Por Juan A. Lascuraín

 

Introducción

¿Es en esencia lo mismo un delito que una infracción administrativa? ¿Y una pena que una infracción administrativa? ¿Es solo una cuestión de tamaño: más lesivo el delito, más grave la pena?

La inquietud por la respuesta a estas preguntas me viene de antiguo, de cuando yo era un joven estudiante de Derecho y se me contestaba en positivo: se me enseñaba que las infracciones administrativas no eran sino delitos en pequeño – delititos – y las sanciones administrativas no eran sino penas en pequeño – penitas -. Y se me decía también algo así como que la dureza de la cárcel, de la prisión como pena, había conducido a una muy sofisticada y garantista reflexión acerca de qué podía ser considerado como delito, de cómo debía ser el proceso para constatarlo y de cuáles eran los límites de la pena, y que el mucho más primitivo Derecho Administrativo sancionador lo que tenía que hacer es emular, parecerse al Derecho Penal, si quería ser legítimo.

En mi mente aún casi prejurídica de estudiante había cosas que no terminaban de cuadrar. Si el Derecho Administrativo sancionador tenía que ser como el Derecho Penal, ¿para qué lo habíamos inventado? Porque si lo habíamos inventado como algo distinto sería porque necesitábamos algo distinto.

Una segunda inquietud enlazaba con la primera y con ese adjetivo “distinto”. Por mucho que se me dijera que el Derecho Administrativo sancionador no era sino un Derecho Penal en pequeño, que entre los dos sectores solo había diferencias cuantitativas, no era eso lo que veían mis ojos. No era ese el resultado del contraste entre los juicios que veía en la tele – un solemne y lento teatro con el tétrico trasfondo de las esposas y de la cárcel – y el papeleo de las multas de tráfico que pagaba mi padre. Sentía que el profesor era ese Groucho Marx en Sopa de Ganso inquiriéndome: “¿A quién va a creer usted? ¿A mí o a sus propios ojos?”

Treinta años después creo tener algunas respuestas. Respuestas de cabezota. Porque sí, el Derecho Administrativo sancionador es cualitativamente diferente al Derecho Penal, a pesar de ese parecido familiar que les da el ser ordenamientos sancionadores y a pesar de que por ello son hermanos – no padre e hijo -, hijos de un mismo padre constitucional, y de que corre por sus venas una misma sangre principial. Es curioso como esos mismos principios aplicables a normas que inicialmente son solo cuantitativamente diferentes, acaban convirtiéndolas en instituciones cualitativamente distintas. Veámoslo.

Naturaleza común, principios comunes

Es cierto que penas y sanciones administrativas, y sus presupuestos (delitos e infracciones administrativas), tienen un ADN casi coincidente. Pero ojo con el casi: el ADN de los seres humanos es similar en un 90% al de los cerdos o al de los ratones.

Vamos con las coincidencias.

Penas y sanciones administrativas son sanciones. Son castigos. Siguiendo la célebre definición de Hart, constituyen la irrogación de un mal, intencionadamente – con intención de afligir al destinatario -, por parte del poder público, a un sujeto que ha infringido una norma de conducta. Y. con todos los matices y adjetivos que queramos, su función es preventiva. No se castiga por castigar, sino para que el mundo sea mejor: para que no se quiebren en el futuro esas normas que nos imponemos para constituir ese mundo mejor. Lo que tienen en común el homicida doloso condenado a diez años de prisión y el ciudadano multado por la Administración por aparcar donde no debía hacerlo es que ambos han infringido normas y que a ambos les ha asignado el poder público una consecuencia desagradable con la finalidad de que en el futuro no se vuelva a repetir la infracción: para que no se mate a otras personas, para que no se aparque en lugares prohibidos.

Esta naturaleza común de penas y sanciones administrativas las somete a principios comunes. No por una especie de cuestión ontológica, sino por una cuestión política. Los principios sancionadores pueden ser unos u otros. No son X, y punto, sino que deben ser X si queremos que la sanción sea legítima. Y a su vez habrá que definir qué entendemos por legitimidad. En un Estado racista sería legítimo desde su perspectiva valorativa prohibir los matrimonios interraciales. Y eso es una aberración, es contraprincipial, en un Estado democrático.

Retomo y rehago mi frase: para ser justas, para ser legítimas, penas y adminisanciones quedan sometidas en un Estado democrático a unos mismos principios, que las enmarcan y las modulan. Conozcamos entonces esos principios para conocer cómo son las sanciones democráticas y qué más tienen en común, sean sanciones penales, sean sanciones administrativas.

¿Qué principios?

Los principios dependen de los valores de una sociedad. Luego volveré a las cuestiones de qué es un principio y cómo funciona. Pero baste ahora con adverar que los principios no son sino un determinado tipo de normas que transmiten ciertos valores hacia las reglas del ordenamiento. Por ejemplo: si la seguridad es un valor, estará bien tener un principio – el de determinación – que le diga al legislador – en general, al normador – “redacte las normas sancionadoras del modo más preciso posible”. Del valor seguridad al principio mandato de determinación, y del principio mandato determinación a las reglas sancionadoras.

¿Cuáles son los valores de una sociedad democrática? ¿En qué consiste la moral democrática?

Disculpen la obviedad: una sociedad democrática es una sociedad en la que

  • los asuntos de organización social los decidimos simétricamente entre todos.
  • Presupuesto de esa decisión comunitaria son las libertades políticas; sobre todo las de participación y expresión.
  • Y hacemos así las cosas por una precomprensión: que todos somos iguales, igualmente dignos.
  • Y forma parte de esa dignidad la autonomía moral: cada uno puede hacer lo que le plazca si no interfiere en la autonomía ajena.

A partir de estos valores de dignidad, igualdad y libertad se derivan algunos principios para las reglas sancionadoras.

Principios materiales

1. El primero es de tipo formal. Las reglas sancionadoras coartan la libertad del ciudadano con reglas de conducta y lo hacen amenazándole con privarle de sus bienes y derechos si no las respetan. Como esto es muy incisivo, solo vamos a confiar la elaboración de esas reglas, al menos en sus aspectos básicos, a nuestros representantes directos. Para esto no nos fiamos ni del Gobierno, ni a los jueces, ni de la policía. Dicho de otro modo: las normas sancionadoras básicas han de ser leyes. Y han de ser vinculantes para quienes las apliquen: solo constituye una infracción lo que dice la norma que lo es y solo se puede aplicar la sanción prevista en la norma para tal infracción. Esto es lo que llamamos principio de legalidad. No sólo esto. También, por razones de seguridad en el ejercicio de nuestra libertad, exigimos que para sancionar “hay que avisar”: que las normas sancionadoras han de ser precisas y que no se pueden aplicar retroactivamente.

2. La reflexión sobre el valor de la libertad, de la autonomía moral de los ciudadanos, nos llevará al principio de proporcionalidad. En términos de libertad: solo podremos restringir libertad, solo impondremos prohibiciones, si ello es necesario para procurar libertad y si es un buen negocio: si procuramos más libertad que la que restringimos.El mensaje que envía el principio al redactor de la norma sería: “Sancione solo la conducta que sea objetivamente disvaliosa para otros. Y emplee solo la sanción imprescindible para prevenir tal conducta”. El resto sobra. El resto es, como dice el Tribunal Constitucional español “un derroche de coacción”. Ello comporta que, si no hace falta sanción para solucionar un conflicto social, la sanción deviene ilegítima. Y que si para solucionar tal conflicto basta con una sanción leve (una multa, por ejemplo) no será legítimo recurrir a una sanción grave (por ejemplo, prisión). Y que en todo caso será ilegítima una segunda sanción (bis) por el mismo hecho (idem). La prohibición de bis in idem no es sino una manifestación del principio de proporcionalidad.

3. El tercer principio propio de un ordenamiento sancionador democrático es el principio de culpabilidad, vinculado al valor de la dignidad de la persona. Solo se puede sancionar al ciudadano por lo que hace en el uso normal de su libertad. Por mucho que sea eficaz no puede sancionarse a alguien por lo que ha hecho otro – no puede sancionarse al dueño del vehículo por la infracción del conductor –, ni por su forma de ser – el Ayuntamiento no puede sancionar a alguien porque es alcohólico -, ni por lo que hace si no sabía ni podía saber lo que hacía o que lo que hacía estaba prohibido. No podemos sancionar al inimputable por orinar en la calle.

4. Y, en fin, claro, está la igualdad, base de nuestro sistema. Y aquí el límite sería: “Normador (redactor de normas sancionadoras): no puede usted diferenciar entre sujetos para castigar más a unos que a otros por los mismos hechos o para proteger más a unos que a otros respecto a las mismas amenazas. Sus preceptos penales deben ser `el que´, respecto al sujeto activo de la infracción; y `a otro´, respecto al sujeto pasivo. Como el del homicidio: `El que matare a otro´. Y si diferencia, y sé que usted lo hace frecuentemente – decía Rubio Llorente que legislar es diferenciar – , hágalo por muy buenas razones, sobre todo si el criterio de la diferencia es de los `odiosos´ (el adjetivo es, de nuevo, del Tribunal Constitucional): el sexo, la orientación sexual, la raza o la religión”.

Principios procedimentales

Para que las sanciones administrativas sean legítimas han de encajar en este marco de juego, en este cuadrilátero, delimitado por cuatro principios: legalidad, proporcionalidad, culpabilidad e igualdad. Pero con ello nos quedamos cortos en nuestras exigencias. Hemos de avanzar hacia el heptágono, añadiendo a los sustantivos, los principios adjetivos. ¿Cómo sabemos que alguien ha cometido una infracción? ¿Quién decide tal cosa?

El procedimiento democrático se concibe como un diálogo racional e informado entre las partes en conflicto (la sociedad, de un lado, y la persona a la que se atribuye la infracción, de otro: el imputado, el expedientado) que permite a un tercero imparcial adoptar la solución legal para el mismo: determinar qué ha sucedido y si lo que ha sucedido es constitutivo de una infracción (es subsumible en un tipo de infracción). Ello supone que las partes puedan alegar y probar con libertad en el procedimiento. Además, y esto es una garantía muy noble y muy exigente, dada la desigualdad de sujetos del conflicto y dado lo que se juega el imputado (el castigo), para saber lo que ha pasado adoptamos una regla muy generosa para él: el punto de partida es la inocencia, que no ha realizado la infracción, y el decisor solo puede arrumbar esa presunción si tal cosa se prueba indubitadamente, más allá de toda duda razonable.

Tres lados más para nuestro campo de juego: imparcialidad, defensa y presunción de inocencia.

Algunas diferencias cuantitativas 

Si penas y adminisanciones tienen la misma naturaleza y están sometidas a los mismos principios, ¿son entonces lo mismo? ¿Podríamos corroborar que las infracciones administrativas son delititos y las sanciones administrativas, penitas? Como ven, en el propio modo de formular la pregunta se expresa cuando menos una diferencia cuantitativa. En una especie de Derecho sancionador de dos velocidades, creamos las sanciones administrativas como castigos más leves, vedando – en España en la propia Constitución – que puedan ser privativas de libertad. Y como así lo exige el principio de proporcionalidad, se asignarán a ilícitos, a infracciones, más leves.

Lo que yo deseo sostener es que estas diferencias puramente cuantitativas acaban comportando diferencias cualitativas. Creo que la razón para una especie de neocualitativismo hay que encontrarla hoy en razones que tienen que ver con la vigencia de los principios. El grado en el que se los respeta – el grado en que los principios vinculan la conformación de infracción y sanción- , depende no solo de cómo esté descrita la norma de conducta que se dirige al ciudadano o la norma de procedimiento para determinar si ha existido una infracción, sino también de la cuantía de la sanción.

Por ejemplo, una norma de conducta ambigua, imprecisa, no perturba intolerablemente nuestra seguridad jurídica si de lo que se trata es de una infracción urbanística leve que podría acarrear una leve multa. Esa misma ambigüedad semántica sí puede ser intolerable si de lo que se trata es de un delito urbanístico que puede dar con nuestros huesos en la cárcel. La sensación de inseguridad no depende solo de la norma de conducta sino sobre todo de la sanción.

Esto mismo lo podemos ver en otros principios. Para la multa no grave toleramos que decida un árbitro de dudosa imparcialidad, como es la Administración; para la cárcel exigimos que lo decida un juez. Si nos condenan la misma pequeña duda razonable en ambos casos, multa leve y prisión, sentiremos que solo se ha quebrado intolerablemente nuestra presunción de inocencia en el segundo caso, pues solo en él cambiará radicalmente a peor nuestra vida y pasaremos a ser un apestado social.

La cuantía menor de la sanción flexibiliza el principio y permite formas distintas de sancionar, aconsejadas por razones de eficiencia. Esto es lo que trataré de desarrollar en la segunda y última parte de esta entrada.


Foto: E. Vuillard Hydrangeas 1905