Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

Está en la historia judicial el organigrama que del GAL hizo hace siglos el juez de instrucción de la Audiencia Nacional, un tal Baltasar Garzón: el mando no residía en la persona del Ministro del Interior sino que se situaba encima, en una X que, por razones obvias, sólo podía estar en la Presidencia del Gobierno, instancia que sin embargo no se mencionaba, como si hubiese miedo reverencial de llamar a las cosas por su nombre.

Con esa peculiar manera de explicarse -hablando y callando al mismo tiempo: amagando y no dando, o tirando la piedra y escondiendo la mano, que suele decirse- el Juzgado ponía de relieve dos verdades como puños. Una, que las instituciones (y en general todas las organizaciones, no sólo los partidos políticos, con la inexorable ley de hierro de la oligarquía de la que habló, con tono de denuncia, Robert Michels) tienden al verticalismo o a la personalización. Nada se hace sin que el jefe -el de arriba del todo- no ya lo autorice sino que lo ordene. Cuando la Constitución, en el Art. 103.1, menciona la jerarquía entre los principios estructurales de la Administración está -esta vez sí- dando, guste o no, en el mismísimo clavo.

Pero de aquel peculiar escrito de Su Señoría forma parte un segundo mensaje, otra verdad igualmente incontestable aunque difícilmente conciliable con lo anterior: que ese de lo más alto goza de impunidad puede estar tranquilo. Cuando un día las cosas vengan mal dadas, quienes pagarán el pato serán los curritos, los pringados. Los que se limitaron a obedecer, porque no tenían más remedio, o porque estaban presos del deseo de prosperar, pagarán el pato. Es lo propio del ejército de Pancho Villa, dicho sea sin faltar a la memoria del gran Doroteo Arango.

Bien se sabe que esos estatutos privilegiados gozan de apoyos no sólo normativos, sino incluso constitucionales: el texto de 1978, tan implacable en el artículo 24 a la hora de proclamar que todos estamos sometidos al juez ordinario predeterminado por al Ley (el que quiera el destino que nos toque en suerte, sea listo o tonto, de derechas o de izquierdas, osado o prudente, joven o viejo), en seguida reflexiona y se pone a proclamar aforamientos o incluso inviolabilidades, palabra por cierto horrible donde las haya: ¿es que acaso de los demás puede predicarse que somos violables?.

También resulta conocido que no estamos ante una ocurrencia de la transición española, porque (con excepciones como Nuremberg 1945 y 1946, cuando para enjuiciar al nazismo -por algún sitio hay que cortar- se seleccionaron sólo a los veinticuatro más relevantes, decisión que sólo se revisó, al menos en parte, en Frankfurt en 1962 y gracias a Fritz Bauer) las diferencias de trato en favor de la cúspide -en favor, no en contra- son universales: King can do no wrong es, al menos desde la ejecución de Carlos I por Cronwell en 1649, el abecé de la monarquía inglesa y luego británica, tan parlamentaria y tan democrática ella. Pero ahora se trata de poner de relieve -con asepsia, se insiste- que, aparte de esos datos de derecho positivo, vivimos por así decir en un clima cultural que hace que los mecanismos judiciales, cuando se topan con el número uno de la correspondiente cuadrilla dedicada al pillaje, diríanse aquejados de una suerte de parálisis. Los casos de Juan Carlos de Borbón y Jordi Pujol, las dos grandes ovejas negras de nuestro sistema político, son expresivos por sí mismos: a estas alturas -ochenta y cuatro y noventa y dos años, respectivamente- nadie ignora que ninguno de los dos va a ser condenado a prisión y, con toda probabilidad, ni tan siquiera van a ser juzgados. Y en ambos casos además sucede (y es otro hecho que juega en contra de la eventual actuación judicial) que, como le ocurría a Jesús Gil en la Marbella de hace treinta años, gozan de no pequeña popularidad, cada quien en su lugar y en su orden.

En ese contexto, tan esquizofrénico o incluso viciado, nos encontramos con que a José Antonio Griñán se le ha impuesto una pena de seis años entre rejas, al haber confirmado el Supremo la Sentencia de la Audiencia de Sevilla, a su vez consecuencia de una instrucción interminable y en la que desfiló por el pasillo lo más granado de la sociedad sevillana. No es la primera vez que un ex-Presidente de la Comunidad Autónoma pasa por ese trance: recuérdese a Jaume Matas, de Baleares. Y además ocurre, yendo a la letra pequeña, que el delito, la malversación, no lo cometió siendo Presidente, sino cuando sólo era Consejero de Hacienda a las órdenes de Manuel Chaves, que en todo momento se limitó a prevaricar. Pero no nos engañemos: aquí concurren circunstancias singulares.

Desde que a finales de julio se hizo público el fallo, y el interesado, sin perjuicio del recurso de amparo, anunció su propósito de pedir el indulto, se ha abierto un debate sobre las razones a favor y en contra, sabiendo todos que Griñán fue también Presidente del PSOE, partido que ahora está en el Gobierno y por tanto tiene en su mano el derecho de gracia: la vida tiene esas coincidencias. El tal derecho de gracia cuenta con respaldo constitucional en el art. 62.i), o sea, en el catálogo de funciones del Rey, como encarnación de lo que Benjamín Constant llamaba poder neutro. Pero es notorio que todo depende de la autoridad política del momento, o sea, que se ejerce de manera partidista.

Entre las opiniones pro indulto las ha habido perfectamente previsibles. En la Francia del siglo XIV se llamaban legistas y en la Prusia absolutista juristas de cámara. Algunos, llevados de un exceso de celo, han llegado incluso a poner en cuestión la legalidad de las sentencias. Ya se sabe que los cortesanos propenden al exceso.

En el otro extremo tenemos por así decir a los justicieros, si se quiere los descontentos con el sistema, partidarios de no dejar títere con cabeza cuando de un miembro de la clase política se trata. Que la dirigencia del PP se haya mostrado poco beligerante no hace sino dar más munición al alegato en contra del corporativismo de los que hacen del escaño, o del Ministerio, su oficio. Denostar a esa gente es algo muy socorrido: una tentación que tiene mucho de irrefrenable.

En medio se han perfilado todos los matices posibles: ya se sabe que entre el blanco y el negro el mercado ofrece los grises en todos sus tonos. Hay quien ha dicho que setenta y seis años son muchos para entrar en el trullo, sobre todo si recordamos que, según el art. 25.2 de la Constitución -un precepto que nos habríamos podido y debido ahorrar-, las penas privativas de libertad, lejos de tener por fines la retribución o la prevención -o sea, la disuasión-, “estarán orientadas hacia la reeducación y la reinserción social”. Tampoco falta quien ha puesto sobre la mesa la calidad humana e intelectual de la persona, sin duda muy por encima del promedio de su gremio: es un amante de la ópera, siendo así que la inmensa mayoría ni tan siquiera alcanzan a conocer lo que es el reguetón.

Mención especial merecen en este contexto los que se han visto condenados a prisión por la misma sentencia pero no eran los jefes de aquel tinglado: los curritos, que -de cohecho nadie ha hablado- tampoco se han llevado un céntimo para su bolsillo. ¿Habrá que perdonarles la vida también a ellos? ¿Por qué no? ¿Porqué no tienen setenta y seis años? ¿Por qué no terminaron llegando a ser Presidentes de la Junta de Andalucía o del PSOE o las dos cosas? ¿Cómo se aplica en esos casos el principio de igualdad del art. 14 de la Constitución, de inexcusable observancia al menos desde el punto de vista de una opinión pública que lo va a ver todo con lupa? ¿Qué parámetros hay que manejar, en caso de diferencias de trato, para la ponderación de la razonabilidad?

Cada quien tendrá su criterio y no es esta la ocasión de querer zanjar de una vez por todas el debate. Lo único que puede ahora afirmarse es que todo suena a impostado, a falso, porque, una vez más, estamos ante el proceso a toda una era -cercana pero denostada- y nada cuesta más a la sociedad que enfrentarse a lo que Alfonso Reyes consideraba el enemigo más encarnizado, el pasado inmediato. De las fechorías de Juan Carlos o de Pujol ha estado siempre todo el mundo al cabo de la calle -y de Jesús Gil mejor no hablar- y no sólo las consentía sino que les dispensaba aplauso (los argumentos no habrá que recordarlos: que si campechano, que si incluso poco menos que un héroe, como, de hecho se consideró en Colombia a Pablo Escobar, dicho sea sin ofender a nadie). Y, de los EREs de Andalucía, el que al sur de Despeñaperros no fue cómplice es porque los encubrió, al menos tácitamente, por eso tan humano como es mirar para otro lado, de manera que bien poco digno es a estas alturas venir a rasgarse las vestiduras. Para ese tipo de escenarios tan cercanos, en el tiempo y no sólo en el tiempo -insisto: el proceso penal a una época en la que todo el mundo ha participado y no sólo como testigos-, los discursos a posteriori, así concluyan en una u otra propuesta concreta, suenan a farisaicos. Porque resulta que el señor X, lejos de tener nombre y apellidos y ser el único que imparte órdenes, éramos al cabo cada uno de nosotros.

Condenar al señor X -un único villano en un entorno de héroes- es lo que tiene: la interpelación acaba teniendo una resonancia poco menos que universal.

En enero de 1793, Francia decidió cortar por lo sano -la Revolución llevaba casi cuatro años y no había terminado de mostrar determinación a la hora de romper con el Antiguo Régimen- y envió a la guillotina al mismísimo Luis XVI: otro señor X que (por excepción, se insiste) acabó en la picota. También en aquella circunstancia se desató una discusión encarnizada. Y es que sucede que ese tipo de veredictos judiciales son al mismo tiempo justos -si el dominus negotii era el de más arriba -el amo del cortijo, ya que estamos hablando de Andalucía-, es él el primero que tiene que apechugar con las consecuencias y también terriblemente injustos, porque a lo mejor se acaba tratando más bien de lo que se conoce como cabeza de turno o chivo expiatorio y resulta más digno de conmiseración que de reproche.

Igual hizo bien Baltasar Garzón, entonces tan joven, en no terminar tirando de la manta, porque nos habríamos colocado en una verdadera tesitura. La que ahora tenemos.