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Por Jesús Alfaro Águila-Real

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Company law has an enabling function to the extent that it makes exceptions to general principles of contract and property law that would otherwise constrain the creation and organization of business associations.

Andreas Fleckner

 

Introducción: límites a la libertad contractual en Derecho de Sociedades

 

Dice el art. 28 LSC

En la escritura y en los estatutos se podrán incluir, además, todos los pactos y condiciones que los socios fundadores juzguen conveniente establecer, siempre que no se opongan a las leyes ni contradigan los principios configuradores del tipo social elegido.

La libertad contractual opera dentro de los tipos legales y, por ello, se presenta como libertad de configuración. En este aspecto, conviene aclarar algo que a menudo se pasa por alto, y es que el Derecho de sociedades es de naturaleza contractual. La sociedad es un contrato y, además, un mecanismo para contratar (organización) sobre un patrimonio separado del patrimonio de los socios y, bajo esa doble perspectiva, reclama que se reconozca ampliamente el principio de autonomía privada, cuyo fundamento último radica en el principio constitucional de libre asociación (art. 22 CE) en su concreción de derecho de los grupos sociales a autoorganizarse. El respeto al derecho de asociación exige del legislador una justificación precisa de la limitación de la libertad de los miembros de una corporación para diseñar sus relaciones como tengan por conveniente. La constitución de una sociedad externa genera, además, un patrimonio separado lo que exige tener en cuenta las normas sobre Derechos Reales que contienen límites más estrictos a la autonomía privada.

Pero es que, como refleja la cita de Fleckner, lo que se propone un legislador de sociedades no es dictar instrucciones para la configuración de la sociedad, sino auxiliar a las partes poniendo a su disposición un modelo estándar, que les dispense de la tarea de fabricarse un traje a medida. Esta concepción facilitadora y supletoria del Derecho de Sociedades aparece consagrada en el artículo 121 del Código de Comercio:

“Las compañías mercantiles se regirán por las cláusulas y condiciones de sus contratos y, en cuanto en ellas no esté determinado y prescrito, por las disposiciones de este Código”.

Los límites la autonomía privada no son cualitativamente diferentes de los que registra el derecho general de la contratación. Si acaso, su utilización por los particulares exige un mayor grado de estandarización. Un sector de la doctrina tiende a considerar, en contra, que

“el reconocimiento (en el art. 28 LSC)… del principio de autonomía estatutaria (para la sociedad anónima) debiera servir… más que para indagar la posibilidad de introducir cláusulas alternativas o sustitutorias a las normas legales, para introducir en los estatutos cláusulas complementarias respecto a lo dispuesto en la Ley” (Así, J. M. Embid Irujo/F. Martínez Sanz, “Libertad de configuración estatutaria en el Derecho español de sociedades de capital”, RdS 1996, p 11 ss. p 17).

Pero esa es una afirmación gratuita. La libertad contractual no se reconoce para que los particulares hagan un uso determinado de la misma. Se reconoce para que persigan sus propios fines dentro de los límites que imponen las normas imperativas.

El primer límite a la autonomía privada en Derecho de Sociedades viene dado por las normas imperativas que existen, básicamente en el ámbito de la protección de terceros, aunque también las encontramos en el ámbito de  la protección de socios. El problema que plantea este límite consiste en determinar cuándo una norma es imperativa  o dispositiva, puesto que, en buena parte de los casos, la ley no lo aclara expresamente. La regla general – hay excepciones – para estos casos es que, salvo que haya razones de protección de terceros o de protección de minorías – en el caso de sociedades que funcionan de acuerdo con el principio mayoritario – debe entenderse que las normas son dispositivas (arts. 117 y 121 C de c. y art. 28 LSC).

En cuanto a las normas que tutelen intereses individuales de los socios, habrá que entender que su modificación requerirá el consentimiento del socio afectado, pero no que sean inasequibles a la autonomía privada aunque también la autonomía privada ejercida en el marco de un contrato de sociedad tiene límites como la prohibición de las vinculaciones perpetuas o excesivamente onerosas y las derivadas del art. 1256 CC.  En relación con los derechos individuales, a menudo, el problema no es de límites a la autonomía privada, sino de calificación del contrato (no estamos ante un contrato de sociedad) o de las materias que han sido objeto del contrato de sociedad.  Así se explica, por ejemplo, la posibilidad de que una sociedad o asociación renuncie a su “soberanía” y se explican también reglas como la que prohíbe que se exija unanimidad para adoptar acuerdos sociales. Una sociedad que somete todas o las más importantes decisiones de sus órganos al dictado de un tercero que no es socio no debe calificarse como sociedad. Una sociedad que requiere unanimidad para la adopción de decisiones en su seno está excluyendo del contrato de sociedad esas decisiones y asignándolas a los socios como individuos.

Además, la doctrina tiende a considerar imperativas las normas que regulan el funcionamiento y organización de la sociedad lo que incluye el procedimiento de constitución de la sociedad; las reglas sobre la nulidad; el sistema de valoración de aportaciones; la disciplina del capital social; la configuración de los órganos sociales; el ámbito del poder de representación y el régimen de responsabilidad de los administradores; la impugnación de acuerdos sociales; las cuentas anuales y la modificación de estatutos y régimen de las modificaciones estruturales. Téngase en cuenta, no obstante, que, en muchas materias, conviven normas imperativas y dispositivas como ocurre, por ejemplo, con la regulación estatutaria de la responsabilidad por negligencia de los administradores o la posibilidad de modificar los quórum para modificar los estatutos sociales. En realidad, no hay ningún argumento de peso para no permitir a la autonomía privada configurar el funcionamiento y la organización de la sociedad, en las relaciones entre los socios, como tengan por conveniente. Obviamente, no podrá constituirse una sociedad anónima sin órgano de administración y junta de accionistas. O aprobarse una modificación estatutaria que elimine el órgano de administración.

El problema se agrava y las limitaciones a la libertad de configuración estatutaria se multiplican por efecto del registro mercantil. La doctrina de la DGRN, impidiendo la inscripción de cláusulas estatutarias perfectamente legítimas ha convertido en imperativas muchas normas de la Ley de Sociedades de Capital sin más razones que su tenor literal. Así, la cláusula sobre convocatoria del Consejo de Administración en una sociedad anónima y en la sociedad limitada; la representación de los accionistas en la junta; la cláusula que prevé la cooptación para cubrir vacantes en una sociedad limitada (doctrina revocada expresamente por el Tribunal Supremo); la que prevé la convocatoria de la junta por uno solo de los administradores mancomunados; las cláusulas sobre prestaciones accesorias, etc.

Es cierto que la DGRN no ha apelado a los principios configuradores pero también lo es que ha creado un problema del que me he ocupado en otro lugar y es el de la posibilidad de que una sociedad modifique válidamente sus estatutos pero no pueda inscribir la modificación en el Registro Mercantil porque se deniegue la inscripción, en cuyo caso, habría que entender que los estatutos rezan como ha decidido la junta aunque, en relación con lo inscrito, rija el principio de publicidad material del Registro en beneficio de terceros. No debemos cansarnos de repetir que los estatutos sociales no son oponibles a terceros. Son contrato y los contratos vinculan a las partes y a sus herederos (art. 1257 CC). La inscripción en el Registro Mercantil no cambia las cosas. Y la publicidad material del Registro – que entra en juego, precisamente, cuando hay una discrepancia entre la realidad y la apariencia que genera el Registro – no afecta a la validez de las cláusulas estatutarias no inscritas entre los socios, aunque pueda proteger a futuros socios y a terceros en casos excepcionales porque pudieran confiar en que los estatutos rezaban tal y como figuraban inscritos en el Registro. La aplicación de las reglas sobre la irregularidad no deja otra opción.

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¿Qué son los principios configuradores?

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Por tales habría que entender aquellos rasgos de cada tipo societario cuya alteración por los particulares “desfiguraría” el tipo societario hasta hacerlo irreconocible, es decir, hasta el punto de que los terceros no podrían identificar tal sociedad como una sociedad limitada o anónima. Esta definición recuerda de forma bastante obvia a la que dio el Tribunal Constitucional del «contenido esencial» de un derecho fundamental.

En realidad, su contenido coincide con el de las normas imperativas de cada tipo social, porque sólo en normas imperativas pueden recogerse principios configuradores. Las normas dispositivas – pero que contribuyen a la configuración del tipo – impiden determinar si una configuración de la sociedad por los socios que se separa de esas normas se separa “lo suficiente” como para “desfigurar” el tipo. No es extraño que, cuando el Tribunal Supremo ha hecho uso de esta categoría, los resultados hayan sido muy criticados o la apelación a los principios configuradores, irrelevante. En un caso, para poner límites a la libertad de los socios de una sociedad anónima para limitar la transmisibilidad de las acciones (STS 10-I-2011) y en otra para afirmar el carácter imperativo de la forma de sociedad profesional para las agrupaciones de profesionales que ejercen la profesión en común (STS 18-VII-2012). Normalmente, la apelación a los principios configuradores no afecta al fallo, bien porque se diga que no se aprecia la contradicción entre dichos principios y el pacto estatutario (SAP Vizcaya 28-XII-2012), bien porque la referencia a los mismos no se incluya en el análisis de si un pacto estatutario es nulo sino en la discusión acerca de si determinados acuerdos sociales han de considerarse contrarios al orden público societario (SAP Madrid, 4-III-2013SAP Coruña 5-IX-2012SAP Barcelona 15-XI-2012SAP Pontevedra 28-IV-2011 entre las más recientes que consideran como no caducable en el sentido del art. 205.1 LSC la acción para impugnar los acuerdos adoptados en Juntas “falsamente universales” siguiendo a la STS 19-IV-2010). En todo caso, la discusión se ha limitado a las cláusulas estatutarias en la sociedad anónima. Fuera de estos casos, no conocemos principios configuradores que hayan sido reconocidos como tales por la doctrina y la jurisprudencia. Así, por ejemplo, el principio de continuidad de la empresa es, precisamente, un ejemplo de un principio que no está recogido en ninguno de los tipos societarios. Las sociedades de capital se presumen contraídas por tiempo indefinido, pero eso en nada limita, más bien al contrario, la libertad de los socios para dar por terminada su relación cuando tengan por conveniente con independencia de eso suponga liquidar la empresa social. La libertad de propiedad exige, precisamente, que no se considere tal principio como un principio configurador.

Respecto de la sociedad limitada, normalmente, se reconoce a los socios la más amplia libertad para configurar sus relaciones sin más límite que el de las normas imperativas de la LSC debiendo considerarse, en principio, las normas correspondientes, como dispositivas.

Como se ha dicho con acierto,  en todo caso, la función de los principios configuradores no es la servir para interpretar si una norma de Derecho de Sociedades es imperativa o dispositiva, ya que su función es la integrar las normas legales, no interpretarlas. Por tanto, es necesario – para aplicarlos – demostrar que la regulación legal de la institución (derecho de separación, transmisibilidad de las participaciones…) tiene una laguna en su regulación imperativa que exige integrar la Ley con una nueva norma – imperativa – que es necesaria para completar el plan del legislador respecto del tipo. Los casos serán muy escasos porque es muy extraño que el legislador se olvide de introducir normas imperativas en la regulación legal de un contrato a partir del principio general según el cual, en Derecho Privado se entiende que, por regla general, las normas legales son dispositivas y supletorias de la voluntad de las parte.

Así pues, el añadido del art. 28 LSC que contiene la referencia a los principios configuradores del tipo vale tanto como si no estuviera. Responde a una doctrina que ha sido arrumbada ya en el país que la patrocinó en los años sesenta y setenta del pasado siglo.