de las personas mediante la garantía de ciertos derechos fundamentales, atrincherando los bienes por tales derechos protegidos contra medidas del estado o de terceros que afecten a la autonomía personal. Por eso, y en aras de salvaguardar la autonomía personal, la Constitución vela por derechos como los de “expresar opiniones, moverse sin impedimentos, adoptar una religión otro tipo de creencia, elegir una profesión o trabajo, etc.”. ¿Y el derecho al libre desarrollo de la personalidad? Según la sentencia, este derecho protege “un área residual de libertad que no se encuentra cubierta por las otras libertades”.

Se basa la Sala en algunas sentencias del Tribunal Constitucional Alemán que interpretan y desarrollan ese derecho, como la del caso Elfes, si bien no menciona el hecho, quizá relevante, de que tal jurisprudencia constitucional alemana está interpretando y aplicando un derecho, el de libre desarrollo de la personalidad, expresamente recogido en el artículo 2.1 de la Constitución alemana, que reza así: “Toda persona tiene el derecho al libre desarrollo de su personalidad siempre que no viole los derechos de otros ni atente contra el orden constitucional o la ley moral”. Tal vez ese dato da un distinto sentido en Alemania o en México a la siguiente afirmación que encontramos en esta sentencia: “cuando un determinado “espacio vital” es intervenido a través de una medida estatal y no se encuentra expresamente protegido por un derecho de libertad específico, las personas pueden invocar la protección del derecho al libre desarrollo de la personalidad. De esta manera, este derecho puede entrar en juego siempre que una acción no se encuentre tutelada por un derecho de libertad específico”. En Alemania, el de libre desarrollo de la personalidad es un derecho expresamente puesto en la Constitución, y por eso remitirse a él cuando el supuesto que se juzga no cuadra en otro derecho de libertad no es acudir a un derecho genérico o cajón de sastre, sino a un derecho fundamental más de los que la Constitución menciona.

La Sala señala que el libre desarrollo de la personalidad “es un derecho fundamental derivado del derecho a la dignidad que a su vez está previsto en el artículo 1º constitucional y se encuentra implícito en los tratados internacionales suscritos por nuestro país”. Ese derecho implica que “el individuo, sea quien sea, tiene derecho a elegir en forma libre y autónoma, su proyecto de vida, la manera en que logrará las metas y objetivos que, para él, son relevantes”. Es una libertad “indefinida” que “complementa las otras libertades más específicas, como la libertad de conciencia o la libertad de expresión, puesto que su función es salvaguardar la <<esfera personal>> que no se encuentra protegida por las libertades más tradicionales y concretas”. En este punto importa detenerse y hacer algunas reflexiones.

Los sistemas jurídicos, con las constituciones a la cabeza, declaran permitidas o libres ciertas conductas, otras las prohíben y, de entre las permitidas, algunas son sujetas a determinadas condiciones. La cuestión teórica interesante versa sobre qué sucede con aquellas conductas que en las constituciones no son mencionadas como libremente permitidas. ¿Puede el legislador prohibir o poner trabas a algunas de tales conductas que la constitución no señala como ejercicio de un derecho fundamental de libertad? Es obvio que lo primero que hay que solucionar son problemas interpretativos, ver, en efecto, si la conducta de que se trate cae o no bajo el permiso de hacer o no hacer dado por la norma constitucional. Así, puede plantearse la cuestión de hasta dónde alcanzan la libertad de expresión o la libertad de información, lo cual supone dirimir antes que nada qué acciones sean informar o expresarse y cuáles no, a los efectos de las correspondientes normas constitucionales.

Pero supongamos que existe una conducta C que no consideramos referida por o abarcada dentro de ninguna norma constitucional que establezca libertades. Si estamos en Alemania, una de las normas para la que hemos de fijar alcance es precisamente aquel artículo 2.1 que consagra el derecho al libre desarrollo de la personalidad, y habrá que ver qué acciones de los sujetos pueden, bajo dicha norma, tildarse como ejercicio del desarrollo libre de la personalidad y cuáles no. Y ahí está la cuestión difícil.

Es difícil imaginar una acción humana consciente y deliberada que no sea de una forma u otra manifestación de la personalidad de su autor y ejercicio de su personal autonomía. Si no queremos que absolutamente todas las acciones plenamente conscientes y deliberadas sean por definición parte del supuesto “prima facie” protegido por el derecho al libre desarrollo de la personalidad, habremos de aplicar criterios interpretativos que nos permitan diferenciar cuáles encajan bajo ese derecho y cuáles no quedan protegidas por él. Así, aquella conducta C de nuestro ejemplo solamente tendrá encuadre bajo ese derecho si posee las propiedades P1… Pn, propiedades que por vía interpretativa se han sentado. Y para que pueda desarrollarse esa interpretación, parece ineludible que hay que partir de alguna concepción sobre lo que sea la personalidad y su libre desarrollo, pues es el desarrollo libre de la personalidad lo que la constitución protege, cuando lo protege. Por supuesto, concepciones diferentes acerca de la vida buena y del ser humano determinarán la atribución, por vía de interpretación, de alcances diversos al derecho al libre desarrollo de la personalidad.

Lo que con lo anterior pretendo indicar es que el derecho al libre desarrollo de la personalidad no es un derecho cajón de sastre o “residual”, o una especie de derecho por defecto que puede entrar en juego siempre y cada vez que el legislador restringe la libertad para hacer algo que no está protegido por otra norma constitucional. Porque, si así fuera, tendría sentido que se pudiera cuestionar de frente la constitucionalidad de absolutamente cualquier limitación legislativa de alguna conducta que el sujeto autónomamente quiere realizar. Y eso parece que puede conducir a consecuencias absurdas y a una extensión desmesurada del poder de los jueces constitucionales para declarar inconstitucional cualquier restricción de la libertad por vía legislativa.

En otras palabras, está en juego la libertad de configuración del legislador democráticamente legitimado. Toda norma prohibitiva o restrictiva de una conducta cualquiera supone merma de la libertad, y toda acción libre es expresión de la autonomía del sujeto. Así que si cada vez que el legislador restringe en algo el ejercicio libre de alguna acción hemos de considerar, congruentemente, que hay afectación negativa del libre desarrollo de la personalidad, tenemos que el control de constitucionalidad amplía sus poderes grandísimamente, pues ya no se trata de ver si la ley choca con tal o cual libertad constitucionalmente garantizada, sino de examinar si esa restricción de la libertad que la ley comporta pasa o no el examen de lo que por genuina libertad y por personalidad libre y su desarrollo entienda el tribunal que controle la constitucionalidad. Se puede decir que la inmensa mayoría de las normas jurídicas, o todas, restringen la libertad de los ciudadanos de un modo u otro, y si el de libre desarrollo de la personalidad es ese derecho residual y omniabarcador que en esta sentencia se dice, toda norma es susceptible de tener que pasar el control de constitucionalidad cotejándola con el libre desarrollo de la personalidad de sus destinatarios. Y sí, eso lleva a hacer verdad una afirmación que leemos en la sentencia que estamos comentando: “parece evidente que el derecho al libre desarrollo de la personalidad es un derecho cuyos contornos deben irse precisando jurisprudencialmente”.

Un buen ejemplo de lo que vengo diciendo lo aporta alguna otra sentencia de la Suprema Corte que declara inconstitucional, por opuesto al libre desarrollo de la personalidad, el conjunto de normas que regulaban en México el divorcio como divorcio causal. Que no pueda divorciarse cada uno libremente y cuando quiere supone atentado contra dicho derecho, según la Suprema Corte. Ya nunca más se podrá considerar en México que pertenece a la libertad de configuración del legislador legítimo el determinar el tipo de divorcio que en México exista, es un elemento más que se sustrae de la agenda política y que se hurta a los derechos políticos de los ciudadanos. En adelante el sistema de divorcio no podrá ser más que ese muy liberal que la Corte estima compatible con el (con su concepción) del libre desarrollo de la personalidad y con su idea de la relación entre los ciudadanos y las normas e instituciones. Y conste que con esa impronta liberal e individualista del derecho de familia estoy muy de acuerdo, si bien no me gusta que improntas de ese tipo las impongan los jueces, sino los legisladores democráticamente legitimados.

No puede sorprendernos que concluya la Sala que en el caso que en esta sentencia que comentamos se juzga está limitada la libertad y autonomía personal de quienes quieren consumir marihuana y, por tanto y según tan extensa concepción del derecho al libre desarrollo de la personalidad, hay afectación negativa del mismo: “Al respecto, esta Primera Sala entiende que efectivamente el derecho fundamental en cuestión permite prima facie que las personas mayores de edad decidan sin interferencia alguna qué tipo de actividades recreativas o lúdicas desean realizar, al tiempo que también permite llevar a cabo todas las acciones o actividades necesarias para poder materializar esa elección”. Parece evidente que toda restricción de la libertad por obra de una norma jurídica merecería el mismo juicio, el de que prima facie hay afectación negativa del derecho de marras. Solo una norma que en nada limitara la libertad de nadie dejaría de merecer esa conclusión. Por ejemplo, la norma que castiga el homicidio afectaría al alcance o contenido prima facie del derecho al libre desarrollo de la personalidad del homicida (o al menos del homicida que mate por convicción y porque su carácter se lo pide así para sentirse bien libre) y, sentado eso que parece tan indudable como absurdo, habría que pasar a la segunda etapa del análisis alexyano, el de examinar cuándo el homicida se ha pasado en su derecho y no se respeta el principio de proporcionalidad entre ese derecho suyo a matar en pleno uso de su personalidad libremente homicida, y el derecho de la víctima a conservar su vida. Y, para colmo, esa ponderación habría que hacerla tanto en el control abstracto de constitucionalidad de la norma penal que castiga al que mata como caso a caso y no vaya a ser que las circunstancias de algún caso determinen que pesa más la personalidad libre del homicida que el derecho a la vida de vaya usted a saber qué víctima de poco peso. Un sindiós.

 

Los controles descontrolados. O de cómo pasar con alegría los controles de Alexy

 

Pasa a continuación la sentencia a la segunda etapa, la atinente a si tal afectación negativa de la libertad está o no constitucionalmente justificada, pues, “el libre desarrollo de la personalidad no es un derecho absoluto, de tal manera que puede ser limitado con la finalidad de perseguir algún objetivo constitucionalmente válido”. Las limitaciones pueden estar justificadas en aras de los derechos de los demás o del orden público. Según el conocido esquema alexyano que en la sentencia se sigue, y en las palabras de la Sala, “el derecho fundamental adopta una doble fisonomía: antes de practicar el test de proporcionalidad presenta un carácter prima facie y solo después de que se ha realizado el escrutinio adquiere un carácter definitivo, de tal manera que si la medida legislativa limitadora no supera el test de proporcionalidad el contenido definitivo del derecho será coincidente con el atribuido prima facie; en cambio, si la ley se encuentra justificada a la luz del test de proporcionalidad el contenido del derecho será más reducido que el aparente o prima facie”.

Sumemos a lo anterior esta otra afirmación que en la sentencia se lee: “la doctrina especializada ha señalado que los derechos fundamentales y sus respectivos límites externos operan como principios, de tal manera que las relaciones entre el derecho y sus límites encierran una colisión que debe resolverse con ayuda del test de proporcionalidad”. Ese test de proporcionalidad, como bien se sabe y la sentencia recuerda, pasa, según el catecismo alexyano, por preguntarse si la norma cuestionada tiene un fin constitucionalmente legítimo y por ver si supera el test de idoneidad, el de necesidad y el de proporcionalidad en sentido estricto.

Imaginemos que, estando vigente la norma constitucional que prohíbe la tortura y, por consecuencia, sienta el derecho constitucional de todo ciudadano a no ser torturado, se promulga una norma legal que permite la tortura, pero solo de terroristas y en los casos en que resulte imprescindible, como único recurso disponible o restante, para evitar la muerte cierta de cientos de personas; por ejemplo, porque se trata de saber dónde ocurrirá el próximo atentado masivo de ese grupo o quiénes lo van a ejecutar o en qué lugar colocó ese mismo terrorista la bomba que dentro de unas horas estallará si él no confiesa la ubicación a tiempo para que la policía la desactive. Si las normas de derechos fundamentales son principios, como la Sala Primera aquí ha dicho (si, conforme a la división de Alexy, la norma constitucional que veda la tortura fuera una regla, vendría a dar igual, pues según esa teoría las reglas también se pueden ponderar frente a principios y puede ser derrotadas por ellos), y si aunque la norma legal de nuestro ejemplo afecte negativamente, y mucho, al derecho a no ser torturado (y por extensión a la dignidad de la persona y hasta al libre desarrollo de la personalidad), resulta que aplicamos el test de proporcionalidad, seguramente va a resultar que se declara constitucional esa norma legal permisiva de la tortura bajo las señaladas restricciones: el fin es constitucionalmente legítimo (salvar vidas, muchas vidas), la medida, bajo las restricciones señaladas, es idónea (es evidente que con la tortura sí se puede en más de un caso conseguir la confesión salvadora), es necesaria (por eso la ley de nuestro ejemplo puntualiza que nada más que cabe la tortura cuando ya no haya alternativa para ese fin de evitar el atentado sangriento y salvar vidas) y supera, creo que sin duda, el test de proporcionalidad en sentido estricto, ya que por mucho peso que le demos al derecho a la dignidad y la integridad física y moral del malvado terrorista pertinaz, más valor concederemos a la vida se los cientos de ciudadanos inocentes que van a morir si no se usa ese recurso. Mi opinión es que, vigente la norma constitucional prohibitiva, jamás y en ningún caso la tortura puede ser constitucionalmente legítima. Pero si así queremos hacerlo valer hemos de prescindir del esquema principialista y ponderador y servirnos de otros parámetros normativos y constitucionales, particularmente la llamada concepción del núcleo esencial de los derechos.

Sin embargo, pese a que el principialismo ponderador pone en riesgo de derrota cualquier norma constitucional y cualquier derecho fundamental, pasa por ser un buen esquema para la protección de los derechos. ¿Por qué? Seguramente porque tales patrones normativos y metodológicos han sido usados por los tribunales de la mayor parte de los países y la mayoría de las veces con un enfoque muy liberal y para ampliar el alcance de derechos, derechos de libertad unas veces y derechos sociales otras. Un buen ejemplo lo ofrece la Suprema Corte en esta sentencia que analizamos. Pero la herramienta es peligrosa en grado sumo para la integridad de los derechos constitucionales y nada más que hace falta que cambien las intenciones y las orientaciones ideológicas de los tribunales constitucionales para que así pueda comprobarse; de hecho, ya se está comprobando en más de un lugar.

Pero veamos cómo se desenvuelve la Corte en esos cuatro pasos del test de proporcionalidad.

 

Fines santos, medios no pecaminosos, falta de alternativas mejores y no propasarse. O de cómo los parámetros de una moral que parece religiosa (y lo es, en el fondo) se convierten en receta para decidir en derecho

 

En los términos de la sentencia, “en una segunda etapa del análisis de constitucionalidad debe determinarse si la noma que interviene en el ámbito inicialmente protegido por el derecho fundamental es constitucional” y para ello “debe examinarse si en el caso concreto existe una justificación desde el punto de vista constitucional para que la medida legislativa limite el contenido prima facie de derecho”. Eso se hace en los consabidos cuatro pasos del control de proporcionalidad.

a) La constitucionalidad de los fines que persigue la norma limitadora del derecho al libre desarrollo de la personalidad.

Según el esquema difundido por Alexy, la norma en examen que limita un derecho fundamental (o un principio constitucional, aunque no sea iusfundamental) debe perseguir una finalidad de protección o mejora de otro principio constitucional. En caso contrario, será inconstitucional la referida norma y no rebasará este primer estadio del examen de constitucionalidad. Un ejemplo de mi cosecha: una norma que pretendiera discriminar un determinado grupo étnico tendría un fin constitucionalmente inadmisible y sería por ello inconstitucional. Así que urgiría buscarle la correspondencia con algún objetivo constitucionalmente legítimo; por ejemplo, la reducción del desempleo, el aumento de la seguridad ciudadana, la protección de la infancia, el cuidado de las familias… Espero que la ironía que estoy manejando se capte adecuadamente y que nos demos cuenta de que con semejante instrumental cualquier constitucionalismo reaccionario tiene las puertas abiertas de par en par; solo hace falta que los reaccionarios tengan mayoría en los tribunales, pero, por lo demás, el principialismo ponderador les vendrá como anillo al dedo.

Comienza la Sala este apartado con la puntualización de que “las intervenciones basadas en fines perfeccionistas no encuentran protección constitucional, pues el Estado no puede exigir a las personas que se conduzcan de acuerdo a un determinado modelo de virtud”. Ya antes había declarado que con el derecho al libre desarrollo de la personalidad es incompatible el paternalismo estatal, “que cree saber mejor que las personas lo que conviene a éstas y lo que deben hacer con sus vidas”.

En mi opinión, no está clara la frontera entre fines perfeccionistas y fines que legítimamente busquen proteger derechos de las personas. Si una norma permite a los casinos negar la entrada a jugadores que ya han perdido en los últimos tiempos importantes sumas de dinero en la ruleta o el black-jack o, incluso, si es la misma norma la que fuerza a que se les niegue la entrada, ¿estamos ante un ejercicio de paternalismo estatal incompatible con el derecho del sujeto o ante un propósito perfeccionista carente de protección constitucional? ¿Y qué hay de las normas que prohíben el acceso de adultos a lugares muy peligrosos?

Sea como sea, las alusiones al paternalismo y el perfeccionismo parecen, en esta sentencia, encuadres retóricos o insinuaciones tendentes a predisponer al lector favorablemente para el análisis que luego vendrá y que en verdad no va a sostener que la norma examinada es un ejercicio de paternalismo o perfeccionismo, sino que responde a fines legítimos relacionados con la salud y el orden público. Pero, insisto, muy hábilmente se está apuntando alguna posible relación con el paternalismo y predisponiendo negativamente al lector por el aroma que tales conceptos desprenden.

Son la salud y el orden público los fines que, de la mano de una interpretación teleológica, asigna la Sala a las normas impugnadas. Está en juego “la salud pública” en tanto que psicotrópicos y narcóticos generan “dependencia para el consumidor” y, además, no es descabellado el temor de que la drogadicción se relacione con el aumento de la delincuencia. Por todo ello, se concluye que son constitucionalmente legítimos esos propósitos del legislador de defender la salud de los consumidores de drogas “y proteger a la sociedad de las consecuencias perniciosas derivadas del consumo de drogas, dado que ha considerado que esta actividad tiene aspectos nocivos tanto para el consumidor como para la sociedad en general”. E igualmente legítimo es el fin de salvaguarda del orden público, concepto este que “hace referencia al bienestar de la sociedad en general”.

Esta parte de la sentencia termina con un párrafo un tanto sorprendente, el siguiente: “En cambio, la prohibición del consumo de marihuana por la mera autodegradación moral que implica no persigue un propósito legítimo. La Constitución no impone un ideal de excelencia humana, permite que cada individuo elija su propio plan de vida y adopte el modelo de virtud personal que considere válido, en tanto no afecte a los demás. Así, las supuestas afectaciones al desempeño social que ocasiona la marihuana —por ejemplo, disminución de productividad laboral del consumidor y el denominado <<síndrome amotivacional>>— no pueden considerarse como razones válidas para intervenir el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Además, ni de la ley que ahora se analiza, ni de los procesos legislativos que la han reformado, se desprende la intención del legislador de promover un determinado modelo de virtud personal. Como se ha explicado, la ley pretende proteger la salud y el orden público”.

¿Qué sucedería si al legislador lo moviera un ánimo paternalista o perfeccionista tendente a evitar la autodegradación del consumidor de marihuana? Según la Suprema Corte, ese fin es constitucionalmente ilegítimo por incompatible con el libre desarrollo de la personalidad. Pero ¿y si ese fuese un tercer fin que en la ley se busca o que, incluso, se declarara en su exposición de motivos, pero un fin tercero que se suma a los otros dos, de protección de la salud pública y del orden público? ¿Basta un fin ilegítimo para que la norma en examen deba declararse inconstitucional o se pasa este test si además del fin ilegítimo hay otros legítimos? ¿O acaso habría que ponderar entre fines legítimos e ilegítimos para ver cuáles han de prevalecer en este juicio? Y, por otro lado, ¿está segura la Suprema Corte o estamos seguros cualesquiera de nosotros de que en verdad no son afanes perfeccionistas los que mueven al legislador de tantos países a poner trabas a la drogadicción, especialmente con drogas de las llamadas blandas, como la marihuana?

b) El test de idoneidad.

Con su buena sistemática, empieza la sentencia recordándonos que “En esta etapa del escrutinio debe analizarse si la medida impugnada es un medio adecuado para alcanzar los fines perseguidos por el legislador. En este sentido, el examen de idoneidad presupone la existencia de una relación empírica entre la intervención al derecho y el fin que persigue dicha afectación, siendo suficiente que la medida contribuya en algún modo y en algún grado a lograr el propósito que busca el legislador. Así, la idoneidad de una medida legislativa debe mostrarse a partir de conocimientos científicos o convicciones sociales generalmente aceptadas”.

En consecuencia, el “sistema de prohibiciones administrativas” que es objeto del escrutinio sobre su constitucionalidad superará este test de idoneidad si en verdad hay algún beneficio, aunque sea exiguo, para alguna de las finalidades que constitucionalmente justifican tal sistema según el apartado anterior, la salud y el orden público. Y la Suprema Corte, en esta sentencia, dice que sí hay tal beneficio, aunque sea en grado escaso.

Concluye ese examen con estas palabras: existe evidencia para considerar que el consumo de marihuana efectivamente causa diversas afectaciones en la salud de las personas. En este sentido, si bien en términos generales puede decirse que se trata de daños de escasa entidad, ello no es obstáculo para concluir que en el caso concreto el “sistema de prohibiciones administrativas” conformado por los artículos impugnados efectivamente es una medida idónea para proteger la salud de las personas”. Y agrega que “la evidencia analizada no logró mostrar que el consumo de marihuana influyera en el aumento de la criminalidad, pues, aunque el consumo se asocia a consecuencias antisociales o antijurídicas, éstas pueden explicarse por otros factores, como al contexto social del consumidor o al propio sistema punitivo de la droga. Con todo, los estudios analizados sí permiten concluir que el consumo de marihuana entre los conductores es un factor que aumenta la probabilidad de causar accidentes vehiculares, lo que significa que la medida impugnada únicamente en este aspecto también es una medida idónea para proteger el orden público.

c) El test de necesidad

La conclusión aquí va a ser la siguiente: “el ´sistema de prohibiciones administrativas` configurado por los artículos impugnados constituye una medida innecesaria, toda vez que existen medidas alternativas igualmente idóneas para proteger la salud y el orden público que intervienen el derecho fundamental en un grado menor. Así, esta Primera Sala considera que la prohibición del consumo personal de marihuana con fines lúdicos es inconstitucional al no superar esta grada del test de proporcionalidad”. Veamos cómo se desarrolla el razonamiento en este punto.

Puesto que una medida limitadora de un derecho fundamental o de otro principio constitucional no será constitucionalmente legítima si se podía haber acudido a una medida alternativa que, perjudicando menos el derecho o principio perjudicado, beneficia igual o más el derecho o principio beneficiado, aquí se trataba de observar si el derecho al libre desarrollo de la personalidad se podría haber respetado mejor con una medida diferente de la prohibición del consumo de marihuana y que favoreciera lo mismo o más el derecho a la salud y el orden público. Téngase presente que va a ser relevante en este apartado lo que se señaló en el anterior, que son de poca entidad los daños que a la salud y el orden público causa el consumo de marihuana.

Empieza la Sala por apuntar que puede ser una labor ímproba la de imaginar todas las posibles medidas alternativas y que, por tanto, basta con estar a las que el legislador ha manejado para situaciones similares y a las que se encuentran en el derecho comparado. Y por eso el cotejo lo va a hacer la Sala con las medidas referidas al tabaco y alcohol.

Primero se hace mención de la regulación en derecho mexicano del tabaco y el alcohol. El tabaco se somete a un “régimen de permisión controlada”: prohibición de la venta a menores y en instalaciones educativas, prohibición de consumo en espacios libres de humo, escuelas, áreas de trabajo, etc., y sujeción de la producción y el consumo a diversas disposiciones administrativas. También hay restricciones a la publicidad. Similarmente, para el alcohol rigen prohibiciones de venta a menores y hay límites para la conducción de vehículos de motor. Además, las bebidas alcohólicas también deben venderse en envases que contengan ciertas leyendas de aviso sobre sus efectos nocivos.

En cuanto al tratamiento al consumo lúdico o recreativo de marihuana en el derecho comparado, se cita solamente el régimen de permisión controlada en los siguientes países, que son aquellos en los que no rige una prohibición absoluta del consumo, según la sentencia: los estados de Colorado y Washington, en Estados Unidos, Holanda y Uruguay. En todos esos sitios el consumo está expresamente permitido, pero bajo determinadas condiciones relativas a lugares, cantidades, edad, etc. Se explica, pero no se resalta suficientemente, que en tales lugares la permisión del consumo va acompañada de una regulación del comercio y hasta del cultivo, sea por particulares o por el mismo estado.

¿Qué ocurre en los demás estados, si aceptamos la división un tanto cuestionable que plantea esta sentencia? Hay que empezar por aclarar que existen estados en los que el consumo en privado, fuera de los espacios públicos, no está penado ni sancionado de ninguna manera, aunque sí haya sanción para el comercio de marihuana o la posesión de cantidades superiores a cierta cantidad. Pero si dejamos esos casos fuera de nuestra contemplación y nos ceñimos a aquellos estados en los que rige una prohibición legal de consumo de marihuana, ¿podemos o debemos concluir que en todos ellos hay una flagrante vulneración del derecho al libre desarrollo de la personalidad, ya que el legislador ha optado por la prohibición absoluta en lugar de configurar un régimen de permiso condicionado, al estilo de esos únicos cuatro estados que la Sala menciona? Parece una tesis algo atrevida porque, ante todo, se olvida por completo de la libertad de configuración del legislador. Si a esta sentencia sumamos otras de la Suprema Corte, como la que declara inconstitucional el sistema legal de divorcio causal, también por incompatible con el debido respeto al derecho al libre desarrollo de la personalidad, ¿podemos sostener, coherentemente, que tal derecho no se respeta como es debido en todos y cada uno de los estados que no permiten el consumo de marihuana y el divorcio libre?

Determina la Sala, sobre la base reseñada, que sí hay una alternativa a la prohibición absoluta que es como mínimo igual de eficaz para proteger los derechos relacionados con la salud y el orden público, pero menos dañina para el de libre desarrollo de la personalidad, medida que consistiría en permitir el consumo, pero bajo restricciones relativas a lugar en que se consume, prohibición de conducir vehículos o ciertos aparatos bajo los efectos de la marihuana, prohibiciones de publicidad y restricciones en la edad de los consumidores, a lo que se añade la posibilidad de implementar políticas educativas y de salud.

Hagamos alguna comparación. Imaginemos que, para el delito D, en la norma legal L el legislador democrático legítimo ha establecido la pena P, de acuerdo con dos parámetros, como son la búsqueda de eficacia preventiva y la idea de castigo justo o merecimiento punitivo que esa mayoría parlamentaria legítima maneje. El tribunal constitucional de ese país examina la constitucionalidad de esa norma penal, le aplica el test de necesidad y concluye que para ese delito D cabría una pena alternativa P´ más baja que es igual de eficaz para la protección del bien jurídico en juego, bien jurídico vinculado a algún derecho fundamental (vida, integridad física, propiedad, honor…). Por ejemplo, P era una pena de entre cuatro años y un día y seis años de privación de libertad, y P´ es una pena de entre uno y dos años. Así pues, si el tribunal tiene o cree tener datos sobre la igual eficacia preventiva de P y P´, no necesita más para declarar la inconstitucionalidad de la norma L, puesto que es evidente que no supera el test de necesidad.

Lo que, en consecuencia, se nos muestra, es que, bajo este prisma, la constitucionalidad de toda la legislación penal de un estado está condicionada por juicio que sobre su eficacia preventiva y sobre la eficacia preventiva de penas alternativas pueda hacer el respectivo tribunal constitucional, basándose en datos e inferencias más o menos fundados. De tal manera, queda excluido que un factor a respetar en la legislación sea la consideración que la mayoría parlamentaria, en representación de la soberanía popular, pueda tener de lo que demande la justicia. La idea de esa mayoría legítima, en el sentido de que lo que el autor de D merece es una pena de cuatro a seis años, y que además no es una pena desmesurada bajo ningún punto de vista, es una idea que, al parecer, para nada debe considerar el tribunal constitucional, que se dedica, en el test de necesidad, a hacer supuestos cálculos de costes y beneficios para derechos y principios. Supuestos cálculos que siempre o casi siempre veremos que van de la mano de una información empírica deficiente o sesgadamente seleccionada. La libertad de configuración del legislador legítimo, dentro de un marco constitucional necesariamente laxo si han de tener sentido los derechos políticos del ciudadano, hace mutis por el foro y es reemplazada por el estilo oracular de unos tribunales que fingen que sobre la realidad social y sobre los datos empíricos y las aportaciones de las ciencias tienen conocimientos más profundos y ciertos que los del poder legislativo y, desde luego, que los de los ciudadanos que eligen programas legislativos y votan a sus representantes.

Siempre veremos aparecer afirmaciones dudosas en cuanto a su respaldo empírico o que envuelven probables errores del razonamiento. Dice esta sentencia, por ejemplo, que “la prohibición del consumo de marihuana no ha reducido el número de consumidores y, en consecuencia, tampoco ha disminuido los daños a la salud asociados al consumo”. Y ya antes se nos indicaba que “el ´sistema de prohibiciones administrativas` configurado por los artículos impugnados no ha logrado disminuir el consumo de marihuana. En esta línea, por ejemplo, datos de la Encuesta Nacional de Adicciones señalan que entre 2002 y 2008 el consumo de drogas ilegales aumentó de 4.6% a 5.2% entre la población de 12 a 65 años, lo que podría interpretarse en el sentido de que el citado sistema de prohibiciones es ineficaz para reducir el consumo”. Si esas drogas hubieran sido legales en lugar de ilegales, ¿estamos seguros de que el consumo no habría aumentado más?

Nos hallamos ante un ejemplo de razonamiento defectuoso, al menos bajo la óptica de la ciencia social más elemental. Supóngase que yo estoy engordando mucho más de lo que deseo y que me preocupa mi creciente obesidad. Me gustan mucho los dulces y la bollería y siempre tengo en casa abundante provisión. Sé que comer mucho de eso es una causa de mi continuo aumento de peso. Así que decido no volver a comprar más de tales productos para tener y consumir en mi hogar y lo hago con la esperanza de que así dejaré de engordar. Pero resulta que cada día aprovecho para comer dulces en alguna pastelería que encuentro al volver de mi trabajo y sigo engordando, incluso a mayor ritmo. ¿Puedo concluir que mi medida de no tener en casa esos alimentos ha sido ineficaz? No. Pues para para eso necesitaría saber dos cosas. En primer lugar, cuánto habría engordado si hubiera seguido teniendo dulces en mi casa. Si mi aumento en kilos hubiera sido en ese caso superior al que he experimentado a base de tomar tales exquisiteces en las confiterías, mi medida sí habría sido eficaz. Y, en segundo lugar, debo saber si mi continuada subida de peso puede obedecer a otros factores; por ejemplo, a factores fisiológicos independientes de los dulces.

Lo mismo sucede con el asunto de las drogas. Para determinar si la prohibición del consumo es eficaz no nos basta saber que el consumo aumenta aunque haya prohibición, sino que tendríamos que conocer cuánto habría aumentado si no la hubiera. Y, adicionalmente, tendríamos que poseer información fiable sobre qué otros factores inciden en el incremento del consumo, como puedan ser ciertas imágenes sociales, la influencia de algunos modelos, determinados patrones culturales, etc.

Que haya medidas también eficaces y menos dañosas para la libertad de los consumidores de marihuana, como “las campañas de información y las estrategias públicas que conciben a la farmacodependencia como un problema de salud pública” no debe contar como razón para rechazar la prohibición por no aprobar el test de necesidad. Solo tiene sentido comparar a esos efectos las medidas entre sí excluyentes, como la prohibición y el permiso, sea este total o matizado. Para el propósito de reducir el consumo y de evitar o aminorar sus efectos nocivos para la salud o el bienestar público, la prohibición y las campañas en cuestión no son medidas alternativas necesariamente, sino que pueden ser complementarias, ya que se sumaría la eficacia de ambas. Por tanto, que esas campañas sean tanto o más eficaces que la prohibición no vale como razón para que esta no pase el control de necesidad. Si, en una escala de 0 a 10, la eficacia de la prohibición es de 0,5 y la de las campañas de 3, la suma de ambas daría 3,5 y, en términos de lo que en el test de necesidad se revisa, 3,5 es más deseable que 3. ¿O acaso habría que despenalizar la violación, por ejemplo, si se estuviera convencido de que con campañas largas e intensas de publicidad en los medios disminuiría la tasa de tal delito en mayor medida de lo que lo hace ahora a base de penas y sin las campañas en cuestión?

En resumidas cuentas, en este ejercicio de aplicación del test de necesidad que lleva a cabo la Sala apreciamos los problemas habituales en este tipo de jurisprudencia constitucional en este paso. Uno, que las conclusiones sobre la eficacia de unas y otras medidas dependen de los datos que se manejen, y hay que reconocer que los jueces y magistrados en ninguna parte suelen ser muy duchos en el uso del método científico, en la utilización adecuada de los datos científicos y en el análisis no sesgado de tales datos. Y, dos, que en este paso se pone bien de relieve el modo en que este tipo de jurisprudencia constitucional deja en muy poca cosa la libertad de configuración del legislador democrático, pues las preferencias de la mayoría legislativa, aunque no choquen para nada con el tenor de la Constitución, quedan radicalmente condicionadas por los cálculos de costes y beneficios que quiera y sepan hacer los tribunales constitucionales y por el tipo de datos que los tribunales seleccionen o sepan usar para esos cálculos. Bajo una apariencia de labor de inspiración axiológica se cuela un enfoque tecnocrático que a la hora de la verdad tampoco lo es propiamente, sino ejercicio larvado de una discrecionalidad deliberadamente extendida, a la vez sutilmente disfrazada.

La Suprema Corte hace uso, en este tema de la marihuana, de un planteamiento liberal-individualista que, desde mi ideología, comparto. Lo que no me parece tan justificado es que los tribunales o yo, modestamente, imputemos nuestra ideología a la Constitución y la dibujemos a nuestra medida, en detrimento de los derechos de los que piensan distinto de nosotros, tienen mayoría y legislan. Si los tribunales no se contienen, cualquier limitación de la libertad individual proveniente de una ley constitucionalmente legítima será anulada so pretexto de que afecta de mala manera el libre desarrollo de la personalidad.

d) El test de proporcionalidad en sentido estricto

Aunque la inconstitucionalidad ha quedado ya sentada en el paso anterior, la Corte va a recalcarla mostrando que el test de proporcionalidad en sentido estricto también lleva a idéntico resultado, ya que se pondrá de relieve “el desequilibrio entre la intensa afectación del derecho al libre desarrollo de la personalidad frente al grado mínimo en que se satisfacen los fines legislativos a través de la prohibición del consumo de marihuana”. Se recuerda en la sentencia que con el examen de proporcionalidad en sentido estricto “se requiere realizar una ponderación entre los beneficios que cabe esperar de una limitación desde la perspectiva de los fines que se persiguen con los costos que necesariamente se producirán desde la perspectiva de los derechos fundamentales afectados”.

Es sabido que, de acuerdo con el esquema propuesto y divulgado por Alexy, el grado de afectación positiva o negativa de un derecho fundamental o de cualquier otro principio constitucional puede ser intenso, medio o leve. La restricción que de un derecho fundamental o principio constitucional no iusfundamental haga la norma cuya constitucionalidad se estudia no puede suponer un grado de afectación negativa mayor que el beneficio o afectación positiva para otro derecho fundamental. Tal norma enjuiciada solo será constitucional si la afectación negativa que para el derecho en cuestión implica es igual o inferior a la afectación positiva del otro derecho o principio. Así, si la norma N limita un derecho fundamental (o principio constitucional) D1 en grado medio y el derecho fundamental (o principio constitucional) que se quiere amparar, D2, solo se beneficia en grado leve, hay una descompensación o desproporción y N será inconstitucional. En cambio, si es media la afectación negativa de D1 y es media o es alta la afectación positiva de D2, la norma es constitucional, pues, por así decir, aquel perjuicio para D1 queda compensado, el balance sale positivo.

Así pues, hay una apreciación o constatación determinante del resultado de la ponderación: el valor que se asigne a las correspondientes afectaciones negativas y positivas de los derechos. Imaginemos que la señora S tiene una casa, en la que vive, y que el estado se la expropia por alguna razón de interés público y que, a cambio, le da otra casa diferente en otro lugar. S se plantea si ha salido ganando, perdiendo o se ha quedado igual. Para ello tiene que decidir, si, consideradas todas las cosas que importen en relación con la casa, es mejor para ella la casa que tenía o la casa nueva. Tomará en cuenta aspectos tales como tamaño de la casa, calidad de los materiales con que está construida, accesos, vistas, tipo de vecindario, zona o barrio, comunicaciones, proximidad a su trabajo, etc., y sobre esa base dará un valor mayor o menor a cada casa y hará el balance o ponderación final.

¿Cuánto de objetivo o de subjetivo hay en la valoración de cada casa, determinante del resultado final de la ponderación?  Puede haber casos en los que la desproporción sea absolutamente evidente para cualquiera y se pueda decir que nadie razonablemente dirá que S no fue perjudicada o que no fue beneficiada. Si la casa primera tenía cincuenta metros cuadrados, estaba medio ruinosa y se ubicaba en un paraje mísero y sucio y la nueva es poco menos que un palacio ubicado en la zona con mayor calidad de vida de la ciudad, poca duda hay de que a S le ha compensado el cambio; si es al revés, no cabrá dudar de que ha resultado perjudicada. Pero, entre esos polos, puede haber multitud de casos en los que personas diferentes discreparían en las valoraciones, en función de preferencias e idiosincrasias de cada cual. ¿Es mejor una casa mayor en un paraje nada hermoso o una casa pequeña en un paraje con estupendas vistas al río? ¿Es mejor una casa muy bien construida en una zona populosa y con bastante ruido o una casa más sencilla en una zona exclusiva? Paralelamente y en relación con nuestro tema, ¿es mejor que se prohíba a los ciudadanos consumir marihuana con fines lúdicos, con el coste que eso tenga (la Sala considera que tiene coste para el libre desarrollo de la personalidad) o es mejor que se permita tal consumo, con los costes que acarree para la salud y el bienestar general, aunque sean, en opinión de la Sala, costes bajos? Si hiciéramos a ese respecto una encuesta a mil personas con buena formación y tomadas al azar, ¿habría un resultado claramente coincidente en favor del permiso para consumir marihuana, aunque sea bajo las condiciones que la sentencia apunta, o encontraríamos una gran discrepancia y preferencias parejas en cuanto a una u otra opción? Si se trata de ponderar, extrayendo ese tipo de balances entre costos de las alternativas en litigio, ¿por qué no se hacen encuestas significativas en lugar de permitir que sean los magistrados los que ponderen por todos estableciendo lo que a ellos les parecen pesos objetivos, pero con los que discreparán subjetivamente millones de ciudadanos, quizás?

Por otra parte, he dicho hace un momento que S hará sus valoraciones de las casas considerando todas las cosas que importen en relación con la casa. Y ahora hay que matizar: considerando todas las cosas que importen a S. Por ejemplo, S puede ser persona muy religiosa que va diariamente a misa y le puede interesar mucho que la casa quede cerca de una iglesia, cuestión que a otros, en su lugar, les resultaría indiferente por competo. Ahora comparemos con nuestro tema y repasemos qué factores pone en la balanza la Sala y cuáles otros podría tal vez haber considerado y no consideró, o habrían considerado otros magistrados en su lugar.

La opción de la Sala es marcadamente liberal-individualista, y vuelvo a decir que en el plano personal yo comulgo con esa opción grandemente. Ese planteamiento liberal es el que lleva a poner el derecho al libre desarrollo de la personalidad como eje principalísimo del sistema constitucional, de modo que la libertad personal no puede limitarse ni para orientar hacia modelos de vida buena ni para ejercer un paternalismo estatal protector ni para ningún objetivo que no suponga la mejora de otros derechos de los individuos que, a la postre, acabarán también repercutiendo en una mayor autonomía del conjunto de los individuos. Así que en un plato de la balanza se pone ese superderecho al libre desarrollo de la personalidad y en el otro se coloca el derecho a la salud, en sentido amplio, y el orden público o el interés general, en lo que se relaciona, por ejemplo, con la producción de accidentes de automóvil o de accidentes laborales y similares, y también con el aumento de delincuencia. Y podemos preguntarnos si con eso se agota el espectro de cuestiones que razonablemente pueden ser “pesadas” en este caso o si se ha llevado a cabo una selección parecida a la que haría la señora S en función de que, por ser religiosa o no serlo, considere o no como merecedora de atención para sus valoraciones la proximidad de las casas a la iglesia. ¿Y si alguien dijera que también hay que tomar en consideración o “pesar” el que el consumo de marihuana puede tener influencia negativa en la vida familiar? ¿Y si alguno adujera que permitir el consumo puede conducir a que la demanda de marihuana aumente y a que, con ello, florezca aún más el negocio de los traficantes? ¿Y si se alega que por esa vía crecerá también la explotación de los productores en origen o la circulación de dinero negro y engordarán los beneficios de los bancos que se implican en la gestión de ese dinero o la corrupción dentro del estado? Etc., etc, etc.

Lo que con todo lo anterior quiero resaltar es que son dos los factores que determinan el resultado de la ponderación en los casos en que no se está ante descompensaciones evidentes para cualquiera: la selección de los elementos que se van a valorar, tanto por el lado de los beneficios para un derecho, como de la afectación negativa para el otro, y la atribución de valores a las respectivas afectaciones, calificándolas como intensas, medias o leves. Para mí, que la educación escolar sea obligatoria y no pueda yo educar a mi hija en casa y en exclusiva significa una afectación muy leve de mi libertad como padre y del derecho de mis hijos a recibir una adecuada formación, pero para otras personas supone un perjuicio grave para ambos derechos. Si soy yo magistrado constitucional y es magistrado también una de esas otras personas ¿asignaremos iguales valores a la norma que obliga a escolarizar a los niños?

 

Las proporciones son de cada uno

 

Para esta sentencia que se comenta, que el nueve por ciento de los consumidores de marihuana acabe teniendo dependencia es un perjuicio leve para el derecho a la salud de los consumidores de ese producto, mientras que el derecho al libre desarrollo de la personalidad queda intensamente afectado con la prohibición del consumo lúdico o recreativo de marihuana. Es tan intensa tal afectación negativa, que compensa también el riesgo para el orden público que la sentencia dice que el consumo de marihuana acarrea. Concentrémonos ahora el análisis de la afirmación de que la prohibición de consumo lúdico “supone una afectación muy importante del derecho al libre desarrollo de la personalidad, toda vez que impide a los quejosos decidir qué actividades recreativas o lúdicas desean realizar”. Según la Sala, en suma, el “sistema de prohibiciones administrativas” provoca “una afectación muy intensa del derecho al libre desarrollo de la personalidad en comparación con el grado mínimo de protección a la salud y al orden público que se alcanza con dicha medida”.

Imaginemos que en un momento dado se pone de moda en México un juego llamado la lotería de la muerte y que consiste en lo siguiente. En ciertas instalaciones clandestinas se concentran grandes grupos de personas que pagan una cantidad de dinero para participar en el juego. Hay un escenario que esos espectadores contemplan. Cada espectador puede bajar y tocar un artilugio que da un resultado. Unas veces, las más, del artefacto en cuestión sale una voz que dice “no ha pasado nada, vuelva a intentarlo otro día”; otras veces, el que prueba suerte recibe un premio y estallan los aplausos. Y una vez de cada cien mil, aleatoriamente, sale una bala que da al participante en una de sus piernas. Se ha extendido el juego porque resulta muy emocionante y las personas quieren participar porque la adrenalina hace su efecto. El legislador dicta una ley que prohíbe ese juego, amparándose en la protección del derecho a la salud y la integridad física de los ciudadanos. Pero a ningún ciudadano se le obliga a jugar si no quiere, los jugadores participan haciendo uso de su libertad y reclaman su derecho a “decidir qué actividades recreativas o lúdicas desean realizar”. Cada año, los que resultan heridos, de acuerdo con la señalada proporción de uno de cada cien mil que juegan, son cinco (hay quinientos mil jugadores al año). ¿Es constitucional o inconstitucional la ley en cuestión, la que prohíbe el juego? Es la libertad lúdica de cada cual, como parte de su libre desarrollo de la personalidad, frente a cinco heridos en las piernas al año. ¿Es intensa, media o leve la afectación negativa del derecho al libre desarrollo de la personalidad por la prohibición? ¿Es intensa, media o leve la afectación positiva del derecho a la salud o integridad física por la prohibición? ¿Cambiaría el resultado, el que sea, si los heridos fueran uno de cada cincuenta mil o uno de cada mil? ¿Dónde está el umbral y cómo se hacen esos cálculos?

Mi tesis, aun como liberal convencido en cuestiones que tengan que ver con las acciones que no dañen a terceros, es que, tanto en este ejemplo como en el caso real de la prohibición del consumo lúdico o recreativo de marihuana, el daño que la prohibición acarrea para el libre desarrollo de la personalidad es leve o levísimo. Es decir, aunque conceda yo aquí, como hipótesis de trabajo, que es adecuado el juego de la ponderación para el análisis de constitucionalidad, tendríamos que es errada la ponderación que en esta sentencia se ha realizado. Explicaré a continuación por qué.

Una prohibición absoluta de fumar marihuana por motivos lúdicos implica, desde el punto de vista jurídico (no desde el punto de vista fáctico) una restricción total de la libertad para fumar marihuana por motivos lúdicos. Igual que una imaginaria prohibición absoluta de que los ciudadanos canten arias de ópera en los funerales a voz en grito y en el momento de la ceremonia que a cada uno le apetezca es una restricción absoluta de la libertad para cantar ópera en los funerales. Admitamos que, puesto que no hay ninguna norma constitucional que ampare esas dos libertades concretas como derechos fundamentales, ambas caen dentro del derecho genérico o derecho por defecto al libre desarrollo de la personalidad, en los términos en que la Suprema Corte hemos visto que lo presenta en sentencias como la que comentamos.

La cuestión esencial sería esta: ¿esas dos intensas restricciones de esas dos libertades constituyen restricciones intensas del derecho al libre desarrollo de la personalidad? Lo que sea una restricción de tal derecho podemos entenderlo de dos maneras. La primera consiste en establecer que hay una serie amplísima y nunca cerrada o plenamente acotada de libertades que pertenecen o forman parte del derecho al libre desarrollo de la personalidad: ir al cine o no ir, hacer turismo o quedarse en casa en vacaciones, leer novelas o no leerlas, tener relaciones sexuales con más personas con capacidad para consentir o menos, ducharse cada día por la mañana o antes de acostarse o no ducharse nada más que una vez a la semana, llevar el pelo largo o corto, vestir de colores “serios” o lucir prendas muy floridas, comer carne o ser vegetariano… Y así hasta el infinito.

En un segundo paso, dentro de esta primera concepción, se entiende que cada una de esas libertades implica plenamente el derecho al libre desarrollo de la personalidad, lo implica por completo. Así vistas las cosas, la prohibición absoluta de cualquiera de esas acciones (de tener las relaciones sexuales que uno quiera con personas aptas para consentirlas, de vestir de uno color o de otro, etc.) supondría una restricción intensa del derecho al libre desarrollo de la personalidad. Y solo sería constitucional si se compensara con un beneficio también intenso para otro derecho fundamental o principio constitucional. Así visto, el derecho al libre desarrollo de la personalidad es el derecho constitucional y fundamental a hacer cualquier cosa que no esté amparada por otra libertad constitucionalmente protegida (en ese caso opera en favor de tal acción ese otro derecho, no el de libre desarrollo de la personalidad), salvo en el caso en que de la restricción de la libertad se desprenda un beneficio intenso para otro derecho o principio.

La serie sigue desgranándose o concretándose “hacia abajo” con el mismo patrón. El derecho prima facie a vestir como se quiera implica el derecho prima facie a vestir como se quiera en las recepciones oficiales, en misa, en el ejército, en casa, etc., etc. Si en el ejército o en el desempeño profesional que sea no se permite vestir libremente habrá que ponderar la afectación negativa intensa del derecho al libre desarrollo de la personalidad con el principio o derecho que venga al caso por el otro lado, y únicamente será constitucional la restricción si es intensa igualmente el beneficio para otro derecho o principio.

Creo que es como si dijéramos que toda herida que se inflige a una persona es un atentado intenso contra su derecho a la salud, sea esa herida un pequeño corte en el brazo que se cura en dos días, sea un corte grande que deje grandes secuelas en la funcionalidad de ese brazo. Si se ve así de claro en el derecho a la salud, ¿por qué en el caso del derecho al libre desarrollo de la personalidad parece que se arranca de que toda prohibición absoluta de hacer cualquier cosa que un individuo desee es una afectación intensa de ese derecho?

La segunda manera, alternativa, de ver lo que sea restricción al libre desarrollo de la personalidad, pasaría por calificar cada una de esas conductas libres en función de su importancia para el desarrollo de una personalidad individual en libertad. Es decir, las restricciones a mi libertad no importan lo mismo para mi derecho al libre desarrollo de la personalidad. Es expresión bien relevante de mi personalidad y mi autonomía personal que yo pueda leer un tipo u otro de literatura, o ninguna, pero no lo es que yo no tenga libertad para circular con mi vehículo en las carreteras por la derecha o por la izquierda o que yo no pueda comprar el pan a las once de la noche porque todas las panaderías están cerradas en virtud de la norma que regula los horarios comerciales, y aunque mis biorritmos o ritmos circadianos sean nocturnos y yo libremente haya elegido vivir por la noche y dormir durante el día. Por eso no veríamos sentido en una demanda que, en nombre del derecho al libre desarrollo de la personalidad, cuestionara la constitucionalidad de las correspondientes normas de tránsito o de las normas que establecen los horarios comerciales.

Se dirá que en esos casos las normas en cuestión vencerían en la ponderación en sentido estricto, pero de lo que estoy hablando es de un asunto previo, referido a qué entra o no en el derecho constitucional al libre desarrollo de la personalidad y, en consecuencia, qué normas pueden ser atacadas con base en ese derecho. Pues con la concepción anterior de tal derecho pueden ser atacadas absolutamente todas las normas que impidan hacer o no hacer libremente algo, al margen de lo que luego resulte de la ponderación. Y, ya puestos, pensemos por un momento en el caso de los horarios comerciales, que limitan no solo la libertad de los consumidores para comprar cuando quieran o su personalidad les diga, sino que acortan también varias libertades de los comerciantes mismos, incluido su derecho al libre desarrollo de la personalidad. Así que, si ponderamos, a lo mejor resulta que son inconstitucionales todas esas reglas sobre horarios, porque no pasan el test de proporcionalidad en sentido estricto. Se puede hacer una impresionante revolución ultraliberal desde los tribunales y nada más que a base de traer a colación todo el rato ese derecho y de ponderarlo.

Considero más razonable y apropiada esta segunda concepción del derecho al libre desarrollo de la personalidad, entendiendo que no ampara cualquier libertad o expresión de autonomía individual, sino nada más que las conductas libres que en verdad sean relevantes para el desarrollo en libertad de cierto modelo normativo o ideal de personalidad. Solo encajarían, incluso prima facie, aquellos ejercicios de libertad cuya negación o restricción se pueda pensar como impedimento para que cada cual se desarrolle plenamente como persona, no para que cada uno pueda obrar a su puro capricho y con el argumento de que nadie puede elegir por él en nada. A mí me gustaría realizar ciertos contratos sin tener que ir al notario y pagarle al notario, y me gustaría casarme donde a mí me apeteciera o en lugares que tienen para mí un fuerte significado emotivo, como pueda ser el cementerio en que están enterrados mis padres o la playa en la que conocí a mi esposa. Pero si no se me permite lo uno o lo otro, no veo sentido a afirmar que se está limitando el contenido prima facie al libre desarrollo de mi personalidad, aunque sin duda se esté limitando mi libertad y esa limitación sea relevante para mí.

Si interpreto correctamente la sentencia, la Sala está manejando la primera de esas dos concepciones del derecho al libre desarrollo de la personalidad. A tenor de ella, toda prohibición absoluta de una libertad cualquiera que no esté amparada por otro derecho constitucional de libertad es una limitación intensa del derecho al libre desarrollo de la personalidad, y solamente se convierte en media o leve la limitación cuando la prohibición no es absoluta, sino matizada o condicionada; por ejemplo, cuando no se prohíbe el consumo lúdico de marihuana, sino que se restringe ese consumo en razón de edad, lugares, uso de vehículos de motor, etc. De esa manera, no se evalúa la importancia del consumo lúdico de marihuana para el libre desarrollo de la personalidad, sino que se parte de que la prohibición completa es un atentado intenso contra ese derecho, tout court, y toda prohibición absoluta únicamente puede ser compensada con un beneficio igualmente intenso para otro derecho o principio constitucional. La revolución ultraliberal a manos de los tribunales avanza así un paso más; si los tribunales son congruentes, en poco tiempo habrán desaparecido del ordenamiento mexicano una gran parte de las normas restrictivas de la libertad plena de los ciudadanos.

 

Jurisprudencia simbólica. O de cómo proteger férreamente derechos que no están en peligro (para legitimarse y tener manos libres para hacer lo contrario otro día)

 

¿Me inquieta o me desagrada a mí esa revolución ultraliberal? Por sus contenidos, no. Estoy a favor de la libertad para que los adultos puedan consumir marihuana bajo ciertas restricciones mínimas, de que cada uno se divorcie libremente si es su deseo, de no tener que acudir al notario para que dé fe de mi contrato, ahora que hay mil y un medios electrónicos para constituir prueba irrefutable del acuerdo contractual y sus condiciones, de que el matrimonio lo pueda celebrar quien los contratantes elijan, etc., etc. Lo que sucede es que, por mucho que a mí me agreden tales cambios, creo que son asuntos que competen al legislador legítimo, entre otras cosas porque buena parte de la población no comparte los afanes ultraliberales de la Suprema Corte y míos, y esos conciudadanos tienen tanto derecho como yo y como los ministros de la Corte a que sus opciones y preferencias se respeten si ellos, y no nosotros, los que medio en broma vengo llamando ultraliberales, han conseguido la mayoría en el Parlamento. Pues sus opciones no son inconstitucionales, ya que nada dice la Constitución sobre si se puede o no fumar marihuana, sobre si ciertos contratos han de ser ante notario, sobre cuál sea el modo de celebración del matrimonio, etc. Y estimar que todas esas restricciones a la liberta puestas por el legislador sin vulneración de lo que la Constitución dice son inconstitucionales por razón del libre desarrollo de la personalidad es revolucionar la Constitución y el orden constitucional, es alterar el esquema institucional de la propia Constitución y es dejar en nada, vaciar de contenido, los derechos políticos de la ciudadanía. Ah, y el principio de soberanía popular y el principio democrático.

Estimo que es muy importante resaltar algún aspecto adicional. El fallo de la sentencia es que

“Con base en todo lo anteriormente expuesto, esta Primera Sala arriba a la conclusión de que resultan inconstitucionales los artículos 235, último párrafo, 237, 245, fracción I, 247, último párrafo, y 248, todos de la Ley General de Salud, en las porciones normativas que establecen una prohibición para que la Secretaría de Salud emita autorizaciones para realizar las actividades relacionadas con el autoconsumo con fines lúdicos o recreativos —sembrar, cultivar, cosechar, preparar, poseer y transportar— del estupefaciente “cannabis” (sativa, índica y americana o mariguana, su resina, preparados y semillas) y del psicotrópico “THC” (tetrahidrocannabinol, los siguientes isómeros…) y sus variantes estereoquímicas), en conjunto conocido como marihuana, declaratoria de inconstitucionalidad que no supone en ningún caso autorización para realizar actos de comercio, suministro o cualquier otro que se refiera a la enajenación y/o distribución de las substancias antes aludidas, en el entendido de que el ejercicio del derecho no debe perjudicar a terceros. En ese sentido, este derecho no podrá ser ejercido frente a menores de edad, ni en lugares públicos donde se encuentren terceros que no hayan brindado su autorización.

Es momento de referirse a lo que quizá es lo más extraño y sorprendente de esta sentencia. Antes de que se declarara esa inconstitucionalidad de los conocidos artículos de la Ley de Salud que impedían autorizar el consumo lúdico de marihuana a los particulares, porque eso supone un “intenso” quebranto del derecho al libre desarrollo de la personalidad del que quiere consumir marihuana, ¿qué les pasaba a estos si consumían marihuana en su casa tranquilamente? Si no estoy muy equivocado, la respuesta, que nos puede dejar un tanto anonadados, es que no les ocurría nada; absolutamente nada, salvo que tuvieran marihuana por encima de una cierta cantidad o, teniendo menos, se probara que la tenían para comerciar. Veamos cómo era la situación normativa.

En México, el Código Penal Federal (arts. 194 y ss.) y la Ley de Salud (arts. 475 a 477), conjuntamente, establecen un complejo sistema de sanciones para la producción, comercio, transporte o tenencia de las drogas que la propia Ley General de Salud enumera y entre las que se halla la marihuana. Pero hay un artículo absolutamente decisivo para lo que nos importa, artículo que fue introducido en 2009, cinco años antes de la sentencia que nos ocupa. Se trata del 477, que en su primer párrafo es del siguiente tenor:

“Se aplicará pena de diez meses a tres años de prisión y hasta ochenta días multa al que posea alguno de los narcóticos señalados en la tabla en cantidad inferior a la que resulte de multiplicar por mil las previstas en dicha tabla, sin la autorización a que se refiere esta Ley, cuando por las circunstancias del hecho tal posesión no pueda considerarse destinada a comercializarlos o suministrarlos, aún gratuitamente”.

Pero el artículo 478 introduce la excepción que aquí resulta muy relevante:

“El Ministerio Público no ejercerá acción penal por el delito previsto en el artículo anterior, en contra de quien sea farmacodependiente o consumidor y posea alguno de los narcóticos señalados en la tabla, en igual o inferior cantidad a la prevista en la misma, para su estricto consumo personal y fuera de los lugares señalados en la fracción II del artículo 475 de esta Ley. La autoridad ministerial informará al consumidor la ubicación de las instituciones o centros para el tratamiento médico o de orientación para la prevención de la farmacodependencia”.

Según el artículo 479 de la misma Ley General de salud, tratándose de cánnabis sativa, índica o marihuana,

“para los efectos de este capítulo se entiende que el narcótico está destinado para su estricto e inmediato consumo personal cuando la cantidad que se posee no excede los 5 gramos”.

¿Qué le sucedía a quién tenía para su consumo personal cinco o menos gramos? Nada. ¿Y a quién cultivaba alguna planta para surtirse? A tenor de lo que entiendo que literalmente dice el artículo 194 del Código Penal Federal, tampoco le sucede nada. Aparte de no ser punible su conducta, ¿estaba ese consumidor expuesto a alguna posible sanción administrativa por el consumo casero y por esa tenencia de cinco gramos o menos? No. ¿Cuál era, entonces, la calificación normativa de esa conducta? Pues no estaba expresamente autorizada por la autoridad administrativa, ya que la Ley General de Salud, en los preceptos en la sentencia anulados, prohibía tal autorización, pero tampoco estaba prohibida. Porque, evidentemente, una conducta no autorizada no es una conducta prohibida. Si una norma permite autorizar en ciertos casos la entrada de las ambulancias en los parques, no se quiere con eso decir que esté prohibida la entrada a los parques de coches, motos, bicicletas o peatones; significa solamente que se puede autorizar a las ambulancias. Y si una norma no permite autorizar a las ambulancias, no se está indicando que toda entrada de una ambulancia sea ilegal o sancionable. Hay personas que tienen una autorización especial para entrar a los museos, pero si yo entro sin esa autorización no hago nada ilegal a no ser que esté expresamente prohibida mi entrada, y solo correrá mi ejercicio de libertad algún riesgo de represión si se me puede sancionar por esa entrada.

Lo no autorizado no está prohibido. Lo prohibido solo está prohibido en una norma que prohíba. Y cuando la norma que sanciona una conducta dice que no procederá la sanción cuando esa conducta se haga bajo las circunstancias C1 y C2, esa norma está autorizando la conducta, pues lo que prohíbe es sancionarla. Una norma que castigara comer caracoles, pero que dijera al mismo tiempo que no procederá el castigo contra los comedores de caracoles que sean profesores de derecho estaría, a efectos prácticos, autorizando a los profesores de derecho a comer caracoles. Así que malamente podrían los profesores de derecho alegar que esa norma daña (y menos que daña intensamente) su derecho al libre desarrollo de la personalidad.

Entonces, a efectos prácticos ¿qué estaban reclamando los quejosos? No que se levantara la prohibición de consumir marihuana con fines lúdicos, sino que se levantara la prohibición de que la agencia administrativa correspondiente autorizara ese consumo. Y, lo que resulta curioso, al anular esa prohibición la Suprema Corte entiende que está obligando a la agencia a autorizar en todo caso en que el consumo se solicite para tales fines lúdicos y sin daño a terceros (menores, etc.). ¿Por qué la eliminación de una prohibición de autorizar X equivale a una obligación de autorizar X?

Imaginemos que hay en un sistema jurídico una norma que dice que las autorizaciones para X las otorgará la agencia A en función de su valoración de la concurrencia de ciertos parámetros más o menos precisos. Pero hay un supuesto más específico de X, al que llamaremos X*, del que la misma normativa dice, en el artículo N, que no se podrá autorizar en ningún caso. Y ahora supongamos que el legislador simplemente deroga el artículo N y, con ello, descarta esa prohibición de autorizar. ¿A qué régimen quedaría sometido el supuesto X*? Al régimen normativo aplicable a todos los supuestos de X. Es decir, X* podría ser autorizado o no por la agencia en virtud de la concurrencia o no de tales criterios, valorados propia agencia. Por si no lo he explicado con claridad, pongamos un ejemplo. La norma N1 dispone que solo se podrá servir alimentos cárnicos en los restaurantes con una autorización de una agencia, que a tal efecto deberá tomar en cuenta la abundancia o escasez de los animales de los que la respectiva carne provenga, el tipo de clientela de los restaurantes y el precio de la carne correspondiente en el mercado en esa época del año. Y una norma N2 establece que aquella agencia en ningún caso podrá autorizar que se sirva carne de avestruz en los restaurantes. Un día, el legislador deroga N2, y nos preguntamos, ¿ha quedado la agencia obligada a autorizar siempre y en todo caso, sin excepción y sin atención a los criterios generales vigentes en virtud de N1, el consumo de carne de avestruz en los restaurantes? Sostener que sí implicaría incurrir en una llamativa falacia lógica, creo. Pues mucho me temo que en la sentencia que estamos comentando hay algo de esa falacia.

Se trataba de analizar nada más que la constitucionalidad del conjunto de normas de la Ley de Salud que prohibía a la agencia administrativa otorgar en algún caso la autorización para consumir marihuana con fines lúdicos o recreativos, pero esa normativa no prohibía el consumo cuando no iba unido a la tenencia por debajo de cinco gramos, por lo que, a efectos prácticos, ese consumo era libre, aunque no estuviera autorizado. Si esto es así, ¿qué podemos suponer que buscaba la Sala con la sentencia? Afirmar que todos los ciudadanos tienen un derecho constitucional a consumir marihuana, bajo ciertos límites que se relacionan con la afectación a terceros. Si antes los ciudadanos tenían lo que podíamos llamar un poder débil para fumar marihuana, ahora tienen un poder fuerte. ¿Por qué fuerte? Porque, en el fondo, la Suprema Corte está diciendo algo de mucho más alcance que indicarle a la autoridad administrativa que no puede negar la autorización: le está diciendo al legislador que no puede prohibir el consumo lúdico o recreativo de marihuana. Como se diría en España, hace eso aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid o que los quejosos atacan de un modo bien extraño una normativa no sancionadora y se abstienen de cuestionar la normativa sancionadora, la normativa penal que pune la tenencia de más de cinco gramos, el comercio, el transporte (se supone que de cantidades superiores a esa), etc.

Así pues, ¿dónde estaba, en la normativa anulada, el atentado contra el libre desarrollo de la personalidad de los meros consumidores de marihuana? Yo diría que no estaba en ninguna parte. ¿Por qué se trae a colación, con tan gran alcance, el derecho al libre desarrollo de la personalidad? Porque se quiere aprovechar para lanzarle un mensaje al legislador con el objetivo de que vaya pensando no sólo en que es inconstitucional que no reconozca en la ley plenamente el derecho de todo ciudadano a consumir marihuana con fines recreativos o lúdicos, sino también para que vaya asumiendo que si se ha de poder consumir, a fin de que el derecho al libre desarrollo de la personalidad no padezca intromisión tan grave, también ha de haber ciertas facilidades para producir, comprar (y si se ha de poder comprar, se ha de poder vender, lógicamente), transportar, etc.; es decir, para que se legalice el comercio de marihuana, bajo unas u otras condiciones, pero que se legalice. Propuesta con la que yo estaría de acuerdo, aunque radicalmente discrepo de que sea un tribunal constitucional el que ponga en marcha esas políticas, que son, por antonomasia, materia para el legislador; o sea, para que los ciudadanos decidan en ejercicio de su soberanía y a través de los mecanismos de la democracia representativa.