Por Enrique Gandía

 

Los estatutos no tienen «eficacia real»

Conforme a una opinión muy difundida, los estatutos, esto es el conjunto de disposiciones que regulan la organización y el funcionamiento de las sociedades corporativas, serían algo más que meros contratos. Cierto es que, en su origen, las cláusulas estatutarias participan de una naturaleza contractual, por cuanto que son el resultado del consenso inicial de todos los socios fundadores. Pero ello no impediría atribuirles al mismo tiempo un carácter por así decirlo «normativo», que se manifestaría en la posibilidad de modificarlos por mayoría, en su interpretación objetiva y, por lo que aquí interesa, en su vocación para ser aplicados más allá de las partes iniciales. En efecto, por virtud de su inscripción en el Registro Mercantil, los estatutos gozarían de «eficacia real» —o «exorbitante»—, en el sentido de que estarían llamados a desplegar efectos no sólo en la esfera interna de la sociedad, sino también en la externa, generando consecuencias para los terceros ajenos al contrato de sociedad. Terceros entre los que habría que incluir a los futuros socios, quienes estarían obligados al cumplimiento íntegro de las previsiones estatutarias inscritas y publicadas, con independencia de que «cuenten con un mayor o menor conocimiento de su contenido o hayan prestado su consentimiento individualizado» (Noval Pato).

Precisamente esta eficacia real o erga omnes sería una de las características que diferenciarían a los estatutos de los llamados «pactos extraestatutarios» o «parasociales». Estos últimos, «al no constar […] inscritos en el Registro Mercantil, [serían] irrelevantes para los terceros: futuros socios, acreedores u otras personas que se relacionen con la sociedad» (Noval Pato). En otras palabras: tendrían una eficacia puramente obligatoria. De manera que si, por ejemplo, todos los socios actuales de una sociedad limitada firman un pacto al margen de los estatutos por el que se refuerzan las mayorías necesarias para adoptar determinados acuerdos, el tercer adquirente de unas participaciones podrá ignorar dicho pacto y exigir que se apliquen las mayorías previstas en los estatutos. Y, del mismo modo, quien adquiere acciones cuya transmisión no está sujeta a restricciones estatutarias pasará a tener la condición de socio, por más que exista un pacto parasocial «omnilateral» que las declare intransmisibles.

Con este planteamiento de fondo, nos encontramos ahora con que el artículo 11.2 de la Ley de fomento del ecosistema de las empresas emergentes nos dice lo siguiente:

«Los pactos de socios en las empresas emergentes en forma de sociedad limitada serán inscribibles y gozarán de publicidad registral si no contienen cláusulas contrarias a la ley».

Naturalmente, el intérprete familiarizado con la doctrina estándar podría verse tentado a hacer el siguiente silogismo: los estatutos vinculan no sólo a los socios actuales, sino también a los futuros socios porque gozan de publicidad registral (premisa mayor); los pactos de socios en las empresas emergentes en forma de sociedad limitada pueden inscribirse y gozar de publicidad registral al igual que los estatutos (premisa menor); ergo los pactos de socios en las sociedades emergentes en forma de sociedad limitada que se hayan inscrito y gocen de publicidad registral vincularán no sólo a los socios actuales, sino también a los futuros socios (conclusión). O dicho de otro modo: los pactos extraestatutarios que, de conformidad con la norma transcrita, accedan al Registro Mercantil desplegarán una «eficacia real» idéntica a la de los estatutos.

Y, sin embargo, hay algo en esta conclusión que contradice el más mínimo sentido jurídico: ¿cómo puede verse vinculado el socio entrante por un pacto en el que no es parte?, ¿no choca esto frontalmente con el principio de relatividad de los contratos (art. 1257 CC) y, en última instancia, con los postulados de la autonomía de la voluntad (art. 1255 CC) y del libre desarrollo de la personalidad (art. 10 CE)?

El lector más atento enseguida habrá advertido que el error del razonamiento radica en que la premisa mayor es falsa: la inscripción en el registro de los estatutos no les proporciona «eficacia real», es decir, no vinculan a ningún tercero (así, correctamente, Alfaro, aquí, aquí y aquí). Frente a lo que se ha podido decir en alguna ocasión (De Eizaguirre), la inscripción de un acto o contrato en el Registro Mercantil no altera el principio de relatividad de los contratos (art. 1257 CC). En efecto, por el hecho de estar inscrito, un negocio jurídico no genera derechos ni obligaciones para quien no es parte en él. Tan sólo se lo hace «oponible», esto es, le impide ignorar su existencia (art. 20.1 C. de C. y art. 9.2 RRM). Como es lógico, esta «oponibilidad» puede afectar indirectamente a la esfera jurídica de los terceros que entran en contacto con la sociedad, pero como puede afectarla, en general, la celebración de cualquier contrato (¿o es que acaso el acreedor no se ve afectado por el hecho de que su deudor contraiga nuevas deudas o de que enajene parte de su patrimonio?). Conviene, pues, distinguir entre vinculatoriedad y oponibilidad: los contratos sólo generan derechos y deberes para las partes que los concluyen —y, en su caso, sus causahabientes— (art. 1257 CC); pero, en principio, el resto del mundo no puede hacer como si tales contratos no existieran (normas como la del art. 1526 CC constituyen excepciones). La función del Registro Mercantil no es extender la eficacia obligatoria de los actos o contratos inscritos más allá de los firmantes, sino evitar que los terceros puedan depositar su confianza en supuestos de hecho aparenciales que se vean desmentidos por el contenido del propio Registro.

Por tanto, el tercero que adquiere una acción o participación pasa a estar vinculado por el clausulado íntegro de los estatutos (aunque, de hecho, lo ignore), porque, desde ese momento, es parte en el contrato de sociedad, y no porque aquéllos gocen de publicidad registral. Y al revés: el nuevo socio no se verá obligado en ningún caso por un pacto extraestatutario del que no es parte, por mucho que éste haya tenido acceso al Registro Mercantil.

 

Los futuros socios no son «terceros» protegidos por la publicidad registral negativa

Como decimos, es técnicamente incorrecto apelar a la «oponibilidad» de los actos inscritos para fundamentar la sujeción de un nuevo socio a los estatutos, como lo es también recurrir a la «publicidad material negativa» para rechazar su vinculación a un pacto extraestatutario. En uno y otro caso, basta y sobra con aplicar el principio de relatividad de los contratos (art. 1257 CC).

Ahora bien, dado que, al fin y al cabo, el futuro socio no deja de ser una persona ajena al sujeto al que hace referencia la situación registral (en nuestro caso, la sociedad), cabría pensar que aquél se halla protegido frente al silencio del Registro Mercantil siempre y cuando actúe de buena fe. En otros términos: quien adquiere una acción o participación asume la condición de socio (i. e. de parte en el contrato de sociedad) y pasaría a estar obligado por los estatutos (ex art. 1257 CC), pero sólo en la medida en que éstos hubieran sido objeto de inscripción y posterior publicación en el BORME (ex art 21.1 C. de C.). De modo que todas aquellas cláusulas estatutarias que no hubieran tenido acceso al Registro serían «inoponibles» (rectius, no vinculantes) frente a quien desconociera su existencia y contenido. Así lo entiende, por ejemplo, NovalVAL, que no duda en incluir a los futuros socios entre los «terceros» a los que se refiere el artículo 21.1 del Código de Comercio. Sin embargo, creemos que hay buenas razones para no compartir esta opinión.

Pero antes de exponer los argumentos en contra, es necesario abordar brevemente una cuestión previa: ¿es válida (aun cuando no sea eficaz frente a terceros) una cláusula estatutaria no inscrita? La respuesta ha de ser, sin duda, afirmativa. A diferencia de lo que sucede en otros ordenamientos como el alemán (§ 181 Abs. 3 AktG y § 54 Abs. 3 GmbhG) o el italiano (art. 2436 co. 5 c.c.), en España la inscripción del acuerdo modificativo de los estatutos no tiene carácter constitutivo. En este sentido —y aunque ha llovido mucho desde entonces—, es muy significativo el cambio de redacción que experimentó el artículo 84.2 II de la Ley de Sociedades Anónimas de 1951 respecto del Anteproyecto de 1947: en su versión original, este precepto afirmaba que «en todo caso, para que el acuerdo [de modificación] produzca efecto, será necesaria su inscripción en el Registro Mercantil»; pero la frase resaltada desapareció del texto definitivo, que pasó a decir lo siguiente: «en todo caso, el acuerdo se hará constar en escritura pública que se inscribirá en el Registro Mercantil», exactamente lo mismo que dice hoy el artículo 290 de la Ley de Sociedades de Capital. Ya en su día, Girón dedujo de este cambio que la inscripción no podía ser en nuestro Derecho un elemento imprescindible para que el acuerdo surtiera efectos inter partes. Y esto es algo que en la actualidad (casi) nadie pone en entredicho: una modificación estatutaria que no cumpla con los requisitos formales de elevación a público e inscripción en el Registro Mercantil es plenamente válida y eficaz —al menos— entre los actuales socios, pues tales requisitos actúan tan sólo como presupuesto de eficacia y oponibilidad frente a terceros.

Vayamos, ahora sí, a la cuestión que nos ocupa: los futuros socios, ¿deben considerase también «terceros» a estos efectos? Quien así lo entiende parece no reparar en las graves consecuencias que se derivan de tal afirmación. Decir que los estatutos no inscritos son «inoponibles» (o mejor, que «no vinculan») a quienes pasan a asumir la condición de socios por la adquisición de una acción o participación llevaría a admitir la existencia de un doble régimen organizativo: uno (el de los estatutos no inscritos) válido y eficaz entre los antiguos socios, y otro (el de los estatutos inscritos) válido y eficaz respecto de los nuevos. Conclusión que resulta cuando menos chocante: supongamos que en los estatutos que lucen en el Registro el domicilio de una determinada sociedad anónima radica en Madrid, pero el órgano de administración acuerda trasladarlo a Barcelona sin inscribir la modificación estatutaria, ¿acaso un nuevo socio podría exigir que, por lo que a él sólo se refiere, las futuras juntas se sigan celebrando en Madrid?; y si una sociedad limitada acuerda ampliar el capital y ejecuta ese aumento, pero, de nuevo, omite la inscripción del acuerdo, ¿tendría algún sentido que, frente al eventual adquirente de una participación, la cifra de capital se tuviera por no aumentada?

Se nos dirá que estos ejemplos son tendenciosos, porque es evidente que no pueden convivir dos regímenes estatutarios contradictorios y que, por lo tanto, cuando se altera una regla de organización, la «inoponibilidad» no puede sino llevar a su inaplicación para todos los socios (i. e. a una vuelta al régimen anterior). Por el contrario, si lo que se modifican son aspectos que afectan a la relación entre la sociedad y los socios o a la de éstos entre sí (v. gr.: prestaciones accesorias o cláusulas restrictivas de la transmisión de las acciones o participaciones), no habría inconveniente en circunscribir la «ineficacia» al nuevo socio.

Con todo, la idea de que las modificaciones estatutarias no inscritas no vinculan a los futuros socios no es rechazable sólo porque pueda llevar a resultados impracticables. La razón principal es que, en realidad, quien va a formar parte de una sociedad no puede ser considerado «tercero» a los efectos de la publicidad material negativa. Ciertamente, el tenor literal del artículo 21.1 del Código de Comercio (y del art. 9.1 RRM) es tan amplio que admite esa interpretación: «Los actos sujetos a inscripción —dice el precepto— sólo serán oponibles a terceros de buena fe desde su publicación en el “Boletín Oficial del Registro Mercantil”». De lo que, a sensu contrario, se deduce que todo acto de inscripción obligatoria —como lo es una modificación estatutaria (art. 290.1 LSC)— que no haya tenido acceso al Registro, y no haya sido objeto de publicación, será inoponible frente a los terceros que de hecho lo ignoren, entendiendo por «terceros» a cualesquiera personas ajenas a aquélla que ha dado lugar al acto sujeto a inscripción. Por consiguiente, el futuro socio que desconozca la modificación estatutaria, se halla comprendido literalmente en el ámbito de aplicación de la norma.

Lo que ocurre es que esta interpretación textual tropieza con el sentido y la finalidad última de la publicidad material. A este respecto, conviene no olvidar que el Registro Mercantil surge históricamente como una herramienta dirigida a proporcionar seguridad jurídica a las relaciones que se desenvuelven en el tráfico empresarial, cuya función principal es identificar «los patrimonios responsables y a aquellos que pueden vincular esos patrimonios con terceros» (Alfaro). Se trata, en definitiva, de una institución creada para «dar certidumbre a las relaciones de responsabilidad» (Garrigues), permitiendo a quien contrata con el representante de un empresario saber si ha contratado válidamente y con cargo a qué patrimonio podrá hacer efectivas sus pretensiones.

Por esta razón, la aplicación del juego de presunciones que establece el artículo 21.1 del Código de comercio ha de entenderse condicionada a la concurrencia cumulativa de dos presupuestos no explicitados en el texto de la norma, como son: (i) que estemos ante una relación entre un tercero de buena fe y el sujeto inscrito (Vázquez Cueto); y (ii) que ese tercero lo sea «por razón de tráfico negocial (o procesal) de empresa» (Gondra).

Y estos presupuestos no se dan en la adquisición de acciones y participaciones: por un lado, porque, cuando ésta tiene carácter derivativo, el contrato no se concluye entre el sujeto inscrito (la sociedad) y un tercero, sino entre dos terceros, ajenos ambos al titular registral; y, por otro lado, porque es claro que quien acude a un aumento de capital, aunque tenga como contraparte a la sociedad, no actúa en el tráfico de empresa, puesto que el contrato de suscripción de las acciones o participaciones no supone en ningún caso el desarrollo del objeto social.

En suma: el Registro Mercantil no es hoy un instrumento de protección de las inversiones (por más que haya podido serlo en algún momento de su historia, vid. aquí). En la actualidad, la tutela del accionista-inversor frente al contenido no estandarizado de los estatutos se articula a través de un mecanismo bien distinto, como es el Derecho de los títulos-valores. En efecto, en los casos en los que la condición de socio se documenta en un título-valor, la Ley dispone que deberán constar sobre el mismo las limitaciones más graves a la condición individual del socio, como son las prestaciones accesorias, las limitaciones transmisivas, los dividendos pasivos o la exclusión del derecho de voto (art. 114.2 LSC). De esta manera, y a fin de favorecer el tráfico especulativo, la documentación permite al adquirente de buena fe zafarse de aquellas cargas que deberían haber constado sobre el título.

Todo lo anterior permite afirmar que el adquirente de acciones o participaciones no tiene la condición de tercero a los efectos del artículo 21.1 del Código de comercio y, por tanto, no se halla protegido por el principio de publicidad material negativa (así lo entiende, por cierto, toda la doctrina alemana, a pesar de que allí la inscripción de la modificación estatutaria tiene carácter constitutivo). En consecuencia, el nuevo socio pasará a estar vinculado por el contenido íntegro de los estatutos vigentes, aun cuando éstos no hayan tenido acceso al Registro Mercantil. Con lo que si el órgano de administración (o la junta) ha acordado el traslado del domicilio social, el socio entrante no podrá exigir que las juntas se sigan celebrando en el antiguo, como tampoco podrá pretender que la cifra de capital se tenga por no aumentada. Y otro tanto ocurre con aquellas otras modificaciones que afectan a las relaciones entre la sociedad y los socios o a las de estos entre sí: el adquirente de buena fe tendrá que pechar con la prestación accesoria no inscrita y no se convertirá en socio si existe una limitación a la libre transmisibilidad de las acciones o participaciones que no figura en los estatutos publicados. Sin perjuicio, claro está, de que pueda acudir a los remedios generales del derecho de obligaciones (en particular, a la anulación del contrato de compraventa o de suscripción por dolo o error).

 

Conclusión: el alcance de la calificación registral

Si, como hemos visto, los futuros socios están al margen del sistema de publicidad registral (no son «terceros» a los efectos del art. 21.1 C. de C.), cabe plantearse qué sentido tiene que la calificación registral se extienda a todo el contenido de los estatutos. Bien mirado, ninguno, porque, respecto de aquellas cláusulas que no afectan a los verdaderos terceros —i. e. aquellos que se relacionan negocialmente con la sociedad en el tráfico mercantil (en esencia, los acreedores)— el acceso al Registro tiene, de hecho, el mismo efecto que un mero depósito (actúa como un simple medio de «publicidad-noticia»). Por eso, la función calificadora debería circunscribirse a aquello que pueda afectar —indirectamente— a esos terceros, a saber: denominación, objeto, domicilio, capital, duración de la sociedad y modo o modos de organizar la administración.

 

Bibliografía

ALFARO, J., «Los acuerdos irregulares y la ideología hipotecarista en la calificación registral mercantil», AAMN, tomo 58, 2018, pp. 239-305. GARRIGUES, J., «El Registro mercantil en Derecho español», RCDI, núm. 69, 1930, pp. 657-677. GIRÓN, J., Derecho de sociedades anónimas, Valladolid, 1952. GONDRA, J. M.ª, Apuntes de Derecho mercantil (inéditos). NOVAL PATO, J., Los pactos omnilaterales: su oponibilidad a la sociedad. Diferencias y similitudes con los estatutos y los pactos parasociales, Navarra, 2012. VÁZQUEZ CUETO, J. C., «La inscripción de los administradores y el inicio del cómputo del plazo de prescripción de las acciones de responsabilidad», RCDI, núm. 743, 2014, pp. 1033-1102.


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