Por Juan Damián Moreno

Por muy idealizado que tengamos el ejercicio de la función judicial civil, y por muchas que sean las explicaciones que históricamente se han dado o puedan darse en relación con la finalidad del ejercicio de la potestad jurisdiccional, lo cierto es que procesalmente su objeto se explica fundamentalmente en función del concepto de pretensión. Técnicamente su objeto queda reducido a pronunciarse sobre las pretensiones que hayan deducido las partes, bien para estimarlas o bien para desestimarlas, pues la ley ha querido que sean precisamente las partes quienes determinen el sentido y alcance de las decisiones judiciales.

El derecho a la tutela judicial reconoce a los ciudadanos el derecho a formular peticiones demandando justicia y el amparo de los jueces para la defensa de sus derechos. Sin embargo, no es suficiente con el simple acto de solicitar que se haga justicia de forma genérica o en abstracto respecto de una situación que el que la requiere considera que es merecedora de la tutela de los tribunales.

En el proceso civil, mediante la pretensión procesal se solicita ante los tribunales esa concreta tutela o protección jurídica en relación con una situación que legalmente lo requiera. Históricamente, la noción de pretensión vino motivada por la necesidad de separar dogmáticamente el contenido material del derecho subjetivo, del derecho a instar su protección jurisdiccional, del que nace hoy el derecho reconocido en el artículo 24 de la Constitución. Esta distinción no fue un capricho, sino que se debió a la conveniencia de dotar a las reglas reguladoras del proceso de una sustantividad propia y desligada en cuanto a su desarrollo de las condiciones del derecho material que eran objeto de la controversia.

Como señaló Guasp, la pretensión procesal es un acto; no un derecho. Es el resultado del derecho a solicitar la tutela de un derecho. No es más que el acto por el que se exige jurisdiccionalmente el derecho que cada uno cree tener; es algo que se hace, pero que no se tiene. Se diferencia así, tanto del derecho que sustenta la relación material discutida como de aquél otro derecho que permite su ejercicio, esto es, del derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24 CE).

Es pues evidente que la pretensión lleva implícito el ejercicio de un derecho o la defensa de un interés que se encuentra amparado por el ordenamiento jurídico y por eso, como ha destacado la doctrina, es un acto dotado de una importante eficacia jurídica porque integra junto al ejercicio del derecho, el ejercicio del derecho a la tutela que mediante este se solicita (De la Oliva).

Consecuentemente, la teoría del objeto del proceso responde a la necesidad de que quienes acceden a la jurisdicción delimiten concretamente la tutela que solicitan e identifique la acción o pretensión que ejercitan, lo cual es importante tanto para el juez, que tiene que saber lo que se le está demandando, como para los demás litigantes, que les posibilita el derecho de defensa que tienen en la medida en que son conocedores de lo que se les está exigiendo.

Para amparar un derecho al juez no le basta con que alguien simplemente se lo pida. Las controversias no acceden la jurisdicción tal como se originan en la realidad; para que el juez pueda tomarlas en consideración y amparar en su caso los derechos cuya protección se les solicita es preciso que se presenten debidamente formuladas y en la que exprese la tutela concreta que pretende; es necesario que el sujeto que comparece ante los tribunales exprese qué es exactamente lo que pide.

Esta operación se lleva a cabo mediante la aplicación de las categorías procesales; procesalizar la controversia es tanto como darle forma de pretensión a fin de que el juez pueda dar la respuesta adecuada. Las pretensiones siempre tienen un carácter instrumental ya que incorporan la solicitud de una concreta de tutela respecto del derecho que cada uno de los contendientes considera infringido.

Así pues, pretender no es simplemente querer, ni menos aún exigir una prestación en el sentido que pudiera extraerse del derecho de obligaciones, ni tan siquiera la pretensión se identifica con una petición aislada del fundamento de la demanda («lo que se pida»).

El error de equiparar la pretensión procesal con el contenido material de lo que son objeto las llamadas acciones de condena se lo debemos en parte a la dogmática alemana del siglo XIX, especialmente de Windscheid, al identificar lo que él denominó la pretensión material («Anspruch»), con lo que no era más que el contenido de las obligaciones, esto, es lo que hoy forma parte de las prestaciones que un acreedor puede exigir al deudor (art. 1.089 CC). Este equívoco provoca que se niegue la consideración de pretensión a lo que forma parte esencial del ejercicio de otro tipo de acciones que no llevan consigo una prestación, tal como sucede en las acciones declarativas y las constitutivas. La contribución de Muther, en su famosa polémica con Windscheid, sobre la actio romana, resultó decisiva.

Como se verá, en el proceso civil rige el principio de justicia rogada, de manera que corresponde a la parte que demanda definir esta cuestión y, por lo tanto, el alcance que quiere que tenga la tutela que solicita. Esto se hace así bajo el entendimiento de que son las partes quienes están en mejores condiciones de saber lo que les interesa (Chiovenda). De ahí la importancia de que cada pretensión deba venir identificada por los elementos que han de definirla procesalmente y que sirven para distinguirla de las demás, lo cual afecta de una manera muy directa a los efectos de la congruencia y la cosa juzgada. Marca el terreno de juego.

Tan es así que quien decide acumular subsidiariamente una pretensión a otra que considera preferente, no lo hace porque le resulte indiferente cualquiera de ellas, ni que se conforme con la que el juez le ofrezca, hasta el punto de que el demandante que vea desestimada la pretensión principal y estimada una subsidiaria, tiene perfecta legitimación para recurrir la sentencia por el gravamen que haya sufrido por este motivo (STS 558/2017 [Roj 3721]).

El problema es que a veces existe la tendencia en algunos jueces a rebasar los límites en los que ha sido planteado el objeto del proceso, desentendiéndose de los términos en que se haya deducido la pretensión con el fin dar la respuesta que personalmente consideran justa. El riesgo de tal actitud supondría, llevado a un extremo aun no explorado en cuanto a sus consecuencias, a relegar al proceso a un mero instrumento donde al juez le bastaría conocer el problema, diagnosticarlo, y aplicar el remedio que mejor le pareciese.

Jurisdiccionalmente,  no hay más justicia que la que resulta de la pretensión procesal.