Mireia Artigot Golobardes

 

Las interacciones económicas que permiten a individuos y empresas obtener bienes y servicios -incluida la financiación que les facilita el consumo o la inversión con un horizonte temporal más corto que el que permitirían sus ahorros e ingresos- se canalizan a través de los contratos. Así, económicamente, los contratos proporcionan las herramientas para organizar y formalizar las interacciones económicas, tanto las inmediatas como las diferidas, o las continuadas y de largo plazo. En el plano jurídico, el Derecho se ocupa de establecer cuáles son los elementos necesarios para considerar que estamos ante un contrato vinculante -también los relativos a la información para una o ambas partes o a la forma de consentir-, de prever reglas sobre la interpretación de lo acordado y sobre el contenido de las acciones que han de adoptar los contratantes, bien necesaria o imperativamente, bien en defecto de los términos previstos por las propias partes, así como remedios en caso de incumplimiento. Los contratos incluyen cláusulas de naturaleza heterogénea desde el punto de vista económico, que reflejan diferentes parámetros y afectan a distintas variables, con un impacto también diverso sobre la interacción entre las partes. Así, por ejemplo, los contratos incluyen cláusulas que reflejan o inciden sobre costes fijos y costes variables de la operación. A su vez, estos costes – fijos y/o variables – pueden ser endógenos -dependientes de la decisión o acción de las partes- o exógenos y determinados por un tercero – como, por ejemplo, la Administración, en relación con los impuestos u otros gastos precisos para la eficacia jurídica del contrato-. Estas distinciones son económicamente sencillas y, además, muy relevantes para abordar jurídicamente los diferentes términos contractuales. Esto es, no solo sirven para entender la naturaleza de las distintas cláusulas sino para comprender y establecer su tratamiento jurídico. En particular, por lo que toca a las condiciones generales en contratos con consumidores, a la calificación de abusividad.

A nadie se le escapa que hay una relación directa entre el precio de la transacción y los costes que esta determina. Los costes variables, es decir, aquellos costes en los que incurre el oferente por celebrar ese concreto contrato, suponen el mínimo de precio (mutuamente satisfactorio) de la transacción y determinan la magnitud del excedente contractual generado por el contrato: la diferencia entre el valor de los servicios o bienes para quien los va a recibir en virtud del contrato y los costes variables de hacérselos llegar. Los costes fijos, por su parte, no siempre pasarán a formar parte del precio que el oferente percibe en el corto plazo, pero sí han de poder amortizarse en el largo plazo para que el proveedor de bienes y servicios prefiera ex ante entrar en la actividad contractual que sea o decida continuar en la misma si esos costes han de afrontarse de manera reiterada.

De esta forma, los conceptos que constituyen costes variables de la transacción – tanto endógenos como exógenos – se han de reflejar en el precio total del contrato, que es el sacrificio dinerario o pago a cargo (inmediato o diferido en el tiempo) del adquirente. Cuanto más competitivo sea el mercado en cuestión más cercano estará el precio del contrato a total del coste variable de la transacción – el marginal – mientras que cuanto más imperfecta sea la competencia en el mercado, mayor será el precio en relación al coste de la transacción y más elevado será el margen de beneficio para el oferente. Bajo competencia perfecta entre proveedores de bienes o servicios, también de los financieros, el precio que pagarían los adquirentes sería igual a la suma total de los costes variables (los endógenos y los exógenos) de hacer llegar la prestación a los consumidores. Esta situación es la que proporcionará un mayor bienestar a los consumidores dado que es la situación en la que su excedente es mayor.

Esta simple caracterización económica no se ve alterada por el hecho de que el precio se estructure en una sola cifra (un “precio” total único) o se desglose en distintos conceptos que tendrá que abonar el adquirente. La suma total de los pagos constituye el “precio” de la transacción en términos económicos, y su relación con el coste variable total es lo que define qué ventajas o bienestar económico obtiene cada parte como consecuencia de la celebración del contrato. Tampoco cambia estos términos el hecho de que un componente, o la totalidad, de ese precio se fije contractualmente a través de condiciones generales y no sea fruto de una negociación individualizada. Ese dato podrá tener importancia para verificar si el adquirente era realmente consciente de la totalidad del sacrificio dinerario a su cargo (podemos presumir y, de hecho, los sistemas jurídicos así lo hacen, que esa conciencia será mayor si los términos que fijan el precio son negociados individualmente que si no lo son), pero no la tiene en relación con la “sustancia” de la definición del “precio total o efectivo” (“precio total” es el término que utiliza el art. 60.2.c) TRLGDCU siguiendo a la Directiva 2011/83) que ha de asumir el consumidor.

La comisión de apertura en los contratos de préstamo hipotecario: ¿forma parte del precio?

Esta introducción sirve para enmarcar el debate que actualmente está ventilándose en los tribunales españoles en relación con la admisibilidad de cláusulas de comisión de apertura en los contratos de hipoteca y su eventual abusividad. Se debate, en particular, si estas cláusulas son cláusulas que determinan el precio del contrato, lo que, como es sabido, es relevante a los efectos de identificar el tipo de control (transparencia o abusividad) al que quedan sometidas.

Un primer grupo de Audiencias Provinciales se han pronunciado por la validez de la comisión de apertura: SAP de Tarragona 41/2017 de 7 de febrero de 2017, la SAP A Coruña 211/2017 de 7 de Junio, SAP Valencia 86/2017 de 15 de Febrero de 2017 y SAP de León 67/2018 de 27 de Febrero de 2018, entre otras. En particular, la SAP A Coruña 211/2017 de 7 de Junio entendió que la comisión de apertura es (una parte) del precio del contrato, concretamente aquella que se corresponde con el servicio financiero que consiste en la realización del conjunto de tareas para la evaluación crediticia del eventual deudor hipotecario (el análisis de su solvencia, la necesidad de constituir garantías, etc.) de cara al otorgamiento del préstamo solicitado y la fijación de los términos del contrato en función de su nivel de riesgo crediticio. En esta interpretación, el precio del préstamo hipotecario (asumamos un préstamo a interés variable, que aún sigue siendo mayoritario en la práctica española) vendría dado por dos partes o componentes separados en cuanto a su presentación contractual al prestatario: una parte fija e inmediata – la comisión de apertura – y una parte variable y diferida – el interés de referencia más el spread que se haya pactado. A su vez, estas dos partes del precio reflejarían dos costes variables endógenos distintos en la operación: el coste de la evaluación de solvencia y del resto de tareas preparatorias del otorgamiento de la financiación, de un lado, y el coste financiero para el prestamista de esa operación, de otro.

Un segundo grupo de Audiencias Provinciales ha considerado que la comisión de apertura no refleja el coste de ningún servicio efectivamente prestado por la entidad financiera y que la evaluación de la solvencia crediticia del cliente y la viabilidad del préstamo constituyen tan solo una de las actividades ordinarias de la entidad financiera. Ejemplos de esta línea jurisprudencial son la SAP de Asturias de 14 de septiembre de 2017, EDJ 2017/198389, y la SAP de las Islas Baleares de 1 de febrero de 2018 EDJ 2018/16074, entre otras. Desde el punto de vista económico y de bienestar de los consumidores no es, en principio, ni mejor ni peor que el precio a cargo del prestatario se estipule de forma unitaria como una única serie de pagos variables (los intereses periódicos, generalmente mensuales) o como la combinación de una parte fija que se paga de una vez al celebrar el contrato, más un flujo de pagos mensuales durante la vigencia del préstamo. Lo cierto es que, en el momento de celebración del contrato, el precio (se configure únicamente como pago de intereses o se desdoble en parte inicial y pago de intereses) que ha de asumir el consumidor por recibir el préstamo, puesto en valor presente, ha de cubrir el total de los costes variables (los de evaluación, estudio y otorgamiento, más los financieros) del prestamista. Si no va a cubrir el total de costes, el prestamista prefiere no contratar.

Desde luego, yo no tengo datos para analizar si el importe de la comisión de apertura habitualmente cobrado en la práctica bancaria española refleja aproximadamente el coste del servicio de evaluación y preparación efectivamente incurrido. En todo caso, no parece que haya de ser misión del régimen de condiciones generales asegurar en concreto la adecuada correspondencia – o no – entre el coste de proveer el servicio y el precio cargado (así parece desprenderse de la Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de diciembre de 2017 y del art. 4.2 de la Directiva 93/13).

En todo caso, parece razonable pensar que la comisión de apertura responde -en su concepto, al menos- a un genuino coste variable de la entidad ligado a la celebración del contrato de préstamo hipotecario: cuanto mayor sea la cantidad de préstamos hipotecarios que se demanden y que la entidad financiera deba considerar, mayor será el volumen de evaluación de solvencia de los solicitantes, más analistas deberá contratar y mayores serán los costes de su operativa. No obstante ser cierto que la concesión de préstamos (con o sin hipoteca) forma parte de la actividad ordinaria de las entidades financieras, también lo es que comporta unos costes variables que no hay razón alguna discernible para determinar que han de cubrirse únicamente mediante pagos de intereses y no pueden dar lugar a un pago autónomo, siempre que su existencia e importe sea claro y comprensible para el prestatario. De hecho, aunque se califique de un coste de la actividad ordinaria de la entidad financiera, dicho coste en último extremo ha de ser repartido entre los clientes – cualesquiera – de la entidad. Si no se recupera, por muy “ordinario” que sea, la entidad de crédito -cualquier empresa, o cualquier sujeto económicamente racional, en realidad- dejaría de ofrecer el contrato del que deriva ese coste no recuperable.

En principio, por tanto, parece que distinguir entre coste de servicios preparatorios y coste financiero del préstamo, responde a la realidad de las cosas y clarifica las circunstancias de la operación. De hecho, esa distinción de la remuneración de servicios preparatorios se hace -de momento, al menos- sin ningún problema en relación con la tasación del inmueble que será objeto de la garantía, y no hay razones para entender que el estudio de solvencia y de riesgo del solicitante de crédito es distinto del estudio de valor del bien. Por su parte, es claro que el interés remuneratorio, en principio, trata de reflejar los costes financieros de la puesta a disposición inmediata de numerario al prestatario para su devolución por este en un plazo generalmente muy largo. Estos costes financieros son costes distintos a los generados por el estudio de la solvencia crediticia del deudor e incluyen, entre otros elementos, el coste de oportunidad del dinero, el riesgo de impago y, finalmente, el mantenimiento del valor real (poder de compra) del dinero, susceptible de reducirse a consecuencia de la inflación que tenga lugar en la economía a lo largo de la vida del préstamo.

En conclusión,

la comisión de apertura es una parte del “precio final o completo” de recibir un préstamo hipotecario. Es una parte que se corresponde con ciertos costes variables de concederlo. Una parte que es fija y se desembolsa de una vez al inicio del contrato. Otra parte consiste en el tipo de interés remuneratorio del crédito hipotecario, que puede determinarse como interés fijo o variable – el interés de referencia más un spread – y que se paga a plazos, a lo largo de la vida del crédito hipotecario (TJUE C-26/13 Kásler y Káslerné Rábai). Esta tipología de estructura de precio que distingue entre remuneración inicial por la celebración del contrato y remuneración por uso del servicio está prevista, por otra parte, en la normativa de protección de consumidores y usuarios (art 87.5 II TRLGDCU).

Así pues, desde el punto de vista económico, los costes de producción de un servicio se reflejan en el precio total que el consumidor finalmente paga por éste –de forma fija o variable, en un solo pago o a plazos, o combinando varias de estas alternativas-.

La distinción entre precio y coste total del servicio

Por su parte, el TJUE, en contratos de consumo de naturaleza financiera, ha distinguido entre el precio como contraprestación del servicio que constituye el objeto principal del contrato y el coste total del servicio para el consumidor, que incluye cualesquiera pagos que el consumidor deba realizar al prestatario o a terceros – tales como aranceles notariales y registrales. El TJUE, sin cuestionar la existencia de cláusulas contractuales que resultan en costes del préstamo para el consumidor distintas y adicionales al interés remuneratorio, diferencia entre los costes totales del crédito para el consumidor y el precio del contrato strictu sensu. El coste total del crédito es el sacrificio económico total por recibir el crédito y ha de condensarse o reflejarse, por mandato del Derecho UE, en la TAE – tasa anual equivalente definida por el artículo 4.15) y Anexo I Directiva 2014/17–, formada por el tipo de interés remuneratorio – fijo o variable -, por las comisiones y por los demás gastos incluidos y efectuados por el prestatario al prestamista o a terceros y definidos en el contrato. (TJUE C-143/13 Matei [44]). Según esta sentencia Matei, las comisiones bancarias en general que son parte del coste total del crédito para el consumidor y forman parte de la TAE (TJUE C-143/13 Matei [48]) no se identifican necesariamente y en todo caso con el precio en sentido estricto que supone la contraprestación del servicio financiero del anticipo de numerario y que sería objeto principal del contrato.

La Directiva 2011/83 contiene referencias al “precio total” en el sentido de suma de pagos a cargo del consumidor en relación con todos los contratos de consumo (art. 5.1.c)) y en contratos a distancia (art. 6.1.e)), si bien no contiene un régimen de determinación de ese “precio total” tan completo y pormenorizado como en el ámbito del crédito (Directivas 2008/48 y 2014/17). La Sección 4, apartado 3 del Anexo II de la Directiva 2014/17 especifica que la comisión de apertura y otras comisiones de administración han de figurar en la TAE y explicarse separadamente en la FEIN: “En el apartado «Otros componentes de la TAE» se enumerarán todos los demás gastos integrados en la TAE, incluidos los que deben abonarse una sola vez, como las comisiones de administración, y los gastos recurrentes, como las comisiones de administración anuales.”

El TJUE entiende que el objeto principal del contrato, no sujeto a control de abusividad si es transparente (art. 4.2 Directiva 93/13), viene definido por la cláusula contractual relativa al precio en sentido estricto y debe ser interpretado de forma restrictiva (TJUE Kásler y Káslerné Rábai, C?26/13 [42]) de forma que el objetivo final de evitar cláusulas abusivas no quede amenazado en su consecución efectiva. En esta posición del TJUE, que parece reservar la condición de “objeto principal del contrato“ del artículo 4.2 Directiva 93/13, al “precio en sentido estricto” y no al “precio total” o “coste total del crédito”, late probablemente el propósito de contar con instrumentos de restricción de la exclusión directa del control de abusividad en relación con esos otros elementos del “precio total” que no son “precio en sentido estricto” (lo que es lógico y comprensible en el caso de la comisión analizada en el caso Matei). En definitiva, la sentencia Matei trata de preservar un espacio amplio al control de abusividad en aquellos contratos (los de crédito, esencialmente en que el propio Derecho UE contiene un régimen exhaustivo de “presentación del precio” al consumidor. Para ello emplea una distinción entre precio y precio total que, con independencia de su falta de correspondencia con la sustancia económica de las cosas, lo cierto es que no prejuzga la relevancia de una u otra comisión presente en un contrato de crédito en la configuración del objeto principal del contrato ni, aún menos, el resultado de la aplicación de un eventual test de abusividad y, no digamos ya, pretende fijar una estructura necesaria e inmutable a la expresión del precio total de un contrato, sea o no de crédito.

De ello se sigue que, en último extremo, han de ser los tribunales de los Estados Miembros los que deben determinar si aquellas cláusulas en condiciones generales relativas a costes para el consumidor –como la comisión de apertura – forman parte del precio strictu sensu, en cuyo caso serían parte del objeto principal del contrato y, por lo tanto, quedarían extramuros del control de abusividad ex art. 4.2 Directiva 93/13, o son “otros costes” del contrato para el consumidor, que aunque se integran en la TAE no constituyen el objeto principal del contrato y, siendo así, no quedan excluidos de los controles de abusividad de la Directiva 93/13. (TJUE C-143/13 Matei [55]).

En todo caso, aunque la comisión de apertura, legalmente admisible, y que indudablemente forma parte de los costes totales del crédito para el consumidor, se entienda que no forma parte del objeto principal del contrato y está, por ello, sujeta a control de abusividad, este no puede aplicarse de forma uniforme y mecánica, sino que ha de tener en cuenta la naturaleza y rol de la cláusula contractual en el contrato.

El control sobre la cláusula de comisión de apertura de contratos de préstamo hipotecario

Como he indicado, según la interpretación de algunas Audiencias Provinciales, la comisión de apertura puede considerarse parte del precio del contrato y objeto principal de éste. Por lo tanto, en cuanto objeto principal del contrato estaría sujeta, por un lado, al control de incorporación previsto en los artículos 5.5 y 7 LCGC y, por otro, a un control de transparencia sustantiva fundado en el art. 4.2 Directiva 93/13 (TJUE C-92/11 RWE Vertrieb, C-154/15 Gutiérrez Naranjo, entre otras) y en el artículo 80 de la LGDCU (STS de 9 de mayo de 2013). Otras Audiencias, consideran que la comisión de apertura no formaría parte del objeto principal del contrato y que, por tanto, quedan sometidas al control de abusividad aun siendo transparentes. Sea la que sea la interpretación que se dé a la cláusula de comisión de apertura – como parte de objeto principal del contrato o no – el control de transparencia formal, de transparencia sustantiva y/o, en su caso, de contenido no parece que deba arrojar resultados negativos en cuanto a su licitud.

Respecto del primer control de transparencia formal, aunque lógicamente las circunstancias concretas pueden variar, no parece ser de cumplimiento problemático en este caso. Los consumidores típicamente conocen de su existencia en fase pre-contractual y en el momento de concluir el contrato. Por otra parte, su redacción y mecánica es, en principio, sencilla, pues prevé el pago de una cantidad alzada, que se abona en el momento inicial de entrada en vigor del contrato. La comisión de apertura, además, se integra en la TAE y se ha de incluir en la información normalizada que se ha de poner en manos del solicitante de crédito con antelación a la celebración del contrato.

Si la comisión de apertura se considera parte del objeto esencial del contrato cabría un segundo control de transparencia, el de transparencia sustantiva. Este control tiene por objetivo que el consumidor, con anterioridad a la conclusión del contrato, tenga información contractual que le permita, de forma sencilla, evaluar la “carga económica” que supone para él el contrato que va a celebrar (STS de 9 de mayo de 2013) o, como dice el TJUE, para que el consumidor disponga, antes de la celebración de un contrato, de información sobre las condiciones contractuales y las consecuencias de dicha celebración (TJUE C-92/11 RWE Vertrieb, C-154/15 Gutiérrez Naranjo, entre otras). La inclusión de la comisión de apertura en la TAE se orienta, indudablemente, a procurar esta comprensibilidad real y efectiva y a llamar la atención del consumidor para que considere su existencia y cuantía, y con ello, en cómo afecta al excedente que espera del contrato. Por otra parte, al ser la comisión de apertura un pago inmediato y único, su impacto es más fácil de estimar por un consumidor, que el de los pagos futuros de un interés que se prolongarán acaso 30 años y que, además, pueden variar. Es un hallazgo contrastado en la literatura de Behavioral Law and Economics que los consumidores aprecian con más dificultad el sacrificio económico de un pago futuro y contingente (un interés a largo plazo, un interés o penalización de demora) que un pago directo e inmediato. Hay evidencia, además, de que cuanto más fácilmente conocible y evaluable (“salient”) sea una parte del coste del crédito, menos necesaria es la regulación para mejorar el funcionamiento del mercado.

Podría considerarse, por contra, que la cláusula sobre comisión de apertura es cláusula accesoria y no atinente al objeto principal. Conviene advertir que esta calificación no supone que sea una cláusula sobre precio de un servicio accesorio en el sentido del art. 89.5 TRLGDCU, pues el servicio que remunera es inherente al objeto central del contrato de crédito: la evaluación de la solvencia y el cálculo de riesgo crediticio es un servicio necesario para que pueda producirse el otorgamiento de crédito hipotecario al solicitante. Más aún, es un deber del prestamista según el art. 18 Directiva 2014/17. En esta segunda visión de la cláusula, se abriría en principio el control de contenido previsto en el art. 3.1 Directiva 93/13 y 82 y ss. TRLGDCU.

Este control de contenido aplicado a la cláusula de comisión de apertura debe partir de la sustancia económica de la misma, que es la de componente claro y destacado –así lo impone la normativa sectorial sobre crédito hipotecario- del “precio total” del crédito y, por tanto, no parece que deba descansar en consideraciones muy distintas de las que subyacen a la idea de transparencia sustantiva, esto es, de discernir el grado en que el consumidor, a la vista de la cláusula y de la información de que dispone, está en condiciones de tomar una decisión de acuerdo con  sus intereses en relación con el contrato. Aquí, el prestatario, en principio, conoce la existencia de la comisión y se puede representar con facilidad cuál es su trascendencia, pues supone un pago a su cargo, inmediato y de cuantía cierta. El consumidor puede comparar fácilmente entre alternativas disponibles en el mercado, porque el importe está bien identificado y es comprensible y, además, porque su impacto económico está integrado en la TAE, con la que recibe una herramienta de sencillo manejo en la ordenación de las alternativas disponibles en cuanto a su coste financiero total. Si la cláusula es transparente des del punto de vista de su incorporación en el contrato y en base a su configuración, no puede ser contraria a la buena fe ni generar desequilibrios entre los derecho y obligaciones de las partes.

Sin embargo, imaginemos que la comisión de apertura se considerara abusiva. ¿Significaría esto que las entidades financieras dejarían de transferir estos costes del contrato al consumidor? Claramente no. Parece razonable pensar que todo lo que ocurriría es una modificación de la estructura de los elementos del precio total del crédito: se pasaría de una estructura con un elemento fijo – la comisión de apertura – y un elemento variable – el interés remuneratorio – a una estructura unitaria en la que el coste de la comisión de apertura se integraría en el interés remuneratorio. Es decir, aumentaría el spread del interés de referencia y el tipo final correspondiente al interés remuneratorio. Los costes totales del contrato, así como el precio “total” del contrato y por tanto la TAE de ambas estructuras contractuales sería la misma y el bienestar del prestatario también sería el mismo.

La distinta naturaleza, función y efecto en el contrato de las distintas condiciones generales de la contratación requiere que diferenciemos entre ellas y apliquemos los análisis adecuados a los distintos tipos de cláusulas contractuales. Las condiciones generales no son homogéneas y su tratamiento y análisis debería reflejar su heterogeneidad.

En definitiva, parece que debemos emplear mejor el tiempo, los recursos y el pensamiento en materia de control de contenido de condiciones generales del contrato, y reservarlos para más nobles causas que la de la comisión de apertura: para aquellos casos en los que, de verdad, el bienestar de los consumidores está en juego y presumiblemente va a mejorar como consecuencia de la intervención judicial. Aquí no hay tal. Es el momento de evitar una nueva ola de litigación masiva sobre cláusulas hipotecarias que no va a redundar en beneficio de los consumidores. De hecho, los recursos públicos invertidos en esta litigación, en el mejor de los casos, no tendrá ningún efecto en el bienestar de los consumidores.


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