Iniciamos una nueva sección en el Almacén de Derecho. Incluiremos en ella textos que consideramos relevantes por buenas razones y que, como sucede a menudo en nuestro país, en particular, en el mundo jurídico, no han tenido la difusión y la repercusión en el debate público que merecen. Para empezar la sección, se reproduce a continuación un texto de 2005 del que ha sido presidente del Tribunal Constitucional, Abogado General del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y es Catedrático de Derecho Constitucional. El lector juzgara la estricta actualidad del mismo.

 

Por Pedro Cruz Villalón

Introducción

El epígrafe que sirve de encabezamiento a estas páginas hace alusión a una propuesta interpretativa del momento que vive nuestro Estado. La propuesta, dicho sencillamente, es que el momento actual debe entenderse como de reforma, no de un número mayor o menor de Estatutos de Autonomía, sino del propio Estado que hemos convenido en llamar Estado de las Autonomías.  Formulada en estos términos, tropezaría enseguida con la paradoja de que se intente hablar de reforma cuando ésta es referida a un fenómeno tan proteico como desde siempre ha parecido el Estado de las Autonomías; considerado así, difícilmente puede hablase de reforma de lo que en sí mismo, ya es reforma, proceso.  La respuesta sería que esta cualidad mutante de nuestro modelo de Estado no ha impedido que el impulso fundacional de los años 1979-1983 abocase en la plasmación de una determinada estructura territorial del Estado, la cual se encontraría  camino de ser sustituida, más o menos nítidamente, por otra, todo ello sin abandonar la categoría Estado de las Autonomías.

Con ello estaría ya implicado que lo que sigue no va a poder ser un ejercicio de evaluación constitucional de las propuestas. Si cabe simplificar, el actual es mucho más un momento de política constitucional que no de jurisdicción constitucional. Ello no supone que no haya lugar a buscar claves interpretativas en la Constitución en el sentido estricto del término. Lo que sí ocurre es que esa pauta es decididamente insuficiente para interpretar en clave constitucional lo que se produce a nuestro alrededor. Se impone, por el contrario, un esfuerzo exegético en el que es necesario echar mano de toda la cultura constitucional que hemos ido acumulando hasta ahora; se imponen, por tanto, discursos complementarios, elaborados con cierta distancia, susceptibles de acompañar un proceso político que, sin duda, va a tener alguna duración. Dada la amplitud del tema, en lo que sigue habrá de predominar la expresión asertiva, escuetamente argumentada.

El primer dato a resaltar es  la   fiebre de la reforma. Mediada ya la primera década del nuevo siglo, cualquier observador puede advertir cómo nuestro Estado de las Autonomías está padeciendo  una altísima fiebre reformista. Se trata de un fenómeno ciertamente no impensable, pero no hasta el punto de que podamos afirmar que ya contábamos con él. En parte nos ha cogido desprevenidos. No consta que este proceso, en su radicalidad, haya sido anunciado por los analistas de nuestro Estado constitucional. De ahí la necesidad, la urgencia incluso, de elaboración,  ciertamente no de improvisación, pero sí de algunos reflejos. Desde esta perspectiva, las necesidades son varias. Cabría centrarlas o agruparlas en torno a tres ideas.

En primer lugar, se plantea la necesidad de entender esto, es decir, de explicarse lo que está pasando con  nuestro Estado, y no primordialmente desde posiciones políticas. Hay que indagar por qué, al cabo de más de treinta años desde el inicio de la transición política, parece como si estuviéramos en el punto de partida, territorialmente hablando. Esta tarea de interpretación será la desarrollada bajo el epígrafe “segundo proceso autonómico” .

En segundo lugar, hay la necesidad, a mi entender evidente, de calificar esto, es decir, de dar algún tipo de definición, o de nombre al menos, al tipo de Estado que parece estar diseñándose para, acaso, el próximo cuarto de siglo. Y es que este nuevo proceso autonómico, al que acaba de hacerse referencia, conduce muy probablemente a un resultado igualmente nuevo. Este es el sentido del siguiente epígrafe,  “segundo Estado de las Autonomías” .

Finalmente, se plantea una necesidad de afrontar esto.  Afrontar, en sentido teórico o simplemente crítico, el momento actual de nuestro Estado se convierte en una tercera necesidad, a partir de la percepción de que este segundo Estado de las Autonomías difícilmente va a poder asumido como el punto de llegada de todo este proceso. En este sentido conviene plantearse la necesidad de operar en términos de alternativa a la situación previsiblemente creada, de alternativa, si se quiere, a la resignación como estado intelectual de ánimo. Este es el sentido del tercer epígrafe “primera Constitución federal”.

Anticipando lo que sigue, el Estado de las Autonomías, seguramente la construcción más original de nuestra Constitución, se dispone a abordar su reforma en tanto que tal. Pero no en el sentido de que, como viene ocurriendo desde su nacimiento, se encuentre en una fase más de su permanente reajuste, sin dejar de ser él mismo. Tampoco en el sentido opuesto de que, como consecuencia de este proceso de cambio, se encamine ya a  otro tipo de Estado. El Estado de las Autonomías se encuentra en reforma en el sentido de que se dispone a asumir otra variante de sí mismo, tan creativa quizá como la anterior, a la que se dispone a abandonar: otro Estado de las Autonomías se anuncia, quizá más auténtico, pero al mismo tiempo bajo la forma de una exacerbación (sin connotación peyorativa) del anterior.

Siendo esto así, y a fin de convivir con este estado de cosas, se hace preciso contar con el apoyo de un horizonte federal, sin duda dotado de cierto grado de utopía, pero a pesar de ello válido a nuestros efectos.

Segundo proceso autonómico

Por medio de la fórmula “segundo proceso autonómico” se intenta una interpretación del momento constitucional en el que nos encontramos desde hace un par de años: desde otoño de 2003. Propongo esta fecha por cuanto, si la iniciativa de reforma del marco estatutario por parte del Gobierno Vasco podía verse hasta ese momento como algo aislado, con la formación en Cataluña de un gobierno social-catalanista, con un programa radicalmente reformador de su autonomía, el proceso de reformas estatutarias apunta a su generalización.

El título de este epígrafe conecta evidentemente con la ya consagrada fórmula de “proceso autonómico”, ahora comprendido implícitamente como primero. Con él aludimos a la fase posconstitucional de estructuración del Estado en Comunidades Autónomas, llevada a cabo en los años 1979 a 1983, como consecuencia del cual comenzamos a hablar de “Estado de las Autonomías”. La idea es que, a diferencia de las variadas reformas estatutarias de los años noventa, el actual proceso enlaza directamente, por su relevancia, con el proceso llevado a cabo durante la I y la II Legislaturas de las Cortes Generales. Este segundo proceso tiene tanto de reiteración como de novedad.

Repetición del proceso autonómico

La actual situación puede ser perfectamente calificada de repetición del “proceso autonómico”, tal como entendimos el de aquellos primeros cuatro años de vigencia de la Constitución de 1978. El proceso se repite, primero, porque se parte de cero,  y segundo, porque se repite la dinámica.

En primer lugar, bajo la imagen formal de una reforma de los diversos Estatutos de Autonomía, con arreglo a los procedimientos de reforma en cada caso estatutariamente previstos, se está volviendo al principio. Formalmente es verdad que se están siguiendo los procedimientos de reforma de los Estatutos tal como se encuentran contenidos en los mismos: por este lado, no habría diferencia con los variados supuestos de reforma que se han venido siguiendo, particularmente a lo largo de la década anterior. Materialmente, sin embargo, es patente que, al menos hasta ahora, no es tanto que se estén reformando los Estatutos, como que se están sustituyendo unos Estatutos por otros. Se trata de una “reforma total” de los Estatutos, e incluso algo más en algún caso. Esto es patente ya en los casos del País Vasco y de Cataluña, y es con lo que hay que contar en el caso de Galicia, dada su actual mayoría de gobierno. Baste ver cómo, por ejemplo, el Preámbulo del texto catalán del pasado mes de septiembre se refiere al Estatuto de 1979 como algo perteneciente ya al pasado, a la historia. Incluso en el caso de los restantes Estatutos, por más que se formulen en términos de reformas de preceptos determinados, se trata de reformas que, en la medida en que tocan las identidades, afectan a los propios fundamentos de la respectiva autonomía.

De la misma manera podemos decir, en segundo lugar,  que estamos ante un caso de repetición por lo que se refiere a la dinámica que presidió aquel proceso autonómico. Son, en efecto, las nacionalidades que vamos a llamar “originarias” las que encabezan el proceso, las que dan la señal de salida al resto de las Comunidades Autónomas. De nuevo, como entonces, se asiste al inicio de los procesos de reforma por parte del País Vasco y de Cataluña, por primera vez desde 1979. De nuevo Galicia llega un poco tarde a la cita, aunque con un impulso más enérgico que en la anterior ocasión. Andalucía, que funcionó como el pivote del anterior proceso, no parece estar logrando esta vez funcionar como paradigma del resto de los territorios: la Comunidad Valenciana se le ha adelantado. El orden es, pues,  esencialmente el mismo, con la diferencia, y también la ventaja de que los actores del proceso están ya todos ellos definidos. En todo caso, nadie se está quedando atrás.

Un proceso, sin embargo, cualitativamente diferente 

Y, sin embargo, esto no es Sau, o Guernica, es decir, esto no es una simple reedición de una propuesta de Estatuto como las que conocimos en 1979. Por el contrario, hay diferencias cualitativas con el proceso anterior. Es un segundo proceso autonómico, pero no es repetición del anterior.

El actual es otro proceso autonómico, porque éste, a diferencia del anterior, no estaba constitucionalmente previsto. La Constitución de 1978 preveía la apertura de un proceso de descentralización política del Estado articulado a partir de una pluralidad de disposiciones materialmente procedimentales, con arranque en el momento de su entrada en vigor. Pero estaba concebido como un proceso único en el sentido de irrepetible. Una vez estructurado el Estado en Comunidades Autónomas, podía haber una serie de ajustes (los famosos cinco años), pero esencialmente el proceso debía considerarse agotado. Por el contrario, para este otro proceso es inútil buscar previsiones en la Constitución. De ahí que el mismo se esté desarrollando como si no fuera más que una suma o agregado de diferentes supuestos de reformas de diferentes Estatutos. Pero es algo más que eso.

Ya no estamos ante un proceso jurídicamente complejo en el que, en unidad de acto, se esté dando nacimiento a una nueva entidad política, en el seno del Estado, a la vez que se la está dotando de su “norma institucional básica” como dice la Constitución. De ahí que los órganos de los que arrancó el proceso autonómico fueran necesariamente provisionales y debieran desaparecer con la constitución de la Comunidad Autónoma. Por el contrario, al menos aparentemente, lo único que se está haciendo es dotarla de una nueva norma institucional básica, de un nuevo Estatuto que sustituye al anterior, como hemos dicho. En fin, el segundo proceso autonómico es más simple que el primero en cuanto que proceso estrictamente estatuyente en el sentido de que la entidad política subconstitucional ya existe, como un sujeto propio que intenta autodeterminarse. Sólo trataría de modificar su norma fundamental. Dando incluso un paso más, no cabe menospreciar una dimensión de refundación de la propia comunidad política, y no sólo de reformulación de su norma institucional básica. Esto es patente en el caso del País Vasco, desde su propio nombre (“Comunidad de Euskadi”), como también se trasluce en el Preámbulo del Estatuto de Barcelona.

Este proceso es otro y distinto desde una perspectiva de cultura constitucional. La cultura constitucional de la que hoy disponemos no es en modo alguno comparable a la que teníamos hace veinticinco años. Las cosas que hoy se dicen y se hacen, se dicen y se hacen con mucho mayor conocimiento de causa. Disponemos de un cuarto de siglo de desarrollo del Estado de las Autonomías; de legislación autonómica tanto del Estado como de las Comunidades; de conflictos judicializados y de jurisprudencia constitucional. En definitiva, el Estado de las Autonomías tiene una historia detrás. Con su propia interpretación de lo básico, sus pactos autonómicos, sus episodios (LOAPA), su LOFCA, sucesivamente modificada. Lo que está ocurriendo es, en buena medida, reacción a esa historia; se entiende a partir de un determinado ritmo en los traspasos de las competencias, de interpretación de lo básico, de intentos alternativos de “relecturas” del bloque de la constitucionalidad. A partir de esta previa cultura constitucional no es sólo que se entiendan algunas cosas, sino que no se entienden otras. En particular no se entiende la pobreza de los términos en los que se plantea el binomio constitucionalidad-inconstitucionalidad. Sabiendo lo poco que dice la Constitución de 1978 sobre la constitución territorial del Estado, no se entiende la pobreza de los instrumentos por medio de los cuales se intenta interpretar el actual proceso en términos de constitucionalidad. Sobre esto se seguirá insistiendo sucesivamente. En definitiva, ya no se puede decir, “esto se pone solamente para negociar”.

El proceso es radicalmente otro desde una perspectiva política. En efecto, el consenso que hace veinticinco años se prolongó, en el seno de las Cortes Generales, desde el proceso constituyente al proceso autonómico, se encuentra, hoy por hoy, sustituido por la confrontación. La aritmética de los números pretende ser el alfa y el omega que conduzca todo el proceso a lo largo de la Legislatura. Por otro lado, en el caso del nuevo Estatuto vasco (Estatuto político) se asiste a la confrontación más radical, a partir de un texto inasumible más allá de la ideología nacionalista. En el caso del Estatuto de Cataluña asistimos a  una relectura unilateral del texto constitucional de 1978, planteado como reacción y negación de buena parte de la experiencia anterior, relegada al pasado (“Estatuto de 1979”). En el caso de otras Comunidades, por el contrario, se está asistiendo a procesos de consenso en los respectivos territorios, que sin embargo no parecen encontrar similares niveles de comprensión a nivel estatal.

Por último, y por supuesto no lo menos importante: este es otro proceso porque, a diferencia del de hace un cuarto de siglo, va acompañado de un simultáneo intento de reforma constitucional en sentido estricto, es decir, de reforma del propio texto constitucional de 1978. El proceso cambia esta vez porque dicho texto, aun dentro de lo poco que pueda decir, no se erige en límite infranqueable. Existe siempre la alternativa de cambiar la Constitución de 1978 ante posibles constricciones del proceso. No es que sea ésta la intención de los impulsores de esta reforma del texto de 1978. Lo que hay, más bien, es un intento de acompasamiento del nivel normativo constitucional a la realidad autonómica resultante del proceso autonómico. En definitiva, el lógico corolario de aquel proceso, como asignatura pendiente desde 1983. En todo caso, qué duda cabe de que este impulso de reforma de la Constitución de 1978 marca y termina de perfilar el actual momento de reforma del Estado de las autonomías.

¿”Refundación” del Estado de las Autonomías?

Como conclusión de todo lo anterior se plantea la necesidad de identificar este segundo proceso autonómico. Desde este punto de vista, el término que naturalmente emerge es el de “refundación”. Lo que se estaría intentando es montar de nuevo el Estado de las Autonomías, sin las limitaciones obvias de aquellos primeros años ochenta. Aprovechando acaso la mayor experiencia. Sin duda, con un mayor protagonismo por parte de unas Comunidades Autónomas que no disponían entonces de los medios humanos y materiales de los que hoy disponen. Tratar de hacerlo esta vez mejor, más a satisfacción de todos. Todo eso puede apuntarse al haber del momento, al capítulo de las buenas intenciones. Lo que ocurre es que eso no es todo.

El problema esencial de este proceso es el del orden de los factores, que sí que importa, pues es claro que  habría que haber comenzado  por la Constitución y haber seguido por los Estatutos. Como en definitiva se hizo en la anterior ocasión. Porque las insuficiencias del texto constitucional eran como mínimo tan patentes como acaso las de los Estatutos. Todo esto es tan elemental que casi produce sonrojo decirlo. De este modo, la reforma de la Constitución, y en esto la historia se repite, se ha desplazado a la reforma de los Estatutos.

 Segundo Estado de las Autonomías

A la hora de encarar el resultado de este proceso autonómico en el que nos encontramos nuevamente inmersos se nos platea una primera dificultad evidente, derivada del elevado número de incógnitas, algunas de las cuales no es posible despejar en este momento. Lo que sí resulta posible ya es fijar la atención en los elementos materiales o sustantivos de dicho proceso: Qué cabe decir ya sobre los contenidos de las reformas proyectadas sobre el Estado de las Autonomías, tanto a nivel estatutario como a nivel constitucional. La tesis es, como se ha adelantado, que cabrá hablar de un “segundo Estado de las Autonomías” como previsible resultado de este proceso. Los caracteres del mismo habrá que buscarlos sucesivamente en el nivel estatutario y en el nivel constitucional.

Ya se ha visto cómo el actual proceso autonómico tiene lugar esencialmente en el nivel estatutario, es decir, como reforma de los actuales Estatutos de Autonomía. Lo que ocurre es que esta formulación genérica debe ser reconducida inmediatamente al caso de un singular Estatuto de Autonomía, el Estatuto de Cataluña, aprobado por su Parlamento en septiembre pasado. Ese texto encarna en este momento, como ningún otro, los posibles caracteres del proceso, y de su resultado.

Lo primero que impresiona en este texto es su “masa textual”, su dimensión. Puede sorprender que se comience por este dato tan aparentemente neutro: qué más da la longitud del Estatuto, lo que cuenta es lo que dice. Esta masa textual, sin embargo, es más importante de lo que parece. En la tradición de nuestra Constitución de 1978, en nuestra cultura constitucional, está arraigada la idea de que “los Estatutos se respetan”: es decir, se interpretan, por unos o por otros, pero no se declaran inconstitucionales, en un extremo u otro, mientras pueda evitarse materialmente. En todo caso, no hay experiencia de declaración de la inconstitucionalidad de un Estatuto de Autonomía. Lo que hemos llamado el “bloque de la constitucionalidad” ha venido siendo respetado.

Esta pretensión de constitucionalidad, más o menos apriorística, va a ser difícil, si no imposible de mantener cuando el Estatuto abandona su aspecto de texto contenido,  para aparecer como una especie de memorial de agravios. Sobre esta dimensión de jurisprudencia constitucional invertida habrá que volver. Lo que interesa subrayar es que la esencialidad propia del texto estatutario (como la de la Constitución) se abandona, para generar una especie de codificación e incluso reglamento del fondo de poder autonómico, que va ser, inevitablemente, fuente constante de discusiones de constitucionalidad.

El texto de septiembre es, en segundo lugar, la mejor prueba del escaso número de cosas que dice la Constitución de 1978. Con el mismo texto constitucional se ha podido construir una noción de autonomía cualitativamente más elevada, sin que seguramente se pueda decir en ningún momento “esto-es-flagrantemente-inconstitucional”, subrayando lo de flagrantemente. Combinado, bien es verdad, con una tradición de interpretación constitucional llamativamente pobre. Pero, aun prescindiendo de esa cultura agotada en la literalidad de los textos, el Estatuto de septiembre viene de nuevo a dar la razón a la tesis de la desconstitucionalización de la estructura territorial del Estado, al menos como punto de partida de 1978, pero punto de partida al que precisamente se vuelve.

En tercer lugar, este texto es la Constitución en negativo, el negativo de la Constitución del Estado. En esto no hay diferencias sustanciales con la función del texto catalán de 1979. Recordemos cómo fue aquel Estatuto fue el que creó, poco menos que ex nihilo, y por defecto, las competencias estatales exclusivas y compartidas (en sus dos variantes, de legislación y de legislación básica).

A partir de aquí conviene identificar algunas pautas interpretativas del Estatuto aprobado por el Parlamento de Cataluña, en forma de lo que  pudiéramos llamar los impulsos o alientos del mismo. Es decir, su espíritu o su inspiración.

Ante todo, este texto es fundamental por su aliento nacional. La potencialidad del término “nacionalidad”, tal como existía en la Constitución de 1978, es ahora consecuentemente desarrollada, en términos que hasta ahora no habían tenido lugar. Acaso lo de menos es que se diga “nación”, en lugar de “nacionalidad”. Lo importante es que se es consecuente con ese planteamiento político. El texto “repatría” la nación, lo nacional. La sustancia de lo nacional queda desplazada a Cataluña. En el Estado convivirá Cataluña con otras nacionalidades, pero sin rastro de una “nacionalidad compartida”, por así decir. A ello se vincula la narrativa atemporal del Preámbulo, al igual que todo el nivel simbólico.

El texto es además notable por su aliento dogmático-constitucional. Los derechos, los derechos y libertades se convierten en materia estatutaria. Los derechos fundamentales como derechos estatutarios adoptan la forma de asunción de otras tablas de derechos, entre ellas la de la Constitución de 1978, con la promesa de declaraciones propias de Cataluña. Y con su propio amparo ante la correspondiente sala del propio tribunal superior de la comunidad. El aliento estatal es visible en el carácter completo y acabado de la Generalidad, comenzando por la ciudadanía (condición política) catalana y siguiendo por la inviolabilidad del Parlamento, la inmunidad de sus Diputados y la repatriación del poder judicial. La comunidad política aparece rozando en todo momento la estatalidad. El aliento bilateral es inconfundible como criterio estratégico de relación con el Estado: la Comunidad mantiene con el Estado una relación básicamente bilateral; la multilateralidad no consentida no es vinculante. Cabe hablar también de un aliento reactivo: El llamado “blindaje” de las competencias confiere al Estatuto una imagen de panzer competencial frente a legislación estatal y, sobre todo, frente a la jurisprudencia constitucional. Por fin, habría lugar a hablar de aliento autárquico en lo financiero, expresado en la aspiración al sistema fiscal vasco-navarro.

En resumen, la lectura del nuevo Estatuto deja una sensación inequívoca de que se está ante una concepción distinta de la autonomía política, ante otra autonomía política. Más allá de si este texto respeta o no la Constitución de 1978, parece claro que su entrada en vigor con todas sus potencialidades, sitúa a Cataluña por encima de la condición de un Estado federado convencional, para adquirir elementos de vinculación confederal.

La trascendencia del Estatuto de Cataluña

Por trascendencia del Estatuto de Cataluña se entiende aquí su capacidad de operar más allá de su pretendida condición de Estatuto de, exclusivamente, una Comunidad Autónoma para proyectarse de diversos modos sobre realidades exteriores a aquélla. Esta trascendencia operaría de dos maneras.

En primer lugar, en cuanto “Estatuto del Estado”, en negativo. El Estatuto catalán trasciende al Estado, a su condición constitucional. Algo de esto ya ha quedado señalado al señalar cómo el Estatuto opera, en negativo, como Constitución del Estado. Ahora es el lugar de señalar cómo el peso de Cataluña en el conjunto del Estado hace que el modo político de ser de Cataluña se proyecte inmediatamente sobre el modo político de ser de España. En otros términos: lo que políticamente sea España depende en fuerte medida de lo que sea Cataluña. Con esto no quiero concluir que España tenga mayor derecho a imponerse sobre Cataluña que lo tenga sobre este territorio. Simplemente señalo lo que me parece un dato.

En segundo lugar, el Estatuto de Cataluña trasciende a Cataluña por el efecto de irradiación sobre el resto de las Comunidades Autónomas y sobre la configuración general del modelo. Esto fue así en 1979 y tiene bastantes visos de volver a ser así. Está claro que el texto catalán de septiembre servirá de pauta a la reforma del Estatuto de Galicia y que puede ir elevando su condición de referente de una posible reforma del Estatuto vasco, alternativo al plan Ibarretxe. El resto de los Estatutos de Autonomía se situarán en la estela de lo que finalmente sea el Estatuto catalán.

¿Qué quedará de todo esto?

La pregunta es obvia. El texto de septiembre será en este momento lo que se quiera, pero, ¿quién es capaz, con un mínimo de fundamento, de predecir qué quedará de todo esto? Porque es claro: Si el texto es sometido a una estricta cura de adelgazamiento, si desaparece del mismo la inspiración nacional, el aliento estatal, la concepción bilateral, el blindaje exhaustivo de las materias, etc. etc., entonces ¿qué razón habría para hablar de otra autonomía, de otra fase del Estado de las Autonomías? Evidentemente, en ese momento desaparecerían todos los anteriores argumentos. Lo que ocurre es que no parece que esto vaya ocurrir. Más bien se diría que va a haber segundo Estatuto de Cataluña, y que se va a parecer más al texto de septiembre que a lo que hay en este momento. Posiblemente rodeado de mayores dosis de ambigüedad, como única forma de superar las diferencias que separan a las fuerzas que lo apoyan ya sea en Barcelona, ya sea en Madrid.

 El nivel constitucional

Junto al texto catalán, el otro asidero de la reforma del Estado de las Autonomías con el que contamos es el programa gubernamental de reforma de la Constitución de 1978. Ya se ha hecho referencia a la misma en su dimensión formal o procedimental. De lo que se trata ahora es de considerar su alcance. En términos generales, desde el discurso de investidura del Presidente del Gobierno este proyecto aparece caracterizado por su carácter puntual. Con una sola excepción, se trata de adecuar el texto constitucional a lo que ya es. Por una razón o por otra, y con esa misma excepción, la reforma del texto de la Constitución no introduciría novedades en la vida de los españoles.

En efecto, por lo que hace a la llamada europeización de la Constitución, es claro que con ello no se hace sino dar reflejo en la Constitución a un estado de cosas ya vigente. El grado de nuestra integración en Europa es el mismo con o sin reconocimiento constitucional. De lo que se trata es de darle a la Constitución el protagonismo que le corresponde en una situación que es así de todos modos. Algo parecido cabe decir respecto de la eliminación de la preferencia del varón en el orden de la sucesión a la Corona. En los términos en los que la reforma está concebida, la situación no cambia. De lo que se trata es, de nuevo, de reforzar la imagen de la Constitución, suprimiendo este conocido y aislado caso de discriminación por razón de sexo que casi se ha vuelto “de imposible cumplimiento”. Los otros dos puntos de la reforma tocan ya directamente al Estado de las Autonomías.

En primer lugar está la incorporación a la Constitución de los nombres de las Comunidades Autónomas. Limitada esta reforma a dar cabida en la Constitución a los nombres de las Comunidades Autónomas, de nuevo se trata de visualizar algo de antiguo existente: el dato de que, con base en el proceso autonómico previsto en la Constitución de 1978, se han constituido una decena y media de Comunidades Autónomas que hoy configuran la estructura territorial básica del Estado. Esta reforma debería ir acompañada de la desaparición del texto de la Constitución de las diversas prescripciones que rigieron este proceso y que ya hace más de veinte años que agotaron su normatividad. Pero nada de esto cambiaría el Estado de cosas de nuestro Estado de las Autonomías.

El único de los cuatro puntos del programa reformador del Gobierno que, al menos en los términos en los que está planteado, tendría efectos prácticos e inmediatos sobre nuestro Estado constitucional, y en particular sobre el Estado de las Autonomías, es el relativo a la reforma del Senado. Esta reforma pretende abarcar tanto los aspectos orgánicos como los aspectos funcionales del Senado, teniendo como directriz básica la conversión de esta cámara en una “auténtica”, como se suele repetir, cámara de representación territorial. La reforma del Senado comparte también con las anteriores una dimensión simbólica, es decir, la de hacer visible que el nuestro es un Estado políticamente descentralizado, pero va más allá. En principio, la reforma debe reforzar la dimensión autonómica de sus funciones. Por ejemplo, reforzando la posición del Senado en la aprobación de los Estatutos de Autonomía; o en el modo de acordar las normas relativas a la constitución financiera; o reforzando el carácter autonómico de la designación de los miembros que le corresponden en la integración de diversos órganos constitucionales. En definitiva, una reforma del Senado en sentido territorial se proyecta inmediatamente sobre el Estado de las Autonomías, en unos términos que no cabe menospreciar. La hipótesis de una reforma del Senado daría perfil definitivo a un Estado de las Autonomías que, hasta ahora, ha encontrado un reflejo muy débil en la estructura central del Estado.

El problema es que este proyecto de reforma constitucional no tiene visos de prosperar a partir de la correlación de fuerzas, y su respectivo posicionamiento, en la presente legislatura. Existe una alta probabilidad de incomparecencia de la reforma de la Constitución, con independencia de que resulte insuficiente.

El segundo Estado de las Autonomías como exacerbación de los caracteres del Estado de las Autonomías

La suma de la aprobación de los nuevos Estatutos de Autonomía acompañada de la incomparecencia de la reforma de la Constitución da lugar a un escenario que, hoy por hoy, no cabe descartar como hipótesis. El Estado de las Autonomías resultante de la misma podría ser caracterizado de forma general como de exacerbación de los caracteres del Estado de las Autonomías tal como lo hemos conocido hasta ahora. Esta exacerbación se manifiesta en las siguientes direcciones:

Exacerbación del desequilibrio entre Constitución y Estatutos

Si durante los pasados veinticinco años la constitución territorial del Estado ha resultado de una combinación de Constitución, Estatutos y jurisprudencia constitucional, la inserción en este conjunto del tipo de Estatuto que cuantitativa y cualitativamente representa el texto de septiembre debe llevar a una posición hegemónica del Estatuto, que va a absorber elementos hasta ahora ocupados por la Constitución y la jurisprudencia constitucional.

Exacerbación de los caracteres dinámicos del Estado de las Autonomías

Si durante el periodo que estamos posiblemente cerrando hemos asistido a un Estado territorialmente en continuo estado de reformas, la aprobación de Estatutos fuertes, por llamarlos de algún modo va a mantener constante la presión en el sentido equiparación por arriba. En este sentido, y por poner un solo ejemplo, de seguirse adelante con el actual proyecto de reforma del Estatuto de la Comunidad Valenciana, la posterior aprobación del Estatuto de Cataluña llevaría a una nueva reforma del Estatuto valenciano.

Exacerbación de las asimetrías

El principio autonómico ha llevado inevitablemente a una disparidad de relaciones entre el Estado y las Comunidades Autónomas; el Estado es distinto en relación con cada Comunidad Autónoma. Posteriormente, las dos oleadas de reformas de los Estatutos en la década de los noventa condujeron a una cierta aproximación entre unas Comunidades y otras. El sentido general del actual proceso se traduce en un doble impulso de ganar distancia por parte de unos, seguido de un parecido impulso por parte de otros de no perder proximidad. No obstante la fuerza de estos impulsos es diferente. Más bien hay que contar con una proliferación de las diferencias, al menos durante un periodo transitorio más o menos largo.

Ahora bien, una vez dicho todo lo anterior, hay que ser conscientes de que, en este estado de cosas, no todo tendrían  que ser sombras; en este sentido cabría hablar de luces de esta variante del Estado de las Autonomías). Políticamente, una autonomía de no tan “baja calidad”, por utilizar la afortunada expresión de Carles Viver, tiene indudables ventajas para Cataluña.  Por mucho que se exageren los tintes acerca de necesidades artificialmente provocadas, etcétera, los datos son muy tozudos en este caso. Al cabo de un cuarto de siglo de instituciones políticas propias, las fuerzas políticas más representativas de Cataluña insisten con parecida energía a como lo hicieron entonces en una reivindicación de autogobierno, lo que es difícil achacar exclusivamente a intereses de partido. El texto aprobado en septiembre es la formulación más fiable de la que hoy disponemos acerca de lo que en Cataluña, muy mayoritariamente, se quisiera. Atender a lo que en el mismo se dice es, por encima de todo, un deber democrático y, en definitiva, constitucional.

Primera Constitución federal

La fase por la que atraviesa el Estado de las Autonomías plantea, en fin,  la necesidad de elaborar un paradigma federal que pueda servir de guía o de acompañamiento a lo largo de la misma, desde el momento en que su transitoriedad parece garantizada. El nombre de esta guía podría ser “primera Constitución federal”; “Constitución federal” mejor que “Estado federal” por cuanto que el recurso a lo normativo (la Constitución) puede ajustarse mejor que lo político (el Estado) a lo que, en este momento, es fundamentalmente una especie de flecha de dirección que puede ayudar a no perderse en la complicada travesía que puede avecinarse.

Me parece inevitable incorporar aquí, a modo de excusatio non petita, un inciso de orden personal en relación con lo que ha venido siendo mi posicionamiento en esta materia. Durante los estos años, en la medida en que ha habido ocasión para ello, me he resistido a la importación en España del paradigma federal. He creído en las virtudes de la flexibilidad de un modelo ciertamente original, pero racionalizable con el concurso de todos más que en las del Estado federal, que me ha parecido un enfoque artificial referido a España. La actual dinámica, sin embargo, hace difícil seguir manteniendo al Estado de las Autonomías, es decir, un Estado descentralizado como resultado más o menos afortunado, pero siempre azaroso, de una docena y media de iniciativas paralelas. Tengo la impresión, por el contrario, de que este Estado, en el largo plazo, sólo va a ser encauzable con la vista puesta  en un horizonte federal. Con todo quisiera adelantar dos matizaciones.

En primer lugar,  digo Constitución federal con todas sus consecuencias, en sus dos sentidos, o sea: no sólo en el material (la articulación federal del Estado) sino también en el procesal de la palabra (momento de federación). Conviene señalar esto porque con frecuencia se han puesto los ojos sólo en el aspecto sustantivo de la Constitución federal. En segundo lugar, este paradigma federal tiene que incorporar un elemento de asimetría en nuestro Estado, como lo he creído inexcusable en el caso del paradigma autonómico. También esto conviene decirlo, porque con frecuencia se ha propuesto una comprensión federal de nuestro Estado de las Autonomías como forma de eludir la dimensión asimétrica.

Basten estas precisiones previas para advertir de lo arriesgado y comprometido de la tarea. Habría que insistir en que se trata sólo de la construcción de un paradigma a fin de que sirva de compañía en un periodo posiblemente complicado desde un punto de vista de racionalidad constitucional. En esto no hay tanto de apego a categorías clásicas. Es, más sencillamente, el abandono de la actitud consistente en “hacer de la necesidad virtud” de la que tanto hemos abusado en el pasado cuarto de siglo. Con esto cabe pasar a las dos dimensiones del paradigma federal.

La dimensión procesal: La emergencia de unos sujetos territoriales “co-constituyentes” 

Seguramente el rasgo más llamativo de la actual fase de nuestro Estado de las Autonomías sea la fuerza con la que están haciéndose presentes todas y cada una de las Comunidades Autónomas en la discusión del futuro territorial de nuestro Estado. Esta dinámica está superponiéndose a la estructura de los mismos partidos de ámbito estatal, quienes tienen que negociar en su interior, en mayor o menor medida sus decisiones territoriales básicas. Ello es expresión de una constelación política propia en cada territorio, que va más allá de los partidos nacionalistas o regionalistas.

El problema es que, hasta ahora, esta realidad política no encuentra reflejo constitucional. Cada Comunidad Autónoma tiene la sensación, cada vez más fundada, de que los Estatutos de Autonomía de las demás le importan directamente: por la sencilla razón de que en la reforma de los mismos está en mayor o menor medida implicada la reforma del Estado y, de modo reflejo, la suerte de cada una de ellas. El paradigma federal debe servir para reflexionar sobre la necesidad de asumir, de manera formalizada, la emergencia de estos sujetos con vocación de “co-constituyentes”, es decir, de coprotagonistas, junto con el pueblo soberano, de las decisiones constituyentes. Dos argumentos adicionales podrían darse a favor de este enfoque.

El primero sería el basado en un principio de corresponsabilidad constitucional. Del mismo modo que el discurso de la corresponsabilidad fiscal se encuentra perfectamente aclimatado y reconocido, cosa muy distinta ocurre con lo que podríamos enunciar como principio de corresponsabilidad constitucional. Entiendo por tal la atribución a las Comunidades Autónomas de una función y una responsabilidad directa en la configuración del Estado, en paridad de términos con el pueblo soberano. Así entendido, es más bien un no principio, un principio inexistente. Con la sola excepción del derecho de iniciativa, las Comunidades Autónomas están por completo ausentes de los procesos de reforma constitucional del Título X. En algún momento debiera incorporarse una mayoría cualificada que alcanzase también a algo así como la mayoría de las Comunidades Autónomas que incorporase a su vez la mayoría del censo estatal. Esto se plantea en términos generales, no vinculado a un momento político concreto. Pero puede aplicarse también a un momento singular, al que ya me he referido, el momento federal.

El segundo de los argumentos estaría basado en la nostalgia de un momento centrípeto: Un momento de refundación del Estado como Estado federal. Una eventual transformación del Estado en Estado federal, a partir de la Constitución que tenemos, sería evidentemente un supuesto de libro de reforma o revisión total. Según como se haga, puede ser incluso un supuesto de ruptura constitucional. Este aspecto es particularmente delicado, delicadísimo incluso, como a nadie se le oculta. Pero cabe imaginar, a la larga, un proceso de reforma en dos fases, de tal manera que en la primera se incorporase la dimensión territorial en el procedimiento de reforma, y en una segunda  se diese lugar a la Constitución federal. En todo caso, lo que interesa subrayar es que un momento federal de estas características otorgaría a nuestro Estado un momento centrípeto, un momento de unidad, que hasta el presente ha estado ausente en nuestro actual periodo constitucional, caracterizado desde sus inicios por la inercia centrífuga propia del ejercicio del derecho a la autonomía (devolution).

La dimensión sustantiva: una estructura federal del Estado 

El actual proceso autonómico está poniendo en evidencia cómo están saltando las costuras del principio autonómico, su agotamiento en definitiva. Se aspira a que los Estatutos contengan pronunciamientos de identidad, de derechos fundamentales, de poder judicial, de garantías estatutarias, etc. Y, sin embargo, el Estado de las Autonomías dejaba fuera casi todo esto, al menos en una primera comprensión. El principio autonómico, tal como parece que va a pasar a ser entendido, cada vez resulta menos adecuado para ser la regla del Estado. Con la intensidad que se le está dando, sólo es soportable concebido como excepción en el seno de un Estado que se sigue considerando unitario. Pero como regla sólo es viable a largo plazo en la variante contenida que ha predominado durante los pasados veinticinco años. No siendo ni de un modo ni otro, antes o después estamos abocados al principio federal.

El principio federal puede tener ventajas difícilmente discutibles por comparación con la situación actual. Por poner unos pocos ejemplos:

a) La norma institucional básica. Utilizo esta expresión neutra para escapar del dilema Estatuto/Constitución. Parece evidente la ventaja de que el fondo de poder del Estado (competencias, financiación) no dependa de una pluralidad de leyes políticas Del mismo modo, parece evidente la conveniencia de que esta norma no tenga que abordar fatigosamente las competencias que se reservan a la Comunidad Autónoma.

b) Los derechos y libertades. Con independencia del sentido que hoy puedan tener las declaraciones de derechos de ámbito territorial limitado, es la Constitución federal, y no la del Estado de las Autonomías la que puede permitir sin forzar las cosas el que cada Comunidad se dote de una propia tabla de derechos. La amalgama que resulta del texto de septiembre podría ser sustituida por una proclamación más directa.

c) Por fin, la estatalidad vergonzante, sin ánimo peyorativo, en la que aparecen enfrascados algunos proyectos de Estatuto podría encontrar un desarrollo espontáneo, sin rodeos, en un paradigma federal, que asume ab initio la estatalidad de sus unidades.

La dimensión asimétrica de la Constitución federal

Resulta difícil, a partir del nivel de abstracción, de simple paradigma, en el que he propuesto esta tercera parte de mi intervención, incorporar un elemento tan complicado de justificar con razones de principio, como es éste de la asimetría. Particularmente cuando se acepta el recurso a un término de connotaciones tan negativas. ¿Cómo justificar la congelación de algo acaso llamado a desaparecer en cuanto basado en el desequilibrio, si no en la desigualdad? ¿Cómo justificar la perpetuación de la diferencia? Por otra parte, sin embargo, los “hechos diferenciales” se han convertido en una categoría más desorientadora que otra cosa.  El problema no son tanto los hechos diferenciales como la percepción de los mismos. No tanto la presencia de lengua propia como la percepción de esa peculiaridad lingüística. Si algo demuestra todo lo que nos está pasando en estos primeros años del siglo es que lo que teóricamente vale perfectamente a unos no  vale para otros. Asumir esto puede llamarse “asimetría”, o se puede llamar de otra manera. Lo que importa no es el nombre, sino darnos por enterados, como necesario paso previo a la respuesta política, política constitucional, una respuesta  que sólo puede ser pactada.

La asimetría pide un instrumento, una herramienta constitucional adecuada, y ésta no parece que pueda ser otra que la legislación constitucional de alcance territorialmente limitado. Casi con seguridad, nuestro Estado va a tener necesidad de contar con derogaciones a la estructura general federal del Estado. Estas derogaciones, por la propia naturaleza de la cosa, van a requerir rango constitucional. Ante esto caben dos alternativas:

a) La bilateralidad, Estatuto a Estatuto. Una primera alternativa es, más o menos, la que se está produciendo en Cataluña, sólo que en su propio Estatuto de Autonomía, y sin rango constitucional formal. La consecuencia es la bilateralidad, la falta de participación del resto del Estado en un esquema que, como es lo propio del Estado federal, interesa a todos. Dar rango constitucional al respectivo Estatuto de Autonomía, sin embargo, implica una ingerencia en el ámbito de la Comunidad Autónoma superior a la necesaria.

b) Las leyes constitucionales singulares. Una segunda alternativa es la aprobación de una norma de rango constitucional, de alcance territorialmente limitado, que contenga las derogaciones territoriales a la Constitución federal en el territorio o comunidad respectiva. Esta opción tendría varias ventajas: En primer lugar implicaría al resto de las Comunidades en las derogaciones singulares a la Constitución federal. Con ello, se quebraría la bilateralidad y el pacto singular. En segundo lugar, mantendría la libertad de configuración de la propia comunidad política, de forma similar al resto de las comunidades. Es muy posible que ésta sea la pieza menos realista del paradigma propuesto. Hoy por hoy parece de todo punto impensable que los representantes de Comunidades menos singulares puedan dar su aprobación, aunque sea por mayoría simple, a un tratamiento “de privilegio” a las más singulares. Sin embargo, éste parece ser el reto. 

A modo de conclusión

La VIII Legislatura de las Cortes Generales se encuentra ante la tarea de replantearse la estructura territorial del Estado, no por iniciativa propia, en términos poco envidiables, por todo lo que se ha dejado dicho. Con efectos inmediatos, cabría una lanzar tres mensajes:

a) Primer mensaje: Una hoja de ruta. Al igual que hace un cuarto de siglo se está haciendo notar la falta de un elemento de racionalización del proceso, una hoja de ruta, si se quiere. Hace falta un guion escrito, que no se percibe como existente. Bien es verdad que sigue siendo verdad eso de que el Estado de las Autonomías no es sistema, sino historia. Pero una cosa es la historia y otra la confianza ciega en la mano invisible del mercado de las autonomías.

b) Segundo mensaje: Otro enfoque de la constitucionalidad. Conformarse con la constitucionalidad, sobre todo teniendo en cuenta lo poco que puede significar esta palabra aplicada al texto de 1978, no es suficiente. Desde una reflexión constitucional, que es la que aquí ha intentado desarrollarse, es radicalmente insuficiente la aspiración de elaborar unos textos que previsiblemente superen un eventual examen a posteriori por parte del Tribunal Constitucional. Y ello tanto desde el punto de vista procesal como sustantivo. Lo que la letra de la Constitución soporte no es igual a lo que la Constitución deba soportar.

c) Tercer mensaje: Perseverar en la tarea. Los hechos demuestran que este país no acaba de tener resuelta, al cabo de veinticinco años de Constitución, su estructura territorial. El inmovilismo debe quedar descartado como política constitucional. Lo poco que se avance en su solución, y por lento que sea ese avance, merece la atención de todos.

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(*) Ponencia presentada a las XXVII Jornadas de Estudio de la Abogacía General del Estado “Autonomías y organización territorial del Estado: Presente y perspectivas de futuro” (Madrid, octubre de 2005)

Foto: ABC, Yolanda Cardo